Al menos ya podía montar a caballo. Esa misma mañana le habían desentablillado y la pierna irritada de Jezal sufría al golpearse contra la ijada de su montura. Notaba las manos torpes y entumecidas al manejar las riendas y, sin la protección del vendaje, el brazo parecía más débil y dolorido. Los dientes aún le latían sordamente cada vez que el caballo plantaba sus pezuñas sobre el camino bacheado. Pero al menos había salido del carro, y eso ya era algo. Últimamente, esos pequeños detalles le producían una enorme alegría.
Sus compañeros cabalgaban formando un grupo sombrío y silencioso, con un aspecto tan adusto como el de un cortejo fúnebre, pero Jezal no se lo reprochaba. El lugar no invitaba a la alegría. Una llanura de tierra polvorienta. De grietas abiertas en la roca pelada. De arena y piedras, completamente desprovista de vida. El cielo, una nada blanca e inmóvil, con un aspecto tan pesado como el del plomo, hacía presagiar una lluvia que nunca llegaba a caer. Cabalgaban arrimados al carro como si buscaran un poco de calor: las únicas criaturas de sangre caliente en cientos de kilómetros de gélido desierto, los únicos seres dotados de movimiento en un lugar donde el tiempo parecía haberse detenido, los únicos seres vivos en una tierra muerta.
El camino era amplio, pero las piedras del suelo estaban combadas y agrietadas. Había tramos en los que había desaparecido por completo y otros en los que había sido cubierto por torrentes de barro. A ambos lados, surgiendo de la tierra pelada, se veían unos tocones secos. Bayaz debió de notar que los estaba mirando.
—Una imponente avenida de robles bordeaba este camino a lo largo de treinta kilómetros hasta alcanzar las puertas de la ciudad. En verano sus hojas resplandecían mecidas por el viento de la llanura. Los plantó Juvens con sus propias manos en los Viejos Tiempos, cuando el Imperio era joven, mucho antes incluso de que yo naciera.
Los tocones mutilados tenían un color grisáceo y en sus bordes astillados se adivinaban aún las marcas de las sierras.
—Parece que los hubieran talado hace sólo unos meses.
—Pues fue hace muchos años, muchacho. Cuando Glustrod se apoderó de la ciudad, ordenó que los cortaran para surtir sus hornos.
—Entonces, ¿cómo es que no se han podrido?
—La propia podredumbre no deja de ser un indicio de vida. Y aquí no hay nada vivo.
Jezal tragó saliva y encorvó los hombros mientras los trozos de madera muerta hacía siglos pasaban desfilando lentamente como si fueran una interminable hilera de lápidas.
—No me gusta esto —dijo entre dientes.
—¿Y cree que a mí sí? —Bayaz frunció el entrecejo y le miró con gesto grave—. ¿Acaso cree que a alguno de los aquí presentes le gusta? Un hombre, si quiere ser recordado, tiene que hacer a veces cosas que no le gustan. Es el esfuerzo, no la holganza, lo que permite a un hombre alcanzar el honor y la fama. Es el conflicto, no la paz, lo que proporciona poder y riquezas. ¿O es que eso ha dejado de interesarle?
—No —dijo Jezal—, supongo… —pero ya no estaba tan seguro. Sus ojos recorrieron el mar de tierra muerta. No se atisbaba ni asomo de honor en un lugar como ése, y no digamos ya de riqueza. Y tampoco resultaba fácil imaginar de dónde iba a venir la fama. Las únicas personas que había a cientos de kilómetros a la redonda ya le conocían muy bien. Además, empezaba a preguntarse si una existencia larga, pobre y vivida en la más absoluta oscuridad era verdaderamente algo tan terrible.
Cuando regresara a su país tal vez le pidiera a Ardee que se casara con él. Le divertía imaginarse su sonrisa cuando se lo propusiera. Seguro que pospondría la respuesta para que le corroyera la incertidumbre. Seguro que le tendría en ascuas durante un tiempo. Y seguro que al final decía que sí. Total, ¿qué era lo peor que podía suceder? ¿Que su padre se enfureciera? ¿Que se vieran obligados a vivir de su paga de oficial? ¿Que sus frívolas amistades y los idiotas de sus hermanos se rieran a sus espaldas al verle tan reducido en su estatus social? Casi se le escapa una carcajada al pensar que en tiempos todo ese tipo de cosas le habían parecido razones de mucho peso.
¿Una dura vida de trabajo al lado de la mujer que amaba? ¿Una casa alquilada en un barrio de poca monta con muebles baratos, pero una acogedora chimenea? No habría fama, ni poder, ni riqueza, pero sí un lecho caliente donde estaría Ardee esperándole… No parecía un destino tan terrible ahora que había visto a la muerte de cara, ahora que su sustento se reducía a un cuenco de papilla al día, y bastante agradecido que estaba de poder tenerlo, ahora que dormía solo, bajo el viento y la lluvia.
Su sonrisa se ensanchó. Hasta el picor de la piel irritada que le cruzaba la mandíbula le resultaba casi grato. La verdad, no parecía una vida tan mala.
Ante ellos se alzaban verticales las enormes murallas: encostradas de almenas rotas, ampolladas de torres derruidas, surcadas de negras cicatrices, recubiertas de una pátina de humedad. Un acantilado de piedra negra que trazaba una amplia curva y se perdía en la lejanía en medio de la persistente llovizna. La tierra pelada que se extendía ante ellas estaba encharcada de agua parda y sembrada de cascotes del tamaño de un ataúd.
—Aulcus —masculló Bayaz encajando con fuerza las mandíbulas—. La joya de las ciudades.
—No parece que brille mucho —refunfuñó Ferro.
Tampoco se lo parecía a Logen. El cenagoso camino moría en un pasadizo destartalado y poblado de densas sombras, cuyas puertas debían de haberse perdido hacía mucho tiempo. La visión de aquella negra apertura le producía una sensación de angustia. Un sentimiento enfermizo similar al que le embargó cuando miró por la puerta abierta de la Casa del Creador. Era como si estuviera mirando el interior de una tumba, la suya muy posiblemente. Sólo pensaba en darse la vuelta y no regresar nunca a aquel lugar. Su montura soltó un suave relincho y retrocedió un paso, a la vez que arrojaba una vaharada a la brumosa llovizna. Recorrer los varios centenares de kilómetros sembrados de peligros que conducían al mar se le antojaba de pronto más sencillo que salvar las pocas zancadas que le separaban del arco de entrada.
—¿Está seguro de esto? —interrogó a Bayaz en un murmullo.
—¿Que si estoy seguro? ¡Pues claro que no! ¡Les he hecho cruzar las interminables leguas de esa llanura desolada por puro capricho! ¡Me he pasado años preparando este viaje y reuniendo este grupo integrado por personas traídas de todos los rincones del Círculo del Mundo con la única intención de divertirme un poco! No hay ningún problema si ahora nos damos tranquilamente la vuelta y regresamos dando tumbos hasta Calcis. ¿Que si estoy seguro? —sacudió la cabeza, espoleó su montura y se dirigió hacia la negra abertura.
Logen se encogió de hombros.
—Sólo era una pregunta —el arco se fue haciendo más y más amplio hasta que finalmente se los tragó a todos. El eco de los cascos de los caballos resonaba por el largo túnel, retumbando en torno a ellos en la oscuridad. El peso de las piedras que les rodeaban por todas partes resultaba tan opresivo que casi parecía dificultar la respiración. Logen agachó la cabeza y miró con el ceño fruncido el punto de luz que se vislumbraba al fondo, cuyo diámetro iba creciendo poco a poco. Luego volvió la vista hacia un lado y se cruzó con la mirada de Luthar, que tenía el cabello pegado a la cara y se humedecía los labios con nerviosismo.
Un instante después salían a cielo abierto.
—Dios bendito —exhaló Pielargo—, Dios bendito…
Unos edificios colosales se alzaban a ambos lados de una plaza inmensa. Entre el vapor de la lluvia emergían como fantasmas esbeltos pilares y altas techumbres, imponentes columnas y grandiosos muros, todos ellos hechos para seres gigantescos. Logen estaba boquiabierto. Todos lo estaban. El minúsculo grupo se apiñaba en medio de aquel espacio inconmensurable como ovejas asustadas que aguardaran en un valle pelado la aparición de los lobos.
La lluvia silbaba en las piedras altas, caía salpicando los resbaladizos adoquines, se deslizaba formando innumerables hilillos por los muros semiderruidos, corría con un gorgoteo por entre las grietas del camino. El pesado golpeteo de los cascos de los caballos sonaba amortiguado. Las ruedas del carro gemían con un leve chirrido. No se oía nada más. Ni asomo del bullicio, la algarabía y el alboroto de las multitudes. Ni graznidos de aves, ni ladridos de perros, ni la barahúnda que suele acompañar al comercio. Ni atisbo de vida. Ni atisbo de movimiento. Sólo los enormes edificios negros que se perdían en la distancia bajo un fino manto de lluvia y los jirones de nubes que se deslizaban parsimoniosos por el cielo oscuro.
Pasaron por delante de las ruinas de un templo, una masa caótica de bloques y losas que chorreaban, cuyo pavimento agrietado estaba sembrado de descomunales fragmentos de columnas volcados de lado y de grandes piedras del techo, que permanecían en el mismo sitio en que habían caído. A excepción de la mancha rosácea que le cruzaba el mentón, el rostro empapado de Luthar estaba pálido como la cera mientras contemplaba las imponentes ruinas que se alzaban a ambos lados del camino.
—Es infernal —masculló.
—Y que lo diga —musitó entre dientes Pielargo—, una visión verdaderamente impresionante.
—Palacios de difuntos acaudalados —dijo Bayaz—. Templos en los que se rezaba a iracundos dioses. Mercados donde se compraban y vendían mercancías, animales, personas. Donde se compraban y vendían los unos a los otros. Teatros, y baños, y burdeles donde se daba rienda suelta a las pasiones antes de que llegara Glustrod —señaló un valle de piedras empapadas que se abría al otro extremo de la plaza—. Ésa es la Vía Caline. La principal arteria de la ciudad, el lugar donde residían los ciudadanos más opulentos. Traza una línea casi recta que va desde la puerta del norte hasta la del sur. Bueno, ahora presten atención —dijo volviéndose en su crujiente silla de montar—. A unos cuatro kilómetros al sur de la ciudad se alza un promontorio bastante elevado, coronado por un templo. La Peña Saturline la llamaban en los Viejos Tiempos. Si por un casual nos separamos, es ahí donde nos reuniremos.
—¿Por qué habríamos de separarnos? —inquirió Luthar abriendo mucho los ojos.
—La ciudad se asienta sobre un terreno… poco firme y propenso a los temblores. Los edificios son muy antiguos y bastante inestables. Tengo la esperanza de que podamos cruzar sin ningún percance pero… sería imprudente fiarlo todo a una simple esperanza. Si ocurriera algo, diríjanse hacia el sur. Hacia la Peña Saturline. Pero de momento procuren mantenerse lo más juntos que puedan.
Casi ni hacía falta decirlo. Mientras se encaminaban hacia la ciudad, Logen miró a Ferro; con sus negros cabellos en punta y su rostro moreno perlado de humedad, contemplaba con recelo los descomunales edificios que flanqueaban el camino.
—Si pasa algo —susurró Logen—, me ayudarás a salir del aprieto, ¿eh?
Ferro se volvió hacia él y asintió.
—Será si puedo, pálido.
—Claro.
La única cosa peor que una ciudad llena de gente es una ciudad donde no hay absolutamente nadie.
Ferro cabalgaba agarrando el arco con una mano y las riendas con la otra, mirando a diestro y siniestro, escudriñando las avenidas, las ventanas, los umbrales, esforzándose por ver lo que había detrás de las esquinas cuarteadas y de los muros agrietados. No sabía qué era lo que estaba buscando.
Pero no la pillarían desprevenida.
Todos se sentían igual que ella, se daba perfecta cuenta. Miró a Nuevededos: las fibras de los músculos de sus mandíbulas se tensaban y se destensaban en un lado de su cabeza mientras lanzaba miradas ceñudas a las ruinas. En todo momento mantenía la mano cerca de la empuñadura de su espada, cuyo frío metal mellado estaba cubierto de gotas de humedad.
Cualquier pequeño ruido bastaba para hacer que Luthar pegara un bote: el crujir de una piedra bajo las ruedas del carro, el chapoteo del agua en un charco, el bufido de uno de los caballos. Giraba bruscamente la cabeza a uno y otro lado, arrojando gotas de agua desde las puntas de sus cabellos empapados, y su lengua no paraba de chupar la muesca abierta en su labio partido.
Quai iba sentado en el carro, inclinado hacia delante, con su pelo húmedo dando sacudidas alrededor de su rostro demacrado, y sus pálidos labios apretados formando una tensa línea. Cuando agitó las riendas, Ferro advirtió que las estaba agarrando con tal fuerza que los tendones se le marcaban en el dorso de sus finas manos. Pielargo no paraba de mirar las interminables ruinas con los ojos y la boca entreabiertos. De vez en cuando unos chorritos de agua resbalaban por la fina pelusa de su cráneo huesudo. Por una vez, no parecía tener nada que decir: la única pequeña ventaja de aquel lugar dejado de la mano de Dios.
Bayaz trataba de aparentar confianza, pero Ferro no se dejaba engañar. Advirtió un temblor en su mano cada vez que soltaba las riendas para quitarse el agua de sus pobladas cejas. Advirtió que no paraba de mover la boca cuando atravesaban un cruce, se fijó en cómo escrutaba el fino manto de lluvia tratando de decidir cuál era el camino correcto. En todos sus movimientos se veía escrita la inquietud y la duda. Él lo sabía tan bien como ella. Aquél no era un lugar seguro.
Clin-clank.
Un débil ruido, parecido al de un martillo que golpeara un yunque en la lejanía, atravesó la lluvia. El ruido de unas armas que se están poniendo a punto. Apoyándose en las espuelas, Ferro se irguió para tratar de escucharlo mejor.
—¿Oyes eso? —preguntó a Nuevededos.
El norteño se detuvo, entrecerró los ojos tratando de distinguir algo y aguzó el oído. Clin-clank.
—Lo oigo —acto seguido, desenvainó su espada.
—¿Qué pasa? —Luthar miraba a todas partes con los ojos desorbitados mientras buscaba a tientas sus armas.
—Ahí no hay nada —refunfuñó Bayaz.
Ferro alzó una mano, indicándoles que se detuvieran; luego desmontó, pegó la espalda a la rugosa superficie de uno de los enormes bloques de piedra y, encajando una flecha en el arco, avanzó sigilosamente hacia la esquina del siguiente edificio. Clank-clin. Sintió que Nuevededos venía detrás de ella, moviéndose con cautela; le tranquilizaba tenerlo detrás.
Dobló la esquina, posando una rodilla en tierra, y oteó el panorama que se abría ante ella: una plaza desierta sembrada de charcos y llena de escombros. Al fondo había una torre inclinada, en cuya parte superior se abrían unos ventanales desvencijados sobre los que se alzaba una cúpula deslustrada. Algo se movía en su interior. Una silueta oscura que se balanceaba de un lado a otro. Tener un blanco al que disparar su flecha le alegró tanto que casi sonrió.
Era reconfortante contar con un enemigo.
Entonces oyó el ruido de unos cascos de caballo. Bayaz pasó a su lado y entró en la plaza ruinosa.
—¡Chiss! —le chistó, pero él no le hizo caso.
—Puedes guardar tu arma —dijo el Mago, volviendo la cabeza—. No es más que una vieja campana mecida por el viento. Las había a cientos en la ciudad. Tendrías que haberlas oído tañer cuando nacía un Emperador, o en el día de su coronación, o en el de su boda, o cuando regresaba de una campaña triunfal —acto seguido, alzó los brazos y subió la voz—. El aire resonaba con su jubiloso estruendo, y, desde todas las plazas, desde todas las calles, desde todos los tejados, los pájaros alzaban el vuelo y cubrían el cielo —ahora gritaba a pleno pulmón—. ¡Y las gentes se agolpaban en las calles! ¡Y se asomaban a todas las ventanas! ¡Y derramaban sobre el bienamado una lluvia de pétalos de flores! ¡Y le vitoreaban hasta quedarse roncos! —luego soltó una carcajada y dejó caer los brazos. Arriba, a lo lejos, la campana seguía tañendo mecida por el viento—. Pero de eso hace ya mucho. Sigamos.
Quai sacudió las riendas, y el carro comenzó a traquetear detrás del Mago. Nuevededos pasó a su lado y se encogió de hombros mientras volvía a envainar la espada. Durante unos instantes, Ferro permaneció inmóvil, mirando con recelo a la torre inclinada, cuya adusta silueta se recortaba sobre los negros nubarrones que desfilaban por el cielo. Clin-clank.
Luego siguió a los demás.
Las estatuas surgían de dos en dos en medio de la feroz lluvia; inmóviles parejas de gigantes cuyas facciones desgastadas por el tiempo habían perdido cualquier rasgo diferenciador. El agua corría por la pulida superficie de mármol y caía a gotas desde las largas barbas, desde las faldillas de las armaduras, desde los brazos, que se extendían en ademán de bendición o amenaza, pero que hacía mucho tiempo que habían sido mutilados a la altura de la muñeca, del codo, del hombro. Algunas partes estaban hechas en bronce —enormes cascos, espadas, cetros y coronas de laurel—, todas ellas teñidas ya de una tonalidad verde terrosa que dejaba sucias vetas en la reluciente piedra. Las estatuas emergían de dos en dos en medio de la feroz lluvia y, luego, la lluvia volvía a tragarse a cada pareja de gigantes, relegándolos a las brumas de la historia.
—Emperadores —dijo Bayaz—. Cientos de años de Emperadores.
Con el cuello dolorido de tanto mirar hacia arriba y la lluvia cosquilleándole en la cara, Jezal observaba el amenazador desfile de los soberanos de la antigüedad que se alzaban sobre el camino de baches. Las estatuas eran por lo menos dos veces más grandes que las que había en el Agriont, pero se les parecían lo bastante como para provocar en él una súbita añoranza.
—Es como la Vía Regia de Adua.
—Ajá —rezongó Bayaz—. ¿De dónde cree que saqué la idea?
Jezal aún seguía tratando de asimilar aquel extravagante comentario cuando advirtió que el siguiente par de estatuas era ya el último y que una de ellas estaba inclinada de una forma bastante alarmante.
—¡Detenga el carro! —ordenó Bayaz alzando una mano empapada y espoleando suavemente su montura para que avanzara un poco.
No era sólo que ya no hubiera más Emperadores delante de ellos, es que ni siquiera había camino. Un abismo vertiginoso se abría en la tierra, una enorme grieta que rasgaba el tejido de la ciudad. Aun forzando la vista, Jezal apenas si alcanzaba a distinguir la pared de rocas quebradas y barro desmoronado que había al otro lado. Más allá sólo se atisbaban fantasmagóricas siluetas de muros y pilares: el difuso contorno de la gran avenida, que aparecía fugazmente y luego era barrido por el embate de la lluvia.
Pielargo carraspeó.
—Entiendo que no vamos a seguir por esta ruta.
Con suma cautela, Jezal se inclinó sobre su silla y se asomó al vacío. Al fondo, muy a lo lejos, se agitaban espumeantes unas aguas oscuras que bañaban la torturada tierra sobre la que se levantaban los cimientos de la ciudad. Una especie de mar subterráneo del que emergían muros agrietados, torres desmochadas y los cuarteados esqueletos de descomunales edificios. En lo alto de una tambaleante columna se erguía aún la estatua de un héroe muerto hace largos años. En tiempos, su mano alzada debió de ser una señal de triunfo. Pero ahora parecía suplicar que alguien le sacara de aquel infierno acuático.
Acometido por un súbito mareo, Jezal volvió a echarse hacia atrás en la silla.
—No, no vamos a seguir por esta ruta —alcanzó a decir con voz ronca.
Bayaz miró con gesto sombrío la incesante molienda del agua.
—En tal caso habrá que encontrar otra, y rápido. La ciudad está llena de grietas como ésta. Aun yendo en línea recta, nos quedan varios kilómetros por recorrer y, además, tenemos que cruzar un puente.
Pielargo frunció el ceño.
—Suponiendo que siga en pie.
—¡Sigue en pie! Kanedias lo construyó para que durara —el Primero de los Magos alzó la vista hacia la lluvia. El cielo, como un sombrío peso que pendiera sobre sus cabezas, empezaba a oscurecerse—. No podemos demorarnos. A este paso no conseguiremos atravesar la ciudad antes de que anochezca.
Jezal alzó la vista y miró espantado al Mago.
—¿Vamos a hacer noche aquí?
—Obviamente —fue la respuesta de Bayaz mientras apartaba a su caballo del borde del precipicio.
Las ruinas se iban cerrando sobre ellos conforme se alejaban de la Vía Caline y se internaban en el corazón de la ciudad. Jezal alzó la mirada para contemplar las amenazadoras sombras que surgían en medio de la oscuridad. La única cosa que le parecía peor que quedarse atrapado en ese lugar de día era tener que pasar allí la noche. Habría preferido pasarla en el infierno. ¿Acaso habría habido alguna diferencia?
El río fluía impetuoso a sus pies por el cañón artificial que formaban unos elevados muros de piedra alisada y mojada. Encajonado en tan angosto espacio, el poderoso Aos arrojaba espuma con inagotable y ciego furor, mordía la roca pulida y lanzaba al aire violentas rociadas de agua. Ferro no alcanzaba a comprender cómo había podido aguantar tanto tiempo con aquel diluvio que le llegaba desde abajo, pero Bayaz no se había equivocado.
El puente del Creador seguía en pie.
—En todos mis viajes por el ancho mundo, en todas y cada una de las ciudades y naciones que existen bajo el pródigo sol, jamás había visto semejante portento —Pielargo sacudió lentamente su cabeza rapada—. ¿Es que es posible construir un puente de metal?
Pero de metal era. Un metal oscuro, liso y mate que relucía con las salpicaduras del agua. Un sencillo arco, de una elegancia increíble, salvaba el vertiginoso abismo apoyado en un intrincado entramado de varillas que se entrecruzaban en el aire, y, en su parte superior, unas planchas metálicas trazaban un amplio y nivelado camino que parecía invitarles a que lo cruzaran. Todas sus aristas estaban afiladas, todas sus curvas eran precisas, todas sus superficies brillaban impolutas. La obra se conservaba en su prístino esplendor en medio del lento deterioro de todo cuanto la rodeaba.
—Como si lo hubieran acabado ayer mismo —murmuró Quai.
—Y, sin embargo, lo más probable es que sea la edificación más antigua de la ciudad —Bayaz señaló con la cabeza la devastación que tenían a sus espaldas—. Todos los logros de Juvens se encuentran en ruinas. Derruidos, rotos y olvidados como si nunca hubieran existido. Las obras del Maestro Creador, en cambio, se mantienen incólumes. Su brillo, si acaso, parece aún más intenso al lucir en medio de un mundo oscurecido —soltó un resoplido y una nube de vaho le salió por la nariz—. ¿Quién sabe? Tal vez lleguen intactas y sin mácula al final de los tiempos, cuando todos nosotros llevemos ya innumerables siglos en la tumba.
Luthar, con gesto nervioso, echó un vistazo al agua atronadora, preguntándose sin duda si no sería más bien allí abajo donde encontraría su tumba.
—¿Está seguro de que resistirá?
—En los Viejos Tiempos aguantaba el paso de miles de personas al día. Decenas de miles. Caballos y carretas, ciudadanos y esclavos, que fluían incesantemente en uno y otro sentido de día y de noche. Aguantará —Ferro observó cómo las pezuñas del caballo de Bayaz se posaban con un golpe metálico en el puente.
—Ciertamente este Creador era un hombre… dotado de muy notables dones —murmuró el Navegante espoleando a su caballo para se pusiera en marcha.
Quai hizo restallar las riendas.
—Vaya si lo era. Y de ellos ya no queda ni rastro en el mundo.
Nuevededos fue el siguiente y luego le siguió Luthar, que no parecía tenerlas todas consigo. Ferro, en cambio, permanecía inmóvil bajo la lluvia mirando con gesto ceñudo el puente, el carro, a los cuatro caballos y a los cuatro jinetes. No le gustaba todo aquello. Ni el río ni el puente ni la ciudad. Conforme avanzaban, la sensación de que se trataba de una trampa no había hecho sino incrementarse y ahora ya estaba plenamente convencida de ello. Nunca debería haber hecho caso a Yulwei. Nunca debería haber dejado el Sur. Qué demonios hacía ella en aquella desolación gélida, húmeda y desértica con una cuadrilla de pálidos impíos.
—Yo no pienso pasar por ese bicho —dijo.
Bayaz se dio la vuelta para mirarla.
—¿Es que tienes pensado cruzar volando? ¿O simplemente piensas quedarte a ese lado?
Se echó para atrás en la silla y se cruzó de brazos.
—Puede que lo haga, sí.
—Tal vez sea preferible discutir el asunto una vez que hayamos cruzado la ciudad —murmuró el Hermano Pielargo, volviendo la vista atrás y lanzando una mirada nerviosa a las calles desiertas.
—Tiene razón —terció Luthar—. En este lugar se respira una atmósfera maligna…
—A la mierda con todos y con sus atmósferas —gruñó Ferro—. ¿Por qué tengo que cruzarlo? ¿Qué es exactamente eso que hay al otro lado del río que puede serme tan útil? Me prometió venganza, viejo pálido, y lo único que me ha dado han sido mentiras, lluvia y mala comida. ¿Por qué habría de dar un solo paso más en su compañía? ¡Dígame!
Bayaz torció el gesto.
—Mi hermano Yulwei te ayudó en el desierto. De no haber sido por él, estarías muerta. Le diste tu palabra…
—¿Mi palabra? ¡Ja! La cadena de una palabra es muy fácil de romper, anciano —y, acto seguido, adelantó las muñecas y luego las separó bruscamente—. Ya está. Ya me he liberado de mi palabra. ¡No prometí aceptar que se me convirtiera en una esclava!
El Mago dejó escapar un prolongado suspiro y luego se echó hacia delante sobre su montura.
—Bastante complicada es la vida para que encima vengas tú a poner también tu granito de arena. Dime, Ferro, ¿por qué ese empeño en poner las cosas más difíciles de lo que ya son?
—Tal vez Dios tuviera algún propósito al hacerme como soy, pero no sé cuál es. ¿Qué es la Semilla?
Directamente al grano. El ojo del anciano pálido pareció palpitar al oírle pronunciar esa palabra.
—¿La Semilla? —masculló desconcertado Luthar.
Bayaz frunció el ceño al ver los gestos de asombro de sus compañeros.
—Puede que fuera mejor no saberlo.
—No me vale. Si vuelve a quedarse dormido una semana entera, quiero saber qué es lo que estamos haciendo y por qué.
—Ya estoy del todo recuperado —repuso Bayaz, pero Ferro sabía que mentía. No había ni una sola parte de su cuerpo que no pareciera más encogida, más avejentada y más débil de lo que estaba antes. Puede que hubiera estado despierto y hablando, pero no estaba ni mucho menos recuperado. Iba a tener que encontrar un argumento más sólido que ése si quería camelarla—. No volverá a pasar, puedes estar segura de…
—Se lo voy a preguntar otra vez, a ver si al fin obtengo una respuesta clara. ¿Qué es la Semilla?
Bayaz se la quedó mirando fijamente, y ella le sostuvo la mirada.
—Muy bien. Nos sentaremos bajo la lluvia y charlaremos un rato sobre la naturaleza de las cosas —y, dicho aquello, sacó al caballo del puente hasta dejarlo a menos de una zancada de la entrada, y, luego, sonrió como si se sintiera muy aliviado de poder compartir al fin una pesada carga—. La Semilla es el nombre con el que se conoce una cosa que Glustrod extrajo de las entrañas de la tierra. Es el instrumento que empleó para hacer todo esto.
—¿Esto? —gruñó Nuevededos.
—Todo esto —y, a continuación, el Mago señaló con el brazo la devastación que se extendía a su alrededor—. La Semilla convirtió la ciudad más grandiosa del mundo en un montón de ruinas y asoló la tierra que la rodea por toda la eternidad.
—¿Entonces es un arma? —murmuró Ferro.
—Es una piedra —terció de repente Quai, agazapado dentro del carro y sin mirar a nadie—. Una roca del mundo inferior. Que los diablos dejaron atrás, enterrada, cuando Euz los expulsó de nuestro mundo. Es el Otro Lado encarnado. La sustancia primigenia de la magia.
—En efecto —susurró Bayaz—. Felicidades, maese Quai. Ya veo que en un tema al menos no es usted un perfecto ignorante. ¿Y bien, Ferro? ¿Te vale con esa respuesta?
—¿Una simple roca hizo todo esto? —Nuevededos no parecía demasiado contento—. ¿Para qué demonios la queremos?
—Creo que algunos de nosotros pueden imaginárselo —Bayaz miraba a Ferro a los ojos con una sonrisa enfermiza, como si supiera exactamente lo que pensaba. Tampoco era raro que lo supiera.
No era ningún secreto.
A Ferro todas esas historias sobre demonios, excavaciones y viejas ruinas empapadas le traían al fresco. Estaba demasiado ocupada imaginándose al Imperio de Gurkhul convertido en una tierra muerta. Su pueblo, borrado del mapa. Su Emperador, olvidado. Sus ciudades, reducidas a polvo. Su poder, un vago recuerdo. La mente de Ferro era un hervidero de imágenes de muerte y venganza. Una sonrisa asomó a su rostro.
—Bien —dijo—, ¿pero para qué me necesita?
—¿Quién ha dicho que me hagas tanta falta?
Ferro resopló con sorna.
—Dudo mucho que me hubiera aguantado tanto tiempo si no me necesitara.
—Muy cierto.
—¿Por qué me necesita entonces?
—Porque la Semilla no se puede tocar. El mero hecho de mirarla puede resultar dañino. Tras la caída de Glustrod, entramos con el ejército del Emperador en la ciudad devastada para ver si había supervivientes. No encontramos ninguno. Sólo horrores y ruinas y cadáveres; de éstos, tantos que no pudimos contarlos. Enterramos millares y millares en fosas de cien cada una que excavamos por toda la ciudad. Fue un trabajo muy largo y, cuando estábamos en ello, una compañía de soldados encontró un objeto extraño bajo las ruinas. Su capitán lo envolvió en su capa y se lo llevó a Juvens. Antes de que cayera la noche, el hombre se había marchitado y había muerto, y su compañía no corrió mejor suerte. Perdieron todo el cabello y sus cuerpos se consumieron. En menos de una semana aquellos cien hombres no eran más que cadáveres. Juvens, en cambio, no sufrió daño alguno —Bayaz señaló al carro—. Por eso fabricó Kanedias esa caja, y por eso la tenemos con nosotros. Para protegernos. Ninguno de nosotros está a salvo. Ninguno excepto tú.
—¿Por qué yo?
—¿Nunca te has preguntado por qué no eres como los demás? ¿Por qué no distingues los colores? ¿Por qué no sientes dolor? Tú eres lo mismo que eran Juvens y Kanedias. Lo mismo que era Glustrod. Lo mismo que el propio Euz, incluso.
—Sangre de demonio —murmuró Quai—. Maldita y bendita a un tiempo.
Ferro le lanzó una mirada asesina.
—¿Qué quiere decir?
—Tienes antepasados de la estirpe de los demonios —y una de las comisuras de los labios del aprendiz se curvó hacia arriba formando una sonrisa de complicidad—. Tal vez se remonte a los momentos más remotos de los Viejos Tiempos, o a antes incluso, pero el caso es que no eres del todo humana. Eres una reliquia. Conservas un pequeño vestigio de la sangre del Otro Lado.
Ferro abrió la boca para soltarle un insulto, pero Bayaz la interrumpió.
—Es un hecho incontestable, Ferro. No te habría traído si hubiese tenido la más mínima duda. Pero no debes intentar negarlo. Debes asumirlo. Es un raro don. Puedes tocar la Semilla. Tal vez seas tú la única capaz de hacerlo en todo el Círculo del Mundo. Sólo tú puedes tocarla y sólo tú puedes llevarla a la guerra —se inclinó hacia delante hasta pegarse a ella, y le susurró—: Pero sólo yo puedo hacerla arder. Con un calor capaz de convertir la totalidad de Gurkhul en un desierto. Con un calor capaz de reducir a cenizas a Khalul y a todos sus servidores. Con un calor de una intensidad tal que hasta tú misma sentirás que te has cobrado cuanta venganza necesitabas y más aún. ¿Vendrás ahora? —y, acto seguido, dio un chasquido con la lengua, apartó su caballo y lo condujo de nuevo hacia el puente.
Ferro miraba con gesto ceñudo la espalda del viejo pálido mientras cabalgaba detrás de él mordisqueándose el labio. Cuando se lo chupó, sintió un regusto a sangre. Sangre, sí, pero no dolor. No le hacía gracia creer en algo que le hubiera dicho el Mago, pero era innegable que ella no era igual a los demás. Recordaba que una vez pegó un mordisco a Aruf y éste le dijo que debía de haber tenido por madre a una serpiente. ¿Por qué no un demonio? A través de las ranuras del metal, contempló el agua que atronaba abajo a lo lejos y torció el gesto, pensando en su venganza.
—En realidad no importa qué sangre tengas —Nuevededos cabalgaba a su lado. Montando tan mal como siempre, mirándola y hablando con voz suave—. Los hombres se hacen a sí mismos, eso solía decirme mi padre. Y supongo que eso también es válido para las mujeres.
Ferro no le contestó. Tiró de las riendas y dejó que los demás se adelantaran. Mujer, demonio o serpiente, qué más daba. Lo único que le importaba era hacer daño a los gurkos. Su odio era intenso y estaba fuertemente enraizado. Le producía una sensación cálida y familiar. Era su más viejo amigo.
No podía confiar en nada más.
Ferro fue la última en salir del puente. Mientras los demás se encaminaban hacia la ciudad devastada, echó la vista atrás y miró las ruinas de las que venían, que asomaban desde la otra orilla semiocultas por el manto de lluvia.
—¡Chiss! —Dio un tirón a las riendas, se incorporó apoyándose en las espuelas y escrutó el paisaje que se extendía al otro lado de las tumultuosas aguas, repasando con la vista los cientos de ventanas, los cientos de umbrales, los cientos de grietas, huecos y espacios que se abrían en los muros semiderruidos.
—¿Qué has visto? —oyó que le preguntaba con inquietud Nuevededos.
—Algo —pero ya no veía nada. A lo largo del cuarteado muro de contención se agazapaban vacíos y silenciosos innumerables esqueletos de edificios.
—No queda nada vivo en este lugar —dijo Bayaz—. La noche está a punto de caer y por una vez creo que a mis pobres huesos no les vendría mal dormir bajo un techo que los proteja de la lluvia. Tus ojos te han engañado.
Ferro le miró con cara de pocos amigos. Sus ojos nunca la engañaban, fueran o no los ojos de un demonio. Había algo en la ciudad. Lo sentía.
Y los estaba vigilando.