La estratagema del Príncipe Ladisla

—Se lo digo en serio, no debería pasar tanto tiempo aquí, coronel West —Pike dejó un momento su martillo. La luz anaranjada de la forja se reflejaba en sus ojos, que relucían en medio de su rostro desfigurado—. Va a dar lugar a habladurías.

La cara de West se contrajo en una sonrisa nerviosa.

—Es el único sitio caliente en todo el maldito campamento —era cierto, pero poco tenía que ver con la verdadera razón de su presencia allí. Era el único sitio en todo el maldito campamento donde nunca irían a buscarle: los hombres hambrientos, los hombres congelados, los hombres sin agua, o sin armas, o sin la más mínima idea de qué demonios hacían ahí. Los hombres que habían muerto de frío o a causa de alguna enfermedad y que había que enterrar. Ni siquiera los muertos parecían capaces de arreglárselas sin contar con West. Todo el mundo le necesitaba, de día y de noche. Todo el mundo menos Pike, su hija y el resto de los presidiarios. Eran los únicos que parecían ser capaces de valerse por sí mismos, y, por eso, su forja se había convertido en su refugio. Un refugio ruidoso, abarrotado y humeante, pero muy grato a pesar de todo. Lo prefería mil veces a tener que estar con el Príncipe y su Estado Mayor. Aquí, rodeado de criminales, se respiraba una atmósfera más… decente.

—Ya está usted otra vez en medio, coronel —Cathil le apartó. En su mano enguantada sostenía unas tenazas que apretaban la hoja de un cuchillo al rojo vivo. Con gesto ceñudo, la metió en agua y se puso a darle vueltas mientras el vapor se alzaba silbante a su alrededor. West observaba sus movimientos ágiles y diestros, las perlas de humedad acumuladas en su nervudo brazo, la parte de atrás de su cuello, sus cabellos oscuros, en punta a causa del sudor. Ahora le costaba trabajo creer que en un primer momento la hubiera confundido con un chico. Puede que manejara el metal con la misma destreza que cualquiera de los hombres, pero la forma de su cara, y no digamos ya su pecho, su cintura o la curvatura de su trasero, eran inconfundiblemente femeninos.

Cathil giró la cabeza y le pilló mirándola.

—¿No tenía un ejército que mandar?

—Pueden pasarse diez minutos sin mí.

La muchacha sacó del agua la hoja fría y renegrida y la dejó caer en el montón que había junto a la piedra de afilar.

—¿Está seguro?

Puede que tuviera razón en eso. West respiró hondo, exhaló un suspiro y, bastante a su pesar, se dio la vuelta, cruzó la puerta de la cabaña y se aventuró a salir de nuevo al campamento.

Tras el calor de la fragua, el aire invernal le pellizcaba las mejillas, así que se levantó el cuello del abrigo, se rodeó el cuerpo con los brazos y comenzó a andar pesadamente por el camino principal. Cuando dejó atrás el fragor de la forja, se dio cuenta del silencio sepulcral que reinaba en el campamento de noche. Mientras se abría paso en medio de la oscuridad, oía el ruido del barro escarchado succionándole las botas, el áspero resuello de su aliento, el sonido apagado de la maldición de algún soldado en la lejanía. Se detuvo un momento y, cruzándose de brazos para darse calor, alzó la vista. El cielo estaba completamente despejado y las estrellas, una multitud de puntitos relucientes, se extendían en medio de la oscuridad como polvo brillante.

—Qué hermosura —se dijo.

—Uno acaba acostumbrándose.

Era Tresárboles, que se acercaba sorteando las tiendas, acompañado del Sabueso. Su rostro en sombra, una superficie en la que alternaban los pozos oscuros y los ángulos claros, parecía un acantilado iluminado por el claro de luna, pero, aun así, West se dio cuenta de que traía malas noticias. Ni en sus mejores momentos podría describirse al norteño como un tipo de aspecto cómico, pero ahora su gesto era verdaderamente tétrico.

—Bien hallado —dijo West en la lengua del Norte.

—¿Eso cree? Bethod se encuentra a cinco días del campamento.

De pronto West tuvo la sensación de que el frío le traspasaba el abrigo y le penetraba en la carne provocándole un estremecimiento.

—¿Cinco días?

—Eso si es que se ha estado quieto desde que lo vimos, lo cual no es muy probable. Lo de estarse quieto no va con Bethod. Si ha decidido marchar hacia el sur, puede que esté a sólo tres días. O a menos incluso.

—¿Con qué fuerzas cuenta?

El Sabueso se humedeció los labios y una nube de vaho se esparció por el aire gélido enmarcando su rostro afilado.

—Yo diría que unos diez mil, aunque puede que detrás vengan más.

La sensación de frío de West se acentuó.

—¿Diez mil? ¿Tantos?

—En torno a diez mil, sí. Siervos la mayoría.

—¿Siervos? ¿Infantería ligera?

—Ligera, sí, pero no como esa basura que tienen ustedes aquí —Tresárboles lanzó una mirada desdeñosa a las tiendas raídas y a los precarios fuegos que ardían en las chapuceras fogatas—. Las batallas han hecho de los siervos de Bethod unos soldados curtidos y sanguinarios, las interminables marchas les han vuelto tan resistentes como la madera. Se pueden pasar todo el día corriendo y aun así combatir al caer la tarde si es necesario. Hay arqueros, lanceros, y todos con gran experiencia.

—Y tampoco andan escasos de Carls —masculló el Sabueso.

—Ni mucho menos. Hombres provistos de sólidas cotas de malla y buenos aceros y, por si fuera poco, con caballos de sobra. También habrá Grandes Guerreros, eso es seguro. Bethod se trae lo más granado de sus fuerzas, y entre ellos habrá grandes jefes de clan. Eso, y gentes extrañas venidas del este. Salvajes de las tierras que quedan más allá de Crinna. Al norte habrá dejado desperdigados a algunos de sus muchachos para que sus amigos los persigan, y él se ha traído al sur a sus mejores guerreros para enfrentarse a la parte más débil de su ejército —juntando sus cejas, el viejo guerrero lanzó una mirada tétrica al destartalado campamento—. No se lo tome a mal, pero, si hay batalla, no tienen ustedes ninguna posibilidad de ganar.

Las cosas no podían presentarse peor. West tragó saliva.

—¿Cómo de rápido puede avanzar un ejército como ése?

—Bastante rápido. Es probable que sus exploradores estén aquí pasado mañana. Y el cuerpo principal del ejército, al día siguiente. Eso, si es que vienen directos, lo cual no es fácil de saber. Tratándose de Bethod, tampoco me extrañaría que intentara vadear el río un poco más abajo para cogernos por detrás.

—¿Por detrás? —¡Si ni siquiera estaban preparados para hacer frente a un enemigo previsible!—. ¿Cómo ha averiguado que estábamos aquí?

—Bethod siempre ha tenido una endemoniada habilidad para adivinar las intenciones de sus enemigos. Se le da bien. Eso, y la increíble suerte que tiene el muy cabrón. Le gusta correr riesgos. En la guerra no hay nada más importante que tener la suerte de cara.

Pestañeando, West echó un vistazo a su alrededor. Diez mil hombres del Norte curtidos en mil batallas iban a caer sobre aquel campamento destartalado. Unos Hombres del Norte imprevisibles y con la suerte de cara. Se imaginó a sí mismo tratando de poner en formación a unas levas indisciplinadas hundidas hasta los tobillos en el barro. Sería una carnicería. Se estaba fraguando un nuevo Pozo Negro. Pero al menos esta vez estaban prevenidos. Contaban con tres días para preparar las defensas o, mejor aún, para emprender la retirada.

—Tenemos que hablar inmediatamente con el Príncipe —dijo.

Una música suave y una luz cálida bañaron la gélida atmósfera nocturna cuando West apartó las solapas de la tienda. Sin tenerlas todas consigo, se agachó un poco y pasó adentro, seguido de los dos norteños.

—Por todos los muertos —murmuró boquiabierto Tresárboles echando un vistazo a su alrededor.

West se había olvidado de lo extravagantes que debían de parecerle a un recién llegado los aposentos del Príncipe, sobre todo si no estaba acostumbrado al lujo. Más que una tienda, era un enorme salón de tela púrpura, de una altura no inferior a diez zancadas, decorado con tapices estirios y alfombras kantics. El mobiliario era más propio de un palacio que de un campamento militar. Unos aparatosos tocadores de madera tallada y varios arcones dorados albergaban el inconmensurable vestuario del Príncipe, que habría bastado para vestir a un ejército entero de petimetres. La cama, un gigantesco armatoste de cuatro postes, era bastante mayor que muchas de las tiendas del campamento. En un rincón había una lustrosa mesa vencida por el peso de montones de manjares servidos en una vajilla de plata y oro que refulgía bajo la luz de las velas. Costaba trabajo imaginar que a menos de cien zancadas la tropa se apretujara en sus tiendas, aterida de frío, y sin apenas comida que llevarse a la boca.

Desparramado sobre una descomunal silla de madera oscura tapizada de seda roja, que fácilmente habría pasado por un trono, se encontraba el Príncipe Ladisla. Una de sus manos sostenía con languidez una copa vacía, la otra seguía el ritmo de la música que interpretaba un cuarteto de consumados músicos que punteaban, rasgaban y soplaban sus lustrosos instrumentos en el rincón más alejado de la tienda. Distribuidos en torno a Su Alteza, se encontraban cuatro miembros de su Estado Mayor, todos ellos impecablemente vestidos y con una expresión de aburrimiento muy a la moda. Uno de ellos era el joven Lord Smund, que, en el transcurso de las últimas semanas, se había convertido con toda probabilidad en la persona por la que West sentía menos simpatía del mundo.

—Tenéis mucho mérito —rebuznaba dirigiéndose al Príncipe—. Compartir los rigores de la vida de campamento es la mejor manera de granjearse el respeto del soldado de a pie.

—¡Ah, pero si son el coronel West y dos de sus exploradores norteños! —gorjeó Ladisla—. ¡Qué alegría! ¡Tienen que comer algo! —y, acto seguido, señaló la mesa con ebria languidez.

—Gracias, Alteza, pero ya he comido. Traigo unas noticias de la máxima…

—¡O, si no, un poco de vino! ¡Todos deben tomar un poco de vino, esta cosecha es excelente! ¿Dónde se ha metido la botella ésa? —dijo mientras hurgaba por debajo de la silla.

El Sabueso ya se había acercado a la mesa y estaba inclinado sobre ella… olfateándola como un perro. Alargó sus sucios dedos y arrambló con una buena tajada de carne que había en una fuente. Acto seguido la dobló con mucho esmero y se la metió entera en la boca bajo la mirada de Lord Smund, que contemplaba la escena con los labios fruncidos en un gesto de desdén. En otras circunstancias, habría resultado bastante embarazoso, pero West tenía cosas más importantes de las que preocuparse.

—¡Bethod se encuentra a cinco días de aquí con el grueso de sus tropas! —dijo casi en un grito.

A uno de los músicos le tembló la mano con la que sostenía el arco y se le escapó una nota desafinada. Ladisla alzó la cabeza de golpe y estuvo a punto de resbalar de la silla. Incluso Smund y sus acompañantes se arrancaron de su indolencia.

—Cinco días —musitó el Príncipe con la voz ronca de la emoción—, ¿está seguro?

—Tal vez no más de tres.

—¿Cuántos son?

—Diez mil, y veteranos en su…

—¡Maravilloso! —Ladisla propinó un bofetón al brazo de la silla como si fuera el rostro de un Hombre del Norte—. ¡Entonces estamos a la par!

West tragó saliva.

—Numéricamente tal vez, Alteza, pero no en calidad.

—Por favor, coronel West —dijo Smund arrastrando la voz—. Un buen soldado de la Unión vale por diez de los suyos —y, dicho aquello, miró a Tresárboles levantando la nariz.

—Lo ocurrido en Pozo Negro ha demostrado que esa idea es falsa, y eso que allí nuestros hombres estaban bien nutridos, entrenados y equipados. ¡Dejando a un lado los contingentes de la Guardia Real, nuestros soldados carecen de todo eso! Lo más aconsejable es que preparemos nuestras defensas y que estemos listos para emprender la retirada en caso de que sea necesario.

Smund mostró su desprecio por semejante idea soltando un resoplido.

—Nada hay más peligroso en una guerra —le desautorizó airadamente— que mostrarse excesivamente cauteloso.

—¡Peor es mostrarse demasiado poco cauteloso! —gruñó West, que, de furioso que estaba, empezaba a sentir una palpitación tras los párpados.

Pero el Príncipe Ladisla le interrumpió antes de que tuviera la oportunidad de perder los estribos.

—¡Caballeros, ya está bien! —con los ojos acuosos de ebrio entusiasmo, se levantó de un salto de la silla—. ¡La estrategia ya está decidida! ¡Cruzaremos el río e interceptaremos a esos salvajes! ¿Se creían que iban a sorprendernos? ¡Ja! —exclamó mientras azotaba el aire con su copa de vino—. ¡Les daremos una sorpresa que tardarán mucho tiempo en olvidar! ¡Les expulsaremos al otro lado de la frontera! ¡Justo lo que quería el Mariscal Burr!

—Pero, Alteza —tartamudeó West, que comenzaba a sentirse un poco mareado—, el Lord Mariscal dio órdenes explícitas de que permaneciéramos al otro lado del río…

Ladisla sacudió la cabeza como si le molestara una mosca.

—¡Es el espíritu de sus órdenes lo que cuenta, coronel, no la letra! ¡No puede poner pegas a que llevemos la lucha a nuestros enemigos!

—Estos tipos son unos imbéciles —rugió Tresárboles, por fortuna, en la lengua del norte.

—¿Qué ha dicho? —inquirió el Príncipe.

—Hummm… coincide conmigo en que sería mejor que permaneciéramos aquí, Alteza, y mandáramos aviso al Lord Mariscal Burr para que acudiera en nuestro auxilio.

—¿De veras? ¡Y yo que pensaba que estos norteños eran puro fuego y vinagre! ¡Pues bien, coronel, hágale saber que el ataque está decidido y que no pienso cambiar de opinión! ¡Demostraremos a ese presunto Rey de los Hombres del Norte que no posee el monopolio de la victoria!

—¡Así se habla! —exclamó Smund dando un pisotón sobre la gruesa alfombra—. ¡Excelente! —los demás miembros del Estado Mayor del Príncipe expresaron ruidosamente su desnortado apoyo.

—¡Los echaremos a patadas al otro lado de la frontera!

—¡Les daremos una lección!

—¡Estupendo! ¡Fenomenal! ¡A ver ese vino!

West apretó los puños para contener su frustración. Tenía que hacer un último esfuerzo, por muy embarazoso o muy absurdo que fuera. Dobló una rodilla, juntó las manos, clavó la mirada en el Príncipe e hizo acopio de todas sus dotes de persuasión.

—Alteza, se lo pido, se lo suplico, se lo ruego, reconsidérelo. La vida de todos los hombres de este campamento depende de su decisión.

El Príncipe sonrió de oreja a oreja.

—¡Ése es el peso del mando, amigo mío! Entiendo que lo hace por los mejores motivos, pero estoy plenamente de acuerdo con Lord Smund. ¡La audacia es la mejor política en la guerra, y la audacia será mi estrategia! ¡Gracias a la audacia Harod el Grande forjó la Unión y gracias a la audacia el Rey Casamir conquistó Angland! Ganaremos la batalla a esos norteños, ya lo verá. ¡Dé las órdenes, coronel! ¡Partimos con las primeras luces!

West había estudiado a fondo las campañas de Casamir. La audacia sólo había representado el diez por ciento de su éxito; el resto había sido el fruto de una planificación meticulosa, del cuidado de sus hombres, de la atención a todos los detalles. Una audacia que no viniera acompañada de todo lo demás podría resultar suicida, pero saltaba a la vista que no serviría de nada insistir en ello. Lo único que conseguiría sería enojar al Príncipe y perder la poca influencia que aún pudiera ejercer sobre su persona. Se sentía como un hombre que contempla cómo arde su propia casa. Paralizado, angustiado, completamente impotente. Tenía que limitarse a dar las órdenes y luego hacer todo lo posible para que las cosas se llevaran a cabo de la mejor manera posible.

—Desde luego, Alteza —alcanzó a murmurar.

—¡Desde luego! —el Príncipe sonrió—. ¡Entonces, todos de acuerdo! ¡Fantástico! ¡Paren esa música! —gritó a los músicos—. ¡Necesitamos algo más enérgico! ¡Algo que haga hervir la sangre! —el cuarteto, sin aparente esfuerzo, se arrancó con una vivaz marcha militar. West se dio media vuelta y, con las piernas pesadas a causa de la desesperación, cruzó el umbral de la tienda y regresó a la gélida noche.

Tresárboles salió justo detrás de él.

—¡Por los muertos, le juro que no entiendo a su gente! ¡En el lugar de donde yo vengo, un hombre se gana el derecho a ser jefe! ¡Sus hombres le siguen porque conocen su aptitud y le respetan porque comparte sus penalidades! ¡El propio Bethod se ganó el puesto que ahora ocupa! —se puso a dar vueltas delante de la tienda haciendo aspavientos con los brazos—. ¡Pero aquí se elige para el mando a los menos capacitados y se nombra comandante en jefe al más tonto de todos!

A West no se le ocurría nada que decir. No podía negar que tenía buena parte de razón.

—¡Ese maldito asno les va a conducir a todos ustedes a la tumba, los va a llevar a todos de vuelta al barro! Pero lo lleva claro si piensa que yo o cualquiera de mis muchachos le vamos a seguir. ¡Estoy harto de tener que pagar por los errores de los demás y ya he perdido demasiado a manos de Bethod! Vamos, Sabueso. ¡Esta nave de locos puede hundirse sin nosotros! —y, dicho aquello, se dio la vuelta y se perdió en la oscuridad de la noche.

El Sabueso se encogió de hombros.

—Bueno, no todo ha ido mal —se le acercó con gesto de complicidad, hurgó en las profundidades de su bolsillo y sacó algo. West bajó los ojos y vio un salmón entero, hurtado sin duda de la mesa del Príncipe. El norteño sonrió de oreja a oreja—. ¡Mire qué pedazo de pez me he agenciado! —y, a continuación, siguió los pasos de su jefe, dejando a West solo en la gélida colina. En el aire flotaban las notas de la música militar de Ladisla.