La noticia había llegado a las trincheras del lago de la Casa de Campo a la caída del sol. La trajo uno de los enlaces que cada tarde venían en bicicleta desde el puesto de mando de la brigada en la calle Arriaza a recoger el parte del batallón. Agustín Rueda había visto a los soldados arremolinarse en torno a aquel chaval alto y huesudo, con la cara enrojecida, que no dejaba de repetir como una ametralladora:
—¡Franco ha huido de España! ¡Hemos ganado la guerra!
Los soldados se habían quedado petrificados, mientras el enlace daba brincos de alegría en el centro del grupo, haciendo muecas y rompiendo en risotadas nerviosas. Al principio, Rueda tampoco había podido reaccionar ante la noticia, aunque después acabó pensando que aquel pobre desgraciado estaba borracho o había perdido el juicio. Lo mismo había llegado a creer, hacía sólo unos días, del veterano que le reveló que Negrín y sus ministros, junto con La Pasionaria y los principales mandos militares comunistas, habían salido de España nada más constituirse el Consejo de Casado.
En las últimas semanas se habían desencadenado los más impensables acontecimientos. Poco a poco fueron sabiendo de ellos en las trincheras, pero de manera vaga y fragmentada. Rueda había terminado cayendo en un confuso estado de ánimo ante la situación de la zona leal. Ya nada parecía lo que era, ni nada era lo que parecía. Lo único seguro es que la guerra estaba llegando a su fin. Dos días antes, las radios de Madrid habían informado del comienzo de la ofensiva de Franco en los frentes de Extremadura y Toledo, como consecuencia del fracaso de las negociaciones para conseguir una paz honrosa. En las trincheras se comentaba que Casado había intentado pactar una entrega escalonada del territorio leal para que se pudieran poner a salvo en los puertos de Levante los dirigentes y militares más comprometidos. Pero Franco había exigido una rendición inmediata, precedida por la entrega de lo que restara de la aviación republicana, para la que sólo había dado un día de plazo.
El enlace seguía con su bufonada cuando llegó el cabo Fraguas con cara de pocos amigos.
—¿Quién te ha dicho lo de Franco, cara de remolacha? —le había espetado al enlace.
—Lo dice todo el mundo en el puesto de mando…
—Los chupatintas tenían que ser. Todos emboscados al servicio de la «quinta columna». Los mayores fabricantes de bulos de todo Madrid. ¿Qué es lo que estarán tramando? —y se había quedado mirando hacia Madrid, con los ojos entrecerrados, como si bajo el cielo nublado que cubría la ciudad percibiera una mayor amenaza que la que aguardaba en las trincheras enemigas.
—No lo sé, cabo… —había respondido confuso el enlace.
—¡No estoy hablando contigo, cara de remolacha! A lo mejor se dice lo de la huida de Franco para que no pensemos en el ataque final contra Madrid. Acordaros del asalto de la otra madrugada. No fue más que un ensayo…
Rueda recordaba ahora perfectamente la escena, mientras se acurrucaba como un niño asustado en el fondo del refugio. Estaba solo, ya que a sus cuatro compañeros les había tocado hacer la guardia esa noche. El cabo Fraguas había ordenado que la hicieran juntos los cuatro, lo que era algo completamente inusual, pero no les había dado explicaciones. Mateo pensaba que la orden del cabo estaba relacionada con el temor de que el ataque sobre Madrid se desencadenara esa misma noche. Pero también podía tratarse de una medida para evitar las deserciones hacia el enemigo, que en los últimos días se estaban multiplicando en todo el frente de Madrid sin que nadie pudiera o quisiera evitarlo. En su batallón habían terminado por consignar a los desertores en el parte como «soldados en paradero ignorado», para no reconocer su fuga. En el último parte se habían contabilizado treinta y ocho desaparecidos.
—Con tanto hablar de la «paz honrosa» no hay quien mantenga en pie un ejército —había dicho el cabo Fraguas al comentar la cifra de desertores.
Los que se fugaban hacia las líneas rebeldes eran tantos como los que se marchaban a sus casas, con cualquier excusa. Días atrás algunos oficiales y soldados habían solicitado permiso para acudir al sepelio de tres jefes y un comisario del Ejército del Centro fusilados por los comunistas en El Pardo. Rueda había leído en ABC la crónica de aquel multitudinario cortejo fúnebre, encabezado por el general Miaja, que recorrió Lista y desembocó en la plaza de Manuel Becerra entre un cordón de fuerzas situado a lo largo de todo el recorrido.
Los féretros, cubiertos con la bandera republicana, fueron despedidos en Manuel Becerra por una gran multitud, antes de ser trasladados al cementerio del Este. Miaja presidió en aquella misma plaza el desfile de las fuerzas que habían acompañado como guardia de honor, en doble columna, la comitiva fúnebre, con banda de música incluida. A Rueda le había conmovido pensar que aquel sería posiblemente el último desfile del Ejército Popular de la República, y que había servido nada menos que para rendir tributo a unos jefes leales asesinados por quienes habían sido, durante cerca de tres años, sus hermanos de armas. Aquel dramático colofón, pensó, no podía ilustrar de mejor manera el desastre militar y político de la República sobre el que había oído clamar siempre a su padre.
Ya habían pasado tres días desde aquel homenaje fúnebre y muchos de los camaradas que habían sido autorizados a asistir al mismo aún no habían regresado a la unidad. Pero no faltaron los cumplidores que volvieron a primera línea después del entierro y a los que Rueda no sabía si admirar o tachar de locos. Lo mismo pensaba de los servidores de la defensa antiaérea, que aquella misma mañana habían tirado frenéticamente contra una formación de doce «pavas» cuando sobrevolaba Madrid de este a oeste.
Cuando vieron sobre sus cabezas aquellas siluetas negras rugientes, que parecían rasgar el cielo encapotado, todo el mundo pensó que había llegado la hora del ataque final. Pero los Junkers pasaron de largo para su alivio. Nada más situarse en la vertical de Madrid, fueron hostigados por las baterías antiaéreas, entre los aplausos y vivas de algunos soldados de su compañía. Rueda envidió a aquellos artilleros por el sentido del deber que demostraban, no como él que, desde que había llegado al frente, no había dejado de maldecir su suerte por verse obligado a cumplir el suyo.
Ahora, en aquel refugio excavado en las malolientes entrañas de la Casa de Campo, seguía renegando de su suerte. Pensó que su destino no iba a ser otro que morir sepultado por el diluvio de bombas que, según decía todo el mundo en las trincheras, iba a preludiar la ofensiva de los fascistas. Ahora sí que parecía un cordero camino del matadero, como le decía siempre aquel Mateo Linares con el que había llegado al frente. Por si fuera poco, le habían trasquilado el día anterior por los piojos. Y allí estaba, rapado al cero, esperando la muerte tendido sobre una tela de saco como único colchón, vestido con el mismo uniforme que llevaba desde que había llegado a las trincheras y con una manta miserable por toda mortaja.
Su único consuelo era que aquella noche había podido distraer el hambre. Aún podía paladear el sabor de las cebolletas que el cabo Fraguas había traído para repartir entre los hombres de su sección. Hacía dos días que no tenían nada que llevarse a la boca, salvo unos mendrugos de pan negro y unas galletas que parecían hechas con serrín. Nadie les había dado explicaciones por la falta de suministros. En realidad, nadie les había dado tampoco ninguna explicación de cuanto había ocurrido en Madrid en las últimas tres semanas.
A los nuevos mandos ni siquiera se les había visto pasar por allí para revisar las posiciones o animar a los hombres ante el inminente asalto final. Sabían por el cabo Fraguas que al jefe del batallón, el mayor Mercadal, lo habían detenido por haber participado en la sublevación comunista contra el Consejo. Al jefe de la compañía le habían cambiado de destino, pero no habían enviado todavía a su sustituto, y lo mismo había ocurrido con el comisario político.
Todo el mundo se preguntaba por qué al cabo Fraguas no le habían depurado también. No sólo porque era un comunista convencido, sino porque seguía maldiciendo al coronel Casado por haber dado el golpe contra Negrín.
—¡Casado va listo si cree que nos va a poder matar de hambre para ahorrarle trabajo al verdugo de Franco! —había exclamado mientras distribuía las cebolletas, recogidas en un lugar que sólo él conocía.
A Rueda le habían tocado tres de aquellas raíces bulbosas, que devoró ansiosamente con medio chusco porque no había probado bocado desde aquella mañana.
—Mastica despacio, desertor, que te aprovechará más —le había dicho Fraguas.
Aunque seguía llamándole «desertor», el cabo le trataba de otra manera desde que habían rechazado el ataque enemigo junto al lago de la Casa de Campo. Era cierto que le había humillado a las pocas horas, por hacerse pis en los pantalones durante el bombardeo a causa del miedo y de su costumbre de aguantar sus necesidades hasta lo indecible para demorar la visita a las apestosas letrinas. Pero después el cabo cambió de actitud, quizás porque le sorprendió que no se hubiera pasado a los fascistas durante el combate, como habían hecho los de la sección de ametralladoras que guarnecían la Casa de los Pozos.
Desertar había sido su único pensamiento cuando llegó al frente. Pero no se había pasado durante el ataque por no comprometer a Mateo Linares, con el que había estado de guardia aquella madrugada. Si hubiera desertado entonces, Linares se la habría cargado con el cabo Fraguas por no haberle matado por la espalda. Aquel chaval era incapaz de hacer daño a una mosca y además no acertaría con el fusil a un tranvía ni aunque pasara a un metro de distancia. Lo más seguro es que, como castigo por no haber evitado la deserción de su compañero de guardia, el cabo Fraguas habría impedido a Linares jugar en el equipo de fútbol de la brigada, que era su mayor ilusión. Hacía falta estar loco para ir a la guerra pensando en jugar al fútbol. Alguna noche incluso había oído hablar en sueños a Linares del campo de Chamartín.
A Linares no le había vuelto a ver desde el día en que condujeron a El Pardo a los prisioneros capturados durante el ataque rebelde. El cabo le había dado permiso al chaval para quedarse en El Pardo, aunque Rueda nunca había llegado a saber con qué propósito. Algunos rumores lo daban por muerto en los Nuevos Ministerios, pero no había logrado confirmarlos. Al final se vio forzado a preguntarle al cabo Fraguas si sabía algo de Linares, pero este le respondió con una evasiva.
—Estará bordando banderas de Falange como todo el mundo, para cuando los fascistas entren en Madrid…
A Rueda le había molestado aquella respuesta. Al fin y al cabo, Linares había salvado la vida a toda la sección. Si no les hubiera dicho que se echaran al suelo cuando se estaban acercando a la Casa de los Pozos, un segundo antes de que los facciosos empezaran a dispararles, ahora estarían todos muertos, incluido Fraguas. Fue aquel tiroteo el que le había hecho desistir definitivamente de su idea de desertar. Desde entonces se había convencido de que, para los que estaban enfrente, él sólo era un enemigo más. Si se pasaba a sus filas, lo más seguro es que acabara con sus huesos en un campo de prisioneros. Lo mejor era largarse hacia Madrid si las cosas se ponían feas, aunque fuera por los túneles del alcantarillado que daban al Manzanares, como les había aconsejado un veterano el mismo día que llegaron a primera línea.
Asediado por el silencio sepulcral de la noche en el fondo del refugio, no lograba quitarse de la cabeza que todo cuanto le había ocurrido en los últimos meses había sido por culpa de su padre. Aún recordaba la escena en el salón de su casa en la plaza de Chamberí, con la triste luz del atardecer invernal derramándose por la estancia: su madre arrodillada en la alfombra, llorando a los pies de su padre que, sentado en su butaca, con las manos en las rodillas, se mantenía hierático, inflexible.
Parecían dos personajes de un drama romántico. Su madre imploraba a su marido que le dejara esconderse a él, a su primogénito, en el sótano de la carbonería que tenía en Bravo Murillo, para eludir el llamamiento a filas.
—¡No quiero que me lo maten! ¡No quiero que me lo maten! —sollozaba su madre.
Su padre aguantaba aquel vendaval de desesperación con los ojos clavados en el techo tras sus enormes gafas, como si así pudiera evitar oír los lamentos. Hasta que se puso en pie, grande e intimidante como era, y mirándole a él, que asistía a la escena desde la puerta del salón con lágrimas en los ojos, dijo con voz teatral:
—Si te descubren en la carbonería, nos detendrán a tu madre y a mí, y tus cuatro hermanos pequeños no tendrán nada para comer. Tú eliges…
Aquellas palabras habían cortado en seco los sollozos de su madre, que levantó la cabeza para mirarle con la misma expresión de frialdad de su esposo.
—Tiene razón tu padre —dijo más sumisa que nunca.
Sí, su padre siempre tenía razón. La tenía hasta el punto de que Rueda, para explicarle su decisión de convertirse en un prófugo de filas, había utilizado los mismos argumentos que siempre le había oído a él sobre la inevitable derrota de la República. Cuando se supo del comienzo de la ofensiva de Franco sobre Cataluña, su padre había sido rotundo:
—La República se ha desangrado en el Ebro. El ataque fascista será un paseo militar hasta la frontera, y entonces todo estará perdido.
Le habría gustado que su padre aprobara su negativa a empuñar el fusil en una conversación de hombre a hombre. Si la República estaba acabada, le dijo a su padre para intentar convencerle, no tenía sentido que él fuera a servir de postre a los fascistas. Además, en casa podía ayudar más que sirviendo de diana en el frente a unos de esos malditos aviones nazis, de cuyas bombas su familia había tenido que escapar varias veces refugiándose en la estación del metro de Chamberí. Pero fue en vano. Su padre, con su actitud rígida y fría, hizo lo posible para hacerle sentir como un niño desobediente que no quería ir a la escuela.
Fue entonces cuando su madre se echó a llorar, arrodillada ante su marido. Luego vino el comentario de su padre acerca de las represalias que podía sufrir la familia, pero a él no le pareció un argumento convincente. De quien su padre debía temer más represalias era de los facciosos, por haber dejado que su hijo se marchara al frente cuando la guerra estaba a punto de acabar. Tener un hijo desertor podía ser una garantía ante los vencedores. Pero prefirió no decir nada.
La negativa de su padre a esconderle en la carbonería, en la que él mismo trabajaba como ayudante, le sorprendió aún más si cabe conociendo sus críticas a la manera en que la República había conducido la guerra y, sobre todo, a sus alianzas internacionales. Su padre había votado a Portela Valladares en febrero del 36, pero se enorgullecía de que su familia hubiera vivido portal con portal con la de Largo Caballero en la plaza de Chamberí. Sin embargo, tanto a Largo como a Negrín les reprochaba su falta de visión por no haberse atraído el apoyo de Estados Unidos frenando los abusos de los revolucionarios. Según él, el único que podía salvar a la República era el presidente Roosevelt.
—Estamos muy lelos de Rusia para que Stalin pueda tener interés en España. A Stalin lo que le interesa de verdad es Polonia, lo mismo que a Hitler —solía decir.
Rueda apenas hablaba de política con su padre. Sabía de sus opiniones por las charlas que tenía alrededor de la mesa camilla con sus amigos. Algunas de sus ideas se las repetía él a su novia María, haciéndole creer que eran originalmente suyas, para que le tuviera por un hombre maduro. El argumento que más le gustaba citar a su padre era el de que, por mala que fuera la situación de España bajo la República, muchísimo peor había sido la decisión de Franco de conducirla a aquellos dos años largos de guerra, con su rosario de muertes, sufrimientos y devastaciones.
La misma noche que su padre se negó a ocultarle, tomó la decisión de fugarse de casa. Fue a esconderse entre las ruinas del último piso de la finca de la calle Viriato donde vivía su novia. Aquel quinto piso había sido destruido por un cañonazo de los rebeldes en los primeros meses del asedio. Ante la proximidad de la línea de combate, que había llegado a la Ciudad Universitaria y al Parque del Oeste, los padres de su novia decidieron refugiarse en la casa de unos familiares de la calle de Toledo. Aquel tampoco era un barrio seguro, por lo que terminaron regresando a Chamberí, pese a que el frente estaba a poco más de un kilómetro de distancia.
Las habitaciones de aquel piso bombardeado habían quedado a cielo abierto por la destrucción del tejado. Mucho antes de que fuera llamado a filas, María y él ya habían decidido que sería su refugio de amor mientras durara la guerra, por lo que Rueda terminó construyendo un pequeño chamizo con ladrillos y unos tablones en lo que había sido el salón de la casa. Allí, sobre un viejo colchón, María y él se entregaban al placer cuando salía de trabajar en la carbonería de su padre, en las tardes de buen tiempo y en las noches cálidas del verano.
Nunca habría imaginado que aquel chamizo pudiera convertirse un día en su escondite para no morir en las trincheras. Había logrado que María siguiera viviendo aquella situación como un juego prohibido, igual que sus encuentros amorosos, ajena a los peligros que entrañaba ayudar a un desertor. Ella le subía agua y parte de su comida todas las mañanas, a espaldas de sus padres. Lo hacía antes de irse a su trabajo de telefonista en el ayuntamiento, donde la había logrado colocar su padre, que era funcionario de abastos.
A pesar de los rigores del invierno y del angustioso tedio de aquellos días interminables, se había sentido más libre que nunca en aquel escondite. Algunos días, cuando los padres de María salían de paseo, bajaba con sigilo hasta su casa, en el segundo piso, para darse un baño de agua caliente y cambiarse de ropa. Aprovechaba también aquellos momentos de higiene para que su novia le curara con friegas de ajo caliente los sabañones que empezaban a salirle en las manos y los pies.
María solía proporcionarle camisas y pantalones sacados del fondo del armario de su padre, los cuales, además de viejos y en desuso, le quedaban ridículamente pequeños. A pesar de todo, le gustaba mirarse en el espejo vestido con ellos, mientras se repeinaba el pelo hacia atrás con brillantina, que era la forma con que había elegido despedirse de la niñez a falta de poder afeitarse, como hacían todos los chicos de su edad, por ser barbilampiño.
Así fue pasando el mes de enero, sin más sobresaltos que los estampidos de los duelos artilleros en la Casa de Campo y la Ciudad Universitaria. El tiempo mejoró en febrero, con días soleados y una temperatura más que primaveral, lo que atenuó los rigores de su vida como prófugo. Pero a finales de mes volvieron el frío y la niebla, como un triste presagio.
La última mañana de febrero un vecino subió imprevistamente a su escondite, mientras él estaba durmiendo en su chamizo, bajo un par de mantas. Se despertó al oír ruido. Miró a través de los tablones, conteniendo la respiración, y descubrió a un hombre mayor, con una larga barba blanca, enfundado en un abrigo gris. Vio que estaba recogiendo madera, por lo que decidió salir de su refugio y aparentar que había subido a llevarse los tablones de su chamizo para quemarlos en la estufa.
—Buenos días, señor. Menuda mañanita —dijo apareciendo por detrás del anciano.
—Anda, pero si es el desertor… —dijo el hombre nada más darse la vuelta.
Un calambre de pánico le atravesó de la cabeza a los pies y estuvo a punto de echarse a llorar.
—No te preocupes, muchacho. Si todo el mundo sabe que estás aquí. Tú eres el novio de la chica de los Páez, ¿verdad? —le preguntó el anciano.
Abandonó su refugio aquella misma mañana, después de anunciarle a María, que había subido como todos los días a llevarle comida, su decisión de presentarse a filas. Fue a la caja de reclutas de Chamberí, pero sin pasar por la casa de sus padres. No estaba dispuesto a vivir la humillación de aparecer como el hijo pródigo que volvía a casa después de su frustrada deserción y que se marchaba de nuevo para ir a la guerra.
En la caja de reclutas mintió como no lo había hecho en toda su vida. Dijo que estaba viviendo en Valencia con unos tíos suyos y que no había recibido la notificación de su llamada a filas y, para colmo, durante el viaje de vuelta a Madrid había perdido la cartilla militar. Creyó haber contado aquella historia con mucha convicción, aunque luego pensó que si hubiera dicho la verdad el encargado tampoco se habría inmutado. Aquel hombre parecía estar de vuelta de todo. A la vez que le entregaba un papel firmado y sellado para que se presentara en el centro de clasificación de reclutas de Atocha, le dijo con voz cansada:
—Cuando acabe todo esto, guarda este papel como un tesoro, muchacho. Lo más seguro es que el día de mañana puedas demostrar con él que fuiste el último quinto de la República.
En Atocha le enviaron a una escuela de la calle de Cea Bermúdez que servía de cuartel de instrucción de la 7.ª División. Allí durmió una noche, sobre el suelo de un aula, y al día siguiente estaba a las puertas del Palacio Nacional, con otros reclutas, para marchar al frente del Manzanares. Nunca llegó a averiguar cómo habían sabido los vecinos de la casa de María que estaba escondido en el último piso. Después de incorporarse a la brigada 42, sospechó que quizá el propio cabo Fraguas tuviera familiares o amigos en aquella casa de Viriato y que por eso conocía su historia como prófugo de filas. La familiaridad con que le había llamado desertor desde el primer día no hizo más que confirmarle esta sospecha. Pero, a pesar de sus continuos desprecios, había llegado al convencimiento de que aquel hombrecillo adusto, un punto despiadado, pero al mismo tiempo generoso como sólo podía serlo un pastor de la dura meseta castellana, era el único ser humano sobre la tierra capaz de garantizar que él saliera con vida de aquella guerra.
Atrapado ahora en la densa oscuridad del refugio, atrajo hacia sí el recuerdo de María para sentirse vivo. Necesitaba abrigar la esperanza de que muy pronto pudiera despertar de aquella pesadilla y mirarla de nuevo a sus grandes ojos negros. Necesitaba pensar en el futuro y buscar sus labios siempre sonrientes y sellarlos con los suyos. Necesitaba sacudirse el miedo y tantear bajo el vestido sus pezones animados por el escalofrío del tacto. Necesitaba olvidarse de la muerte y acompasar sus cuerpos lentamente, para después rozarse, entrelazarse, acoplarse, acometerse y después vaciarse… Vaciarse como se vaciaba ahora la angustiosa noche con su respiración jadeante, como se vaciaba su tristeza con la crecida del gozo, como se vaciaba la soledad de su alma en su deseo consumido.
—¡Desertor, qué carajo estás haciendo!
La voz del cabo Fraguas acuchilló la oscuridad desde la puerta del refugio. Se precipitó avergonzado a la realidad, sin tiempo para cubrirse con las mantas, mientras se abotonaba los pantalones. Otra vez su maldita mala suerte…
—Coge el fusil y vente conmigo —le ordenó el cabo sin dar más importancia al asunto.
Se puso el casco francés, se abrigó con el capote y salió del refugio como un animal fiel, aliviado por la indiferencia del cabo, pero de pronto le asaltaron de nuevo todos los temores que había intentado conjurar invocando el cuerpo de María. Decenas de fuegos ardían en la noche a lo largo del laberinto de trincheras y ramales excavados a orillas del Manzanares. Parecían estrellas caídas del cielo, consumiéndose después del impacto. Al otro lado de la carretera de Extremadura, a su espalda, resplandecían también las hogueras, alumbrando desde el interior de las casas en ruinas como fanales gigantes.
—¿Qué es lo que está pasando? —preguntó al cabo sin poder apartar la mirada de aquella constelación de incendios.
—Lo estamos quemando todo. Los documentos, las listas de oficiales y tropa, los mapas, los partes, las órdenes… Todo, hasta el último sello. Ayer se transmitió una orden del jefe del Ejército del Centro para todos los frentes, pero alguien decidió que en este sector debíamos ser los últimos en enterarnos. No nos han perdonado que nos pusiéramos del lado de Barceló para intentar aplastar el golpe de Casado…
—¿Qué orden era esa, cabo?
—La orden de no disparar un tiro e izar bandera blanca en todas las posiciones si los fascistas lanzan su ofensiva final. Ayer mismo cayeron sin lucha las posiciones de la Ciudad Universitaria, abandonadas por nuestras tropas. Seguro que Casado recibirá mañana a Franco en la plaza de la Moncloa para entregarle Madrid, como habían convenido. Si llego a saber que esto iba a acabar así…
Rueda se volvió instintivamente para no dar la espalda a las trincheras enemigas. La noche parecía más negra sobre las posiciones de los que ya eran vencedores. Los imaginó acechando en la oscuridad, dispuestos a abalanzarse sobre los despojos de aquel ejército derrotado. La idea de que el mando hubiera ordenado no combatir ante el asalto final de Franco apenas mitigaba su desasosiego por saberse ya, irremediablemente, parte de los vencidos. Desasosiego que empezaba a convertirse en pánico, al verse rodeado de aquellos resplandores tétricos entre los que adivinaba sombras de soldados deambulando como almas en pena, prisioneros del caos.
—Desertor, toma esto y sígueme. Y no cruces una palabra con nadie —le dijo el cabo tendiéndole una pala.
Se quedó inmóvil, mirando fijamente aquella pala como el objeto más extraño que hubiera visto en su vida, hasta que el cabo Fraguas le golpeó con ella en el pecho, como para despertarle de su mal sueño. Después de colgarse el fusil al hombro, cogió la pala y siguió al cabo por los ramales de la trinchera, entre los pinos altos que dominaban el lago de la Casa de Campo. Recordó con espanto la visión del centinela muerto de un morterazo durante el ataque fascista. A pesar de la oscuridad, pudo orientarse y reconocer el camino cubierto que conducía desde sus posiciones de la Puerta del Ángel hasta la barriada que se levantaba a orillas del Manzanares, junto al Puente del Rey.
Después de cruzar la tapia de la Casa de Campo por una brecha abierta a un centenar de metros de la puerta principal, vieron una decena de soldados que, bajo la luz de un par de linternas, daban cuenta de los restos de un depósito de suministros de primera línea. El cabo Fraguas le hizo entonces una señal para que caminara con sigilo y pasaron sin ser advertidos.
Cuando llegaron a las primeras casas de la barriada del Manzanares, de las que apenas quedaban en pie los muros heridos por la metralla, pensó que el cabo le estaba guiando hacia las alcantarillas, para entrar por una de ellas y llegar hasta el corazón de Madrid, cuya silueta espectral podía apenas intuir como el escenario de un drama a punto de comenzar. Aunque estaba sobrecogido por la cercanía de la ciudad sumida en la negrura, se rio para sus adentros al imaginarse al cabo levantando en cualquier calle la tapa de una alcantarilla, para después emerger del adoquinado como si fuera lo más normal del mundo.
Al girar la esquina de una de aquellas casas en ruinas, encontró por fin la explicación a aquel misterioso paseo nocturno. El cabo Fraguas apartó unos espesos ramajes bajo los cuales se extendía la lona de una tienda de campaña, de la que tiró dejando al descubierto cuatro cajas de madera.
—Ayúdame a enterrarlas, desertor. Tengo ya casi terminada una zanja. La empezaron a cavar tus compañeros de refugio, a los que saqué de la guardia, pero los muy cabrones se largaron aprovechando que me había ido a echar una meada —le dijo el cabo señalándole un punto cercano, bajo el muro de la casa.
Rueda intentó levantar una de las cajas, pero sólo pudo alzarla de un lado. Al dejarla caer otra vez, escuchó un tintineo metálico en su interior. Aquel sonido le hizo pensar que se trataba de un tesoro, producto del saqueo de iglesias y palacios, que el cabo Fraguas había logrado mantener oculto toda la guerra.
—¿Qué hay en las cajas, cabo? —le preguntó.
—Nada de lo que estás pensando. Pero me ha costado mucho reunirlos. En unas pocas horas he logrado dejar sin armas a todo un batallón fascista…
—¿Qué quiere decir?
—Son cerrojos de fusil, desertor. Los he ido recogiendo de todos los fusiles abandonados en nuestras posiciones, y así estarán inservibles cuando los encuentren. Si los facciosos me tienen que fusilar, que no sea con las armas de la República… —dijo el cabo antes de saltar al interior de la zanja, donde había otra pala.
Se conmovió al ver a aquel hombrecillo en la zanja, hiriendo furiosamente la tierra con su pala. Sin saber bien por qué lo hacía, se quitó el casco y se puso a cavar él también. Cuando el cabo consideró que la zanja ya era lo suficientemente profunda, metieron las pesadas cajas. Antes de cubrir de nuevo el agujero, Fraguas le dijo que enterrara el fusil que llevaba. Al ver que dudaba, se lo quitó del hombro tirando del correaje con violencia, y Rueda se descubrió más vulnerable aún al verse sin él.
—¡Joder, desertor, no me digas que ahora has decidido parar tu sólo a los moros y a los italianos! —le espetó el cabo.
Después de tapar la zanja, el cabo ocultó la tierra removida con ramajes. Después se sentó en el suelo, apoyando la espalda en la pared acribillada de la casa. Se quitó el gorrillo ruso, lo ahuecó con el puño derecho y lo observó un instante, suspirando. Después lo arrojó con fuerza lejos de sí.
—Ahora es mejor que nos separemos. No te conviene que los fascistas te encuentren conmigo. Yo soy de los que han tenido las manos manchadas de sangre, como dice Franco, pero de la sangre de las ampollas reventadas de trabajar en el campo desde los cinco años, en vez de ir a la escuela…
—¿Y a dónde voy yo? —le preguntó Rueda azorado.
—A donde te salga de los cojones. Hemos perdido la guerra, así que ya estás licenciado… Mira, mañana va a hacer buen tiempo.
Fraguas se había puesto en pie para contemplar el cielo estrellado. Cuando se estrecharon las manos al despedirse, a Rueda le pareció descubrir que, bajo sus espesas cejas, el cabo tenía los ojos húmedos. Después lo vio marchar en dirección al Puente de Segovia. Tuvo la tentación de seguirlo a cierta distancia para no quedarse sólo en aquel paraje. Pero pensó que era mejor no abandonar el frente de noche, por lo que pudiera pasar, y decidió esperar el amanecer entre aquellas ruinas, cubierto bajo la lona de la tienda de campaña, con el casco como almohada, pensando de nuevo en María, en sus grandes ojos negros…
—Eh, chaval, chaval…
Rueda oyó aquella voz a las puertas del sueño. No quiso abrir los ojos. La claridad que atravesaba sus párpados le indicaba que había amanecido. Se asustó al pensar que aquella fuera la voz de un fascista y que estuviera a su merced. Los rebeldes debían de haber entrado en Madrid mientras él dormía. Otra vez maldijo su suerte…
—¡Me rindo! ¡No dispares! —dijo abriendo los ojos e incorporándose bajo la lona.
—Pero si no tengo con qué…
Descubrió a un muchacho de su edad, que le llegaba hasta los pies. Era rubio y de ojos claros, con el pelo alborotado y la cara ennegrecida por la intemperie. Llevaba un morral colgado del hombro derecho.
—Soy de la brigada 53. Vengo del Puente de los Franceses. Allí casi todos se están marchando a Madrid. El resto se ha quedado a esperar a los fascistas con banderas blancas para cambiarlas por comida —dijo el muchacho.
—¿Así es que todavía no han entrado en Madrid? —le preguntó Rueda sorprendido.
—No, todavía no. Deben de estar esperando a que llegue Franco para hacerlo.
—Yo soy de la 42. Estaba en la Puerta del Ángel. También han debido de marcharse todos.
—Así que tú también frenaste el ataque de hace unas semanas…
—Sí, y hasta hicimos prisioneros. Pero no creo que ahora nos convenga chulear de ello.
—Y que lo digas.
—¿Tienes algo de comer?
—No tengo ni un mal chusco.
—¿A dónde ibas por aquí?
—Quiero ir a una estación de metro para llegar a mi casa en Ventas. Pero, por lo visto, la de Norte está cerrada.
—La más cercana es la de Fermín Galán, al lado del teatro de la ópera. Si quieres, vamos juntos —le ofreció Rueda.
El muchacho le tendió la mano con una sonrisa y le ayudó a ponerse en pie. Rueda decidió abandonar su casco, como si rompiera la última atadura con su vida de soldado. Se sentía reconfortado por la compañía de aquel chaval, al que parecía conocer de toda la vida. A medida que se alejaban del frente atravesando las ruinas de la barriada del Manzanares, volvió a sentirse dueño de su destino.
Alcanzaron una pasarela junto al Puente del Rey cuando los rayos del sol comenzaban a derramarse sobre la silueta de Madrid. Vieron grupos de soldados cruzando la pasarela en dirección a la ciudad, como atraídos por el resplandor de aquel incendio anaranjado. En la otra orilla había algunos paisanos, incluso mujeres y niños, cuya presencia proporcionaba a la escena la dramática quietud de un grabado antiguo.
Cuando llegaron al otro extremo de la pasarela, Rueda oyó que algunas mujeres preguntaban a los soldados si los rebeldes ya estaban pasando, pero nadie se paraba a responderlas. Los niños rodeaban a los hombres pidiéndoles comida y estos les sonreían y se encogían de hombros. Algunos les regalaban las mantas que llevaban consigo, e incluso había quienes al pasar les dejaban sobre las cabezas sus cascos o sus gorras de plato y después los saludaban con el puño en alto, como un juego.
La afluencia de soldados se convirtió en riada cuando comenzaron a subir la Cuesta de San Vicente. Allí, a los pies del Palacio Nacional, junto al Campo del Moro, confluían los últimos defensores de Madrid. Venían del Puente de los Franceses, del Parque del Oeste, de San Antonio de la Florida, del Puente de Segovia… La mayoría de ellos iban desarmados y portaban hatillos, maletas, macutos o sacos con todo lo que habían podido salvar de la miseria de las trincheras, aparte de los tabardos, mantas y capotes con los que se abrigaban del frío del amanecer. Los pasos de aquellos centenares de hombres resonaban en las fachadas destruidas con el rumor de una marea en retirada.
Al pasar por la esquina de Arriaza, donde estaba el puesto de mando de su brigada, Rueda se entretuvo en contemplar la hoguera donde ardían montones de legajos. Allí perdió de vista al muchacho que le había despertado. Siguió a solas, sin hablar con nadie, como hacía la mayoría, pero dejándose arrastrar por aquella corriente humana, hasta que esta comenzó a dispersarse en todas las direcciones al llegar a la plaza de España.
Allí había muchos más paisanos, que observaban entretenidos las fortificaciones abandonadas junto al cañón de gran calibre que llamaban «El Abuelo», situado al pie del monumento a Cervantes. Unos niños subidos a lomos de las cabalgaduras de Don Quijote y Sancho saludaban a los soldados como triunfadores al confundirlos con las avanzadillas de los rebeldes. Rueda vio cómo a algunos hombres que marchaban a su lado se les llenaron los ojos de lágrimas, conmovidos por aquella equivocación infantil.
Cuando llegó a la plaza de Oriente, donde un mes atrás había sido citado como recluta para marchar al frente, pensó que por fin se había terminado su mala suerte. Se acordó de Mateo Linares y deseó con todas sus fuerzas volver a encontrarse con él, porque no le había agradecido lo suficiente que le salvara la vida en la Casa de los Pozos. Al entrar después en la plaza de Fermín Galán, a la sombra del teatro de la ópera, vio venir por Arenal una multitud que se dirigía al encuentro de los vencedores. Pensó que aquella gente y los soldados que habían abandonado el frente eran ya dos mundos separados, indiferentes el uno al otro. El pueblo ya no reconocía como suyo aquel ejército vencido. Sólo veía una chusma hambrienta y maloliente, que además podía arrebatarle los últimos chuscos de pan que le quedaban para llevarse a la boca.
Rueda se dirigió rápidamente a la boca del metro, asqueado por aquel pensamiento. Nada más bajar las escaleras le saludaron las notas de un acordeón. Un soldado, sentado en el suelo, junto a la taquilla, con una manta mugrienta sobre los hombros, tocaba una melodía triste, mientras a su lado tres jóvenes reclutas compartían una lata de carne. Cuando Rueda pasó junto al soldado del acordeón, este se quedó mirándole y le preguntó a bocajarro:
—¿Te gusta, chaval? Es una canción rusa, «Ojos negros». Como los de tu novia, ¿verdad?
Se zafó de su mirada burlona y dobló la esquina del corredor para bajar a los andenes de la línea z, abarrotados de soldados que parecían haber despertado de una pesadilla dentro de otra pesadilla. En los andenes siguió oyendo el sonido del acordeón y le pareció el adagio apropiado para el destino de aquel ejército en desbandada cuyo olor a miseria y hambre, a barro y humo de las trincheras, apenas lograba aplacar el fuerte hedor de las alcantarillas reventadas que emanaba de los túneles.
De la vía procedente de Sol, en dirección a Cuatro Caminos, emergió de pronto, perforando la oscuridad del túnel, el faro amarillento de un convoy. Los chirridos de los vagones al entrar en la estación redoblaron la atmósfera de ansiedad de los que esperaban, pero pronto fueron acallados por las exclamaciones alegres y atrevidas con la que los soldados saludaron a la mujer que estaba a los mandos de las puertas del convoy, con el cabello negro rizado, la camisa blanca y un pañuelo verde al cuello, como una aparición esperanzadora.
Rueda entró en el segundo vagón, dejándose llevar por los empujones. Las débiles luces del interior parpadearon después del toque de silbato y el cierre de las puertas. Cuando el convoy se puso en marcha, Rueda descubrió a su alrededor la verdadera prueba de que aquel era un ejército derrotado: de la mayoría de las mangas, bocamangas, solapas, gorrillos rusos y gorras de plato habían desaparecido las insignias y los distintivos. De ellos sólo quedaba el rastro de los hilos descosidos o las roturas del paño. Algunos tenientes y sargentos, sin embargo, conservaban sus estrellas y barretas, aunque Rueda no sabía si las lucían aún por despiste o por orgullo. Al fin y al cabo, no eran unos criminales, pensó. Su único delito había sido cumplir con su deber al servicio de un gobierno legítimo. También él era culpable porque, muy a su pesar, al final había cumplido con aquel deber, aunque no hubiera pegado un solo tiro.
Al llegar a la estación de Quevedo, a cuya entrada se cruzaron con otro tren atestado de soldados camino de sus casas, como si su propio convoy se reflejara en un espejo, descubrió que unos ojos le observaban fijamente desde un extremo del vagón. Aquella mirada bizca, aquella nariz aplastada, aquellas cejas espesas le resultaban muy familiares. Ya estaba a punto de reconocer a su dueño cuando vio que el hombre se abría paso para llegar hasta él.
—¡Desertor, qué sorpresa encontrarte por aquí!
Como activados por un resorte, todos los ocupantes del vagón clavaron sus miradas en el cabo Fraguas, que conservaba sus distintivos sobre la guerrera. Rueda supo que se habían dado por aludidos al oír la expresión humillante con la que siempre le llamaba el cabo. El propio Fraguas se dio cuenta de ello y sonrió a unos y a otros, como si hubiera sido cosa de broma. Cuando se abrieron las puertas con un bufido de aire a presión, Rueda tiró del brazo del cabo y salieron del vagón. Fraguas suspiró aliviado mientras el convoy, con su carga de vidas suspendidas en el vacío, era devorado por el túnel en dirección a Cuatro Caminos dejando tras de sí un lamento metálico.
—Yo me quedo aquí. Estoy a un paso de la plaza de Chamberí, donde viven mis padres —le dijo Rueda.
—Yo no tengo dónde ir. Había una lista en el puesto de mando de la brigada, en Arriaza, para conseguir un pasaporte y poder embarcarse en Cartagena o en Alicante. Pero cuando fui a apuntarme ya no había nadie.
Rueda miró al cabo Fraguas con la misma compasión que la noche anterior, cuando lo había visto cavar la zanja en la barriada del Manzanares para enterrar los cerrojos de fusil. Nunca había sabido el porqué de su gran autoridad en las trincheras, pero siempre había imaginado que era mucho más que un simple militante del partido. Sin embargo, aquel poder no le había servido de nada a la hora de dejar Madrid.
Al salir del metro, la ciudad le pareció más indiferente que nunca ante el destino de los vivos. Siempre había tenido aquel pensamiento desde que pasaba por allí de niño para llegar desde su casa al vecino Campo de las Calaveras, junto a Cea Bermúdez. Allí, en el solar donde antiguamente se levantaba el Cementerio de la Patriarcal, solía jugar al fútbol con sus amigos y era raro el día que no desenterraban, con sus patadas al balón, huesos de sus anteriores moradores.
A pesar de que se acercaba el fin de la guerra, advirtió un presagio funesto en la radiante luz de aquella mañana primaveral. Preguntó al cabo Fraguas qué era lo que pensaba hacer cuando las tropas de Franco entraran en la ciudad.
—Creo que lo mejor será que me saque los ojos y me ponga a pedir limosna, para hacerles creer que soy un pobre ciego —dijo el cabo hundiendo la cabeza en el pecho.
Rueda deslizó entonces su brazo derecho sobre los hombros del cabo y alzó la vista por encima de los tejados del Instituto Homeopático, hacia el profundo cielo de Madrid que tantas veces había admirado desde su refugio de Viriato, en el último piso de la casa de su novia.
—Vamos, cabo, conozco un lugar donde podrá esconderse hasta que vengan mejores tiempos.