Oyó los pasos lentos y vacilantes del ama, que subía por las escaleras. El ama entornó lentamente la puerta del dormitorio y entró sin hacer ruido, creyéndole dormido. Después de dejar en la mesilla de noche una bandeja con un vaso de agua y el frasco de las medicinas, abrió la ventana para airear la habitación, como cada tarde. Luego se agachó junto a su cama y cogió la pequeña palangana de latón con sus últimos vómitos de sangre.
Volvió a abrir los ojos cuando el ama abandonó la habitación. El rumor del río se confundía con el alboroto de los niños al salir de la escuela, y bajo su ventana, abierta a la plaza, entrechocaban las aguas y las voces, llenando la penumbra de la estancia con los ecos de su infancia, cuando en las crecidas del Cinca saltaba de piedra en piedra, desafiando las corrientes gélidas y cristalinas del deshielo.
Aspiró desde su cama el fuerte aroma de su tierra aragonesa preñada de la nueva vida, mientras contemplaba el vuelo de una rapaz entre las nubes inmóviles en las que espejeaba el anuncio de la primavera. Dejó suspendido su pensamiento por un instante y se sintió ligero, alzado sobre las derrotas de su vida, sobre los paisajes yertos de su memoria, sobre las ruinas de su corazón.
Había buscado refugio en la casa de sus padres para levantar, entre los recuerdos familiares, las viejas fotografías, los objetos antiguos, un muro que pudiera detener el paso del tiempo. Sus padres habían muerto al acabar la guerra, ya muy ancianos, con apenas dos días de diferencia, mientras él estaba en prisión. Esa casa a orillas del Cinca era lo único que le quedaba en el mundo y en ella, a pesar de la cirrosis que le estaba consumiendo, había logrado aquietar el cauce devastador de su vida.
Algunas noches, sin embargo, aún se despertaba sobresaltado, envuelto en un hedor de ciénaga, mientras sentía su cuerpo flotar en aguas viscosas y pestilentes. Y entonces, entre las sombras de su habitación, descubría con espanto a los muertos, mecidos por aquellas mismas aguas. Sólo cuando llamaba a gritos al ama y esta aparecía en la puerta y encendía la luz, lograba ahuyentar aquella visión y calmar de nuevo su alma.
Aquellas noches era difícil que después volviera a conciliar el sueño. Entonces solía pedirle al ama que le trajera una tila y el Heraldo del día anterior, en el que releía las crónicas de la guerra en Europa, que se libraba ya en suelo alemán. Un año antes, los aliados habían asaltado las costas de Normandía. Había llegado a su pueblo natal el mismo día del desembarco aliado, después de salir de la prisión madrileña de Porlier al haberle sido conmutada la pena de treinta años de cárcel por la de veinte.
Había conseguido que aquellos cinco años pasados en la cárcel fueran para él el recuerdo de otra vida. Pero nunca podría olvidar los tres meses que habían transcurrido entre el consejo de guerra que le había condenado a muerte y la notificación de que Franco le había perdonado la pena capital. A la espera de su ejecución había logrado encontrar la paz con lo que empezaba a recordar de sí mismo. Los otros condenados a muerte con los que compartía galería en la cárcel de Porlier, le trataban con respeto, incluso con afecto, a pesar de conocer su condición de oficial enemigo. Él no se consideraba vencedor ni vencido. Se había quedado en tierra de nadie. Era un traidor para los unos, por haber secundado la rebelión contra la República, y para los otros, por haber desertado de las filas nacionales.
La inminencia de la muerte había creado una extraña comunión entre los presos de la galería y él. Muchos de ellos eran jóvenes comunistas que habían combatido como oficiales y comisarios del ejército rojo. Una vez les preguntó si conocían a Francisco Mercadal. Todos hablaron de él con admiración. Uno de ellos le dijo que incluso había luchado a su lado en Madrid contra la traición de Casado, aunque ignoraba qué había sido de él. Cuando les preguntó por Isabel, ninguno sabía que Mercadal tuviera una hermana.
Un día le pareció ver a Isabel desde la ventana de su celda, cruzando el patio de la cárcel junto a otras mujeres. Todas ellas estrechaban entre sus brazos los paquetes de papel de estraza que les acababan de entregar con las pertenencias de sus familiares ejecutados. Las mujeres lloraban mientras los guardias las guiaban con indiferencia hacia la salida de la prisión. La única que se mantenía serena era aquella mujer de cabello rubio, con un abrigo azul oscuro, que caminaba con la cabeza erguida, desafiando el dolor.
Él había gritado su nombre con todas sus fuerzas desde la ventana. La mujer se detuvo en medio del patio y volvió la cabeza hacia su celda, mientras el eco de su nombre parecía restallar más allá de los muros de la cárcel e inundar la mañana gris que envolvía la ciudad invisible. Durante un instante, le pareció que se cruzaban sus miradas. Un guardia tomó del brazo a la mujer y la obligó a seguir, pero ella continuó andando con la cabeza vuelta hacia la ventana de su celda, hasta que él la perdió de vista.
Había sido la última vez que había salido de sus labios el nombre de Isabel. La corriente de la guerra le había arrastrado definitivamente lejos de ella y el tiempo había ido borrando su rostro en su memoria como si fuera una imagen de arenisca erosionada por el viento y la lluvia en el pórtico de una vieja iglesia. A veces pensaba que ella sólo había sido eso: una figura esculpida por sus pensamientos, sus deseos, sus sueños, y que sin estos su destino era deshacerse hasta convertirse en un puñado de polvo.
El día que su defensor, el teniente Arcenillas, le dio la noticia de la conmutación de su condena a muerte, se avergonzó de su suerte frente a sus compañeros de galería y también frente al recuerdo de su hermano Alfonso. Sabía que había sido este quien, con su sacrificio al comienzo de la guerra, le había salvado del pelotón de fusilamiento. Gracias a él, volvió a ser el dueño de su vida por vez primera desde la noche en que se había adentrado en tierra de nadie, oyendo aquella voz a orillas del río Manzanares que le decía una y otra vez que no temiera nada, que no tenía nada que perder, que no tenía otra elección…
Aquella voz se había acallado del todo cuando estuvo al cuidado de los médicos y enfermeras del Hospital Provincial de Madrid, donde fue detenido unos días después de la entrada de los nacionales en la capital. Aún recordaba las conversaciones en baja voz entre algunas de las enfermeras al pie de su cama, hablando de sus temores por el riesgo que podían correr sus padres, sus hermanos o sus maridos con la llegada de las tropas de Franco.
Tenía grabada también la tarde en que apareció en su habitación del hospital, acompañado por los médicos, el alférez Tello, un joven de Valladolid que mandaba una sección ofensiva de su regimiento. Tello iba acompañado por dos paisanos armados con pistolas que llevaban brazaletes con la bandera nacional, a quienes Broto entonces no reconoció, pero de quienes supo después, durante el juicio, que habían sido sus compañeros de planta en el hospital de Atocha: resultaron ser falangistas, presos en aquel manicomio a disposición de un tribunal como traidores a la causa roja.
—Mi teniente coronel, siento tener que llevármelo detenido —le había dicho el alférez Tello.
Tello había pedido cortésmente a las enfermeras que le afeitaran y cortaran el pelo antes de sacarlo del hospital. Él le había agradecido aquella atención, porque a veces, cuando veía su reflejo en el cristal de la ventana, le parecía que se había convertido en una alimaña. Mientras le aseaban, y aprovechando que los dos falangistas se habían ausentado de la habitación, Tello le había preguntado por la noche en la que se adentró en la tierra de nadie.
—Dígame sólo una cosa, ¿avisó usted al enemigo de nuestro ataque? —le dijo Tello susurrándole al oído.
—Si le digo que no sé de qué me habla, ¿me culpará por ello? —le había respondido.
Sus recuerdos del final de la guerra se iluminaban como fogonazos en su memoria, rodeados de sonidos indescifrables, imágenes fragmentadas, sensaciones confusas, que vagaban por su mente como restos del estallido de su razón. Poco a poco aquellos restos se habían ido sedimentando sobre el vacío de su alma, hasta formar una orilla en la que pudo poner pie, exhausto, desorientado, solitario, como un náufrago devuelto por el mar.
Así imaginaba también, como náufragos después de una galerna, a los hombres que había tenido a sus órdenes durante la guerra. Habrían vuelto a sus pueblos de adobe, de piedra o de cal, batidos por el viento reseco de Castilla, la tormenta del Finisterre o la calima del Estrecho. Habrían abrazado a sus padres, a sus hermanos, sus esposas, sus novias, sus hijos, como si no hubiera pasado nada. Los domingos jugarían la partida de dominó en la taberna y entonces recordarían la guerra, sin odio ni resentimiento, como algo que no les había sucedido a ellos, sino a los otros, a los vencidos. Se imaginaba a sí mismo en el recuerdo de aquellos campesinos de Tierra de Campos, aquellos pescadores de las Rías Altas o aquellos olivareros del Guadalquivir, y se veía fragmentado en dos mil voces, en dos mil relatos, en dos mil sueños y en dos mil pesadillas.
Nadie sería capaz de dar un único sentido a todos aquellos fragmentos de sí mismo. Nadie sería capaz de hacerlo salvo su hermano Alfonso, y los jóvenes comunistas de Porlier, y los doscientos soldados que habían caído bajo sus órdenes, y todos los españoles que habían muerto en las trincheras, en las tapias, en las cunetas, en las calles, con los rostros desencajados, los ojos de cera, los dientes tiznados de tierra, una cuajadura de sangre en los labios, como en la visión que le había atormentado desde aquella noche de luna llena en el cerro Garabitas. Miles de españoles a quienes nadie preguntó si querían morir el día que murieron, y que al final de su vida le estaban dando la única respuesta sobre sí mismo que podía esperar: tú eres lo que nosotros ya no somos.
El tiempo en la plaza, al pie de su ventana, pasaba lento, como sus pensamientos ahora, mientras el rumor de las aguas del Cinca le llegaba remansado bajo la luz serena del atardecer. Cerró los ojos cuando empezaron a sonar las campanas de la iglesia. Dieron las seis, la hora en que venía a visitarle el doctor, siempre puntual. Adivinó su llegada al oír los pasos del ama dirigiéndose hacia la puerta. De un momento a otro aparecería el médico en su dormitorio, con la misma expresión de funeral que debía de poner para visitar a los moribundos, aquellos que como él ya sólo esperaban el momento de convertirse en un puñado de polvo.
* * *
Al llegar a la puerta del cementerio hizo un gesto para que le dejaran solo. Siempre había pensado que sería mejor así. Había decidido reabrir por un instante aquella página de su pasado, aprovechando aquella nueva visita a Madrid, pero no quería que el presente ni el futuro se vieran mezclados con aquello que había perdido hacía tanto tiempo. El destino había puesto en sus manos otra vida y durante años se había intentado convencer a sí mismo de que era la única que merecía la pena ser vivida, porque era la única que le quedaba.
Al salir de España había dejado atrás su propia muerte en la cárcel o ante un pelotón de fusilamiento, pero también la muerte como suma de todas las vidas que ya nunca podría llegar a vivir. En el fondo, su exilio en Suiza, donde se acaba de jubilar como contable de una fábrica de maquinaria pesada, había significado la resurrección de todas y cada una de esas vidas por vivir que la victoria de Franco le había arrebatado.
Ahora, mientras caminaba a solas por el cementerio, le vino a la memoria la frase de un compañero de la fábrica, también exiliado, que había sido jefe de batallón en el Ejército Popular:
—Lo que ocurre siempre con las causas perdidas es que se olvidan las causas por las que se perdieron.
Aquel compañero le había dado la noticia de la última hospitalización de Franco, que había contraído la gripe en un acto por el 12 de octubre en el Instituto de Cultura Hispánica, junto a la Ciudad Universitaria.
—Franco ya no saldrá del hospital, ya lo verás —le había dicho su amigo—. ¿Te das cuenta dónde ha ido a ponerse enfermo? En plena línea del frente de Madrid, junto al Clínico, el lugar donde más cerca estuvieron sus moros y legionarios del centro de la capital.
—Sí, ya sé de qué sitio hablas. Allí estaba entonces el Instituto del Cáncer o el Instituto Rubio, no lo recuerdo bien…
—O el Instituto de Higiene, yo tampoco me acuerdo. Pero es el escenario de su gran derrota de la Guerra Civil… ¡No pasarán!
Después de la muerte de Franco no había querido volver a España, aunque podía haberlo hecho mucho antes. En los años sesenta se había informado en la embajada española de que no había causas pendientes contra él. Por aquel entonces, conoció la muerte en Madrid del coronel Casado, quien había regresado a España al igual que el general Rojo, y lo mismo que este fue juzgado y condenado por «auxilio a la rebelión», y aunque a ambos se les conmutó luego la pena, se les forzó a una muerte civil, apartados y olvidados del mundo. Casado había abrigado incluso la vana esperanza de ser readmitido en el ejército y de que se le reconociera su grado de coronel en la reserva.
Por fin, al doblar una calle con un gran mausoleo modernista en la esquina, tal y como le habían indicado, vio el furgón de los servicios funerarios. Tres empleados del cementerio le aguardaban fumando a la sombra de un ciprés reseco, junto a una tumba abierta. Antes de que pudiera leer la inscripción de la lápida para asegurarse, el conductor de la furgoneta le tendió unos papeles para que los firmara.
—Es para certificar que se ha hecho el traslado de los restos desde el antiguo Cementerio del Este, según su solicitud —le dijo el conductor.
Después de firmar los papeles, los enterradores se aproximaron al furgón y sacaron un ataúd de madera por la puerta trasera.
—Parece mentira lo que resisten el tiempo estos ataúdes —oyó comentar a uno de ellos.
Era verdad. La fabricación de aquellas cajas de madera de pino, rudimentaria pero digna, había alcanzado la perfección durante la guerra. Pero no todos habían tenido esa suerte. A muchos la tierra les había servido a la vez de mortaja y de féretro, como a los hombres que vio en la cuneta del camino forestal de Valsaín, alineados como fardos de ropa vieja.
Cuando los empleados dejaron el ataúd en el suelo, junto a la tumba abierta, descubrió sobrecogido la inscripción en pintura negra sobre su tapa, hecha seguramente a toda prisa, pues de los bordes de las letras y los números había chorreado la pintura, como lágrimas secas: «F. Mercadal García 4-6-1940».
Nunca había sabido la fecha exacta del fusilamiento del hermano de Isabel. Conoció su detención por Casado en los Nuevos Ministerios, después de sofocada la sublevación comunista, así como su traslado a Valencia, a la cárcel de San Miguel de los Reyes. Allí, junto con otros militares y dirigentes comunistas, implicados o no en el levantamiento contra Casado, como Guillermo Ascanio, Eugenio Mesón, Domingo Girón, Raimundo Calvo, Pedro Sánchez Vázquez o Fernando Barahona, seguía preso cuando las fuerzas de Franco entraron en Valencia al final de la guerra. Los nacionales los llevaron de nuevo a Madrid y allí los juzgaron y fusilaron.
Aquel episodio le había perseguido durante toda su vida. No había dejado de pensar en la suerte de aquellos que habían sido sus hermanos de armas, y que habían quedado a merced de los vencedores en las propias cárceles de la República. Era el único recuerdo del pasado que aún le hacía sangrar el alma, junto con el de la última vez que había visto a Isabel.
Había tenido noticias de ella por la carta de un antiguo amigo del Club Canoe, a quien escribió desde Suiza, dos años después de la guerra, pidiéndole información sobre las amistades compartidas que habían sobrevivido al naufragio de la guerra. Aquel amigo le escribió contándole que Isabel vivía, que había vuelto a su casa de Sagasta y que seguía dedicándose a los huérfanos de guerra. Él la escribió enseguida, presa de la emoción y la nostalgia, y ella le contestó a las dos semanas, distante, fría, como a un extraño. Durante unos meses siguieron escribiéndose, hasta que ella dejó de contestar a sus cartas.
Así fue cómo supo que los agentes del SIM que fueron a buscar a Isabel a su casa durante el levantamiento comunista en Madrid, la habían conducido a Valencia para que pudiera ver a su hermano detenido. Los agentes resultaron ser amigos de Francisco, y actuaron al margen de los dirigentes casadistas que controlaban el SIM. Aquella había sido la verdadera razón de que nadie le hubiera dado explicaciones de la desaparición de Isabel, que ya no volvió a separarse de Francisco, a quien atendió durante toda su estancia en prisión, para que no le faltara nada, primero en Valencia y luego en Madrid, hasta su fusilamiento con veinticinco años.
A él jamás le había reprochado nada. Nunca le dijo en sus cartas que él fuera culpable de la suerte de su hermano. Nunca le pidió cuentas por no haber hecho todo lo que estaba en su mano para liberarlo, utilizando su influencia ante Casado. Nunca le recriminó que se hubiera refugiado en la embajada de Cuba ante la entrada de los franquistas en Madrid y que hubiera podido salir de España por la frontera portuguesa, escondido en el maletero del coche de aquel ejemplar diplomático cubano con el que estaría siempre en deuda, Ramón Estalella, que había salvado la vida a tantos perseguidos en el Madrid asediado y que después salvó la de tantos republicanos, incluida la suya, cuando los rebeldes tomaron la capital.
Ahora estaba allí, frente a los empleados que bajaban el ataúd de Francisco a la tumba de su hermana Isabel, que había muerto soltera a los cincuenta y tres años, en el año 1970, como rezaba su lápida. Había conseguido una autorización especial con el fin de unir a los dos hermanos para siempre y hacerse perdonar aquel pasado, enterrando juntas definitivamente las vidas que él no había llegado a vivir y aquellas por las que no hizo lo suficiente para que otros pudieran vivirlas.
Tomó una bocanada de aire para deshacer el nudo de tristeza que se le empezaba a cerrar en la garganta y se dirigió lentamente hacia la salida, apoyado en su viejo bastón, con el que remediaba a duras penas su antigua cojera de la rodilla izquierda, recuerdo de la herida recibida en los jardines del palacio de La Granja, donde había luchado en la guerra, y cuyo dolor le reaparecía de cuando en cuando, envuelto aún en el aroma de los setos de boj de los parterres.
A la sombra de una hilera de cipreses, una bandada de gorriones se alborotó a su paso. Parecían disputarse una hembra o algo de comida con un gorgojeo alegre, casi orquestal. No lograba recordar que en Madrid, durante la guerra, hubiera habido pájaros: quizá el estruendo de los cañones los espantaba o tal vez los cazaba la gente para llevarse algo de comer a la boca. En el fondo ya no era capaz de acordarse de casi nada. A su edad, pensó, tenía que ser así. Al fin y al cabo, a su edad, sólo la nada se acordaba de él. Ya únicamente le quedaba esperar el día en que no tuviera más fuerzas para asirse a la vida y se dejara caer hasta que su cuerpo, convertido ya en un fardo de silencio, tocara fondo.
Nada más salir del cementerio, se abrazó a su hija Alice, que le estaba esperando con su marido a la sombra de la tapia, y en sus ojos humedecidos descubrió la mirada azul y serena de su mujer Juliette, fallecida sólo dos meses antes, que le decía que su vida, todas sus vidas, a pesar de todo, habían merecido la pena.
Al doblar la esquina para volver al coche de su yerno, vio aparecer la silueta de Madrid, suavemente recortada por el tímido resplandor del sol. Se detuvo un instante a contemplar la ciudad y le pareció que nunca había estado allí.