3.

Era un juego, y no era un juego.

Sobre el lavabo, en el espejo manchado de pasta de dientes, la rubia y la morena se reflejan en su versión más descarada. Están inmóviles y ansiosas. El labio fingidamente ceñudo, el pelo suelto. Hay un pequeño lector portátil en equilibrio sobre la lavadora, con el volumen a tope. Vomita un viejo CD de Alessio de los años noventa.

Anna y Francesca, cuando no hay nadie en casa de Anna.

Los dos cuerpos vibran como el sonido, junto al sonido. Aguardan el arranque de la canción para lanzarse.

La ventana está abierta. Se han encerrado con llave en el baño. Lo hacen todos los lunes por la mañana, en verano, cuando ya no hay colegio y todo el mundo está trabajando. Levantan la persiana, apartan la cortina. Se quedan semidesnudas en el centro del cuarto. Y en el edificio de enfrente sólo quedan en casa los jubilados y los que se tocan el nabo.

Se han maquillado, exageradamente. El carmín corrido fuera de sus límites, el rímel goteando a causa del calor y formando grumos en las pestañas, pero a ellas no les importa. Éste es su pequeño carnaval privado, una provocación que lanzan fuera de la ventana. En el fondo, saben que puede haber alguien que las espíe y se desabroche los pantalones.

En cuanto la voz de la cantante arranca, Anna y Francesca, descalzas, se contonean ferozmente. Improvisan coreografías al estilo de Britney Spears. Y les sale de miedo, a juzgar por los ojos que se clavan en ellas desde las casas de enfrente.

The summer is magic, is magic. Oh, oh, oh… The summer is magic…

Anna, en el rectángulo de la ventana, es la que se deja ver la primera. Se ha puesto el sujetador de encaje de su madre. Un sujetador de mujer que no pega ni con cola con sus braguitas rosas de flores.

Francesca permanece en la sombra detrás de ella. Lleva una camiseta blanca que deja entrever sus senos pequeños sólo en transparencia. Se aventura pero está vestida. No sonríe. El borde del tanga asoma de sus pantalones vaqueros cortos, de cintura baja: que se vea que lleva tanga, precisamente lo que su padre no quiere.

Las ganas de hacer algo que no debe hacerse, que el mundo debe mirar.

The summer is magic. Oh, oh, oh… The summer is magic…

En realidad no cantan. Sólo mueven los labios. Y cuando el estribillo se repite por enésima vez, Anna se desabrocha el sujetador. Baila. O mejor dicho, mueve la pelvis furiosamente. Juega con el borde de las braguitas. Agita su pelo vaporoso, soplando sobre los rizos que le caen por la frente. El sujetador y la tripa se enmarcan en el espejo, desnudos dentro de la ventana, bajo el sol de la mañana que da a ese lado de la casa. El aire bochornoso se cuece en el cemento.

Hacen como si no supieran que hay hombres con los que se cruzan por las escaleras que las están observando.

Francesca la sigue. Se quita la camiseta. Se queda con el torso desnudo, un desnudo casi masculino. Es una chica pálida y angulosa. Todo en ella es claro, incluso en verano. No se pone morena, ni siquiera parece italiana. Baila a su manera: lenta y dura. Francesca no se deja llevar. Su rostro está serio, quiere provocar, pero no se abre. Mira a su mejor amiga, sigue sus pasos. Busca sus manos, coge una, se la besa.

This is the rhythm of the night, the night… Oh, yes. The rhythm of the night…

La música retumba entre los azulejos, se suma al grumo de ruidos que provienen del patio, de los balcones. Los azulejos del baño son verdes, la superficie está desconchada en varios puntos. El tío de Lisa se enciende un cigarrito apoyado en la barandilla. Y las mira.

Tienen una idea absurda del estriptis. Mezclan los vídeos que emite MTV con los bailecillos de las azafatas de los programas televisivos. Pero tienen trece años, no tienen la menor idea. Y en un conjunto de cuatro edificios que dan unos a otros, por lo menos desde cien ventanas pueden meter las narices en ese baño.

Eso es precisamente lo que quieren. El jueguecito del lunes por la mañana a las diez y media. Y las voces sobre lo que hacen corren por los pasillos, las escaleras, los ascensores.

Hay gente que desayuna a esa hora. Hay gente que se despierta a propósito, a estas alturas.

Francesca le da la espalda al espejo, se recoge la llamarada de cabellos rubios en la nuca. El espejo sucio, oxidado en los bordes, refleja una espalda y un seno adolescentes, colocados uno al lado del otro, en perfecto equilibrio.

La columna vertebral se arquea levemente. Francesca se encorva para desabrocharse los pantalones cortos. Se los quita. Y Anna hace lo propio con las braguitas.

Si lo supiera mi padre.

Se mueven como dos tentáculos, han dejado de mirarse. Al otro lado hay mujeres casadas que sacuden las alfombras en los balcones. Las mismas pulsaciones de la pelvis, las mismas caricias desde el ombligo hasta el pecho, y por debajo meten un dedo, después otro. Se abrazan, se adhieren tan perfectamente como serpientes. Piel contra piel. Con los ojos cerrados.

Francesca apoya la cara sobre el hombro de Anna, entre sus brazos. Le pasa lentamente los labios por el cuello, detrás de la oreja. Y Anna echa la cabeza hacia atrás. Tiene una sonrisa que inquieta.

Lo primero que se te ocurría decir era: pero ¿quién coño se creen que son? Lo segundo: menudas pervertidas.

Se abrazan delante del espejo. Ahora han dejado de bailar. Se abrazan y nada más, moviéndose despacio. Y no se distingue dónde acaba una y empieza la otra. Se acarician la cara, deslizan las manos por sus caderas, siguiendo la espina dorsal. Y tal vez tengan miedo. Se excavan con la nariz y los labios, se vuelven tiernas y ausentes.

This is the rhythm of the night, the night… Oh, yes. The rhythm of the night…

Hay alguien espiándolas detrás de una cortina del edificio de enfrente. Y a ellas no les importa absolutamente nada.

Indiferenciadas, están desnudas. Esa especie de furia que te sacude al principio el cuerpo, cuando tienes trece años y no sabes qué hacer con él. Tu amiga íntima está delante de ti, restregando su tripa contra la tuya.

Se enlazan y permanecen así, haciéndose mimos. Caen en un estado lento y animal, en un olvido.

Anna tiene los ojos cerrados, sonríe. Se frotan las narices, las mejillas, los hocicos. Anna roza a Francesca. Francesca abre los ojos. Anna la acaricia y Francesca la sujeta. El rostro le tiembla ligeramente. Hunde un poco las uñas en la piel de su mejor amiga. Anna posa los labios en sus labios.

Oh, yes. The rhythm of the night…

Pero el hechizo cesa de repente. En determinado momento, se separan. Apagan el lector y echan la cortina de la ventana.

Era siempre Anna la que se separaba. No podían, no sabían seguir adelante. Pero los hombres que las habían estado mirando no se detenían. El tío de Lisa se despertaba a propósito para masturbarse con las adolescentes del edificio de enfrente. Y también Lisa corría la cortina, con el pecho alborotado, cerraba las contraventanas y a veces le entraban ganas de llorar.

Anna se asomó, desnuda, al rectángulo de la ventana con los codos en el alféizar. Observó un cucharón de madera dar vueltas en la olla, en una cocina cualquiera del número ocho, y a una mujer robusta afanándose con largas ramas de apio.

En el edificio de enfrente, al otro lado del patio infestado de pequeños traviesos, muchas mujeres empezaban ya a preparar la comida: la salsa, en un sitio como ése, empieza a hervir a media mañana. Anna observaba a los chiquillos de abajo jugar a la pelota, a una joven pareja peleándose en el balcón, él emprendiéndola a patadas con un tiesto de albahaca.

Además, estaba el cielo límpido.

Le tenía cariño a ese lugar. Veía las colmenas, el follón, a Emma que volvía con las bolsas de la compra, embarazada a sus dieciséis años, y se sentía pertenecer a todo aquello.

—¡Desde luego, es de locos! ¿Te lo imaginas? ¡Iremos a clase en ciclomotor! Por la cuesta de Montemazzano… ¿Te imaginas cómo le pisaremos? Mi hermano me ha dicho que me deja el escúter, total, él ya no lo usa.

Francesca estaba acurrucada en la sombra, sentada en el bidé.

—¡Ya no nos tocarán más las pelotas, no podrán decirnos que no salimos!

Francesca estaba despatarrada y tenía la mirada caída.

—Me gustaría ver si te atrapan con el ciclomotor. El babuino te dirá: esta noche no sales. ¡Y tú pillas el ciclomotor, te marchas de Piombino y no vuelves nunca! —Anna estaba radiante.

Francesca, en cambio, no. Tenía miedo.

—A ti te importa un bledo que nos separemos —soltó. Se levantó de golpe y miró a Anna con gesto hosco—: Te importa un bledo.

El bochorno se estancaba en el interior de las colmenas, se asentaba en cada piso y lo transformaba en una ciénaga.

—¿Qué coño dices?

Francesca se volvió hacia el espejo.

Le daba rabia que Anna se exaltara tanto ante la idea del futuro; es más, le jorobaba que saltara de alegría pensando en ir a un colegio que no era su mismo colegio, a una clase que no era su misma clase. Y que no pudieran verse en el recreo, compartir la merienda.

Lo que ocurría era que Anna iba a cursar el liceo clásico, que había terminado la escuela media con sobresaliente y le gustaba estudiar. Anna no tenía problema en dejar que los chicos la besaran, no tenía hematomas en la espalda y en la tripa. A Francesca estudiar no le gustaba nada.

—Deja que te recuerde que el IPS[2] está delante del clásico —le dijo Anna—, que por la mañana iremos juntas al colegio y que también volveremos juntas.

—¡Estupendo! —rió Francesca, pasándose el desmaquillador por los ojos.

—¡Cómo te odio cuando te pones así!… Haciéndote la cabrona. En vez de pensar en todos los cambios, no piensas más que en gilipolleces.

—Apártate, déjame mear.

Ya habían pasado las doce. Las madres empezaban a llamar a sus hijos por las ventanas.

—¿No te sale? —rió Anna.

—No, si no dejas de mirarme.

¿Qué significa crecer en un conjunto de cuatro colmenas, desde las que llueven trozos de balcón y de amianto, en un patio donde los niños juegan junto a chicos que trafican y viejas que apestan? ¿Qué clase de visión del mundo te formas, en un lugar donde lo normal es no marcharse nunca de vacaciones, no ir al cine, no saber nada del mundo, no hojear los periódicos, no leer libros, y que no pase nada?

Ellas dos, en ese lugar, se habían encontrado y escogido.

Ahora Francesca bajaba los ojos, oía chorrear el agua en la taza del váter, y le entraba la risa. Anna había vuelto a mirarla. Francesca arrancaba una hoja de papel higiénico, la arrebujaba y se la tiraba. Y la otra se la devolvía riendo.

—¿Una ducha? —preguntó Anna, abriendo el grifo.

Ya habían hecho las paces.

Francesca sonrió y entró en la ducha con la mampara atascada. La vista, el oído se ofuscaban debajo del chorro. Sólo quedaba el tacto, el trasero de una contra el de la otra.

Ahora ya no hablaban. Las palabras no sirven para nada, las más de las veces provocan peleas. Se pasaban la esponja con cuidado y se sorprendían de las diferencias: un lunar, la forma redondeada u oblonga de las uñas. Se sorprendían como si fuera algo sin sentido.

¿Por qué tenía Anna las caderas más anchas y el pecho más grande? ¿Y por qué tenía Francesca el trasero más redondo y más respingón? ¿Y el ombligo más profundo?

—¿Por qué no somos iguales? —preguntó Francesca mientras masajeaba los rizos de Anna.

—Porque somos distintas, aunque somos iguales.

—¿Y por qué?

—Porque nacimos juntas, vivimos juntas, moriremos juntas y lo haremos todo juntas.

—¿Y cómo hacemos eso de morir juntas?

—No lo sé.

Se secaron a toda prisa. No querían que las sorprendiera Sandra, que podía llegar de un momento a otro.

Cuando salieron al rellano, con el pelo húmedo todavía, Francesca se detuvo al borde de las escaleras. Se le había cambiado la cara. Miró a su amiga con dos ojos que ahora se le habían agrandado.

—No tengo ganas de irme a casa. Hoy viene a comer el babuino…

Francesca, en la semioscuridad de las escaleras polvorientas y malolientes, estaba en equilibrio sobre el borde del primer escalón y no lloraba porque nunca le había gustado llorar.

Anna se acercó e intentó darle ánimos con una caricia.

—Si total, nos veremos después, a las dos en punto…

Su voz se había vuelto más suave.

—Vale —dijo Francesca. Pero no se movía. Seguía allí y parecía ir reduciéndose.

Por las escaleras, desde la oscuridad de los largos pasillos, cada cinco minutos subían golpes y gritos. Un niño estallaba en sollozos. Una madre perseguía a su hijo por el rellano y le arrancaba de las manos la pistola de agua con la que acababa de empaparla. Le daba un azote y después cerraba la puerta. Y no se entendía por qué esos padres se cabreaban tanto: en el fondo, esos chicos sólo estaban jugando a policías y ladrones por las escaleras.

—Paso a buscarte en cuanto acabe de comer, así nos vamos enseguida a la playa.

—Sí, pero entra. No te quedes en la puerta.

—¿No puedes quedarte a comer aquí?

—¡Ni pensarlo! —intentó sonreír Francesca, sin conseguirlo—. Se enfadaría a lo bestia…

Los chillidos de los niños, las balas de las pistolas de aire comprimido que desportillaban las paredes. Y los porrazos sordos de las cosas, los porrazos de las manos. Había un hombre que le estaba vociferando a su mujer: «¡Hija de la gran puta!».