—¿Dónde estoy? —inquirió Jezal, pero sus mandíbulas se negaron a moverse.
Las ruedas del carromato chirriaban al girar. Todo parecía estar borroso y envuelto en un brillo cegador. La luz y el ruido le taladraban el cráneo.
Intentó tragar saliva, pero no pudo. Intentó levantar la cabeza. Una punzada le atravesó el cuello y el estómago le dio un vuelco.
—¡Socorro! —chilló, pero lo único que salió de sus labios fue un ronco borboteo. ¿Qué había ocurrido? Por encima de él, un cielo hiriente, por debajo, hirientes tablas. Estaba tumbado en un carro, con la cabeza apoyada en un saco áspero, traqueteando y dando botes.
Había habido una pelea, de eso se acordaba. Un combate entre las piedras de la colina. Alguien le había llamado con un grito. Un crujido, una luz cegadora y, luego, sólo dolor. Incluso tratar de pensar le producía dolor. Quiso alzar un brazo para tocarse la cara, pero vio que no podía. Trató de cambiar las piernas de posición para impulsarse con ellas e incorporarse, pero tampoco pudo hacerlo. Movió la boca y sólo consiguió emitir gruñidos y gemidos.
Notaba rara la lengua, parecía ser tres veces más grande de lo normal, como si le hubieran encajado entre las mandíbulas una enorme loncha de jamón que le llenaba la boca impidiéndole casi respirar. El lado derecho de su cara era una máscara de dolor. Con cada sacudida del carro le castañeteaban las mandíbulas y unas punzadas atroces se le transmitían desde los dientes hasta los ojos y desde el cuello hasta las raíces del pelo. Tenía la boca cubierta de vendas y sólo podía respirar por el lado izquierdo, pero hasta el aire que le bajaba por la garganta le producía dolor.
Empezaba a sentir el zarpazo del pánico. Todas las partes de su cuerpo estaban en un grito. Aunque tenía un brazo atado con fuerza sobre el pecho, en un intento de hacer algo, lo que fuera, se agarró débilmente con el otro a uno de los lados del carro con los ojos desorbitados, el corazón latiéndole acelerado y soltando resoplidos por la nariz.
—¡Gugh! —gruñó—. ¡Gurr! —pero cuanto más se esforzaba por hablar, más crecía el dolor, hasta hacerle sentir que se le iba a partir en dos la cara y que el cráneo le iba a reventar.
—Tranquilo —por encima de él apareció un rostro cubierto de cicatrices. Nuevededos. Jezal trató de aferrarse a él con desesperación y el norteño le cogió la mano con su enorme zarpa y la apretó con fuerza—. Tranquilo, venga, escúcheme. Duele, lo sé. Parece insoportable, pero no lo es. Cree que va a morir, pero no es así. Hágame caso, yo he pasado por eso y sé cómo es. A cada minuto que pasa. A cada hora. A cada día, va a mejor.
Sintió en el hombro la otra mano de Nuevededos empujándole suavemente para tumbarle de nuevo en el suelo del carro.
—Basta con que se quede ahí tumbado y ya verá como mejora. ¿Me entiende? Es usted un cabrón con mucha suerte, le ha tocado la tarea más cómoda.
Jezal dejó que sus miembros cayeran por su propio peso. Lo único que tenía que hacer era quedarse ahí tumbado. Apretó la manaza que le tenía agarrado y ésta le devolvió el apretón. Así parecía sentir menos dolor. Seguía siendo terrible, pero podía controlarlo. Su respiración se acompasó. Sus ojos se cerraron.
Un viento cortante barría la gélida llanura, azotando la hierba baja, tirando de la andrajosa zamarra de Jezal, de sus cabellos grasientos, de sus mugrientos vendajes. Pero él no hacía ni caso. ¿Estaba en su mano parar el viento? ¿Estaba en su mano hacer algo con respecto a cualquier cosa?
Sentado con la espalda apoyada en una de las ruedas del carro, se miraba la pierna con los ojos muy abiertos. Dos trozos del asta de una lanza envueltos en trapos se la mantenían sujeta con rígida y dolorosa firmeza. El brazo no estaba mucho mejor: se encontraba embutido entre dos listones de un escudo y atado con fuerza contra su pecho, mientras su pálida mano colgaba fláccida, con los dedos tan entumecidos e inútiles como si fueran salchichas.
Unos remedios lastimosos e improvisados cuyos efectos curativos Jezal no veía por ninguna parte. Habría resultado risible, si no fuera porque él era el paciente. Seguramente no se recuperaría jamás. Era un hombre roto, destruido, desahuciado. ¿Se convertiría en uno de esos tullidos con los que evitaba cruzarse en las calles de Adua? ¿Uno de esos heridos de guerra, sucios y harapientos, que enseñaban a la cara de los transeúntes sus muñones mientras abrían las repulsivas palmas de sus manos para mendigar unas perras; un desagradable recordatorio de que la vida militar tenía un lado oscuro que era mejor relegar al olvido?
¿Se convertiría en un tullido como, como… —un sudor frío le invadió todo el cuerpo—… Sand dan Glokta? Intentó cambiar la pierna de postura y gimió de dolor. ¿Tendría que pasarse el resto de sus días usando un bastón para andar? ¿Sería un monstruo deforme que todo el mundo procuraría rehuir y evitar? ¿Un ejemplo edificante al que se señala con disimulo y del que se habla en voz baja? ¡Mira, ahí va Jezal dan Luthar! ¡En tiempos fue un hombre muy prometedor, un joven muy apuesto que ganó un Certamen y fue aclamado por las masas! ¿Quién lo habría imaginado? Qué lamentable, qué pena, espera, que viene para acá, vamos a apartarnos…
Y eso que todavía no se había parado a pensar en el aspecto que tendría su cara. Trató de mover la lengua y sintió una punzada atroz que le dibujó en la cara una mueca de dolor. De una cosa estaba seguro: el paisaje interior de su boca le resultaba alarmantemente desconocido. Parecía inclinada, retorcida, como si todo estuviera cambiado de sitio. Notaba en su dentadura un hueco que parecía tener varios kilómetros de ancho. Debajo de los vendajes, sentía un desagradable hormigueo en los labios. Los tendría desgarrados, machacados, rotos. Era un monstruo.
Jezal sintió que una sombra le cruzaba el rostro y alzó la vista escudriñando bajo la intensa luz solar. Era Nuevededos, tendiéndole con su enorme puño un odre de agua.
—Agua —gruñó. Jezal dijo que no con la cabeza, pero el norteño no le hizo caso. Se puso en cuclillas junto a él, quitó el tapón y le tendió el odre—. Tiene que beber. Pero procure no echarse el agua encima.
Jezal agarró el odre con desgana, se lo acercó con cuidado al lado de la boca que estaba en mejor estado y trató de inclinarlo. El pellejo hinchado colgaba fofo en su mano. Bregó unos instantes con él hasta que por fin se dio cuenta de que no había forma de beber con una sola mano. Se dejó caer hacia atrás con los ojos cerrados y soltó un resoplido por la nariz. Estuvo tentado de dar rienda suelta a su frustración haciendo rechinar los dientes, pero, afortunadamente para él, se lo pensó mejor.
—Espere —notó que una mano se deslizaba por detrás de su cuello y le levantaba con firmeza la cabeza.
—¡Gugh! —gruñó furioso. Por un instante se planteó la posibilidad de ofrecer resistencia, pero finalmente relajó el cuerpo y se sometió a la ignominia de dejarse manejar como si fuera un bebé. A fin de cuentas, ¿qué sentido tenía esforzarse por aparentar que no estaba completamente desvalido? Sintió que un chorro de agua tibia y agria le entraba en la boca y trató de tragarlo. Era como tragar cristales rotos. Soltó una tos y escupió fuera el resto. O, para ser más exactos, trató de escupirlo pero el dolor le resultó demasiado intenso. Tuvo que inclinarse hacia delante y dejar que le goteara por la cara; la mayor parte le resbaló por el cuello y se le coló por dentro de su mugrienta camisa. Emitiendo un gruñido, volvió a recostarse y apartó el odre con su mano buena.
Nuevededos se encogió de hombros.
—Vale, pero dentro de un rato tendrá que volver a intentarlo. Hay que beber. ¿Recuerda lo que pasó?
Jezal negó con la cabeza.
—Hubo pelea. Yo y aquí la amiga —dijo señalando a Ferro, que le respondió torciendo el gesto— nos ocupamos de la mayoría, pero, al parecer, hubo tres que consiguieron rodearnos. Usted se enfrentó a dos y se las arregló bastante bien, pero uno se le escapó y le soltó un mazazo en la boca —señaló la cara vendada de Jezal—. Un golpe muy fuerte, no hay más que ver el resultado. Luego se cayó y supongo que le volvió a golpear mientras estaba en el suelo; de ahí lo del brazo y la pierna rotos. La verdad, podría haber sido bastante peor. Yo que usted daría gracias a los muertos de que Quai anduviera por allí.
Jezal miró al aprendiz y pestañeó. ¿Qué pintaba él en aquel asunto? Pero Nuevededos ya estaba respondiendo a su pregunta.
—Se le acercó por detrás y le golpeó la cabeza con una sartén. Bueno, he dicho que se la golpeó, pero más bien se la hizo papilla, ¿verdad? —dirigió una sonrisa al aprendiz, que contemplaba la llanura con la mirada perdida—. Para ser tan flaco, el muchacho golpea bien fuerte, ¿eh? La única pena es que se cargó la sartén.
Quai se encogió de hombros, como si romperle a un tipo la cabeza fuera algo que hiciera casi todas las mañanas. Jezal se imaginaba que lo propio sería dar las gracias a aquel patán enfermizo por haberle salvado la vida, pero en realidad no se sentía demasiado salvado. En lugar de eso, esforzándose por hablar de la forma más clara posible, pero sin que le doliera, alcanzó a decir en un susurro.
—¿Co de mal eztoy?
—Yo he estado peor —valiente consuelo—. Saldrá adelante. Es usted joven. El brazo y la pierna se curarán pronto —que era como decir, supuso Jezal, que no ocurriría lo mismo con su cara—. Siempre resulta duro recibir heridas, y la primera vez es la peor de todas. Yo lloré como una criatura con cada una de éstas —y se señaló su cara machacada—. Le diré que casi todo el mundo llora. Por si eso le sirve de consuelo.
No le servía.
—¿Co de mal?
Nuevededos se rascó la piel hirsuta de su barbilla.
—Tiene la mandíbula rota, ha perdido unos cuantos dientes y además se le ha desgarrado la boca, aunque ha quedado muy bien cosida —casi sin poder pensar, Jezal tragó saliva. Sus peores temores parecían confirmarse—. Ha recibido un mal golpe y en muy mal sitio. Un golpe en la boca significa que no puede comer, no puede beber y apenas puede hablar sin que le duela. Tampoco besar, claro, pero no me parece que eso vaya a ser un problema en un lugar como éste, ¿eh? —el norteño le sonrió, pero Jezal no estaba de humor para hacer otro tanto—. Una mala herida, sí. En el lugar de donde yo vengo decimos que esas heridas son de las que ponen nombre.
—¿Qué? —musitó Jezal, y al sentir que el dolor le lamía la mandíbula, se arrepintió de inmediato.
—Una herida que pone nombre, ya sabe —Nuevededos meneó el muñón de su dedo—. Una herida que da un apodo. A usted probablemente le llamarían Mandibularrota, Caratorcida, el Desdentado o algo por el estilo —volvió a sonreír, pero el sentido del humor de Jezal había quedado abandonado entre las piedras de la colina junto a varias piezas dentales. Sentía el picor de las lágrimas que pugnaban por asomar a sus ojos. Quería llorar, pero, al estirar la boca, por debajo del vendaje los puntos tiraban de sus labios abotargados.
Nuevededos hizo un último intento.
—Tiene que verle el lado bueno. No es probable que vaya a morir de esto. Si se le hubiera podrido, lo más normal es que a estas alturas ya se hubiera notado.
Jezal se quedó atónito, horrorizado, los ojos se le fueron abriendo cada vez más a medida que iba adquiriendo consciencia de las implicaciones de lo que acababa de oír. Si no hubiese tenido la mandíbula machacada y firmemente atada, a buen seguro que se le habría desencajado del espanto. ¿No era probable que fuera a morir? Ni se le había pasado por la cabeza que sus heridas pudieran ir a peor. ¿Podrido? ¿La boca?
—Me parece que no le estoy siendo de mucha ayuda, ¿verdad? —masculló Logen.
Jezal se tapó los ojos con la mano sana y trató de llorar sin hacerse daño: sus silenciosos sollozos hacían que sus hombros se estremecieran.
Se habían detenido a la orilla de un amplio lago. Agua gris picada bajo un cielo lóbrego y amoratado. Un agua inquietante y un cielo inquietante que parecían guardar múltiples secretos y amenazas. Oscuras olas golpeaban los gélidos guijarros de la orilla. Oscuros pájaros se llamaban a graznidos sobre las aguas. Y un oscuro dolor palpitaba en todos los rincones del cuerpo de Jezal, negándose a remitir.
Ferro, con el mismo gesto ceñudo de siempre, estaba en cuclillas delante de él cortando los vendajes; detrás de ella, de pie y mirando hacia abajo, se encontraba Bayaz. El Primero de los Magos parecía haber salido de su letargo. No había dado ninguna explicación de cuál había sido su causa ni de por qué se había recuperado de forma tan súbita, pero su aspecto seguía siendo el de un enfermo. Parecía más viejo que nunca, y mucho más huesudo; sus ojos estaban rehundidos y tenía la piel tan fina y tan pálida que casi parecía transparente. Pero Jezal no andaba sobrado de compasión y menos aún para ofrecérsela al artífice de todo aquel desastre.
—¿Dónde estamos? —masculló entre los puntos de los labios. Ya no le dolía tanto hablar, pero todavía tenía que hacerlo despacio y con cuidado, y las palabras que salían de sus labios sonaban tan titubeantes y gangosas como las de un tonto de pueblo.
Bayaz giró la cabeza señalando a la gran extensión de agua.
—Éste es el primero de los tres lagos. Ya hemos recorrido buena parte del camino que lleva a Aulcus. Yo diría que hemos dejado a nuestras espaldas la mitad de nuestro viaje.
Jezal tragó saliva. Saber que todavía les quedaba cerca de la mitad del camino no le reconfortaba en exceso.
—¿Cuánto tarda…?
—Maldito imbécil, no puedo trabajar si sigue moviendo los labios —le bufó Ferro—. O se calla o le dejo como está.
Jezal se calló. Ferro le retiró con sumo cuidado el vendaje de la cabeza, se inclinó para mirar de cerca la sangre parda del paño, la olisqueó, arrugó la nariz y luego arrojó la venda al suelo. A continuación se puso a mirar con cara de enojo la boca de Jezal, que tragaba saliva mientras escrutaba el rostro moreno que tenía delante intentando adivinar qué era lo que estaba pensando. Habría dado un diente a cambio de un espejo, si hubiese tenido aún una dentadura completa.
—¿Tiene mala pinta? —masculló sintiendo un regusto a sangre en la lengua.
Ferro levantó la vista y le miró con cara de pocos amigos.
—Me ha confundido con alguien a quien usted le importa.
Un sollozo subió por la garganta de Jezal. Las lágrimas pugnaban por asomar a sus ojos y tuvo que volverse y pestañear para no ponerse a llorar. Era un ser lamentable. Un valiente hijo de la Unión, un audaz oficial de la Guardia Real, un ganador del Certamen, ni más ni menos, y, sin embargo, apenas podía reprimir el llanto.
—Sostenga esto —le ordenó Ferro.
—Ajá —susurró él mientras intentaba contener los sollozos en el pecho para que no se le quebrara la voz. Apretó uno de los extremos de la venda limpia contra su cara y ella se puso a darle vueltas y vueltas alrededor de la cabeza y de las mandíbulas hasta dejarle casi cerrada la boca.
—Vivirá.
—¿Es eso un consuelo? —farfulló.
Ferro se encogió de hombros y se dio la vuelta.
—Muchos otros no vivieron.
Mientras la veía alejarse entre la hierba ondulante, casi sentía envidia de ellos. Cuánto le habría gustado que estuviera allí Ardee. Recordaba perfectamente la última vez que la vio. Bajo la llovizna, con los ojos alzados hacia él y aquella sonrisa ladeada tan suya. Ella jamás le habría dejado solo estando él así, tan dolorido, tan desvalido. Ella le habría dicho palabras cariñosas, le habría acariciado la cara, le habría mirado con sus grandes ojos negros y le habría besado suavemente… sentimentalismo barato. Lo más seguro es que a esas alturas ya se hubiera agenciado otro imbécil al que martirizar, confundir y hundir en la miseria sin pararse a pensar en él ni medio segundo. Se atormentaba al imaginarla riéndose con los chistes de otro hombre, sonriendo a otro hombre a la cara, besando los labios de otro. En cualquier caso, lo que estaba claro era que ahora ya no querría saber nada de él. Nadie querría saber nada de él. De nuevo sintió un temblor en los labios y un picor en los ojos.
—Sabe, todos los grandes héroes de antaño, los grandes reyes, los grandes generales, todos sin excepción tuvieron que hacer frente a la adversidad en uno u otro momento —Jezal alzó la vista. Casi se había olvidado de la presencia de Bayaz—. Es el sufrimiento lo que da fuerza a los hombres, muchacho, del mismo modo que cuanto más se martillea el acero, más duro se vuelve.
El anciano hizo una mueca de dolor mientras se ponía en cuclillas junto a Jezal.
—Todo el mundo puede afrontar una vida holgada y de éxito con plena confianza. Lo que nos define es la forma en que nos enfrentamos a los problemas y las dificultades. La autocompasión siempre va unida al egoísmo, y no hay una cualidad más deplorable que ésa para un líder. El egoísmo es cosa propia de niños y de tontos. Un gran líder siempre antepone el bien de los demás al suyo. Le sorprendería comprobar hasta qué punto actuar así hace que nuestros propios problemas sean más soportables. Para actuar como un rey hay que tratar a todos los demás como si ellos también lo fueran —y, dicho aquello, le posó una mano en el hombro. Tal vez pretendiera ser un gesto tranquilizador y paternal, pero, por debajo de su camisa, Jezal sentía el temblor de la mano del Mago. Bayaz la mantuvo allí un momento, como si no tuviera fuerzas para moverla, y luego se puso lentamente de pie, estiró las piernas y se alejó arrastrando los pies.
Jezal le miró alejarse con gesto ausente. Hacía sólo unas semanas, una charla como ésa le habría dejado echando humo por dentro. Pero ahora se quedó ahí sentado, sin fuerzas, asimilando dócilmente las palabras que acababa de oír. Ya casi ni sabía quién era. Resultaba difícil mantener un aire de superioridad cuando dependía por completo de otras personas. Más aún al tratarse de unas personas por las que hasta hacía muy poco había sentido el más absoluto de los desprecios. Pero ya no podía seguir engañándose a sí mismo. De no haber sido por el bárbaro tratamiento de Ferro y por los torpes cuidados de Nuevededos, lo más probable es que a esas alturas ya estuviera muerto.
El norteño venía hacia él arrancando crujidos a los guijarros del suelo con sus botas. Hora de volver al carro. Hora de volver a los chirridos y el traqueteo. Jezal comenzó a exhalar un suspiro hondo, irregular y muy autocompasivo. Pero se detuvo a la mitad. Compadecerse de uno mismo era propio de niños y de tontos.
—Muy bien, ya sabe cómo se hace.
Jezal se inclinó hacia delante y Nuevededos le pasó un brazo por la espalda, otro por debajo de las rodillas y, sin soltar ni un mísero jadeo, lo aupó al costado del carro y luego lo dejó caer sin mayor ceremonia entre las provisiones. Antes de que se apartara, Jezal retuvo su sucia manaza de tres dedos y el norteño se volvió y le miró alzando una de sus pobladas cejas. Jezal tragó saliva.
—Gracias —murmuró.
—¿Cómo, por esto?
—Por todo.
Nuevededos se le quedó mirando fijamente durante unos instantes y luego se encogió de hombros.
—No hay de qué darlas. Trata a las personas como te gustaría que ellas te trataran a ti y seguro que no te equivocas. Eso solía decirme mi padre. Durante mucho tiempo me olvidé de ese consejo e hice cosas que ya nunca podré remediar —exhaló un profundo suspiro—. No se pierde nada por probar. ¿Le digo cuál es mi experiencia? Al final uno siempre recibe en la misma medida en la que ha dado.
Jezal pestañeó mientras miraba la ancha espalda de Nuevededos dirigirse hacia su montura. Hay que tratar a los demás como te gustaría que ellos te trataran a ti. Para ser sincero, ¿había intentado actuar así alguna vez? Mientras el carro arrancaba con un chirrido de sus ejes, pensó en ello, primero con cierta despreocupación y luego con creciente ansiedad.
Había abusado de sus inferiores y adulado a sus superiores. En varias ocasiones había desplumado a amigos que no podían permitirse el lujo de perder dinero y se había aprovechado de muchachas a las que luego había dejado tiradas como un trapo. Jamás había dado las gracias a su amigo West por toda la ayuda que le había prestado, y no habría tenido ningún reparo en acostarse con su hermana a sus espaldas, de haberlo permitido ella. Se daba cuenta, con creciente espanto, de que apenas recordaba haber hecho en su vida un solo acto altruista.
Se revolvió inquieto entre los sacos de forraje del carromato. A la larga, se recibe lo que se da, y tampoco cuesta tanto tener modales. A partir de ahora, pensaría primero en los demás. Trataría a todo el mundo como si fuera su igual. Claro que tampoco había por qué darse prisa. Tendría tiempo de sobra para convertirse en una buena persona una vez que pudiera volver a comer por sí mismo. Se llevó una mano al vendaje de la cara, se lo rascó con gesto ausente y, de pronto, se interrumpió. Justo detrás del carro, cabalgaba Bayaz mirando las aguas del lago.
—¿Ha visto? —preguntó Jezal.
—¿El qué?
—Esto —Jezal se señaló la cara con un dedo.
—Ah, ya. Sí, lo he visto.
—¿Tiene una pinta muy mala?
Bayaz ladeó la cabeza.
—¿Sabe una cosa? En conjunto, yo diría que me agrada.
—¿Le agrada?
—Bueno, ahora tal vez no, pero los puntos acabarán por soltarse, la inflamación bajará, los moratones se desvanecerán y, cuando curen las heridas, las costras se caerán. Imagino que su mandíbula nunca recuperará su forma original y, como es natural, ya no le volverán a crecer los dientes, pero lo que pierda en encanto juvenil quedará sobradamente compensado por un aire de peligro, de desenvoltura, de rudo misterio. La gente suele respetar a los hombres de acción y su apariencia no va a ser ni mucho menos la de una ruina humana. Apuesto a que las mujeres seguirán derritiéndose por usted, a condición, claro está, de que haga usted algo por lo que valga la pena derretirse —Bayaz subió y bajó la cabeza con gesto pensativo—. Sí, en conjunto, creo que servirá.
—¿Que servirá? —rezongó Jezal apretando una mano contra el vendaje—. ¿Que servirá para qué?
Pero la cabeza de Bayaz ya estaba en otras cosas.
—Sabe, Harod el Grande tenía una cicatriz en la mejilla y eso jamás le supuso ningún perjuicio. En las estatuas no la representan, desde luego, pero en vida hacía que la gente lo respetara aún más. Un gran hombre, ese Harod. Tenía la acreditada reputación de ser una persona honesta y digna de toda confianza, y, de hecho, solía serlo. Pero también podía dejar de serlo, si la situación lo requería —el Mago rió para sí—. ¿Le he hablado de la vez aquélla en que invitó a dos de sus peores enemigos a entablar negociaciones con él? Antes de que hubiera terminado el día, ya los tenía enfrentados entre sí. Luego sus respectivos ejércitos quedaron aniquilados en una batalla y él pudo reclamar para sí la victoria sobre ambos sin ensuciarse las manos. No ignoraba, sabe, que la esposa de Ardlic era una mujer muy hermosa…
Jezal se tumbó en el suelo del carro. En realidad, Bayaz ya le había contado antes esa historia, pero tampoco tenía demasiado sentido decírselo. De hecho, le había gustado volver a oírla; al fin y al cabo no tenía nada mejor que hacer. Había algo en la voz áspera y monótona del anciano que le resultaba reconfortante, sobre todo ahora que el sol empezaba a asomar entre las nubes. Casi ni le dolía la boca, siempre y cuando no la moviera, por supuesto.
Y así se quedó Jezal, tumbado boca arriba sobre un saco de paja, con la cabeza vuelta a un lado, balanceándose suavemente con el movimiento del carro y viendo pasar el paisaje. Viendo la hierba mecida por el viento. Viendo los reflejos del sol en el agua.