Arturo estaba allí, asomado, a las seis de la mañana. Estaba solo. Apoyado en el murete del pequeño puerto. Se tocaba la muñeca, buscando el Rolex que ya no estaba allí. Con los ojos hinchados y la boca apelmazada de nicotina.
Se asombró de su cartera: ayer había dos millones, ahora quedan diez mil quinientas liras en monedas y billetes de mil. ¿Cómo es posible? En una noche. Me lo he quemado todo en una noche. Cojones, era el último sueldo.
Las farolas de la isla vibraron una vez más, después se apagaron a las seis y media.
Arturo no podía creer a sus propios ojos. Contaba una y otra vez el dinero, lo colocaba ordenadamente sobre el murete, volcaba su cartera vacía. Se quitó el impermeable veraniego, hacía ya un calor de muerte. Se desabrochó la camisa y se quedó con el torso desnudo, la cadenilla de oro y el crucifijo reluciendo entre el vello.
De repente, oyó silbar a alguien. Se volvió como un animal aguijoneado.
—Pero ¿qué cojones silbas a estas horas? ¡La gente duerme, so cretino!
El jubilado que acababa de salir de casa se detuvo de golpe, observó la extraña jeta que debía de haber pasado una noche brava y ahora le estaba vociferando.
El viejo abrió los brazos:
—¡So borracho! ¡Si luce un sol enorme!
Arturo miró el cielo. ¡Coño, si era de día! ¿Qué día sería? ¿Tengo que ir a trabajar? No, es verdad: ya no tengo que ir a trabajar. Tengo que llamar a Pasquale, eso es lo que tengo que hacer. Los falsos tienen que llegar hoy, ¿verdad? Hoy, sí: es sábado.
Sacó de los pantalones arrugados sus dos móviles y se percató de que ambos estaban apagados.
—Disculpe, ¿podría decirme la hora?
Éste está loco, pensó el anciano. Había salido de casa para ir a comprar el periódico y el pan, y se había topado con aquel individuo que primero le grita, después se vuelve de lo más amable, y tiene ojos de drogadicto.
—Las siete menos cuarto.
Arturo tragó saliva: ahora Sandra abre los ojos, se vuelve hacia mi almohada y ve que no hay nadie.
Durante unos minutos permaneció así, mudo y renqueante. Su cara expresaba perfectamente la idea: mi mujer me va a estrangular.
—Disculpe, oiga, me parece usted un pelín alelado —rió el viejo de la camiseta.
Arturo estaba de pie con la cartera abierta en una mano, los dos móviles sin batería en otra, y diez mil quinientas liras ordenadamente colocadas sobre el murete. Era incapaz de mover un solo músculo, no podía. Porque estaba pensando en su mujer. Y en el lavavajillas, en la radio del coche de su hijo, en la deuda con el bastardo del banco.
—¿Has estado de parranda?
—Qué va. Estoy hundido en la mierda…
—¿Te ha pillado tu mujer con otra tía? ¿O es que has perdido al póquer?
Arturo se maravilló: era perspicaz el abuelete.
—Lo segundo… Pero al menos —sus mejillas iban recobrando su color—, me ha quedado dinero para desayunar.
Entretanto, en los muelles del pequeño puerto se iban acumulando las cajas de sepias, lubinas y doradas. Los pescadores hacían el recuento en voz alta y los peces medio vivos se convertían en mercancía. Los mayoristas se encaramaban en los muelles, los comerciantes se gritaban en tropel los unos a los otros, y los de los restaurantes verificaban con cuidado las branquias de los atunes.
En menos de un cuarto de hora, aquello fue un guirigay. Las furgonetas frigoríficas aparcadas por todas partes de través. Las motocicletas de los barrenderos por las calles del centro, y magrebíes con la mirada perdida y escobas en la mano. A lo largo de determinados muros, por los callejones de la ciudad vieja, y de ciertos ventanucos abiertos con geranios en los alféizares, se oían las cafeteras bufar en los hornillos y cucharillas tintineando en las tacitas.
Ahora que Sandra estaría deambulando como una loca por la casa, dando patadas a las puertas, a las paredes con el papel pintado suelto y deshilachado desde hacía años, a ella se dirigían los pensamientos cargados de ternura de Arturo. «¿Dónde coño estará ese bastardo?», le estaría gritando como una obsesa a su hijo, que acabaría de llegar de la discoteca. «Esta noche no ha vuelto, ¿sabes? ¿Sabes que no ha vuelto? ¿Dónde está? ¿Dónde coño está?»
Arturo sabía que estaba mandando a tomar por culo a la compañía telefónica porque le decía que los móviles de su marido estaban apagados, que estaba blasfemando porque su marido se había quemado al póquer el enésimo montón de dinero.
Entró en el Bar Nazionale con su nuevo amigo octogenario.
—Dos cafés y dos cruasanes. Ah, los cafés que sean carajillos, por favor.
—¿Lo de siempre? —le preguntó el camarero a su viejo conocido.
—Sí, sambuca —se volvió hacia el jubilado—. Te gusta la sambuca, ¿verdad?
Para Arturo, hacer amistades era un arte. Era capaz de recoger por la calle a cualquiera. Con la raya de los pantalones torcida, la brillantina incrustada en el pelo, despertaba inmediatamente simpatías.
—Me gusta todo —contestó el viejo—, cuando me invitan.
Arturo estaba convencido de ser el más listo. Le bastaba con exhibir sus Ray-Ban, desgranar un par de chistes, apoyar el codo en la barra: se sentía el rey de Piombino.
Sandra, en efecto, estaba blasfemando. Y Alessio, que acababa de llegar a casa, en la fase declinante de los estupefacientes, no tenía ni idea de dónde estaba su padre ni mucho menos ganas de escuchar a su madre.
—¡Cállate ya, por Dios! ¡Vete a trabajar y estate calladita de una vez!
—Lo mato. ¡Juro que lo matooo!
Vagaba por la casa, furibunda. Por un lado preparaba las cosas que le hacían falta para ir a trabajar: el delantal, la cofia del pelo… ¿Dónde habrá ido a parar el rímel? Por otro, las lanzaba al aire: calcetines, pintalabios, todo lo que encontraba, derecho contra la pared.
Una figura semidesnuda apareció en el pasillo, en el umbral de la puerta. Se restregaba los ojos adormecidos.
—Mamá, ¿qué ha pasado? —maulló.
—Sigue durmiendo.
—Mamá… —masculló Anna con la cara hinchada, los pies descalzos sobre las baldosas frías. Sus rizos caían desordenados sobre sus hombros desnudos, sus ojazos brillantes y ajenos a cualquier acusación. Se había despertado sobresaltada, pero estaba tranquila, en bragas, lista para echar una mano.
—Tu padre es un subnormal —soltó Sandra a la cara de su hija—. Y ahora que ya lo sabes, puedes volverte a la cama.
Anna regresó a su habitación sin decir una sola palabra. Miró a su hermano mientras se quitaba la camiseta y las cadenas que llevaba en el cuello. Se veía a un kilómetro de distancia que estaba hecho polvo, así que mucho más aún tan de cerca. Se había destrozado, como era habitual, el viernes por la noche. Los cabellos embadurnados de brillantina ya no se sostenían: caían en parte erguidos, en parte sueltos, cada uno por un lado.
Anna lo miraba como se mira a un mono en el zoo detrás de los barrotes, entre curiosa y pensativa. ¿Qué habrá estado haciendo toda la noche por ahí? Había nacido, como quien dice, antes de ayer, de acuerdo, pero tonta no era. Al vivir en sitios como ése, donde rige la ley del más fuerte, sin excepciones, y con el padre que tenía además, ya sabía de qué iba el mundo, y con todo detalle.
Se acercó, le dio un beso en la mejilla poniéndose de puntillas. Alessio le correspondió con una sonrisa afligida. Estaba muerto de cansancio.
A las dos empezaba su turno, y ante la mera idea le entraban ganas de llorar. No tenía ni fuerzas para blasfemar como tenía por costumbre, después de diez horas de música ensordecedora, pastillas y golpes. Se desabrochó los vaqueros, miró a Anna que seguía delante de él, medio desnuda.
No se había percatado aún de que su hermana había crecido, ya no era una niña, se había convertido además en una buenorra. Sólo ahora caía en la cuenta, en medio de las arcadas de las anfetaminas. Y en ese follón que era su familia, con ese padre de mierda, de ahora en adelante, de su hermana le tocaba encargarse a él.
Fue una idea que le duró un minuto. Justo el tiempo de quitarse las sandalias de los pies y lanzarlas al otro lado de la habitación. Se derrumbó sobre la cama en calzoncillos. Tienes cinco horas para dormir, afeitarte, hacerte un porro, y después: ¡la juerga de la grúa de puente! Se dejó caer boca abajo, con su enorme cuerpo moreno, templado por el acero, con un ruido de cuerpo muerto.
Anna bajó la persiana, encendió el ventilador porque hacía ya un calor de muerte. Ella también se quedó con el torso desnudo, perpleja, mirando su camita rosa y la enorme espalda de su hermano en la otra cama.
Su madre seguía gritando, fuera, y dando portazos en todas las habitaciones.
Tal vez no sea lo más adecuado, se dijo, ya no. Pero después espantó con una mano aquella idea-mosquito. Sí, rió. Y se lanzó sobre la cama de Alessio. Se hizo un hueco a su lado con la cabeza encajada bajo la axila, la nariz pegada a su piel. Aquél era el cuerpo de su hermano: su arrecife. Y a veces arraigaba encima de él, igual que una telina.
Y así se quedaron los dos, encajados uno contra el otro, en la cama sin hacer de siempre, el colchón hundido de una plaza. Se abrazaron a pesar del calor y de la luz que se filtraba por las persianas, y se hundieron en el sueño. Sandra dio un violento portazo al marcharse a trabajar. Los cristales de las ventanas temblaron, pero ellos ni se dieron cuenta. Al fin y al cabo, ya tenían el callo hecho. Y también por eso, a su edad, seguían durmiendo juntos.
—¿Y a qué dices que te dedicas en la vida, Arturo?
—¿Yo?
—Sí, tú.
—Yo… Bueno… —Arturo neutralizó en medio segundo la confusión que sentía en la cabeza, se aclaró la voz antes de decir—: Soy un hombre de negocios… Marchante de arte.
Por delante del Nazionale pasaban hombres de blanco que llevaban las cestas del pan.
Si tú eres marchante de arte, pensó el viejecillo, yo soy Rockefeller.
Los cierres metálicos se iban levantando en el Corso Italia, primero uno y después otro, con un gran rechinar de hierro. El quiosquero, el mecánico de la esquina, el que arregla bicicletas, el napolitano que ocupa toda la acera con sus carritos de baratijas. Hablaría con todos, el hombre de negocios, el marchante de arte. Se entretendría hablando de esto y de aquello, gorronearía la comida de una forma u otra, y se mantendría alejado del banco y de su mujer.
Vagaría por aquí y por allá, sin dinero, sin reloj. Se encerraría en la vieja cabina de la Piazza Bovio, donde todavía estaba el nombre antiguo de la compañía telefónica. Y con las últimas mil liras que le quedaban desafiaría a la suerte en la primitiva.