Al alférez Tello le gustaba cumplir las órdenes, fueran las que fueran, pero tenía claro que aquella era un castigo por preguntar demasiado. Para colmo de males, se había despertado de madrugada por el dolor de una muela del juicio y ya no había vuelto a conciliar el sueño. Ahora estaba de mal humor y no podía evitarlo, a pesar de que había llegado el día que tanto habían esperado. Arrebujado en su cazadora de cuero, con la boina calada y los guantes blancos de las grandes ocasiones, aguardaba en un extremo del Puente de San Fernando, en la carretera de La Coruña, a un furgón del Servicio de Prensa y Propaganda. Le acompañaban dos de sus hombres, armados sólo con pistolas como él.
El cielo encapotado de los últimos días había dado paso a un sol radiante, aunque en la Cuesta de las Perdices soplaba el aire gélido del Guadarrama. El frío exacerbaba su malestar tanto como la vista del panorama de destrucción que le rodeaba a uno y otro lado del Manzanares. Aquel escenario se le revelaba paradójicamente aún más tétrico ahora que la muerte, que se había enseñoreado de él durante cerca de tres años, parecía haber levantado el campo.
Hasta el último momento, viendo que no se le pasaba el dolor de muelas, había pensado en solicitar que se le liberara del servicio esa mañana. Pero al final había descartado la idea, porque tendría que habérselo pedido al jefe de su regimiento, el comandante Barrinaga, que era precisamente quien le había encargado la misión de dar escolta durante su entrada en la capital a un furgón del Servicio de Prensa y Propaganda, para evitar que alguien les robara los artilugios de rodar a aquellos aprendices de cineastas para luego venderlos en el mercado negro y ganarle un saco de garbanzos al hambre.
Tello se consoló pensando que el castigo podría habría sido mucho peor, como pasar bajo arresto el día de la capitulación de Madrid. Para eso no se había jugado la vida abriendo brecha en las líneas rojas al frente de la sección ofensiva de su batallón, como en el último ataque frustrado sobre el río Manzanares. En cualquier caso, Barrinaga se había salido con la suya, impidiéndole estar a la cabeza de sus hombres en el avance sobre las posiciones rojas, que habían sido abandonadas de madrugada por sus ocupantes, después de tres años de enconada defensa.
Todo el frente rojo de Madrid, ante el que se habían estrellado uno tras otro todos los intentos de asalto a la ciudad, se había derrumbado en unas pocas horas. Él mismo había sido testigo del principio del fin cuando, al salir de madrugada de su chabola para distraerse del dolor de muelas, había visto el resplandor de las hogueras que punteaban las posiciones enemigas a lo largo de todo el Manzanares, como si los rojos quisieran hacer desaparecer entre las llamas todo vestigio de su tenaz resistencia. Había oído también, aquí y allá, los altos de los centinelas a los enemigos que seguían llegando a sus líneas a través de la oscuridad. Según las noticias del comandante Barrinaga, el día anterior se habían pasado por todo el sector de la división cerca de dos mil soldados rojos. Aquel aluvión de desertores había desbordado el depósito de evadidos de Carabanchel.
A la salida del sol, mientras se afeitaba en su chabola, el sargento Arrieta había ido a decirle que los rojos habían izado banderas blancas sobre sus trincheras. Terminó de afeitarse a toda prisa y se encaminó con el sargento a la primera línea, bajo el Cerro del Águila. Allí contempló un espectáculo insólito: los hombres de su batallón estaban de pie sobre los parapetos bajo los que habían estado sepultados durante meses. Sus siluetas se recortaban frente al resplandor anaranjado que asomaba sobre los edificios de Madrid. Los soldados observaban con una alegría infantil las banderas blancas izadas sobre las mismas posiciones rojas frente a las que habían sido rechazados en el ataque del 8 de marzo.
Con ayuda de los prismáticos, Tello había logrado ver, más allá de las líneas fortificadas, a numerosos paisanos en los paseos de Moret y Rosales, en lo alto del Parque del Oeste. También descubrió, entre las hileras de árboles astillados, los restos de un kiosco de música en el que los civiles se agolpaban como en un mirador.
—Aquella gente nos está esperando —había dicho el sargento con su serenidad campesina.
Por vez primera se habían dejado de oír los disparos de fusil y de cañón, las ráfagas de ametralladora, las explosiones de los morteros y las granadas, que diariamente marcaban el paso del tiempo. El aire parecía distinto bajo aquel silencio. Fue entonces cuando pensó por primera vez que la guerra había terminado. Abrigaba una emoción confusa, entremezclada con el alivio de saberse vivo y la incertidumbre de no saber qué hacer con su vida después de todo.
Se había alistado en busca de aventura y fama, una intención que juzgaba ahora como frívola y pueril, fruto del apasionamiento de su edad. Sin darse cuenta, la dura prueba de las trincheras, con sus peligros, sus sacrificios y sus privaciones, había ido forjando a golpes aquello que su padre siempre llamaba la madurez. Pero ahora que la guerra había hecho irreconocible a aquel estudiante de Valladolid rebelde y bravucón que había sido una vez, se sentía incapaz de retomar con la misma pasión las riendas de su vida cuando empezara la paz.
Su resignación ante la orden del comandante Barrinaga, que le estaba vetando el honor de entrar victoriosamente con su batallón en el Madrid liberado, no hacía sino demostrarle la dificultad de desprenderse del estado de obediencia y sumisión en que había acabado postrándole la guerra. Y el primero que parecía haberse dado cuenta de ello fue el sargento Arrieta, que intentó reconfortarle al despedirse de él aquella mañana. Cargado con toda su impedimenta, con la manta en bandolera y las botas increíblemente lustrosas, el sargento tenía la gorrilla entre sus manos sudorosas y la retorcía como un paño mojado. Estaba tan nervioso ante la entrada en Madrid como un chaval al que su padre llevara a un prostíbulo a desvirgarse.
—Mi alférez, sólo quería decirle que hizo muy bien al cantarle las cuarenta al comandante por lo del ataque —le había dicho Arrieta, con lágrimas en los ojos.
Aquellas palabras de consuelo resonaban con amargura en su mente mientras esperaba el furgón de Prensa y Propaganda y veía pasar sobre el puente de San Fernando las columnas de soldados de su división, camino de las ruinas de la Ciudad Universitaria. Allí se estaban concentrando para poner el pie en el corazón de Madrid cuando el mando diera la orden. Más allá de la Cuesta de las Perdices, procedentes de Pozuelo y Aravaca, largas filas de coches y camiones aguardaban a que los ingenieros terminaran de reabrir el paso por la castigada carretera de La Coruña. Se figuró que aquel ambiente debía de parecerse mucho al de las jornadas de competición automovilística de antes de la guerra, de las que tanto había oído hablar, cuando los madrileños se agolpaban para ver a los más audaces pilotos subir con sus coches la Cuesta de las Perdices a toda velocidad.
Más que un ejército de vencedores, las fuerzas de su división semejaban una marea de chiquillos en un día de fiesta, y hasta los mulos que conducían los acemileros parecían contagiados de aquel entusiasmo. Aquellos hombres habían ganado la guerra, pero pensaba que para la mayoría de ellos la liberación de Madrid significaría sobre todo la vuelta a sus casas, donde les esperaba, como a él mismo, el abrazo reparador de sus familias, gracias al cual su vida de soldados empezaría a ser sólo un recuerdo.
A Tello le sorprendió ver que en aquellas columnas marchaban también los moros de la división, pese a que se había prohibido la entrada en Madrid a las tropas indígenas y a los legionarios. En prevención de pillajes y abusos, se había dispuesto que estas tropas quedaran en las afueras de la capital como unidades de reserva, sobre las armas y bajo la más severa disciplina. Así rezaban al menos las órdenes del Generalísimo que el comandante Barrinaga les había leído la noche anterior en la reunión de oficiales convocada en el puesto de mando de la Casa de Vacas, en la que les había anunciado que a la mañana siguiente iban «a distribuir los caramelos», como se conocía en clave la orden para la liberación de Madrid.
Ante la euforia que había reinado entre sus camaradas en aquella reunión, Tello se había sentido un aguafiestas al acordarse de la tensión vivida en esas mismas bodegas, hacía tan sólo veinte días, cuando Barrinaga les informó que el mando había ordenado realizar el asalto sobre las defensas de la ciudad para tantear la resistencia de los rojos. El propio Barrinaga se había mostrado exultante ante la inminente entrada en Madrid, sin el nerviosismo de la noche en que se produjo la deserción del teniente coronel Broto. Embutido en un chaquetón de piel marrón, con un cuello de lana que a Tello le pareció que le daba un aspecto de carnero, Barrinaga comenzó la reunión informándoles de que las fuerzas del segundo regimiento de la división se habían apoderado aquella tarde, sin disparar un solo tiro, de todas las posiciones que los rojos habían mantenido desde el comienzo del asedio en el Puente de los Franceses, el Parque del Oeste y los edificios de Filosofía y Letras, Medicina, Odontología y Farmacia en la Ciudad Universitaria.
Cuando anunció que las avanzadillas de la división habían llegado incluso hasta el paseo de Rosales, la Cárcel Modelo y el estadio Metropolitano, los oficiales prorrumpieron en vivas y aplausos que Barrinaga sólo logró acallar con el anuncio de una gran noticia para la que reclamó la máxima confidencialidad. Casi en un susurro, como si quisiera subrayar el carácter secreto de su información, les comunicó que aquella misma tarde, en las trincheras del Hospital Clínico, se había presentado un emisario rojo para convenir el momento y el lugar en que el jefe de las fuerzas de Madrid debía ofrecer la rendición incondicional de la capital. El coronel Losas había aceptado encontrarse con el mando rojo en el mismo Hospital Clínico, a la una de la tarde del día siguiente, por lo que la 16.ª División iba a tener el honor de recibir la rendición de Madrid. La entrada de las tropas en la ciudad se realizaría después, pero sólo si el mando rojo garantizaba que no habría ningún tipo de resistencia.
A la pregunta de uno de los oficiales sobre la situación que se vivía en el interior de Madrid, Barrinaga había asegurado que los agentes del servicio de información y los miembros de la Falange clandestina estaban llevando a cabo un plan para garantizar el control de los lugares claves de la ciudad, así como de todos sus servicios. Se había intimado al Consejo de Casado a que abandonara Madrid, lo que al parecer habían hecho ya Miaja y el propio Casado, y a que pusiera en libertad a todos los presos afectos a la causa nacional. A muchos jefes rojos se les había convencido personalmente para que facilitaran la capitulación de sus unidades y ordenaran el desarme de las fuerzas que regresaban de los frentes, con indicación de que el material de guerra fuera acumulado en las comisarías.
—La Falange clandestina, por su parte, está dificultando el despacho de gasolina para la salida de coches, de manera que se entorpezca la salida de Madrid de dirigentes rojos con responsabilidades —había informado Barrinaga.
—Me gustaría saber si nosotros, que somos militares, tendremos que hacer funciones de policía —le dijo entonces Tello a bocajarro.
—Nuestra misión, señor Tello, es hacer efectiva la capitulación del ejército rojo y garantizar en lo posible la normalidad de la vida en Madrid. Si algo o alguien entorpece nuestra misión, actuaremos en consecuencia. Y esto vale también para nuestras fuerzas. El mantenimiento de la disciplina ha de ser absoluto. Por lo que respecta a los rojos culpables de delitos, nos limitaremos a detener a aquellos que nos sean denunciados, para que respondan ante la Justicia. Espero que esto aclare su pregunta —le respondió Barrinaga, visiblemente molesto por tener que dar aquellas explicaciones.
Barrinaga comentó después que se había reforzado el servicio de vigilancia del subsuelo de Madrid para evitar posibles actos de sabotaje o voladuras. En cuanto a las minas que pudieran existir aún en el frente, aseguró que se había conminado a los jefes rojos a la retirada de todos los artefactos colocados para la destrucción de puentes y accesos, así como al desamarre de los cables de las minas terrestres. A pesar de esta orden, aquella tarde los minadores nacionales habían tenido que cortar los cables de cinco minas que el enemigo tenía preparadas para hacer estallar en el Clínico, Agrónomos y Parque del Oeste.
Al informarles de las indicaciones del cuartel general de Burgos para la entrega y el desarme del ejército rojo, Barrinaga señaló que se seleccionaría a los oficiales profesionales del enemigo que ofrecieran más garantías y se les entregaría el mando de las fuerzas rojas que se hubieran rendido. Estos oficiales se encargarían de mantener los servicios de sanidad y cocinas de sus unidades, a las que se suministraría pan y víveres con prudencia, a la vista de las limitaciones que impondría el abastecimiento de la población de Madrid.
Los oficiales rojos designados debían hacerse cargo también de la elaboración de listas con los prisioneros que pudieran tener avales de personas en la zona nacional, para pedir informes a su favor y ponerles en libertad. Por el contrario, se separaría del resto, bajo estrecha vigilancia, a quienes los propios oficiales rojos señalaran como autores de delitos o espías de los comisarios políticos. Barrinaga también concedió la máxima importancia a las instrucciones para que se custodiara convenientemente, hasta su recogida por un servicio especial, toda la documentación que pudiera existir en los organismos rojos de Madrid.
Antes de acabar la reunión, Barrinaga afirmó con gran solemnidad que era justo rendir homenaje, en las horas previas al definitivo triunfo de las armas nacionales, a quienes habían tributado su sangre en la Cruzada desde la creación de la 16.ª División. Entonces ordenó que todos los presentes se pusieran en pie y recitó de memoria el número de bajas de la división: 19 oficiales muertos y 71 heridos, y 667 de tropa muertos y 3710 heridos. Después, sin abandonar el tono solemne, afirmó que también era el momento de reconocer los providenciales méritos del Caudillo, así como el ejemplo de José Antonio Primo de Rivera, del que citó su «Carta a un militar español», calificándola de auténtico aldabonazo a las conciencias de todos los patriotas.
—Siempre ha sido a última hora un pelotón de soldados el que ha salvado la civilización —dijo Barrinaga, recordando una cita de aquel artículo de José Antonio—. Nosotros seremos mañana ese pelotón cuando entremos en Madrid.
Al oír aquella frase, Tello se acordó del pelotón de falangistas que le había detenido en casa de sus padres en los días del alzamiento al confundirle con un francotirador. Y pensó que para salvar la civilización sobraban todos, absolutamente todos los pelotones de soldados, y que bastaba un chaval de doce años despierto y valiente como aquel Josete que le libró de ser pasado por las armas contra las cercas de las huertas del Pisuerga, al demostrar a los falangistas que él no podía ser uno de los «pacos» que andaban buscando.
Cuando Barrinaga había dado ya por terminada la reunión, y antes de que todos salieran del puesto de mando, se dirigió a él con un tono cortante para que se quedara. Tello volvió sobre sus pasos, mientras Barrinaga se sentaba frente a su mesa y se ponía a ordenar sus papeles con el ceño fruncido, como un carnero a punto de embestir.
—Usted debe saber, señor Tello, que la primera regla que ha de cumplir un buen militar es ser leal a sus superiores —le había dicho Barrinaga sin levantar la vista de los documentos.
—Lo sé perfectamente, mi comandante… —dijo él, puesto en alerta.
—Dice usted que lo sabe, pero cometió una falta imperdonable la otra noche, cuando vino a verme. Se permitió dudar de sus superiores e incluso llegó a insinuar que habían incurrido en un hecho gravísimo a propósito de las bajas sufridas en el reconocimiento del pasado 8 de marzo. ¿Lo recuerda usted?
—Lo recuerdo. Y debo decirle que yo no insinué nada. Me limité a constatar ante usted que en el parte entregado a la jefatura de Sanidad con las bajas del día 8, no figuraban las sufridas por nuestro batallón en el ataque contra las líneas rojas del Manzanares. Y que, además, tampoco apareció ninguna mención a las bajas de la división en el parte del mismo día 8, ni en los partes de los días siguientes —dijo con aplomo.
—Veo que es usted incorregible. Sigue llamando «ataque» a lo que no fue más que un simple reconocimiento de las líneas enemigas —dijo Barrinaga con forzada serenidad—. Ya le dije que el mando tenía poderosas razones para no dar cuenta oficialmente de aquellas bajas. Pero usted sigue creyendo que sus jefes quisieron ocultar el supuesto fracaso de la operación, ¿verdad?
—Le repito, con todo respeto, que me limité a constatar el hecho de que las bajas no habían sido recogidas en ningún parte.
—Sí, pero en el fondo sigue poniendo en duda el honor de sus superiores, como si se avergonzaran de aquella heroica acción, en la que usted mismo, sin ir más lejos, dio muestras de un gran coraje.
—Nada más lejos de mi intención que dudar del honor de mis jefes —dijo él precavidamente.
—Entonces, señor Tello, ¿por qué insistió tanto en indagar sobre el asunto? ¿No fue a hablar con un escribiente de la comandancia de la infantería divisionaria? ¿No le preguntó si se había cursado desde la división el informe sobre la operación al jefe del Cuerpo de Ejército, el general Espinosa de los Monteros? Usted nunca me ha gustado, Tello, pero jamás pensé que pudiera llegar a ser tan desleal…
—Sí, hablé con aquel escribiente, pero sólo para preguntarle cómo se iba a arreglar la cuestión de las distinciones honoríficas a quienes intervinieron en la acción si oficialmente esta no había existido.
—¿Así es que investigó usted sólo por interés personal, para ver si se le reconocía su actuación en su hoja de servicios?
—Lo hice por todos mis camaradas, empezando por el alférez Costales, que en paz descanse. Me parecía de justicia que se les reconociera su valor en aquel día —dijo Tello con mayor aplomo todavía.
—Le voy a enseñar una cosa, y con esto espero que se olvide de este asunto de una vez por todas.
Barrinaga sacó de entre los papeles de su mesa dos folios mecanografiados y se los tendió con una sonrisa forzada.
—Es el parte de guerra sobre el reconocimiento del 8 de marzo enviado por el general Espinosa de los Monteros al general Saliquet, jefe del Ejército del Centro. Están todos los datos sobre las bajas y los nombres de los distinguidos de las divisiones 16, 18 y 20, entre los que figura también el suyo. Verá usted que al final hay una indicación para que el parte sea remitido a la sección primera del Estado Mayor, para recompensas de personal. Como verá, nadie ha querido ocultar nada.
—Pero lleva fecha de ayer, 26 de marzo de 1939. Está hecho dieciocho días después de la operación… —dijo él sin pensarlo, después de echar un rápido vistazo al informe.
—¡Ya estoy hasta los huevos y de sus insinuaciones! ¡Me ha oído bien! ¡Debería hacer que lo arrestaran y juzgaran por rebeldía! —gritó Barrinaga fuera de sí, dando un puñetazo en la mesa y levantándose de la silla como si le hubieran puesto un tizón en el trasero.
Tello permaneció en posición de firmes, mientras Barrinaga giraba a su alrededor, resoplando y balbuceando, hasta que se quedó frente a él, mirándole fijamente, con sus ojos de anfibio a punto de estallarle de ira.
—¡Usted, señor Tello, no se merece el triunfo de mañana! ¡Cuando sus camaradas entren a liberar Madrid, se dedicará a limpiarles el culo a los del servicio de Propaganda!
Así fue como había recibido la orden del comandante Barrinaga y no pudo sino recordar sus gritos cuando por fin vio aparecer un furgón Mercedes verde oscuro, con un gran altavoz sobre la cabina, que rodaba lentamente por una pista abierta a orillas del Manzanares. El furgón tenía escrita encima del parabrisas la inscripción «Altavoces del Frente» y el rótulo de Prensa y Propaganda y el símbolo de Falange pintados en los laterales. Cuando enfiló el puente, Tello se dirigió hacia él con sus dos hombres, haciendo señales con los brazos a los ocupantes de la cabina. Un hombre con boina y abrigo negros sacó su enorme cabeza por la ventanilla derecha del furgón y le saludó a gritos antes de que este parara en medio del puente.
—¡Suban rápido, alférez Tello! ¡Los rojos van a rendir Madrid ante el coronel Losas! ¡Si no llegamos a tiempo de filmado, Losas se va a poner como una fiera!
Subió al furgón con los dos soldados por la puerta trasera, donde había otro hombre, con la cabeza rapada y vestido con un mono azul en el que llevaba el emblema de Falange bordado en rojo. El hombre estaba sentado sobre un taburete metálico anclado al suelo y ante una mesa también anclada en la que había un enorme micrófono con forma de girasol. Sostenía en sus manos una pequeña cámara de cine y hacía las últimas comprobaciones.
Cuando se estaban acomodando como podían en el suelo del furgón, el paisano de la boina y el abrigo negros abrió el cristal de la cabina y le tendió la mano a Tello. Tenía los ojos rasgados y la nariz puntiaguda, subrayada por un bigotito estrecho, perfectamente recortado sobre el labio.
—Me llamo Jacinto Rubiales y soy el responsable de este servicio —dijo sonriente—. Nos han dicho que podemos llegar con el furgón hasta el Asilo de Santa Cristina, aunque con alguna dificultad porque rodaremos por un camino que los zapadores han abierto para caballos y mulos. Desde allí subiremos andando al Clínico, donde va a presentar la capitulación el jefe de las fuerzas rojas, un tal coronel Prada. ¡Y después liberaremos Madrid!
Tello había oído hablar del coronel Prada, que había sido jefe del ejército rojo del norte después de la caída de Santander. Unos oficiales del Tercio de Montejurra de visita en el frente de Madrid le habían relatado con admiración la resistencia de los batallones asturianos a las órdenes de Prada en el valle de El Mazuco. Allí aguantaron los rojos, durante una semana, los ataques de fuerzas seis veces superiores en número, apoyadas por los bombardeos de la Legión Cóndor y el crucero Almirante Cervera, que disparaba sus cañones desde la costa de Llanes.
Empezó a sentirse mucho mejor. Acompañar a los de Prensa y Propaganda al acto de rendición de Madrid no era precisamente un castigo, por más que su jefe de batallón hubiera pretendido que lo fuera. Hasta la muela del juicio había dejado de dolerle. Sin embargo, le seguía produciendo un enorme desasosiego el horizonte de ruinas que iba desplegándose ante el parabrisas del furgón, entre las columnas de soldados que marchaban a ambos lados del camino abierto por los zapadores. Al cruzar el viaducto de Cantarranas aparecieron ante él los restos de la Casa de Velázquez y de las escuelas de Arquitectura y Agrónomos, y más allá las facultades de Medicina, Farmacia y Odontología. Parecía como si un dios colérico hubiera demolido a manotazos los edificios y aniquilado todo rastro de vida en aquel yermo de la guerra. Algunos lugares resultaban irreconocibles incluso con la ayuda de los planos militares: la guerra los había borrado literalmente del mapa.
—La civilización es una noria que se mueve con la fuerza de la sangre, no con la de las ideas —declamó de pronto Rubiales ante la vista de la Ciudad Universitaria.
Tello pensó que frases como aquella sonaban muy bien dichas en la terraza de un café, en una ciudad de retaguardia, pero no en aquel escenario donde hombres de uno y otro bando habían encontrado la muerte. Era la típica frase que sólo podía salir de la mente de los enchufados, de los «desenfilados», de los cobardes, de todos los que habían pasado la guerra en los dos bandos sin pisar el frente, inventando consignas con las que adornar o justificar la muerte de miles de españoles en las trincheras y en la retaguardia.
El conductor paró el furgón frente a las ruinas del Asilo de Santa Cristina, en una explanada salpicada de cráteres de bombas en la que se erguían los troncos mutilados de unos abetos. Bajo los árboles heridos descansaban grupos de soldados enfundados en sus capotes que apenas hicieron caso de su llegada. Nada más descender del furgón, Tello descubrió sobrecogido la mole del Hospital Clínico, en lo alto del cerro a cuyos pies quedaba el asilo. Algunos pabellones del edificio habían sido demolidos por las minas subterráneas y sus forjados aparecían derrumbados unos sobre otros como fichas de dominó. Otros se sostenían milagrosamente, como si las claridades y sombras que el sol de mediodía arrojaba sobre ellas fueran las que realmente mantuvieran en pie aquel templo de destrucción y muerte.
Tello abrió la marcha, seguido de Rubiales y del cameraman, para ascender hacia el Clínico por un profundo ramal de comunicación excavado en la falda del cerro. Les acompañaba solamente uno de los hombres de escolta, ya que Tello había dado órdenes al otro de quedarse en el asilo con el conductor del furgón. Nadie habló durante el camino, salvo Rubiales, que hizo un comentario sobre las boñigas de los mulos que jalonaban el ramal como único signo de vida:
—Este debía de ser el cordón umbilical que alimentaba a nuestras fuerzas en el Clínico —dijo.
Al cabo de unos minutos, desembocaron por el ramal en otra explanada que se extendía al pie de la fachada oeste del Clínico, bajo la cual se habían abierto varias bocaminas que Tello imaginó que servirían de acceso a las posiciones defendidas por los legionarios dentro del hospital. En la explanada, limitada por unas laderas cortadas a pico sobre las que se levantaban parapetos con troneras, había una gran animación. A Tello le recordó el escenario de una verbena popular en un pueblo polvoriento de Tierra de Campos. Sólo faltaban la banda de música y los colgantes de papeles de colores. Había soldados deambulando por todas partes, divertidos e impacientes, como si esperaran la llegada de las zagalas para el baile.
Pero aquella imagen festiva se le borró a Tello de golpe cuando descubrió en el centro de la explanada, entre un grupo de oficiales, al coronel Losas, jefe de su división, que vestía una chilaba gris que le hacía parecer todavía más enjuto. Losas estaba fumando un cigarrillo con boquilla y se acariciaba con los dedos una cicatriz en la mejilla derecha. Al advertir que el propio Losas comenzó a hacerles señas para que se acercaran al grupo, se le hizo un nudo en el estómago temiendo que el coronel pudiera conocer por Barrinaga sus pesquisas sobre el ocultamiento de las bajas de la división en el asalto sobre las líneas rojas del Manzanares. Se cuadró ante él y le saludó militarmente más rígido que nunca, pero antes de que pudiera presentarse, Losas se había adelantado a estrechar amigablemente la mano de Rubiales.
—Buenos días, Rubiales. A ver qué tal queda la película. Esto lo va a ver el mundo entero —dijo sin perder la gravedad de su gesto.
—Puede estar tranquilo, mi coronel. El cameraman que traigo conmigo es todo un profesional —respondió Rubiales.
—¿Pero no está Bobby Deglané con ustedes? —preguntó Losas con sorpresa.
—¿El chileno del semanario Fotos? Creía que estaba aquí, en el Clínico…
—Sí, ha estado conmigo hasta hace un momento —respondió Losas aspirando su boquilla—. Me ha pedido permiso para adelantarse a las fuerzas y entrar él solo en Madrid, pero no se lo he concedido. Le he dicho que con su uniforme de Falange podía atraer la atención de los francotiradores… Pemán, el escritor, ha sido más precavido. Me está esperando en el puesto de mando de la Escuela de Arquitectura para entrar en Madrid conmigo, en mi coche…
Antes de que Losas pudiera terminar la frase, un capitán le avisó que estaba llegando el jefe de las fuerzas rojas. Tello vio que por un extremo de la explanada se acercaban varios militares guiados por un oficial nacional ataviado con una capa oscura. Al frente del grupo marchaba un hombre de baja estatura, con gafas, que cubría su cabeza con una gorrilla de barco y que se abrigaba con un chaquetón de cuero negro que le quedaba grande. Tello no dudó que era el coronel Prada, al que acompañaban tres capitanes y lo que parecía una escolta de tres guardias y tres soldados, aunque todos iban desarmados.
El cameraman empezó a filmar a los militares rojos, mientras el coronel Losas y sus oficiales les veían aproximarse con gesto grave. Al encontrarse unos con otros, empezaron el intercambio de saludos y presentaciones. Después, sin más preámbulos, Tello oyó que Prada le informaba a Losas de que al salir del Ministerio de Hacienda, donde tenía su cuartel general como jefe del ejército rojo del Centro, había ordenado izar la bandera monárquica. Losas pareció no dar importancia a aquel gesto y le preguntó directamente sobre la situación en Madrid y si podía ordenar ya la entrada de sus tropas.
—La entrada puede usted realizarla en cualquier momento —dijo Prada—. La ciudad presenta un aspecto muy parecido al del 14 de abril, cuando la proclamación de la República. Todo el mundo se ha echado a la calle.
Losas dio una bocanada a su cigarrillo, como para darse tiempo a descifrar el sentido de aquella comparación con el 14 de abril. A Tello le pareció que la alusión del jefe rojo tenía algo de ironía, pero tampoco supo interpretar todo su sentido.
—¿Cree usted que mis tropas encontrarán algún tipo de resistencia? —interrogó Losas fríamente.
—Haría bien en tomar las precauciones necesarias. Aunque es de esperar que no haya resistencias aisladas, lo prudente es pensar en la posibilidad de que existan —le contestó Prada con la misma frialdad.
Losas saludó entonces militarmente a Prada y después hizo un aparte con Rubiales. Al momento, este echó a correr hacia una de las bocaminas del Clínico y se perdió en ella, para salir un minuto después con un pelotón de legionarios. Al regresar a la explanada, Rubiales indicó a dos de ellos que se situaran en lo alto de un desnivel, detrás del grupo de militares rojos, con unas banderas nacionales al hombro. Después, como un director de cine, Losas ordenó al cameraman que volviera a rodar y preguntó de nuevo a Prada sobre la situación en Madrid. El jefe rojo, visiblemente incómodo, repitió lo que ya había dicho. Losas volvió a hacer entonces el saludo militar ante Prada, al que este respondió con gesto confundido.
—Así, con las banderas, está mucho mejor —se oyó decir a Losas.
Tello se sintió decepcionado. Había pensado que iba a asistir a un acto ceremonioso, acorde con el final de un asedio de casi tres años, con miles de vidas perdidas y sus secuelas de destrucción, pero aquella rendición no había tenido ninguna solemnidad. Le pareció una representación teatral en la que ninguno de los actores se había aprendido bien su papel. Rubiales pareció percatarse de su decepción y, echándole un brazo sobre los hombros, le dijo en un tono confidencial:
—Alférez, ya verá como esta cagada parece otra cosa cuando la vea en el cine.
Se sobresaltó ante aquel comentario, temiendo que hubiera podido escucharlo el coronel Losas, que en ese momento comenzaba a descender hacia su puesto de mando en la Escuela de Arquitectura seguido del coronel Prada y sus hombres.
—No se escandalice, alférez —continuó Rubiales—. Nosotros, los de Propaganda, estamos aquí para que todo parezca distinto a como es en realidad. Si no fuera por nosotros, el mundo sólo recordaría la liberación de Madrid como el encuentro de una masa de soldados sucios y con cara de no haber conocido hembra durante meses, con otra masa de civiles hambrientos deseosos de hincarle el diente a los mulos de nuestros acemileros. Nuestra misión es convertir la entrada de nuestras tropas en Madrid en un canto a la gloria del Caudillo y sus ejércitos. Y si no hay suficiente material para conseguirlo, nos lo inventamos.
—¿Y cómo se lo van a inventar? —preguntó Tello, sobrepasado por la determinación de Rubiales.
—Bueno, ya tengo algunas ideas. Por ejemplo, filmar a unos niños destapando con picos y palas la fuente de la Cibeles, que sabemos que está fortificada contra los bombardeos. Será mi obra maestra, Tello…
—Pero no será creíble…
—Ya, puede que los pobres chavales de Madrid no tengan fuerzas ni para sostener los picos y las palas. Pero nadie se dará cuenta de eso. Todo el mundo verá las imágenes de esos niños y pensará que ha comenzado la paz.
—¿Y tiene alguna otra idea?
—Sí, otra espectacular. Parece que ya la estoy viendo. ¿Conoce usted la calle de Alcalá?
Sí, he estado una vez en Madrid…
—En lo alto del Banco de Bilbao hay dos grandes esculturas gemelas. Son dos cuadrigas, creo que están hechas en bronce. Mi idea es filmar a uno de nuestros oficiales subido a un carro blindado y enarbolando nuestra bandera, con las cuadrigas de fondo. Una imagen moderna de nuestra victoria superpuesta a la imagen clásica del triunfo. ¿No querrá usted posar como modelo?
Tello no pudo responder porque se les acercó uno de los oficiales que habían acompañado a Losas.
—¿Ustedes son los de Propaganda, verdad? —preguntó el oficial—. El coronel Losas va a hacer su entrada en Madrid a las dos y media de la tarde con el cuartel general de la división. Formaremos un convoy en la Escuela de Arquitectura para llegar hasta el edificio Capitol, en Callao, donde el coronel instalará su puesto de mando.
Aún disponían de media hora, por lo que Rubiales le propuso a Tello que subieran a contemplar Madrid desde lo alto de los parapetos que asomaban a la calle de Isaac Peral, por encima de las ruinas del Instituto Rubio. A pesar del sol radiante, Madrid se ofreció ante los ojos de Tello bajo una veladura ocre, como una ciudad de arena, impregnada del tono de la tierra de las trincheras que la defendían y cercaban y del amasijo de ruinas de sus edificios. Se acordó del alférez Costales, con su cara de niño, santiguándose con el cañón de la pistola amartillada, dispuesto para el asalto de aquella ciudad que él tenía ahora al alcance de la mano. Y pensó con tristeza en todos los que habían muerto en aquel absurdo ataque, defensores y asaltantes, españoles al fin y al cabo, a quienes les habría bastado sobrevivir solamente veinte días más para ver el fin de la guerra.
A Tello le sorprendió descubrir que la torre de la Telefónica, que había visto en la lejanía desde la Casa de Campo, quedaba casi a tiro de ametralladora de las posiciones del Clínico. Las calles que llegaban a los descampados de Isaac Peral estaban cerradas por barricadas de cemento y ladrillo con troneras, y aquí y allá se veían fachadas y tejados destruidos por las bombas, casas enteras convertidas en montañas de escombros. Junto a la plaza de la Moncloa, se erguía aún, milagrosamente, la chimenea de ladrillo de la fábrica de las perfumerías Gal, picada por los impactos de la artillería.
—Parece mentira que los legionarios y los moros no pasaran de aquí en el otoño del 36 —dijo Rubiales.
Emprendieron el camino de vuelta al Asilo de Santa Cristina por el ramal por donde habían sido conducidos el coronel Prada, sus oficiales y escoltas. Cuando llegaron a la explanada del asilo, vieron pasar tres coches por el camino de Puerta de Hierro en dirección a la plaza de la Moncloa. Un motorista iba encabezando la marcha por el camino que los zapadores habían abierto a toda prisa a través de las trincheras y las barricadas rojas.
—Ahí van el coronel Losas y Pemán, a tomar Madrid… —dijo Rubiales.
Los tres coches se detuvieron en la plaza de Moncloa, donde les recibieron numerosos civiles con banderas nacionales. Mujeres y niños pasaban entre los coches y observaban con ansia a sus ocupantes. Después de que la comitiva de Losas enfilara las calles de Madrid, otro convoy, formado por varios camiones cargados de soldados y moros, se puso en marcha junto al Asilo de Santa Cristina en dirección a la calle Cea Bermúdez. A él se sumó el furgón de Propaganda por indicación de Rubiales, quien le anunció a Tello su propósito de ser el primero en dar la noticia de la liberación de Madrid desde los estudios de Unión Radio.
Al mismo tiempo que revelaba sus planes, Rubiales había conectado un receptor del que comenzaron a salir unos pitidos agudos, a los que siguieron unas frases entrecortadas.
—Esta es la frecuencia de Unión Radio. A ver de qué están hablando los rojos… —dijo Rubiales.
Las frases inconexas que se habían oído al principio dieron paso entonces a una voz nítida, con acento sudamericano. Rubiales comenzó a oír aquella voz con la boca entreabierta, y después hundió la cara entre sus manos con desesperación, mientras del aparato fluía una alocución entusiasta:
—Os hablo con la voz hecha un nudo en la garganta, con la emoción de estar en Madrid, en este Madrid torturado y que a pesar de sus dolores se pone en pie jubiloso para recibir a nuestras tropas que, con igual impaciencia, aguardan la tan esperada orden de ¡adelante!, para tomar posesión de este Madrid que ya es del Caudillo y de España. De la España una, grande y libre que soñara José Antonio y por la que han luchado durante tres años nuestros heroicos soldados…
—¡Bobby Deglané! ¡Ya se me ha adelantado Deglané! —gritó Rubiales a la vez que apagaba de un manotazo el receptor, mientras Tello le miraba con extrañeza desde la cabina—. No le ha debido hacer ni puñetero caso a Losas y ha entrado en Madrid por su cuenta y riesgo. ¿Pero cómo se las ha podido arreglar para llegar a Unión Radio y que le dejaran hablar ante el micrófono? Si no tiene ni idea de lo que es hablar por radio…
Tello escuchó durante un buen rato las protestas de Rubiales por la anticipación de aquel Deglané, pero sin llegar a entender qué importancia tenía que hubiera sido uno u otro el que diera la noticia de la liberación de Madrid. Cosas de periodistas, pensó. Lo importante era que ellos mismos estaban entrando en la ciudad, detrás de una camioneta descubierta, en la que iban veinte moros con los fusiles entre las rodillas.
A medida que el convoy atravesaba las calles de Bravo Murillo y San Bernardo, iban saliéndoles al paso decenas de civiles que enarbolaban un número cada vez mayor de banderas nacionales, lo que a Tello le impresionó tanto como los vivas a Franco, los aplausos y los brazos en alto con los que les saludaban. A Rubiales, sin embargo, aquel entusiasmo no lograba liberarle de su abatimiento por no haber dado la primicia radiofónica de la entrada en la capital.
El instinto de Tello le hacía estar en guardia. A pesar de la ausencia de soldados rojos, que parecían haber desaparecido como por ensalmo, no dejaba de pensar que estaba entrando en una ciudad enemiga y que el bullicio de la población podía tornarse en cualquier momento en una trampa mortal. La expresión grave y reconcentrada con la que los moros de la camioneta delantera miraban ventanas y balcones, muchos de ellos engalanados con la bandera roja y gualda e incluso con mantones de Manila, no hacía más que reforzar su temor de que todo aquel recibimiento fuera sólo un engaño.
Sólo se sintió seguro cuando, después de callejear hasta desembocar en la plaza de España, vio las primeras unidades de infantería nacionales, que supuso llegadas de la ribera del Manzanares y la Casa de Campo. Antes de subir por la Gran Vía, pudo ver cómo un soldado se encaramaba a la grupa del burro de Sancho Panza, junto al monumento de Cervantes, y colocaba en la mano derecha del escudero de Don Quijote una vara con la bandera nacional, entre los aplausos y vivas de militares y paisanos. Delante de él, vio que otro soldado sacaba un plátano de su zurrón y se lo ofrecía a un niño, que lo devoró a mordiscos sin quitarle la cáscara, con cara de felicidad.
La presencia de aquellas tropas, guiadas por falangistas de la «quinta columna» y escoltadas por mujeres de todas las edades que marchaban sonrientes del brazo de los recién llegados, le convenció de que la ciudad había sido definitivamente tomada. Se lo confirmó, apenas un minuto después, el vuelo de dos formaciones de Junkers y Savoias, que pasaron sobre la vertical de la Gran Vía sin que se escuchara el lamento de las sirenas ni el repique de los antiaéreos.
El convoy se detuvo por fin en la plaza de Callao, frente al edificio Capitol, de aire neoyorquino, en el que compartían espacio un cine y un hotel cuyas entradas estaban protegidas por barricadas de sacos terreros, como todos los portales y comercios de la Gran Vía. La fachada del edificio lucía un gran rótulo de la Paramount Films y varios anuncios luminosos incompletos, destruidos por las bombas, como mensajes escritos en clave. Tello no vio los coches de la comitiva del coronel Losas, pero sí a varios oficiales de su cuartel general conversando a la puerta del hotel. En el cine contiguo se anunciaba la proyección de la película «Pecadores sin careta», protagonizada por Carole Lombard. A Tello le sobrecogió descubrir que, a apenas dos kilómetros de las trincheras desde las que habían estado asediando Madrid, la gente fuera al cine bajo la amenaza de los bombardeos, en aquella Gran Vía devastada, a ver las largas piernas de Carole Lombard en bañador, tal y como la mostraba el cartel que presidía la entrada a la sala.
A la vez que Tello y Rubiales descendían del furgón de Propaganda, un teniente de regulares había empezado a formar un cordón con los moros para contener a la multitud que se agolpaba ante el edificio Capitol al ver a tantos oficiales.
—¿Ha venido Franco? ¿Ha venido Franco? —oyó preguntar Tello a algunos civiles.
Muchas de aquellas personas pedían comida y tabaco, mientras que otras querían conseguir información sobre familiares o solicitar trabajo. No faltaban las que querían hacer denuncias, seguramente contra cabecillas rojos, como una anciana con un abrigo negro a la que la presión de la gente tenía atrapada contra la barrera de moros que le impedía el paso.
—Tengo que denunciar, tengo que denunciar… —decía la mujer.
Tello se acercó entonces a los moros e hizo una seña a uno de ellos para que la dejara pasar. La anciana tenía los labios llenos de pústulas y un ojo velado por una catarata. Tello cruzó con ella la puerta giratoria del hotel y la mujer puso cara de alivio.
—¿Qué tiene que denunciar, señora? —le preguntó en el vestíbulo.
—Que tengo hambre, hijo. No como desde hace dos días…
Tello miró a la mujer desconcertado, sin saber qué hacer. Estuvo a punto de decirle que esperara a la llegada de los camiones del Auxilio Social, pero después le preguntó a un soldado si había víveres en las cocinas del hotel. Este le respondió que los servicios de la división habían traído cajas con conservas y sacos de pan blanco para la alimentación del cuartel general. Entonces ordenó al soldado que se encargara de que le dieran algo de comida a la mujer y salió otra vez a la Gran Vía para reencontrarse con Rubiales, pero al acercarse al furgón sólo vio al conductor y a los dos soldados de la escolta. Uno de estos le dijo que Rubiales y el cámara se habían perdido entre la multitud, en dirección al hotel Florida, que mostraba su fachada devorada por la metralla al otro lado de la plaza. Logró abrirse paso hacia el centro de Callao, desde donde descubrió de nuevo, a unas pocas manzanas de donde se encontraba, la visión obsesiva del edificio de la Telefónica, en el que ahora advirtió los estragos provocados por la artillería. Al no ver a Rubiales ni al cameraman, decidió regresar al hotel del edificio Capital y esperarlos allí.
Estaba otra vez de mal humor. Había perdido a los tipos que debía escoltar y tenía hambre a pesar del dolor de la muela del juicio, que le había vuelto a aguijonear. Ya estaba a punto de entrar otra vez en el hotel para conseguir comida cuando oyó que una voz familiar le llamaba por su apellido. Al reconocer al comandante Barrinaga, que acababa de llegar con otros oficiales de la división, pensó que el dolor de muelas había sido premonitorio.
—Ya veo que no se separa de los de Propaganda. Es usted muy cumplidor, alférez Tello —le dijo Barrinaga sonriente, con el chaquetón de piel entreabierto, bajo el que lucía su pistolón.
—Las órdenes son las órdenes —respondió secamente.
—Un día que da gloria, ¿verdad? —dijo Barrinaga como si no le hubiera oído—. Jamás habría imaginado que entráramos así en Madrid. Es magnífico, magnífico… Hemos liberado a esta gente del infierno marxista. ¡De cuántos horrendos crímenes habrán sido testigos! Por cierto, ya sabe la noticia, ¿no?
—¿Qué noticia…?
—Que el coronel Losas va a ser nombrado esta tarde gobernador militar de Madrid. Es un nuevo honor para nuestra división. Me lo ha comunicado él mismo antes de marchar con Pemán a los estudios de Unión Radio, al final de la calle Serrano, para dirigirse por la emisora a los madrileños.
—Sí, es un gran honor… —respondió Tello, queriendo ser amable.
—Losas me ha anunciado también que va a celebrar su nombramiento un día de estos en el bar de Chicote, con todos los jefes y oficiales de la división… Pero falta una persona para que la fiesta sea completa, y quiero que usted me ayude a encontrarla —dijo Barrinaga misterioso, mientras le conducía hacia el interior del hotel—. El Servicio de Información y Policía Militar está muy ocupado con tanto rojo como anda suelto todavía por Madrid. Así es que necesitan refuerzos para otros cometidos, como el de encontrar y detener al teniente coronel Broto.
Volvió a sentir un nudo en el estómago. Estaba convencido de que Barrinaga quería rematar su venganza por sus indagaciones sobre el ocultamiento de las bajas de la división en el último ataque. A la vez, cayó en la cuenta de que el coronel Losas, extrañamente, no había preguntado en el Clínico a los jefes rojos por el paradero de Broto.
—Olvídese de los de Propaganda y vaya ahora mismo al antiguo Ministerio de la Guerra. Pregunte por el asistente del coronel Centaño, a cuyas órdenes se pondrá usted inmediatamente para colaborar en la captura de ese traidor —le dijo Barrinaga antes de darle la espalda y aproximarse a un grupo de oficiales que bebía y fumaba en un rincón del vestíbulo, a los que saludó con grandes aspavientos.
Salió de nuevo a la Gran Vía, dispuesto a cumplir las nuevas órdenes de Barrinaga. Llamó a sus dos hombres y se alejó con ellos entre el bullicio de la gente, sin hacer caso de las efusiones con que le premiaban los mismos que habían sufrido durante más de dos años el cerco de las fuerzas a las que él pertenecía. Sólo pensaba en la orden que le había dado Barrinaga: detener al que había sido su jefe de regimiento, el teniente coronel Broto, por haber desertado a los rojos.
Al dirigirse desde Callao hacia la Red de San Luis, se quedó mirando nuevamente el edificio de la Telefónica, mientras se preguntaba cómo podría encontrar una aguja en un pajar y dar con el paradero de un loco en aquella ciudad desquiciada por la guerra.