5.

A las dos en punto, Anna llamó al timbre de casa de los Morganti.

Vino la madre a abrir. Entreabrió la puerta lo suficiente para poder ver quién estaba al otro lado, y permaneció en el umbral.

—¿Qué tal? ¿Está lista Francesca o no ha acabado de comer?

Rosa se quedó un momento sin saber qué decir.

Jugueteaba con la cadenilla de la puerta y no se decidía a quitarla. Dedos finos e inquietos. Evitaba cruzar la mirada con los ojos de la chica impaciente que tenía delante.

—Puedo pasarme un poco más tarde…

Anna hundió la mirada en la oscuridad para ver mejor la porción de mujer, rígida como un centinela, entre el canto de la puerta y la arista de la pared. Tuvo la impresión de que Rosa quería impedirle el paso y la vista.

Jamás había entrado en aquella casa. Eran amigas desde que nacieron, y nunca la habían dejado entrar.

Notó que la mujer tenía algo extraño en la cara. Una sombra violácea en una mejilla, debajo del ojo que ahora la miraba fijamente. Un ojo líquido, de petróleo.

—Hoy Francesca no va a bajar a la playa.

—¿Y eso?

Rosa se estremeció ante el sonido de aquella pregunta dicha así: con la cara y la boca atónitas, propia de una muchacha en bañador, con zuecos en los pies, horquillas en la cabeza y el olor a carmín de fresa que notaba desde allí. Vio encarnado en el cuerpo de Anna, con la mochila al hombro llena de cremas, toallas y la red para capturar babosas, el mundo que su hija debería tener derecho a habitar. Entonces sonrió, un instante apenas, desarmada.

—No se siente muy bien, es mejor que se quede en casa.

—¡Pero si estamos en junio! ¿Qué es lo que le pasa?

A Anna no se la podía engatusar.

—Mañana… Estoy segura de que mañana Francesca estará mejor.

En el interior de la casa, mientras tanto, no se oía ni siquiera el zumbido del televisor.

Por cómo apretó los labios y contrajo las pupilas, Rosa intuyó que Anna había entendido.

Puso fin a la conversación:

—Te prometo que mañana irá.

Después cerró la puerta y pensó que la suya no era una promesa sino una exigencia de justicia.

Se dijo que, en cuanto el monstruo se hubiera marchado, ella y su hija hablarían. Le diría que se merecía salir como todas las chicas de su edad. Que ya estaba bien, que habían soportado demasiado. A ella no le faltaban las fuerzas: encontraría un trabajo y denunciaría al monstruo. Sin duda alguna. Y pediría el divorcio.

El problema era el trabajo, Francesca tenía que entenderlo. El problema era el dinero y nada más. Que ella odiaba a su marido, y no volvería a permitir que le hiciera daño.

Anna se quedó esperando algunos instantes, boquiabierta delante de la puerta cerrada como un gato petrificado ante los faros de un coche.

¿Y ahora qué hago? Se me han quitado las ganas de irme a la playa. Ese babuino de mierda… Le hubiera gustado atizarle un puñetazo. Pero ¿para qué tienen que existir los padres?

Desde detrás de la puerta, mientras tanto, ni el menor sonido, al contrario: un silencio sepulcral. De modo que bajó al patio, la emprendió a patadas con una piedrecilla. Después arrojó la mochila al suelo y se sentó sobre el esqueleto de un banco.

Hasta que France no salga, yo no me muevo.

Un poco más allá, algunas viejas jugaban al siete y media con entusiasmo, agitando rápidamente sus abanicos. Estaban hablando del último episodio del Inspector Derrick. Anna les echó una mirada aviesa.

No podía volver a llamar. Había mirado la cara de aquella mujer y lo había entendido todo: los golpes y todo lo demás. Apretó con fuerza los puños. Estaba sola dentro del bochorno, justo en medio de un patio de cemento. Habría preferido no sentirse tan impotente. Actuar de un modo u otro, escalar por el canalón hasta la ventana de Francesca.

Pero ese hombre le daba miedo.

Se puso a observar los muros: paredes de diez pisos de altura que aprisionaban su mirada por todos lados. A ella le gustaba mirar las cosas. Le gustaba demorarse en los detalles. Los alféizares estaban repletos de cosas: plantas resecas, zapatos, ollas recién lavadas y puestas a secar. No se veía el mar, desde allí. Se distinguían trozos de revoque sueltos, las puntas de hierro oxidado que asomaban como uñas de los pilares de cemento armado.

Mamá se lo había explicado: existen dos clases sociales. Y las clases sociales están en guerra entre sí porque hay una clase bastarda y zángana que oprime a la clase buena que se mata a trabajar. Así funciona el mundo. Mamá era de Rifondazione Comunista, pertenecía al cinco por ciento de la población italiana. Y Alessio, por ello, la consideraba una pringada. Su padre tenía como mitos a Al Capone y al Padrino, el de Francis Ford Coppola. Su hermano pertenecía al sindicato metalúrgico de izquierdas pero votaba por Berlusconi. Porque Berlusconi desde luego no es un pringado.

Anna examinaba el patio con atención. Era su mundo. Vio pasar a Emma con su tripón: se había casado a toda prisa a los dieciséis años con Mario, que tenía dieciocho. Aquel día la gente de los portales, todos juntos, celebraron una gran fiesta con patatas fritas, Coca-Cola y confeti, algo parecido a cuando había un cumpleaños en el colegio.

Pensó que no le convencían ni lo que decía su madre ni lo que se desgañitaba contando su hermano, menos aún las gilipolleces del babuino. Le convencía su patio, y nada más. Le convencían las vigas, los pilares, el cemento armado. Le gustaba la arquitectura de esos arcones en forma de nicho. Y no envidiaba a los que vivían en el centro ni en los chalés adosados: los ignoraba por completo.

¿Por qué no bajas, France?

No era la primera vez: «No se encuentra bien»…

Una explanada sin una brizna de verde. Allí se jugaba al fútbol, allí se traficaba, allí se tomaba el fresco. Siempre era un follón, a cualquier hora, excepto en las tardes de verano. Ahora se parecía al desierto, al más árido que pueda uno imaginarse.

Anna había nacido allí, pero se daba cuenta de que los papelotes, las colillas y a veces las jeringuillas en el suelo eran una mala señal. Que junto a los pilares orinaban todos: perros, niños y drogatas. Había un hedor que obligaba a taparse la nariz. Que un hombre que se inyecta una dosis de heroína en el brazo o en el cuello delante de los niños no era un bonito espectáculo. Pero escupir contra esas cosas era como escupir contra sí misma. Y ella con ciertos drogatas del edificio a veces se entretenía en hablar.

Anna sabía que ningún hombre era un monstruo. Excepto el padre de Francesca.

¿Por qué no sale? ¿Qué le han hecho?

Se puso a leer las pintadas de los bancos. Una estratificación geológica de amores y peleas entre los que se contaban también los suyos. «Francesca estás requetebuena by Nino» fue la primera incisión con el cortaplumas que descifró. Después reconoció su escritura con rotulador: «Anna y France forever together».

El runrún de las abuelas en zapatillas corroía en sus bordes el silencio asfixiante del cubo. Anna estaba ahora completamente absorta en la lectura del banco.

«Marta + Aldo = amor», «Sonia qué puta eres» (puta borrado), «Jennifer y Cristiano a tres metros sobre el cielo». Sonrió orgullosa al constatar una nueva inscripción: «Anna estás de muerte, qué pena que seas mi mejor amiga… By Massi 84». Estalló en carcajadas cuando vio: «Alessio = 24 cm», y después, inmediatamente debajo, «Te quiero, tu Sonia».

Mi hermano es un campeón, pensó.

Lo cierto era que Sonia, que veía películas porno con Alessio en su habitación, no es que le cayera muy bien. Si por lo menos pusieran música de fondo… pero nada, así que se oía todo. Y ella tenía que irse a la cocina y esperar a que terminaran. Pero ése era el precio que había que pagar por tener un hermano buenorro. Imagínate que fuera un pringado: ¡no, por Dios! Ella estaba orgullosa de Alessio. Podía ir con la cabeza bien alta con un hermano rubio y musculoso como ése.

Sonia, Jessica y todas las demás chicas mayores la saludaban siempre, la invitaban a dar una vuelta en ciclomotor con ellas, le daban esmalte en las uñas y le enseñaban incluso a pasarse la sombra de ojos por los párpados. Todo ello, obviamente, para sonsacarle información sobre Alessio.

—Ho-la An-na.

Anna se volvió de golpe hacia el lugar de donde venía la voz.

Donata, intentando con esfuerzo titánico levantar una mano para saludarla, se acercaba en su silla de ruedas, empujada por Lisa. La mano, que no respondía a las órdenes, se balanceó en el aire como un artilugio incongruente.

—Hola, Donata —contestó Anna sin naturalidad alguna—. ¿Qué estás haciendo? —no engañaba a nadie: su sonrisa estaba llena de incomodidad.

A Lisa ni siquiera la saludó.

—To-o-mo el fr-fres-co-o.

Para decir una palabra, una sola palabra, de dos sílabas, concentraba toda su energía como si se dispusiera a lanzar una jabalina. La parte izquierda de la boca y de la mandíbula la tenía definitivamente entumecida, y no le consentía sonreír. Las piernas ya no podía moverlas. Y desde hacía un año, tampoco el brazo izquierdo. Aquel brazo estaba retraído sobre sí mismo. La mano contraída no aferraba los objetos, no saludaba, no acariciaba ni los gatos ni a las personas. Temblaba, únicamente, con espasmos duros, como el resto del cuerpo.

Anna procuraba no mirar aquel cuerpo de quince años que no era un cuerpo de quince años.

—¿Y tú-u qué ha-a-ces? ¿Por qué no-o es-tás en la-a pla-ya?

Y sin embargo, a pesar de ese cuerpo ofendido, se veía a simple vista: Donata tenía ganas de vivir. De salir por ahí, de hablar con los demás, de entender algo del mundo en los años que aún le quedaban, antes de que todos los músculos se le entumecieran por completo. Todos: desde los de los dedos a los de las cejas, hasta los del abdomen, gradualmente, hasta el corazón.

Anna estaba segura: de haber estado en su lugar, nunca saldría de casa. En cuanto le resultara posible, se tiraría por las escaleras con la silla de ruedas.

—No tengo muchas ganas de ir hoy a la playa… —lanzó una mirada hacia la ventana de Francesca, y después añadió, sombría—: Necesito pensar un rato.

—¡A-sí-i que e-res u-una filó-sofa!

Donata bromeaba, hasta había intentado reírse. Y la hermosa Anna, cuyo nombre había sido grabado por Massi en el pilar de cemento, sentía como si le estuvieran dando unos azotes.

—No exageremos… Aunque voy a estudiar Filosofía yo también, a partir de septiembre iré a tu colegio.

Si uno miraba atentamente los ojos de Donata, no podía decir que no veía en ellos el morbo.

—¡En-ton-ces esta-a-rás en cla-a-se con Li-sa!

Anna hizo una mueca:

—¿De verdad?

Apenas se dignaba a mirar a aquella pringada de Lisa. Pensó que, en su clase, a gente como ésa no la quería.

El sol pegaba fuerte. La gente empezaba a salir de las casas, sacando sillas y mesitas al patio. Era una hora hostil. La gente se refugiaba en la sombra y entablaba conversación. Decenas de radios portátiles de fondo. No era fácil instalarse en el cemento ardiente, pero siempre era mejor que quedarse encerrados en aquellos pisos que en verano se convertían en auténticos hornos.

Donata forzaba los labios, la lengua, la garganta para conseguir sacar las palabras que llevaba dentro. En su interior, las palabras eran infinitas: completas, sonoras, dirigidas a todas esas personas sanas como Anna. Sólo que los músculos de la boca las deformaban, las volvían feas y dolorosas. Donata se daba cuenta: la suya era una guerra.

Ahora le estaba explicando a grandes rasgos qué eran la Filosofía, el Griego y el Latín, las asignaturas que Anna no tardaría en estudiar. El mito de la caverna de Platón, con los esclavos encadenados. Y además la Ilíada y la Odisea, las cosas grandiosas del hombre: todo eso en medio del jaleo de Via Stalingrado.

Pero Anna en parte la entendía y en parte no. Y ver cómo le caía el sudor por las mejillas a causa del mero esfuerzo de hablar era como un puñetazo en el estómago. Le interesaba lo que Donata le estaba contando, le gustaba Donata, y sin embargo… Una como ella no puede estar en el mundo.

Era ya difícil para ella, con sus tetas y esa falta de pudor con la que contaba. Era difícil para ella, que tenía a todos los de su edad a sus pies y una amiga fantástica como Francesca. Tenía que hacerle daño a alguien siempre para que el daño no recayera en ella. Donata no debería existir.

Fue así como, en cuanto vio a Nino arrastrar su flamante escúter a la sombra de los pilares y detenerse, abrir la caja de herramientas, sacar una llave inglesa, Anna no tardó ni medio segundo en despedirse de Donata para, sin despedirse de Lisa, huir hacia aquel chico de dieciséis años, tan rubio que daba miedo.

Si te hubiera tocado una hermana como Donata, ya se te bajarían los humos, vaya que sí, pensó Lisa mirándola echarse encima de Nino con el rabillo del ojo. Entretanto, no dejaba de empujar la silla de ruedas.

También Lisa se miraba al espejo, largo rato, encerrada en el baño. Si descubría un grano en la frente, sentía una punzada en el pecho. Si constataba que la tripa y las caderas y los muslos regordetes no se reducirían fácilmente, le entraba una rabia… Se sentía fea. Lo era, era fea. Con ese rostro puntiagudo, de ratón, la nariz demasiado grande, ganchuda, y el pelo fino, descolorido y ralo.

Después pensaba en su hermana. Apartaba los ojos del espejo y sentía remordimientos.

Ahora estaba paseando a Donata por el patio y en cierto modo la odiaba. No, a ella no; a la enfermedad. Y si pensaba que moriría al cabo de unos cuantos años, sentía que la injusticia le abrasaba por dentro. ¿Qué sabía Anna de todo eso? Ésa no tenía ni idea de lo que era el dolor, el de verdad.

Le habría gustado emprenderla a puñetazos con todos, con el mundo entero. Era difícil empujar esa silla de ruedas, formar parte de la enfermedad, delante de todos: delante de dos cabronas como Anna y Francesca, que se divertían con los chicos, que se restregaban contra los chicos, y que hasta dejaban que los chicos las besaran.

Menudo pedazo de cabronas. Lisa se mordía los labios, se aguantaba la rabia. Esas dos cabronas de mierda, que cuando les venía la regla parecía como si sólo les pasara a ellas. Y Maria, y Jessica, y esa otra idiota de Sonia: pollas por aquí y por allá, mamadas por aquí y por allá. ¿Mamadas? Ni siquiera sabía qué eran exactamente esas dichosas mamadas.

Lo único que sabía es que no había derecho. Que en el mundo hay quien tiene de todo y quien no tiene nada. Nada de nada.

Vio de lejos a Nino y a Anna: tumbados en el suelo debajo del ciclomotor, absortos en desmontar el tubo de escape. Les oyó reírse como ella nunca lo había hecho. Y se alejó a toda velocidad hacia el portal de su edificio, el número ocho: enfrente de las ventanas del baño de Anna, por las que se veía todo.

En la sala de espera del ambulatorio, padre e hija estaban sentados en silencio sin mirarse. Sus cuerpos estaban rígidos y gélidos bajo la luz inmóvil de los neones.

Enrico había insistido con Rosa para ser él quien acompañara a Francesca al médico. No se había avenido a razones. Sabía que si iba Rosa, se le escaparía alguna palabra de más. Estallaría en lágrimas, quién sabe lo que llegaría a inventarse. Y en cambio, cuantas menos palabras se dijeran, mejor. Que fueran pocas, y sobre todo convincentes.

Los ojos de Francesca estaban vacíos. Tenía la mirada fija en un punto abstracto del espacio y no se movía de allí. Apretaba con fuerza la mano derecha sobre el vendaje que se había puesto de cualquier manera en la muñeca izquierda. Y el algodón, lentamente, iba saturándose de sangre.

Al médico, no a urgencias. En el hospital habrían hecho demasiadas preguntas.

Llevaban una hora esperando, delante de ellos aún había siete u ocho personas. Ni Enrico ni Francesca tenían prisa. Más bien parecían estar completamente ausentes.

Al doctor Satta lo conozco. No se meterá en nada, va a lo suyo. Hará lo que tenga que hacer y nada más. Eso era, más o menos, lo que se le pasaba por la cabeza a Enrico. Sus pensamientos se concentraban en las cuestiones prácticas, rigurosamente prácticas, de base: los puntos, el desinfectante, las gasas, y que Francesca no tuviera que quitarse la camiseta. No debía explorarla.

La puerta de la consulta se abrió de repente, y salió un viejecillo con gafas de sol, abrazado a una mujer rubia, diáfana, con un marcado acento del este. El viejo sonreía y la exhibía ante los demás viejos sentados en semicírculo en la sala.

—Caramba —dijo uno—, pero ése ¿no estaba casado?

Casi no le había dado tiempo de marcharse al viejo cuando los demás empezaron.

—Se le murió la mujer hará un par de años…

—¡Ah, ya entiendo!

Algunos hasta se pusieron de pie. Otro cerró el periódico y lo dejó en un asiento.

—Estas rubias, joder, no son para nada como las nuestras de Piombino…

—Si llegara a faltarme mi mujer, toquemos madera —se palpó los cojones—, ¡anda que no me metía yo en casa a una rubia!

Padre e hija, inmóviles, seguían mirándose las puntas de los pies.

—No te joroba. Las italianas quieren que las saques a cenar, al cine, pero luego por tu casa ni aparecen, y no te lavan los calcetines.

—Hay que decir que las rusas beben, anda que no beben…

—¡Pero tienen los culos prietos!

—¡Y no te tocan las pelotas!

—Y te hacen un bis y un tris… Las ucranianas.

Enrico no les escuchaba. Estaba repasando obsesivamente las tres frases que iba a decirle al doctor, las estaba proyectando, limando, probándolas una y otra vez de forma monomaniática. Francesca, en cambio, escuchaba. Tenía la mirada fija en un punto en medio de la nada con los ojos muy abiertos, pero oía perfectamente. Y experimentaba una sensación de vómito, físico, desgarrador, ante la idea de que uno de aquellos viejos, con sus camisas sucias y los cercos de sudor bajo las axilas, pudiera tirarse a una muchacha emigrada de quién sabe qué miseria.

—Esas rusas no están pero que nada mal. En Piombino las hay pa’ aburrir.

Cuando había entrado, todos se la habían quedado mirando de arriba abajo. Después había entrado su padre y todos habían apartado la mirada.

—¡Chicos, pa’ eso hay que gastarse los cuartos! Que con la pensión no nos vale. Y hay que pagarle, darle joyas, ropa, zapatos…

—Por ahora espero que mi mujer vaya tirando.

Francesca no estaba ni allí ni en ninguna parte. Hojeaba distraídamente antiguos números de revistas del corazón. Se entretenía con las fotos, las que retrataban a personajes televisivos en Formentera, chicas semidesnudas recién salidas de la peluquería, posando en los locales chic de Milán, delante de escaparates rutilantes de Nueva York…

Ella, en cambio, nunca conseguiría huir. Se lo impediría él, la buscaría por todas partes. A los dieciocho, tal vez. Sí, a los dieciocho años podría participar en el concurso de Miss Italia, conseguir que alguien se fijara en ella y marcharse. Con Anna. Pero ¿ahora? No era capaz de soñar, no le quedaban fuerzas. Al contrario, sólo tenía un deseo: la muerte de su padre. La muerte de esos viejos asquerosos que tenía delante, que apestaban y pretendían una mujer que les limpiara el bidé, una chica ucraniana arrancada de su casa.

Estaba segura: no se casaría nunca. Los hombres le daban asco. Eso sí que era capaz de pensarlo con claridad: que los hombres le daban asco, que no dejaría que ninguno le pusiera la mano encima, en toda su vida. Se marcharía, algún día, con Anna. Ellas dos y basta, para siempre.

Enrico ya había dejado de pensar. Se había aprendido las tres frases de memoria, y se sentía tranquilo. La mirada bovina. Se encajaba las cosas en el cerebro como se van encajando las fases del ciclo de producción, la temperatura del acero, los ritmos del enfriamiento, el cilindro que cepilla, el riel que sale. Como las fases de la pesca: montar la caña, enrollar el carrete, atar el anzuelo, enganchar los gusanos.

Los prismáticos.

Su hija.

Que nunca se convertirá en una puta. Que hoy por la tarde había cogido un cuchillo de cocina, de esos grandes para la carne, y se había cortado una muñeca delante de sus ojos.

Habrá que decir que se ha caído sobre un alambre.

El metal estaba limpio: no puede haberle causado infección alguna. El corte es profundo, ha perdido mucha sangre, pero las venas están ilesas. Eso es lo importante.

Los viejecillos se habían callado. Uno tras otro fueron entrando para que les recetaran las medicinas que tenían que tomarse cada día. La pastilla del corazón, la de la tensión, la que mantenía bajo control la glucemia. Al salir, se despedían en voz baja, con un hilillo de voz, apretando en la mano vacilante la receta. Aquel cuerpo, lo sabían perfectamente ellos también, ya no funcionaba, hacía agua por todas partes. Y de nada servía la ilusión de una mujer ucraniana que todo lo arreglara: era ya mucho poder llegar hasta la farmacia sin que les doliera nada.

Francesca: la única cosa bonita que había hecho en su vida. Recordaba cada minuto, desde que nació. La primera vez que balbuceó «papá». Cuando ganó la carrera de natación en el colegio. Esa carita imposible de describir, del tamaño de un grano de arroz, que se asomaba por la incubadora. Pero tenía las manos demasiado grandes, demasiado duras, y era incapaz de manejarla con cuidado.

Cuando llegó su turno, se levantaron con perfecta sincronía y entraron juntos, sin titubear. El médico les sonrió. Enrico sonrió a su vez. Francesca no movió los labios. Clavó en el hombre una mirada que se limitaba a decir: cóseme. Después empezó Enrico con las explicaciones, a su manera, lo mejor que podía. Era un hombre rudo y se sentía cohibido ante los doctores. Pero sabía cómo convencer, llegado el caso, con los gestos de las manos.

El médico entendió, y no hizo preguntas. Cogió la muñeca de Francesca, despegó el algodón empapado de sangre, le restregó el alcohol. Empezó a suturar un trozo de piel con una gruesa aguja de metal.

Francesca lo observaba, sin expresión alguna, mientras unía la piel con la piel. Sin interés, su carne abierta, la sangre que había que taponar continuamente. Inmóvil en el silencio irreal, dejaba que la cosieran, dócilmente, en el ambulatorio del doctor Satta.

—No hace falta que la explore, doctor. No es necesario.

El médico entendió, y no hizo preguntas. No era la primera muchacha con moratones con la que se topaba. No le gustaba sacar a la luz esos hematomas. No quería confundirse con esa gente. Ya se sabe, son animales. Y él no era más que un médico de cabecera, ni un asistente social ni un policía. Total, nada iba a cambiar de todas formas.

—Dentro de una semana te quitamos los puntos, ¿de acuerdo, señorita?

Francesca asintió, impasible.

Cuando salieron, una nube de monóxido de carbono fue despedida de la chimenea más alta de la fábrica. Allí se quedó, quieta en el cielo límpido. Después, el viento del otro lado del promontorio sopló con fuerza y limpió el cielo.

No había ocurrido nada.

Por la ventanilla del coche, bajando por la carretera costera y más tarde por el paseo marítimo Marconi, Francesca veía brillar la isla. Tan cerca y, sin embargo, inalcanzable. Basta un trasbordador, y sin embargo nunca he ido, nunca la he visto. Sólo cuatro kilómetros. Con Anna podríamos recorrerlos a nado.

Enrico conducía sereno, respetando los límites de velocidad y el código de circulación. Si la señal decía cincuenta, él iba a cincuenta, si decía treinta, él iba a treinta. Y además tenía este don: olvidar de lo que eran capaces sus manos. No pensaba nunca en las cosas complejas, pensaba en una única cosa, separadamente, sin unirla en el tiempo ni en el espacio a las demás.

La luz empezaba a declinar. Y los pueblecitos de la isla de Elba se convertían en otros tantos pequeños pesebres que, vistos desde lejos, no parecían de este mundo.

Hoy me he rebelado. Hoy, por vez primera. Como dice Anna: tienes que rebelarte, que comprenda de una vez que no eres un objeto de su propiedad, que eres una persona. Anna sabía usar las palabras. Rebelión. Objeto de su propiedad. Persona. Pero yo no sé usar las palabras. Yo quería matarme. Y una mierda: quería matarle a él. ¿Y qué ha ocurrido? Nada. Los dos estamos vivos. Ahora entramos en el garaje, él aparca el coche, salimos y cerramos dando un portazo. Anna, ¿por qué no estás aquí conmigo? ¿Por qué no nos marchamos juntas? Ahora él cierra con llave el portón, no nos miramos, subimos las escaleras en silencio, saludamos a mamá y nos sentamos a la mesa para cenar.