XVII

A la vista del paseo de La Isla, el teniente Arcenillas decidió bajar del coche y seguir a pie, siguiendo las indicaciones del chófer que le había ido a buscar al cuartel donde había pasado la noche. En aquellos parajes a orillas del río Arlanzón, con las arboledas teñidas de ocre, se liberó de la opresión que había sentido a su llegada a Burgos, a donde había viajado en tren desde Madrid.

Burgos le había parecido una ciudad adusta y fría, pero a pesar del desencuentro con la ciudad, salir de Madrid le había sentado bien. Necesitaba cambiar de aires y aquel viaje a Burgos le estaba despejando el ánimo. Sin embargo, el hecho de haber sido llamado al cuartel general del Caudillo sin que le hubieran informado del motivo ni de la persona que le había citado, no le hacía presagiar nada bueno.

Hacía siete meses que la guerra había terminado, pero la vida en Madrid se hacía cada vez más dura. Con el reciente estallido de la guerra en Europa, era difícil abrigar alguna esperanza de que la situación mejorara. Por esta razón, había decidido continuar en el Ejército, con su cargo de teniente del Cuerpo Jurídico Militar, y descartar de momento el regreso a su vida civil de antes de la guerra, en la que había ejercido como abogado.

Pero no las tenía todas consigo. Siempre había pensado que él sería uno de los primeros en ser despachado cuando empezara la desmovilización del Ejército. A lo largo de los últimos meses se había preguntado muchas veces por qué no lo habían expulsado ya, después de su papel en la causa que le había tenido ocupado desde la liberación de Madrid. La respuesta definitiva a aquella pregunta, pensó, iba a encontrarla seguramente en el palacio cuya torre se adivinaba entre los árboles, detrás de la tapia que había empezado a bordear. Por las señas que le había proporcionado el chófer, supo que era el palacio de Muguiro, donde se había instalado el Generalísimo en 1937, después de dejar Salamanca.

La verja de entrada al jardín que rodeaba el palacio estaba vigilada aún por dos miembros de la guardia mora, con sus turbantes y sus capas de un blanco cegador. Se sorprendió al verlos, ya que sabía que el Generalísimo había abandonado la ciudad hacía unos días para instalarse definitivamente en Madrid. Al llegar a la verja, se identificó ante un capitán español de la guardia, con un fez blanco y un uniforme de un intenso color azul bajo la capa blanca, quien le informó de que la persona que le había citado, el teniente coronel Basterrechea, de la asesoría jurídica, aún no había llegado.

El capitán le guio después por el jardín hasta el palacio, una construcción modernista pero de resonancias medievales, frente a la que había aparcadas tres camionetas. Al pie de la escalinata del edificio había una montaña de muebles, lámparas, cajas y arcones que una decena de soldados cargaba en las camionetas bajo las órdenes de dos civiles.

Al entrar en el palacio, le pareció increíble que aquel lugar hubiera podido ser «Terminus», el cuartel general desde donde Franco había dirigido la guerra. Pero más le sorprendió que fuera el sitio a donde había sido llamado. Se encontró en medio de un caserón con las estancias en penumbra, invadidas por el olor a humedad del río. Tuvo la sensación de que aquel lugar llevaba siglos sin ser habitado.

El oficial le hizo pasar a una sala de espera en la que había un gran espejo colgado de la pared, cuyo reflejo aumentaba la atmósfera de abandono. Al quedarse a solas, se miró en él y aprovechó para peinarse el pelo canoso con la punta de los dedos. Llevaba la gorra de plato en la mano izquierda y el abrigo caqui doblado sobre el antebrazo. La guerrera y los correajes siempre le habían caído perfectos, haciéndole parecer más corpulento de lo que en realidad era.

Pensó que sería una de las últimas veces que se vería con aquel uniforme y se imaginó vestido de paisano, como el abogado de éxito que, a pesar de sus cuarenta años, nunca había llegado a ser. Después se sentó en uno de los dos sillones amarillos que había en un rincón de la sala, frente a una mesa baja de mármol y junto a un amplio ventanal que daba al jardín. Sin levantarse, corrió las cortinas para que la luz descolorida de aquel mediodía de aire otoñal devolviera algo de vida a la estancia.

Entonces se abrió la puerta y apareció un oficial bajo y grueso, con un abrigo de color caqui y una boina con las estrellas de teniente coronel. Una barba blanca recortada subrayaba su cara redonda, que dominaban unos ojos verdes, inteligentes. Al quitarse la boina, dejó a la vista un cráneo perfectamente moldeado, calvo y brillante, de antiguo busto romano.

—¿Es usted Arcenillas, verdad? Veo que no es de los que acostumbran a saludar con un maldito taconazo —dijo el viejo oficial después de que el teniente le hubiera hecho el saludo militar al levantarse del sillón—. Aquí, en «Terminus», todo el mundo daba taconazos, como si eso bastara para ganar la guerra. No se imagina qué dolor de cabeza. Siento haberle hecho esperar. Pero, discúlpeme, todavía no me he presentado. Me llamo Antonio Basterrechea. Trabajo en la asesoría jurídica del cuartel general, que hasta ayer estaba instalada en una de las buhardillas de este palacio. Me ocupo de los consejos de guerra contra nuestros oficiales. ¿Ya sabe dónde quiero ir a parar, verdad?

A Arcenillas le palpitaron las sienes. Miró el jardín como si necesitara salir urgentemente a tomar el aire. Sus peores temores se estaban haciendo realidad: aquel Basterrechea le habría llamado a Burgos para anunciarle su expulsión del Ejército, por culpa de su celo en la causa en la que había actuado como defensor en los últimos meses.

—Le he hecho venir —prosiguió Basterrechea— porque estoy firmando los últimos papeles que la asesoría jurídica tenía pendientes en Burgos. Hace dos días llegó a mi mesa la conformidad del Generalísimo a la conmutación de la pena de muerte impuesta en Madrid por delito de traición a su defendido, el exteniente coronel Tomás Broto. Quería que fuera usted el primero en conocerla, antes de enviársela al auditor de guerra de Madrid. Aquí tengo el documento, por si quiere echarle un vistazo. Sólo falta mi firma —añadió sacándose del bolsillo de su abrigo una cuartilla que le tendió con una sonrisa.

La cuartilla tenía el sello en tinta verde del cuartel general del Caudillo. Arcenillas respiró profundamente antes de leerla:

Cuartel General de S. E. el Generalísimo —Asesoría Jurídica. —Número 20 965. —Sumario 507. —S. E. el Jefe del Estado, notificada que le ha sido la parte dispositiva de la sentencia que pronunció el Consejo de Guerra de Oficiales Generales celebrado en esa Plaza para ver y fallar la causa instruida contra D. Tomás Broto Nogales, se ha dignado conmutarle la pena capital impuesta por la inferior en grado. Lo que traslado para conocimiento y efectos a V. I. Dios guarde a V. I. muchos años. Burgos, 28 de octubre de 1939. Año de la Victoria.

Basterrechea, entretanto, se había quitado el abrigo y se había sentado en uno de los sillones amarillos, con gesto cansado pero satisfecho.

—Como bien sabe, teniente Arcenillas, la pena inferior a la de muerte son treinta años de prisión —dijo a continuación—. Pero puede estar seguro de que dentro de muy pocos años Broto estará en libertad. Sé lo que ha supuesto para usted defender al exteniente coronel. No se defiende todos los días a un jefe de regimiento que deserta al bando enemigo veinticuatro días antes de que este pierda la guerra.

—Le agradezco muchísimo su interés por darme a conocer personalmente la noticia. No sé qué decirle. Estoy contento por Broto. El infeliz se veía ya ante el paredón. No tenía ninguna esperanza de que prosperara mi solicitud de recurso contra la sentencia. En realidad, en esa petición no hice más que reiterar los mismos argumentos que rechazó el consejo de guerra en la vista oral —dijo Arcenillas, tomando asiento en el otro sillón amarillo, aún presa de la emoción.

—Lo sé muy bien, teniente. Usted se basó en el examen pericial del jefe de los servicios psiquiátricos del Ejército, el teniente coronel Vallejo Nájera, que demostraba que Broto poseía una personalidad psicopática y presentaba un estado crepuscular propio de los frentes de batalla, con amnesia y falta de control de la voluntad. Según Vallejo, su deserción fue un «acto de corto circuito», con alucinaciones auditivas y visuales, causado por el abuso del alcohol y el impacto de su destitución por el coronel Losas. He releído mil veces el interrogatorio que le hicieron a Broto después de su detención. No dejo de pensar en su visión de la mujer desnuda en el río, a la que identificaba como el Espíritu Santo… Por cierto, ¿cree que pudo haber una mujer detrás de la enajenación de Broto?

—Lo desconozco. Broto nunca me habló de ello. Bueno, la verdad es que yo tampoco se lo pregunté. Lo más importante del interrogatorio que usted ha mencionado es que Broto dijo que había temido ser fusilado por Losas después de que este le destituyera como jefe de su regimiento. Esto prueba que incluso antes de desertar ya estaba sufriendo el estado patológico descrito por Vallejo Nájera. Además, el doctor Antonio Piga, forense de los juzgados de Madrid…

—¿El mismo que examinó el cadáver de Calvo Sotelo?

—Sí, el mismo… Digo que el doctor Piga realizó a petición del tribunal un informe forense en el que afirmaba que la locura de Broto no era simulada. Que no era una simulación lo confirma el hecho de que los propios rojos decidieran su ingreso en la sala de psiquiatría del Hospital Provincial de Madrid, en Atocha. Allí le hicieron un análisis del líquido cefalorraquídeo para detectar una posible neurosífilis, pero dio negativo. En su hoja clínica, los médicos rojos ya apuntaron que sufría psicosis.

Arcenillas se arrellanó en el sillón después de dar aquellas explicaciones, pensando que su viaje a Burgos había merecido realmente la pena. Era el punto final de los largos meses de trabajo y de estudio con los que había afrontado la instrucción y el juicio sumarísimo contra Broto, en el que había pedido su absolución por la eximente de trastorno mental transitorio. Cuando le visitó por primera vez en los calabozos del juzgado del Paseo del Cisne, Broto parecía haberse recuperado del episodio psicopático sufrido en el momento de la deserción. Sin embargo, seguía siendo un ser atormentado, pero no por el temor a ser fusilado, que aceptaba con una serenidad religiosa, sino por una razón secreta que él no había logrado desentrañar. Tampoco estaba seguro de que Broto supiera ya la motivación última de aquel sufrimiento.

Broto había sido siempre correcto en su trato. Por los detalles que le había contado de su vida, acabó por juzgarle como un buen militar, valiente y sabedor de su oficio, aunque no muy cumplidor. Se había mostrado inteligente y despierto, capaz de retener infinidad de noticias, datos y nombres, pero era también un vividor, con algo de pendenciero. En todo el proceso sólo dos verdades habían relucido: su afición desmedida por el alcohol, heredada de sus años de servicio en África, y la manía persecutoria que sufría respecto de su superior, el coronel Losas.

Todas las acusaciones mantenidas por el fiscal militar se habían revelado completamente absurdas, a pesar de lo cual fueron confirmadas por el consejo de guerra que le condenó por traición. La actuación de Broto en la guerra, donde había cumplido casi treinta meses en el frente, dejaba pocas dudas sobre su adhesión a la España nacional. Nadie en su sano juicio se habría pasado a los rojos cuando el 8 de marzo, fecha de su deserción, era conocida la caótica situación de la zona enemiga. Ya entonces se había constituido el Consejo de Defensa, después del golpe contra Negrín dirigido por el coronel Casado, de quien el propio Broto sabía que estaba en conversaciones con el Generalísimo. Todo el mundo esperaba la inminente entrega de las fuerzas rojas o el desplome total de sus frentes.

Sólo alguien que no estuviera en sus cabales podía desertar al bando rojo en los instantes previos a su derrumbamiento definitivo. Era algo tan descabellado como si cualquier dirigente rojo que se encontrara en Francia hubiera tenido la ocurrencia de ir a Madrid el mismo día en que se sabía que iba a ser ocupado por las fuerzas nacionales. A pesar de todos estos argumentos, el tribunal consideró que Broto había desertado a los rojos con la plenitud de sus facultades mentales y con absoluto dominio de su voluntad, a pesar de que la sentencia reconocía su personalidad psicopática.

Arcenillas aún sentía sofoco al recordar la vista oral, que había tenido lugar el 10 de agosto, dos meses atrás, en una sala del Palacio de Justicia, en la plaza de París. Había llegado al juicio conmovido ante la vista de los familiares de presos rojos que se arremolinaba en la plaza, a las puertas del edificio. Antes de entrar en el consejo de guerra, había visto pasar, entre guardias armados, a una cuerda de presos. La mayoría de ellos vestía aún prendas militares del ejército rojo, mientras que otros iban vestidos de paisano, con camisas limpias que seguramente sus madres o sus mujeres les habrían hecho llegar a la cárcel.

En la sala donde tuvo lugar el juicio contra Broto hacía un calor asfixiante que parecía que iba a fundir los cristales de las ventanas. Aquel calor hizo aún más irreal la lectura de los cargos contra Broto, donde se relataba que había llegado completamente embriagado a la reunión de mandos convocada por el coronel Losas en la plazoleta de la Casa de Campo para preparar la operación que se iba a realizar aquella madrugada sobre las líneas rojas del Manzanares. Después de ser destituido por Losas, Broto había desaparecido en tierra de nadie sin que volviera a saberse nada más de él hasta que fue detenido en el psiquiátrico del Hospital Provincial once días después de la liberación de Madrid.

Según la propia declaración de Broto, había estado preso de los rojos en un lugar que identificó primero como una checa y después como una logia masónica, donde le tuvieron tres días sin comer ni beber. Dijo que allí el cabecilla Barceló le sometió a hipnosis por el procedimiento de la estufa para que se convirtiera al comunismo, y que se presentó ante él un hombre vestido de falangista para hacerle beber un vaso de leche con veneno. Después, siempre según sus recuerdos confusos y deshilachados, le condujeron a presencia de Casado, que decidió entregarle al servicio de espionaje rojo. Fue interrogado en los sótanos de Hacienda por un antiguo subordinado suyo en el Ministerio de la Guerra, un tal Masip, y dijo que este debía conocer los poderes hipnóticos de Barceló porque le había hecho preguntas sin pronunciar una sola palabra, metido en su cerebro. Contó que Masip le había amenazado con fusilarle por traición, pero le dijo que él también se iba a dejar fusilar a su lado porque también era un traidor.

Después de aquel interrogatorio, le trasladaron en un furgón desde el Ministerio de Hacienda a un manicomio, donde oía constantemente el ruido ensordecedor de decenas de ollas arrastradas por el suelo. Allí le metieron en una habitación con otros enfermos, todos ellos amarrados a las camas con cuerdas, y le ataron como a los demás. Broto contaba que una noche se le había aparecido José Antonio Primo de Rivera para decirle que ya no lo iban a fusilar, aunque le advirtió que el director del hospital lo había envenenado con la excusa de inyectarle un tranquilizante.

Al ver que iba a morir a causa de aquella inyección, Broto dijo haberse confesado con Jesucristo, que le prometió perdonarle y llevarle, según sus palabras, a la «Tercera Eternidad». «En el Cielo no hay política», le había dicho Jesucristo. Después de confesarse pasó la noche vomitando el veneno, mientras se le aparecía el «Ecce Homo» y la mujer desnuda que identificaba como el Espíritu Santo. Al cabo de un tiempo, le desataron dos falangistas y le condujeron a un despacho donde estaba Barceló, que le dijo que todo lo que había vivido en el manicomio había sido un engaño provocado por su hipnosis, pero que ahora se tenía que dejar fusilar por él porque, según le dijo, fusilaba muy bien y no iba a sentir ningún dolor.

Broto aguantó todo el juicio sin mover una ceja, en posición de firmes, como ausente. Sólo pareció prestar atención cuando el teniente coronel Vallejo Nájera expuso ante el tribunal las conclusiones de su prueba pericial. Se le había visto sudar a chorros por todo su corpachón a causa del calor, con el cuello y la espalda de la guerrera empapados. Al día siguiente del consejo de guerra, le notificaron la condena a muerte previa degradación, por delito de traición.

Basterrechea sacó del bolsillo de su abrigo una cajetilla de tabaco canario y le ofreció un cigarrillo a Arcenillas distraídamente, mientras contemplaba por el ventanal el trajín de los auxiliares con la mudanza del cuartel general del Caudillo. Arcenillas rechazó el cigarrillo con una sonrisa y miró su reloj casi sin darse cuenta.

—Veo que tiene prisa por marcharse —le dijo Basterrechea con gesto serio—. No le he hecho llamar únicamente para notificarle la conmutación de la pena. He pensado que le gustaría desahogarse…

—Con el debido respeto, no entiendo qué quiere decir.

—Sé que la defensa de Broto no ha sido para usted un plato de gusto. Supongo que le llegaron a insinuar que de seguir insistiendo en su inocencia, acabarían acusándole a usted mismo de haber servido a los rojos. ¿No le recordó nadie que, antes de la guerra, tuvo usted entre sus clientes a algunos izquierdistas, y que eso ya podía ser una baza para acusarle?

—Ahora sí que no sé adónde quiere llegar…

—No tema, teniente. Siempre he pensado que la justicia en tiempo de guerra es la menos justa de todas. Se cometen atrocidades, masacres sin cuento, se arrasa impunemente, pero basta con pensar que la causa que uno defiende es la buena para dar por necesarias las barbaridades propias y perseguir las del contrario como la expresión suprema del mal. No me malinterprete. Soy un hombre leal al Caudillo. Lo conozco desde que era jefe de la Legión en África. Pero no soy amigo de los maniqueísmos, de las divisiones categóricas entre buenos y malos. Mi abuelo decía siempre que los maniqueísmos son como los relojes de arena, que sólo funcionan cuando alguien les da la vuelta de vez en cuando. Algún día los cuernos y rabos con los que pintamos ahora a los rojos, nos los terminarán pintando a nosotros.

Basterrechea hizo un silencio, como si quisiera asegurarse de que las palabras que acababa de pronunciar no habían salido de la habitación. Se encendió el cigarrillo y por un momento sus ojos ardieron con el reflejo de la llama del fósforo mientras aspiraba la primera bocanada.

—¿No fue un nuevo Abrazo de Vergara lo que intentaron Casado y Besteiro? —dijo Arcenillas, animado por las reflexiones del viejo oficial.

—Sí, lo fue en cierto modo. Yo mismo fui a recibir a los emisarios de Casado, el teniente coronel Garijo y el mayor Ortega, cuando llegaron a la última entrevista con los representantes del Caudillo en el aeropuerto de Gamonal. Pero el Abrazo de Gamonal, la paz sin vencedores ni vencidos, había dejado de ser posible mucho antes, cuando el Generalísimo aprobó en febrero la Ley de Responsabilidades Políticas, en la que señaló a los cabecillas y militantes rojos y a sus organizaciones como culpables de la guerra. Creo que Besteiro intentaba que los dos bandos reconociéramos que ninguno teníamos razón, y que debíamos unirnos para reconstruir juntos la España destruida por la guerra. Sonaba muy bien, pero hay que reconocer que, desde la insurrección de Asturias, cada cual ha pensado que eran sus muertos, sus mártires, los que le daban la razón para imponerse sobre el otro. Yagüe, que no es santo de mi devoción, acertó cuando el año pasado dijo aquí en Burgos…

—… que había que perdonar para no sembrar una cosecha de odio. Pero Franco nunca estuvo dispuesto a atender la propuesta de Casado y Besteiro. Sólo admitía la rendición sin condiciones…

—En efecto. Pero seamos prudentes, teniente. Estas paredes siguen teniendo oídos. Lo que quería decirle es que a mi mesa no llegaban casi expedientes últimamente. Tan solo algunos casos contra oficiales por violaciones de mujeres, prolongación injustificada de permisos y poco más. Así es que la historia de Broto me ha ocupado el tiempo los últimos meses. Tenía muchas ganas de hablar con usted, teniente, porque siempre he pensado que se habría hecho la misma composición que yo sobre su extraña deserción.

—Le repito que no sé de qué me habla dijo Arcenillas puesto en guardia.

—Se lo diré claramente. Broto no ha sido más que el chivo expiatorio del fracaso de una operación tan desquiciada como él. Me refiero al ataque que el 8 de marzo realizaron sobre las líneas rojas de Madrid las divisiones que cercaban la ciudad.

Arcenillas aflojó la tensión y se derrumbó con placer sobre el respaldo del sillón. La repentina distensión de sus nervios estuvo a punto de jugarle una mala pasada y hacerle reír a carcajadas. Pero prefirió seguir representando el papel de ingenuo.

—Le escucho, mi teniente coronel…

—He intentado recabar toda la información posible sobre la desastrosa operación que siguió a la deserción de Broto. Los mandos la denominaron un «reconocimiento ofensivo», pensado para calibrar la resistencia del frente rojo, en vista de que, según algunas informaciones de nuestros agentes en Madrid, el coronel Casado iba a abrir los frentes a nuestras tropas para que le ayudáramos a sofocar la sublevación comunista en Madrid.

—¿Ha conseguido determinar el verdadero origen de aquellas informaciones?

—No, me ha sido imposible. Aún no he logrado explicarme cómo nuestros servicios en Madrid pudieron manejar una información tan errónea pese a mantener contactos tan estrechos con Casado. Las unidades rojas que cubrían el oeste de Madrid estaban en su mayoría bajo mando comunista. Casado no tenía ningún poder sobre ellas, muy al contrario, pues se habían sublevado contra él, por lo que era imposible que fueran a abrir los frentes a nuestras fuerzas. He conseguido algunos testimonios de evadidos de los batallones rojos que rechazaron nuestro ataque en el sector del lago de la Casa de Campo. En algunos lugares nuestras tropas sobrepasaron las posiciones enemigas, por lo que al verse tiroteados por la espalda, aquellos batallones rojos pensaron que eran los casadistas quienes les atacaban. Está claro que nunca habrían pensado tal cosa si hubieran sido tropas leales a Casado.

—Si la información que sirvió de pretexto para el ataque no pudo ser contrastada, ¿qué es lo que llevó al mando a realizar aquella operación? —preguntó Arcenillas, volviendo a aparentar ingenuidad.

—Ahí es donde quiero llegar. Las unidades que intervinieron en la operación recibieron órdenes de no combatir en caso de que los rojos ofrecieran resistencia. Es decir, había ya serias dudas sobre la veracidad de la información recibida sobre la situación en Madrid. Pero, a pesar de estas dudas, en la operación se empleó una fuerza de cinco mil hombres, el equivalente al potencial de fuego de una división, lanzada además contra tres sectores distintos: la Zarzuela, Casa de Campo y Villaverde. Se contó además con las divisiones 14 y 71 como fuerza de reserva, para explotar el éxito del ataque en caso de que se verificara el derrumbe del frente rojo. Y aquí surgen las primeras contradicciones… Si se trataba realmente de calibrar la resistencia roja sin plantear combate, habría bastado un ataque de medio millar de hombres y contra un solo sector. ¿No le parece? Pero, sin duda, lo más llamativo es que en los informes posteriores sobre la operación, sus propios responsables no tienen reparos en denominarla una «ruptura del frente», término al que alude incluso el propio auto de procesamiento de Broto. Si el frente iba a ser abierto por Casado, ¿qué necesidad había de «romperlo»?

—Usted piensa que se trataba de una operación con un propósito de mayor alcance, ¿verdad? —dijo Arcenillas, animando al viejo oficial a poner todas sus cartas boca arriba.

—Sí, el objetivo era tomar Madrid, pero disimuladamente —afirmó Basterrechea mientras aspiraba la última bocanada del cigarrillo y aplastaba después la colilla con la punta de su bota, contra el piso de la estancia.

—¿Disimuladamente? —preguntó Arcenillas, mirando el cigarrillo aplastado en el suelo.

—Sí, con disimulo, sobre todo por si la operación fracasaba.

—¿Pero disimulando ante quién? —insistió el teniente, seguro de que sus sospechas habían llegado a su punto de encuentro con las del viejo oficial.

—Ante el Generalísimo, por supuesto —dijo Basterrechea con expresión grave.

Al oír aquella frase, Arcenillas sonrió abiertamente y conjuró, por vez primera, todas las dudas y remordimientos que le habían asediado en los últimos meses. Se sintió aligerado del peso de la sospecha que le había carcomido durante todo el proceso sumarísimo contra Broto, sin que pudiera compartirla y contrastarla con nadie, y mucho menos emplearla a favor de su defendido.

—¿Quiere usted decir que la operación realizada el 8 de marzo en el frente de Madrid no contaba con la autorización de Franco? —preguntó con el fin de conocer el alcance de las indagaciones de Basterrechea.

—Eso es exactamente lo que quiero decir. La derrota de noviembre del 36 a las puertas de Madrid fue la mayor humillación que sufrió el Generalísimo en toda la guerra. En mayo pasado se hizo patente que el Caudillo tenía clavado en el alma aquel «No pasarán». Recuerde que en su discurso radiado con motivo del desfile de la victoria celebrado en Madrid, en la nueva avenida que lleva su nombre, dijo que todos los triunfos del Ejército Nacional a lo largo de la guerra no habían sido más que la «adecuada respuesta al histórico No pasarán». Fíjese, incluso lo calificó de lema «histórico», y puede que no le falte razón… Por ese motivo, después de la toma de Cataluña, cuando la guerra ya estaba decidida, ordenó categóricamente que sólo se ocupara Madrid en caso de rendición enemiga o de abandono de los frentes rojos. Así rezan las instrucciones que envió a mediados de febrero a las fuerzas que rodeaban la capital. Está claro que el Generalísimo no quería volver a repetir al final de la guerra el fracaso de noviembre del 36. Y mucho menos cuando tenía la victoria en la mano. Sus órdenes eran tajantes: Madrid debía caer sin disparar un solo tiro.

—Entonces, la operación del 8 de marzo supuso una desobediencia en toda regla a las órdenes del Caudillo…

—Y algo más que una desobediencia, teniente. La operación no respondía a ninguna de las condiciones impuestas por las órdenes del Caudillo para entrar en Madrid. Ni se había rendido la zona roja ni se había producido el abandono de sus frentes. Además fue una auténtica chapuza de operación —dijo Basterrechea secamente, mientras sacaba otro cigarrillo de la cajetilla—. El ataque fue realizado exclusivamente por las fuerzas que estaban en línea, que además no fueron reforzadas, lo que confirma el deseo de sus responsables de que la operación pasara desapercibida si fracasaba.

—¿Habla usted entonces de una posible insubordinación contra Franco? —dijo Arcenillas, poniendo al descubierto, ya sin ningún temor, todas sus suposiciones.

—Puede ser el término más apropiado para definir lo que sucedió el 8 de marzo a las afueras de Madrid, aunque no me atrevo a ir tan lejos. Pero me alegro de que por fin haya decidido compartir conmigo lo que realmente piensa del asunto. En todo caso, alabo su precaución. Sólo podemos movernos en el terreno de las conjeturas, aunque puedan estar bien fundadas.

—Usted mismo lo ha dicho, mi teniente coronel. Nuestras conjeturas está bien fundadas. Estoy de acuerdo en que la operación del 8 de marzo fue realizada a espaldas del Generalísimo, a quien se le sirve, cuando tiene la victoria al alcance de la mano, una nueva derrota humillante a las puertas de Madrid, como en noviembre del 36.

—Veo que está tan bien informado como yo, teniente Arcenillas, tal y como me suponía. Pero no se confunda. Es una derrota más humillante que la del 36, porque se produce cuando los rojos están luchando unos contra otros en el interior de Madrid. Además, resulta muy heroico pensar que hayamos ganado la guerra perdiendo el que seguramente sea el último combate que enfrentó a los dos ejércitos. La ofensiva final, en los últimos días de marzo, fue en realidad un paseo militar, sobre todo porque los rojos tenían orden de alzar bandera blanca ante el avance de nuestras fuerzas. Aunque entonces hubo algunos enfrentamientos, los rojos no volvieron a presentar nunca más la voluntad de resistencia que acreditaron ante el ataque del 8 de marzo. Para colmo, esta nueva derrota a las puertas de Madrid se produjo un día después de la muerte de más de un millar de nuestros soldados en el desastre del Castillo de Olite, hundido por las baterías rojas de la base de Cartagena.

—No lo ha podido usted decir mejor, mi teniente coronel. Pero, me gustaría que volviera al tema de la desobediencia al Caudillo… —dijo Arcenillas para enderezar la conversación.

—Ya veo que prefiere que yo lleve la voz cantante. Pero no creo que lo que yo pueda decir sea una novedad para usted.

Basterrechea volvió a acertar. El viejo oficial sospechaba, al igual que él, que los coroneles Losas y Ríos Capapé, figuras decisivas en el triunfo del alzamiento en África y que intervinieron en el primer ataque sobre Madrid, debieron de recibir entusiasmados la orden de avanzar sobre la ciudad aquel 8 de marzo. Ambos habían pasado toda la guerra destinados en el cerco a la capital: Losas al frente de la 16.ª División y Ríos Capapé al mando de la 18.ª. Según Basterrechea, era como si el Generalísimo les hubiera impuesto un castigo, condenándoles a permanecer en el frente de Madrid toda la guerra, ante la vista del preciado objetivo que en noviembre de 1936 no habían logrado conquistar. Por si fuera poco, Franco había rematado aquel castigo concediendo a sus divisiones un papel humillante en sus planes para la ocupación de la ciudad: en caso de rendición del enemigo o de que este abandonara el frente, las divisiones 16 y 18 no debían rebasar el río Manzanares. Según las instrucciones aprobadas por Franco en febrero, el honor de ser las primeras fuerzas nacionales en entrar en Madrid quedaría reservado a las divisiones 14 y 71, aunque después estas fueron trasladadas a Toledo para la ofensiva final de marzo.

—Cuando Losas y Ríos Capapé —concluyó Basterrechea— conocieron en febrero que Franco había decidido hurtarles el privilegio de la entrada en Madrid, debieron de ver confirmados sus temores de que el Generalísimo les había hecho pagar a ellos, y solamente a ellos, su humillante derrota del 36 ante la capital. Lo que significa que pudieron aprovechar el ataque del 8 de marzo para su desquite personal. Pensaron que iban a sacar tajada de los combates entre los rojos para entrar fácilmente en Madrid y llevarse los laureles que el Generalísimo les había negado.

—Me consta —interrumpió Arcenillas— que entre todas las divisiones que cercaban Madrid existía desde hacía mucho tiempo una auténtica rivalidad por ver cuál era la primera en poner el pie en la capital. El ataque del 8 de marzo pudo ser también una consecuencia de esta rivalidad. Hace unos meses leí un artículo de Pemán sobre la entrada en Madrid con unas declaraciones muy elocuentes de Losas en este sentido. Losas le dijo a Pemán que el honor de ser las primeras en pisar la capital era una cuenta que se le debía a las fuerzas de la Ciudad Universitaria, es decir, a las fuerzas de su división. Por otro lado, parece como si todo el mundo se hubiera contagiado del espíritu sedicioso que se había propagado por Madrid en aquellos días. Primero fue la rebelión de Casado contra Negrín, luego el levantamiento de los comunistas contra Casado y, finalmente, la desobediencia a Franco de los mandos que cercaban Madrid. Y las tres se sucedieron en poco más de 72 horas.

—Pero le habrá sido imposible confirmar que la idea de la operación partiera de Losas, Ríos Capapé o Caso. Tampoco yo he resuelto esa incógnita, teniente. Aunque no existe ninguna orden por escrito para la realización del ataque, sospecho que esta partió del cuartel general del Primer Cuerpo de Ejército. Su jefe, el general Espinosa de los Monteros, debió de temer que las embajadas y las cárceles de la ciudad fueran asaltadas por los comunistas si estos vencían a Casado. Un temor natural por su parte, ya que él mismo lo había vivido dentro de Madrid, cuando estuvo refugiado en la embajada francesa en los primeros tiempos de la guerra. De lo que no tengo ninguna duda es que Franco nunca dio la orden. Si hubiera ordenado atacar Madrid, no lo habría hecho con tantas precauciones. ¿Se imagina usted al Caudillo diciendo a sus tropas que no planteen combate en caso de resistencia enemiga? Su principal preocupación en aquellos días era conocer con exactitud lo que estaba ocurriendo dentro de Madrid. Desde aquí, en las mismas horas en que se realizaba la operación, se enviaron instrucciones tajantes para que los servicios de espionaje que actuaban dentro de la capital y las divisiones que la cercaban consiguieran información fiable sobre lo que estaba sucediendo realmente en Madrid con la lucha entre casadistas y comunistas. Aquellas fueron las únicas instrucciones de Franco a sus fuerzas en Madrid durante esas horas.

—Que no haya quedado constancia por escrito de la orden de ataque, ¿no demuestra que desde el principio hubo voluntad de ocultar la operación? —preguntó Arcenillas, dirigiendo la conversación en una dirección que aún no habían abordado.

—Es usted muy hábil, teniente. Hasta ahora no ha dejado de llevarme como un cabestro a donde ha querido. ¿Qué se quiso ocultar la operación, dice? Usted lo debe de saber mejor que yo, deje de disimular de una vez.

Basterrechea miró a Arcenillas con expresión irónica, esperando a que este rompiera el fuego, mientras se encendía su tercer cigarrillo y observaba cómo una de las camionetas de la mudanza de los Franco se ponía en marcha y cruzaba el jardín del palacio.

—Está bien, le contaré lo que yo sé —dijo por fin Arcenillas.

—Así me gusta. Veo que va ganando confianza —dijo entre risas el viejo oficial.

—No me pregunte cómo, pero he podido acceder en estos meses a documentación reservada. El mismo día 8 de marzo, los jefes de las tres divisiones ya habían recibido de sus respectivos comandantes de infantería divisionaria los informes sobre las bajas sufridas por sus unidades. A pesar de esto, evitaron dar a conocer estas bajas en sus respectivos partes de operaciones de aquel día. Era como si el ataque no hubiera existido. Y durante días se intentó mantenerlo oculto para que en Burgos no se enteraran de que se había producido aquella derrota. Por otro lado, hay testimonios de que, durante los combates entre los rojos en Madrid, los comunistas utilizaron la victoria del 8 de marzo en su propaganda de radio para desacreditar a Casado y defender la política de resistencia de Negrín.

—¿Pero, según usted, hasta cuándo se mantiene oculto el ataque? —le interrumpió Basterrechea, incorporándose en el sillón.

—Yo diría que no se hace completamente oficial hasta finales de marzo. Días después de la operación, desde el Primer Cuerpo de Ejército se solicita a las tres divisiones que envíen informes detallados. Losas es el primero en mandarlo, el 12 de marzo, pero Ríos Capapé y Caso no remiten los suyos hasta el día 17. Finalmente, el 26 de marzo, dos días antes de la liberación de Madrid, el general Espinosa de los Monteros entrega al general Saliquet, jefe del Ejército del Centro, un completo informe en el que por primera vez se consignan todas las unidades que han tomado parte y las bajas que han sufrido: 94 muertos, 364 heridos y 57 prisioneros. En total, 515 bajas en poco más de tres horas de combate. Puede que parezca el balance de una simple escaramuza, pero para mí lo importante es la intención con la que fue planteada la operación: entrar en Madrid desoyendo las órdenes de Franco, como usted mismo dice. No tengo los datos completos de las bajas enemigas, pero es posible que ni siquiera sumaran una cuarta parte de las nuestras.

—No quiero ni pensar que aquellos hombres pudieron ser sacrificados, pocos días antes del final de la guerra, por la vanidad personal de unos jefes de división que competían entre sí por ver quién de ellos entraba primero en Madrid. Además, por lo que usted dice, pasan más de dos semanas sin que Saliquet, el máximo responsable de las fuerzas que cercan Madrid, tenga noticia por escrito de la operación. ¡Y luego hablábamos del caos de las milicias rojas! —sentenció Basterrechea.

Arcenillas sonrió ante el último comentario del teniente coronel Basterrechea. Miró a través del ventanal y vio el jardín bajo la extenuada luz del atardecer. Le pareció que era hora de abandonar el que había sido cuartel general de Franco, antes de que las sombras se apoderaran definitivamente de él.

—Supongo que no querrá marcharse todavía —dijo de pronto el viejo oficial, como si le hubiera leído el pensamiento—. Queda una cuestión por aclarar. El consejo de guerra que condenó a muerte a Broto dio por sentado que había avisado a los rojos de la inminencia del ataque, lo que provocó el fracaso de la operación por la gran resistencia encontrada. ¿Qué tiene que decir a eso?

—Le agradezco que me permita examinar esa acusación, cosa que no pude hacer en el juicio. Como usted recordará, la propia sentencia aseguraba que la resistencia de los rojos fue «totalmente imprevista e inesperada». Sin embargo, la operación se planteó teniendo en cuenta precisamente que podría encontrarse una resistencia encarnizada, por lo que se ordenó a las fuerzas que en ese caso no plantearan combate. Por otro lado, no se ha podido acreditar que Broto diera información sobre el ataque. Solamente conocemos, por lo que relataron a la prensa roja algunos leales a Casado hechos prisioneros por los comunistas, que Broto fue llevado a El Pardo y presentado ante estos prisioneros para hacerles saber que Casado se estaba entendiendo con el Caudillo. Incluso el coronel Losas admitió en su primera declaración que Broto ignoraba los detalles del ataque porque lo expulsó de su puesto de mando antes de que informara sobre los mismos a sus oficiales.

—Sin embargo, en el sumario aparecen los testimonios de dos desertores rojos que supieron por sus jefes que un oficial enemigo pasado a sus filas había advertido de la inminencia del ataque. Estos evadidos confirmaron que se les ordenó reforzar sus posiciones a las tres de la madrugada a la vista de lo declarado por aquel oficial…

—Con todos mis respetos, aquellas declaraciones nunca habrían tenido validez en un juicio normal. Podían haber sido influidas o dictadas interesadamente, bajo promesa de recompensa o amenaza de castigo, dado que los declarantes eran soldados rojos detenidos en el depósito de evadidos de Carabanchel.

—Es una pena que usted no pudiera decir esto en el juicio —dijo Basterrechea.

—Tampoco pude decir que los propios informes sobre la operación confirmaron el éxito del efecto sorpresa del ataque. Fue tanta la sorpresa en los primeros momentos, que en algún punto, como en el lago de la Casa de Campo, se llegaron a rebasar hasta cinco líneas de trincheras contrarias, profundizando un kilómetro en territorio enemigo. Es inverosímil que los rojos, en el caso de que hubieran sido prevenidos del ataque por Broto, se hicieran fuertes en sus trincheras de evacuación y dejaran que les fueran arrebatadas las líneas mejor fortificadas, ya que nuestras fuerzas llegaron a ocupar incluso trincheras cubiertas sin encontrar resistencia.

—Así es que coincide usted conmigo en que se utilizó la deserción de Broto como excusa para justificar el fracaso de la operación… Por cierto, se me olvidaba una cosa muy importante. ¿Habló usted en el juicio del hermano de Broto, el capitán de Aviación?

Sí, hablé de su hermano Alfonso, del que Broto no había tenido noticias durante toda la guerra. Después se supo que había sido fusilado por los rojos al intentar sublevar la base de Cuatro Vientos. Supongo que será un argumento de peso para no hacer lo mismo con Broto ahora que la guerra ha terminado —dijo Arcenillas, seguro de haber dado en el clavo.

—Por supuesto, teniente. El Caudillo tiene razones de sobra para conmutarle la pena de muerte. Como también las ha debido de tener para destituir al coronel Losas como gobernador militar de Madrid a los veinte días de su nombramiento, destinarlo a Larache en el mes de agosto siguiente y no concederle la medalla al Mérito Militar que había solicitado. Creo que Franco no debe de perdonarle a Losas que arreglara el acto de rendición de Madrid con el jefe de las fuerzas rojas para llevarse los laureles de la toma de la capital, cuando él no había logrado rendir la ciudad en toda la guerra.

—¿Losas arregló con los rojos el acto de rendición de Madrid? —preguntó Arcenillas sorprendido.

—Todo parece indicar que fue así, e incluso tuvo la osadía de filmar su encuentro en el Hospital Clínico con el jefe rojo, el tal coronel Prada. Pudo ser el segundo intento de desquite de Losas ante el Caudillo por haberle forzado a pasar la guerra en el frente de Madrid y por vetarle después el honor de entrar en la ciudad a la cabeza de su división.

—Sin embargo, Losas logró tomarse la revancha finalmente. La 16.ª División fue una de las primeras en liberar la capital…

—Sí, y luego fue una de las últimas en pasar ante la tribuna del Caudillo en el Desfile de la Victoria, el 19 de mayo, por la nueva avenida del Generalísimo. El Primer Cuerpo de Ejército, cuyas divisiones realizaron el ataque del 8 de marzo y después fueron las primeras en entrar en la ciudad, desfiló en los últimos lugares. Los primeros serán los últimos, como dice el Evangelio…

—Veo que el Generalísimo no pasó por alto el ataque del 8 de marzo ni siquiera en la celebración de la victoria —dijo Arcenillas.

—No, no lo pasó por alto. Pero esto tiene que quedar entre usted y yo, lo mismo que toda nuestra conversación. ¿Me ha entendido bien?

El teniente coronel Basterrechea se levantó entonces del sillón y se caló la boina hasta las cejas. Después estrechó la mano a Arcenillas dándole un fuerte apretón, como si quisiera sellar con ello su pacto de silencio.

—En fin, se me hace tarde. Gracias por su ayuda, teniente Arcenillas. Hoy mismo firmaré el papel del Generalísimo con la conmutación de la pena de muerte a Broto. Si quiere, puede dar un taconazo cuando salga de este palacio. A fin de cuentas sigue siendo «Terminus», el cuartel general del Caudillo. Pero, por favor, hágalo después de que yo me haya marchado. No se imagina qué dolor de cabeza…