2.

En lugar del casco llevaba una gorra lisa de los Chicago Bulls, con dos tachones en los lados de la visera.

Le acababa de meter un puñetazo a ese mamón. Se había soltado los tirantes del mono a propósito para darle a su derecha mayor libertad. La carga en suspensión, enganchada en el gigantesco cabrestante de la grúa de puente, se balanceaba en el bochorno como un péndulo. Su bíceps seguía en tensión. Como todo su rostro sucio de hierro fundido.

—¡Repite eso que has dicho! —gritó Alessio por encima del estruendo—. ¡Repítelo, coño!

El chaval se tocó la magulladura que le había quedado impresa en la cara.

—¿Ves esto de aquí? —golpeó con la mano en el dorso áspero de un caldero de dieciséis toneladas.

No tenía ni dieciséis años, el chaval.

—¿Qué has dicho que hace mi hermana? —escupió un grumo de catarro—. La próxima vez que te atrevas… ¿Ves esto bien? —y señaló de nuevo el caldero—: Aquí dentro te meto y te ahogo.

Mil quinientos treinta y ocho grados, ésa es la temperatura a la que se funde la aleación. El acero no existe en la naturaleza. No es una sustancia elemental. La secreción de miles de brazos humanos, contadores eléctricos, brazos mecánicos y a veces el pelaje de un gato que acaba metido ahí dentro.

El chico bajó la mirada. Estaba recién contratado, le acababan de salir una decena de pelos en la barbilla. Todos lo miraban, los compañeros, contentos por la refriega.

—Te meto dentro y te ahogo —repitió Alessio rechinando los dientes. Después se encendió un cigarrillo.

Un hombre anciano, uno de mantenimiento, se encaramó a la grúa de puente para comprobar los cables e insultó a Alessio, que había dejado el caldero colgando sin ninguna precaución. Otro hombre dio la vuelta a la página del calendario Maxim, que se había quedado en mayo. Sustituyó una morena en tanga vuelta de espaldas por las tetas enormes de una rubia a horcajadas sobre una moto.

Alessio se quitó la camiseta empapada de sudor. Nadie, ni su mejor amigo siquiera, podía atreverse a hablar de su hermana… La palabra pronunciada por el chaval se le volvió a la cabeza. Tuvo que tragar un bolo enorme de saliva y limadura de hierro, para permanecer en calma.

Estaban en el centro de una explanada de hierba seca, una estepa encajada entre las verguetas y la torre negra del cuarto alto horno. Alessio tiró la colilla al suelo, la aplastó de inmediato con el pie: cualquier cosa prendería fuego a las dos de la tarde. Apagó el teclado que gobernaba el sistema de pesos y contrapesos en la grúa de puente de doce metros de alto y veinticuatro de ancho. Un zoo entero: en el cielo descollaban torres almenadas, grúas de todo género y especie. Animales oxidados de cabezas cornudas.

—¡Cornudo! —le gritó el de mantenimiento.

Alessio había bloqueado los cables de repente y casi le secciona un pie.

El légamo denso y negro del metal fundido bullía en los calderos, toneles panzudos transportados por trenes torpedo. Cisternas dotadas de ruedas que se parecían a criaturas primordiales. Alessio acababa su turno, se echaba encima una botella entera de agua.

El metal estaba por todas partes en su estado naciente. Ininterrumpidas cascadas de acero y arrabio reluciente y luz viscosa. Torrentes, rápidos, estuarios de metal fundido siguiendo los terraplenes de las coladas y en las cuencas de los barriles, trasvasado a los canales, vertido en los moldes de los hornos y de los trenes.

Si levantabas la mirada, veías vapores grasientos y sonidos robóticos amalgamarse. A cualquier hora del día y de la noche la materia era transformada. Llegaban minerales y carbones del mar, atracaban en el puerto industrial en gigantescos barcos mercantes: carburante transportado en cintas elevadoras, pasos elevados y autopistas aéreas que corrían y recorrían los kilómetros infinitos que separan el muelle de la coquería y los altos hornos. Sentías cómo la sangre te circulaba a un ritmo enloquecido, allá en medio, desde las arterias a los vasos capilares, y los músculos te aumentaban en pequeñas fracturas: retrocedías al estado animal.

Alessio, pequeño y vivo en aquel desmesurado organismo.

Echó un vistazo a la rubia del calendario Maxim. Perenne deseo de follar, allí dentro. La reacción del cuerpo humano en el cuerpo titánico de la industria: que no es una fábrica, sino la materia que cambia de forma.

Tiene un nombre y una fórmula: Fe26 C6. La fecundación asistida tenía lugar en una ampolla tan alta como un rascacielos, la urna herrumbrosa de Afo 4, que tiene centenares de brazos y tripas, y un tricornio en lugar de cabeza. Pero no es suficiente. Hacían falta otras tripas: los convertidores, las laminadoras, docenas de sacas calientes y vertiginosas, las tubas, los folículos gaseosos de rigor.

Se encaminó semidesnudo hacia la salida sur, el chico rubio que, después de ocho horas de grúa de puente, se inyectaba otras dos de pugilato, y el martes, el viernes y el sábado, a la discoteca. Pensaba en Anna, su hermana. En que ella y su amiga Francesca se estaban pasando: con el carmín, con el bikini transparente, las tardes a escondidas con los chicos… No quedaba más remedio que estar detrás de ellas, o mejor, echarles el freno.

Cruzó a pie el parque de verguetas: murallas de barras de acero, y él, en comparación, era un enano. Nadie lo sabía fuera, pero dentro había casetas y áreas de servicio, desvíos, plazas y cruces. Alessio cruzó un par de vías sin preocuparse por los trenes torpedo que aparecían cada cuarto de hora. Saludó a los camioneros en fila bajo la canícula, con las ventanillas bajadas y las piernas extendidas sobre el salpicadero. Estaban esperando para cargar las barras, los blooms, los tochos. Después se dirigirían a todas las ciudades de Europa, con remolques parecidos a elefantes y el Jesucristo luminoso, verde o fucsia, bien a la vista en la cabina.

Le dio una patada al cadáver putrefacto de un ratón. Llegó hasta el paseo secundario, donde a Cristiano le gustaba echar carreras con los buldóceres.

Sentía como una presión en la nuca, la de la torre negra de Afo 4, la gigantesca araña que digiere, mezcla, eructa. Sentía cómo se cernían sobre su cabeza las chimeneas semiderruidas y las que aún seguían vivas, resoplando fuego como dragones. Florescencias azuladas, nubes tóxicas en cantidad suficiente para apestar no sólo Val di Cornia sino la Toscana entera.

Se dejaba a sus espaldas el corazón: el gasómetro que, de explotar, haría saltar por los aires todo Piombino, los esqueletos póstumos de los tres altos hornos aún no desmantelados, y más abajo, al fondo, la coquería donde se trabajaba a base de brazos y palas, como en el siglo XIX.

No había cielo. Había una pajarera. Las llamas violetas de los hornos, los brazos de las grúas, las toneladas de los metales embragados en los ganchos de los polispastos. La serie interminable de las naves, de los talleres, de los búnkeres. Es una obsesión autosuficiente. Las chimeneas, las activas y las apagadas. Sobre su cabeza crepitaban constantes llamas violetas, rojas, negras. Giraban los brazos de las grúas, amarillas, verdes, toneladas de metal remolineaban como pájaros, nubes amarillas de carbono, negras por las bocas de las chimeneas. Se llama ciclo continuo integral.

Alessio pisoteaba ortigas y restos de ladrillos refractarios. El metal saturaba el terreno y su piel.

Llegaban más camioneros, más vehículos. Una lombriz enorme de cabinas y remolques a la espera y, como era habitual, algo que no funcionaba. El tiempo se alargaba, se licuaba. Apagaban los motores.

Si cuentas las grietas del sistema, no te bastan los dedos de las manos ni de los pies.

Alessio caminaba a buen paso, quemaba líquidos y kilómetros en la canícula de la ciudad paralela. Millones de émbolos en los motores de excitación en serie —sí, la excitación y la serie— se movían en sincronía a un ritmo vertiginoso, el movimiento elemental de la máquina que es igual a la vida. A veces, para resistir el hastío o el miedo, tenías que sentarte en un rincón y desabrocharte la bragueta.

Alessio estaba nervioso y pensaba en su hermana, en lo acojonante que era el Golf GT. Si había algo que realmente no podía soportar eran esos babosos pringados de izquierdas. Los de todos los partidos no eran más que unos fantasmones comunistas: cuántos aires se daban, menudos rollos con esas grandes palabras que te soltaban. En las generales del 13 de mayo, él había votado a Forza Italia. Estaba convencido: las palabras no sirven de nada.

Había letreros torcidos en las desviaciones. Los obreros los desviaban a propósito para tomar el pelo a los camioneros y a los controladores. Lo hizo él también una vez, con Cristiano: habían mandado a los visitantes al parque de carriles en vez de al parque de tochos. Una de las muchas diversiones de ese parque de atracciones herrumbroso, medio desmantelado ahora, pero donde hacía treinta años trabajaban treinta mil personas, con el mercado en plena expansión, Occidente que reproduce el mundo y lo exporta.

Ahora sólo quedaban dos mil, incluida la gente de las subcontratas. Los dueños se la estaban llevando al Este. Algunas ramas de la fábrica morían, chimeneas y naves industriales que saltaban por los aires con TNT. Se estaba yendo todo a tomar por culo. Pero ellos, obreros de la séptima generación, se entretenían montando en las excavadoras como si fueran toros, con las radios portátiles a lo bestia y una anfetamina disuelta bajo la lengua.

Se adapta uno a todo. Y quienes mejor se adaptan son los gatos. Los había a centenares, en los sótanos de debajo del comedor, todos enfermos, todos blancos y negros a fuerza de cruzarse siempre entre ellos.

Alessio atravesaba las desoladas landas de las últimas naves industriales, hacia el final del ciclo productivo. Cuando llegabas a plasmar una rodada, el espacio se extendía: empezaban los cañizales, las marismas y tú podías soltar un suspiro de alivio.

Yo no voto a esos pringados, me niego. Por la bolera no quiero ni verlos. Los comunistas son una mierda de tíos.

Alessio fichaba, saludaba a la mujer que se marchitaba en la garita, se deslizaba fuera.

Allí fuera estaba el mar.

En el cambio de turno, un enjambre de obreros se desperdigaba por el aparcamiento. Antes de montar en el coche, un Peugeot con dos alerones laterales y uno posterior, Alessio se detuvo un instante a mirarlo. El alto horno. Llamadlo por su nombre: Afo 4. Deformadlo en UFO, como hace todo el mundo. El objeto no identificado. Aunque a su alrededor estalle una guerra mundial (ocurrió de verdad en el 44, con la fábrica invadida por los nazis), él sigue allí, imperturbable y laborioso. Y una sonrisa te la arranca siempre, de miedo y de estupor. Como ahora sonreía Alessio, mientras lo miraba.

Su larga trompa aspiracarbón, los testículos donde se cuece el acero, su hocico de tricornio, su esqueleto poderoso de catedral brutal en sus albores. El comienzo. Igual que estaba comenzando el cuerpo rosa y lanoso de su hermana a desarrollar los senos, las caderas, a atraer. La pelusa rubia de la ingle, bajo las axilas. Su olor animal, cuando volvía de la playa y se quitaba el bikini para darse una ducha.

No podía creer que Anna se metiera ya en las casetas con los chicos. Y quién sabe qué narices hacían.