XIV

Apretó los dedos índices contra sus ojos cerrados, con la cara entre las manos, pero la imagen volvió a aparecer con la viscosidad de una pesadilla. Entonces presionó los dedos con más fuerza hasta que la visión se esfumó entre las constelaciones que se proyectaban frente a sus ojos, como cuando era niño. Y al abrirlos de nuevo vio que las luces de la galería parpadeaban pesadamente y le pareció que allí, en las entrañas de Madrid, se sentía más fuerte el latido agónico de la ciudad.

La puerta frente a la que estaba esperando seguía cerrada, indiferente a su angustia. Se había sentado en una silla de cuero repujado, que se figuró traída del despacho de un alto funcionario de Hacienda, como todos los muebles que ocupaban los sótanos del ministerio de la calle Alcalá. Cuando ya se resignaba a no ser recibido, apareció en la puerta un oficial sin guerrera, alto y delgado, con la divisa de mayor zurcida sobre el bolsillo izquierdo de la camisa.

A pesar de su cara de rasgos anodinos, como un retrato al que un pintor se hubiera olvidado de darle expresión, Masip reconoció al ayudante de Casado, de cabeza extrañamente cuadrada y cabello negro, que le había entregado los documentos que guardó en casa de Isabel hasta el comienzo de los combates y después en la suya. En la mirada del ayudante, entreverada por el cansancio, descubrió un brillo de confianza y seguridad que no tenía cuando le vio en la «Posición Jaca».

—Capitán Masip, el coronel Casado no puede atenderle. Está esperando que lleguen de un momento a otro las noticias sobre la nueva reunión en Burgos de nuestros emisarios para negociar la paz —dijo el ayudante mientras le estrechaba la mano y le atraía hacia el interior de la estancia.

Se encontró en una de tantas habitaciones anegadas de humedad de los sótanos de Hacienda. Estaba apenas alumbrada por la luz de un flexo vencido sobre una mesa con un teléfono y varios montones de legajos. Aquella era para él la imagen que mejor simbolizaba la guerra moderna: un hombre, un teléfono y una montaña de órdenes firmadas en papel, y en algún otro lugar lejano, invisibles, inaudibles, los que morían cumpliendo aquellas órdenes.

—¿Ha traído los documentos que le confié? —rompió a decir el ayudante nada más cerrar la puerta detrás de sí.

—Sí, aquí los tiene —dijo con inseguridad, ofreciéndole la cartera que llevaba bajo el brazo.

De pronto, el oficial le pareció distante, frío, interesado. Habría abandonado en ese mismo momento aquella estancia de aire irrespirable si no hubiera pensado que era la única persona en todo Madrid que podía ayudarle.

—Capitán Masip, estamos al tanto de cuanto le ha sucedido y sabemos lo mucho que ha significado para usted el cumplimiento de esta misión. Tenga por seguro que el coronel Casado sabrá compensarle por lo que ha hecho. De estos documentos depende la vida de miles de personas. ¿Lo sabía usted?

—No, no lo sabía. Usted tampoco me lo dijo cuando me los entregó. Sólo me ordenó que diera mi vida por ellos si fuera preciso…

—Tenía mis motivos. El coronel Casado prefirió custodiarlos de esta manera, entregando distintas copias a personas de probada lealtad. En caso de que el pronunciamiento contra Negrín hubiera fracasado, nadie habría relacionado tales documentos con el Consejo. ¿De verdad no conoce su contenido?

—Le repito que no he visto los documentos… —contestó secamente Masip, otra vez desconfiado a causa de la insistencia del oficial.

—Ya no merece la pena que tenga secretos para usted. En estos documentos está el futuro de las miles de personas que habrán de salir de España después de que lleguemos al acuerdo con Franco. Aparecen detallados todos los recursos disponibles para que esas personas puedan rehacer su vida en el extranjero. Las cuentas que la República aún mantiene en Suiza para la compra de armamento, los billetes de las series que se cotizan en las bolsas internacionales, los depósitos del Banco de España expropiados a ciudadanos alemanes e italianos, el paradero de las colecciones de sellos valiosos… Incluso contiene planes para vender los tesoros artísticos expropiados o las toneladas de mercurio y azafrán almacenadas. ¿Comprende ahora su importancia?

—Por supuesto. Y ustedes sospechan que Isabel Mercada pudo informar de ellos a otras personas… —dijo Masip, impaciente.

—Serénese, capitán. No sospechamos nada. Todo esto tendrá que aclararlo el Servicio de Información Militar. Sólo queremos ayudarle. ¿Tenía ella contactos con la «quinta columna»? —preguntó tímidamente el oficial, como si quisiera evitar el tono de interrogatorio.

—¿Con la «quinta columna»? No, imposible. No tenía otra dedicación que cuidar de su madre enferma. Algunos días iba a la embajada de la República Dominicana a atender a huérfanos de guerra. La última vez que estuvo allí fue el último domingo de febrero, en la recepción que celebró la embajada con motivo de su fiesta nacional. Al volver, me comentó que no se había hablado de otra cosa que del aumento de las peticiones de asilo de autoridades y militares de la República en todas las embajadas de Madrid…

—Ha comprobado si…

—Sí, he ido a ver al secretario de la embajada. No está allí. Al secretario le afectó mucho la noticia.

—¿El hermano de ella no es un comunista implicado en la rebelión de Barceló? ¿Cómo se llama…?

—Francisco Mercadal. Era jefe de un batallón de la brigada 42. He sabido que fue hecho prisionero en los Nuevos Ministerios…

—Ah, los Nuevos Ministerios. Allí terminamos de sofocar el levantamiento comunista. Mercadal debió de ser uno de los últimos militares del partido que se rindieron a nuestras fuerzas. Los principales implicados en la sublevación comunista han sido trasladados a Valencia. Aquí en Madrid sigue habiendo riesgo de un nuevo golpe de los comunistas, y nos tememos que su partido ordene un asalto a las cárceles para liberar a sus camaradas, sobre todo después de que fusiláramos a Barceló y a ese comisario que detuvo a Zulueta, jefe de la 7.ª División. ¿Cómo se llamaba…?

—José Conesa…

—Conesa, sí… Al parecer, Barceló y él tuvieron algo que ver con el fusilamiento en El Pardo de los más estrechos colaboradores de Casado, los tenientes coroneles Otero, Pérez Gazzolo y Fernández Urbano…

—Y del comisario Peinado —remató Masip.

—Sí, también Peinado. Qué muertes más absurdas… ¿Sabe cuánta sangre ha costado la rebelión comunista? —preguntó el oficial con los ojos alzados, como si interpelara al techo.

Se sintió incómodo de nuevo. El ayudante había desviado la conversación, dejando en el aire sus sospechas sobre Isabel e incluso sobre él mismo por la posible revelación de los documentos secretos que le había confiado. Apenas pudo pensar en el balance mortal de aquel Madrid convertido durante una semana en campo de batalla entre los partidarios de Negrín y los de Casado. Él mismo había visto a los primeros muertos en las escalinatas del edificio de Correos.

—Se han recogido más de doscientos cadáveres en las calles y ha habido más de medio millar de heridos —se respondió el oficial a sí mismo con aire abatido—. Ha habido brigadas del Ejército Popular que han tenido la mitad de esas bajas en toda la guerra… Los soldados de Barceló luchaban engañados. Creían que el gobierno de Negrín estaba de nuevo en la ciudad y que combatían una intentona de la «quinta columna» para abrir los frentes de Madrid a las tropas de Franco. Cuando se entregaban a nuestras fuerzas, algunos de los soldados de Barceló levantaban los brazos gritando «Viva Cristo Rey», creyendo que los nuestros eran requetés.

—Ha dicho usted que el SIM tendrá que aclararlo todo… —interrumpió Masip para recuperar la conversación sobre Isabel.

—Claro que sí, capitán. Es un asunto delicado. No se trata sólo de la desaparición de una mujer. Usted mismo informó de que había guardado en la casa de esta mujer la documentación que se le ordenó custodiar…

—Sí, pero luego comuniqué que había trasladado la cartera a mi casa. Fueran lo que fueran aquellos documentos, no quería comprometer a nadie con ellos…

—En todo caso, habrá que determinar si la desaparición de esta mujer está relacionada con estos papeles vitales para el Consejo y si ha podido proporcionar información sobre ellos a otras personas. ¿Cómo dice que se llama?

—Isabel Mercadal…

El nombre de Isabel quedó suspendido en la penumbra. Masip hundió la cabeza y clavó la mirada en el suelo, cubierto de una apelmazada capa de polvo que nadie se había cuidado de limpiar en toda la guerra. Hizo resbalar la punta de su bota sobre aquella alfombra de inmundicia y bajo esta apareció la superficie de una baldosa de tierra cocida. Por vez primera se dio cuenta de que aquellos tres años de muerte y dolor habían sepultado lo mejor de su vida. Y entonces la visión volvió a atormentarle: dos hombres con uniforme sostenían, asiéndolo por los brazos, un cuerpo torturado de cuya cabeza vencida sobre el pecho caían mechones rubios salpicados de sangre.

El ayudante había empezado a hablar sobre las esperanzas de un acuerdo con Franco bajo las tres condiciones propuestas por Casado: paz honrosa y sin represalias, respeto a la integridad de la soberanía española y salida de España de quienes lo desearan. Decía que había asistido a una reunión de jefes y oficiales con el coronel Prada, el nuevo responsable del Ejército del Centro, y que le había admirado la determinación de este. Prada tenía muy claro que Franco debía optar entre una paz sin crímenes o la lucha a muerte, y de hecho había dado rigurosas instrucciones para la defensa de los frentes ante un posible ataque final de los facciosos.

El oficial continuó diciendo que Casado había removido ya el mayor obstáculo para llegar a un entendimiento con Franco, que era liberar a la República de la dominación comunista y de los dictados de la Unión Soviética. La huida de Negrín y los principales dirigentes comunistas lo había facilitado todo. Ahora le tocaba a Franco hacer lo mismo respecto de Alemania e Italia. Sólo así podía abrirse el camino de una paz auténticamente española, sin la injerencia de potencias extranjeras.

—Estamos seguros de que la paz no es el fin del mundo —continuó el ayudante, como si hablara consigo mismo—. Vamos a negociar con Franco la liquidación de una fase de la vida española, la que comenzó el 18 de julio de 1936. ¿No ha leído usted hoy el ABC? Dice que los republicanos seremos la corriente de opinión más importante en la reconstrucción del país. Ni vencedores ni vencidos, capitán Masip. Estamos seguros de que Franco aceptará incluso que los militares de la República podamos integrarnos en su ejército con nuestros empleos actuales. Los que hayan cometido delitos de sangre o delitos políticos podrán salir de España, una vez que acrediten ante el Consejo la necesidad de marcharse. Ya hemos organizado unas juntas de evacuación en las tres armas del Ejército para que los jefes, oficiales y clase de tropa que lo deseen puedan dejar España. ¿Usted qué va a hacer, capitán?

—Aún no lo he pensado…

Masip estaba aturdido. Le impresionaba que en las propias filas republicanas se empezara a asumir ya el lenguaje de los rebeldes: el ayudante hablaba de delitos de sangre, de delitos políticos… Él no había cometido crimen alguno, pero si Franco no aceptaba la propuesta de Casado, para hacer borrón y cuenta nueva de aquella guerra, olvidar sus horrores, buscar la reconciliación entre los españoles, él sería uno de los miles de jefes, oficiales y soldados de la República sobre los que caería el puño de los vencedores.

Era un inválido y no estaba afiliado a ningún partido ni sindicato. Pero había pedido voluntariamente tener mando sobre tropa para combatir a los sublevados. Aquello podía bastar para que le mandaran al paredón o le mataran de hambre en una cárcel. Su destino era separarse para siempre de Isabel, a menos que consiguiera engañar a los vencedores por su aspecto físico, diciéndoles que era el hermano bastardo del general Mola.

Cerró los ojos, apretándolos con fuerza. La visión que le atormentaba desapareció, pero en su lugar no vio las constelaciones de cuando era niño sino el vacío tenebroso de las noches de su infancia, cuando veía los rostros distantes de sus padres muertos. Aquel vacío se había abierto de nuevo ante él después de salir del edificio del ABC, cuando llegó a la casa de Isabel.

La entrada en Madrid de las tropas de Cipriano Mera, venidas de Guadalajara en apoyo del Consejo, había forzado a los comunistas a levantar el cerco sobre la sede del periódico. Masip pudo al fin descender con su motocicleta por la Castellana y girar hacia los bulevares desde Colón. Las calles seguían desiertas y aún resonaba por la ciudad el estruendo de los combates y, más lejano, el inconfundible redoble de las bombas de aviación. Se continuaba luchando contra los reductos comunistas en la Puerta de Alcalá y el principio de Serrano, donde estaba la sede del comité central del partido, en la que se habían atrincherado los insurrectos. Los aviones del Consejo habían actuado contra las tropas de Barceló concentradas en El Pardo, Fuencarral, Chamartín y Canillejas.

Al subir por los bulevares, había tenido dudas sobre la verdadera identidad de los hombres armados que se apostaban en las esquinas de Génova, Almagro y Santa Bárbara. Sólo al ver sus brazaletes blancos supo que eran fuerzas leales al Consejo. Unos guardias del Cuerpo de Seguridad le ordenaron detenerse bajo el monumento a Que vedo cuando iba a enfilar Sagasta. Al mostrarles el salvoconducto, se vio obligado a explicar que le había caducado porque había tenido que pasar un día entero encerrado en el ABC. Estuvieron a punto de impedirle el paso y obligarle a regresar al Ministerio de Hacienda, su punto de partida. Hasta que se decidió a mentir diciendo que iba a casa de su madre, a la que no había visto desde el comienzo de los combates.

—Haberlo dicho antes, capitán. Pero tenga cuidado, que aún hay «pacos» por todas partes. Un oficial de enlace como usted es una buena diana.

Había encontrado el portal abierto, extrañamente, y el ascensor y la escalera sin electricidad, como de costumbre. Al llegar al segundo piso, con el dolor atravesándole la rodilla maltrecha, había llamado una, dos, tres, cuatro veces al timbre de la casa de Isabel sin oír el crujido familiar de sus pasos sobre las maderas del corredor. Ante aquel silencio, se había decidido a llamar a la puerta de los vecinos, a los que no conocía. Al segundo timbrazo, alguien giró la mirilla. No pudo ver su cara. Entonces, del otro lado de la puerta comenzó a oír un lamento de mujer.

—Oficial, tiene que perdonamos… Mi hijo no ha podido ir al reclutamiento… Ha estado enfermo… Le aseguro que iba a ir cuando pasara todo este jaleo…

—Señora, lo siento… —había respondido él queriendo hacer ver a la mujer que se estaba confundiendo, pero sus palabras cayeron al otro lado de la mirilla como una condena.

—No nos haga más daño, por favor. Tenga compasión. A mi marido lo asesinaron las milicias en el Parque del Oeste. Mi hijo mayor murió en Brunete, reclutado en la división de Líster… Sólo me queda el pequeño… No le hagan nada, por favor… La culpa es mía, la culpa es mía…

—Madre, abra la puerta —había dicho una voz juvenil desde el interior de la casa.

La mujer liberó varios cerrojos y la puerta fue cediendo lentamente ante Masip. Se encontró frente al mismo vestíbulo en penumbra que el de la casa de Isabel, con una cristalera idéntica por la que se filtraba la luz grisácea del patio interior. En el centro de la estancia vio a una mujer menuda, con el cabello blanco. Detrás de ella, al comienzo del corredor y a contraluz, se encontraba un muchacho, aún más delgado que la mujer.

—Señora, no soy del centro de reclutamiento —había dicho para romper la tensión.

—Dios mío… —y la mujer ahogó un sollozo.

El joven se acercó a su madre y la abrazó, mientras afrontaba la mirada desconcertada de Masip.

—Oficial, puede usted denunciarme si quiere.

—Vengo a preguntarles por Isabel Mercadal y su madre. Soy un amigo de la familia —había aclarado Masip, como si no hubiera oído al joven.

—Ah… Isabel… La pobre Isabel… —dijo la mujer recuperando su tono de lamento.

—¿Qué les ha pasado?

—La madre, doña María, está con nosotros. Ahora está dormida —respondió el joven.

—Sí, Isabel nos pidió que la cuidáramos, que ella tenía que salir con aquellos hombres… —confirmó la mujer.

—¿Quiénes eran aquellos hombres? —preguntó Masip.

—Ellos mismos dijeron que eran del SIM y que sólo querían hacerla algunas preguntas —continuó el joven.

Masip había querido mostrar su gratitud hacia aquella mujer y su hijo, por lo que, antes de marcharse, se había dirigido al joven con voz amistosa.

—¿Cuántos años tienes, muchacho? —le preguntó.

—Diecisiete, señor.

—¿Cuándo tenías que haber ido a quintas?

—Hace dos semanas me llamaron para el cupo de instrucción…

—No tienes por qué preocuparte. El coronel Casado va a ordenar en los próximos días la desmovilización de los reclutas que se encuentran pendientes de clasificación en los centros de reclutamiento. Esto ya está acabado. Si tienen noticias de Isabel, no duden en hacérmelo saber —les dijo entregándoles una nota con su paradero.

Ya habían pasado dos semanas desde entonces. Una eternidad, el tiempo de una vida rota. Había buscado a Isabel por todas partes. No sólo había preguntado por ella en la embajada de la República Dominicana, también había ido a Gobernación y a las sedes del SIM en el Ministerio de Marina y en el paseo de Reina Cristina. Había hablado incluso con conocidos de los que sospechaba que estaban relacionados con la Falange clandestina. Tan pronto pensaba que Isabel había decidido pasarse al campo rebelde, para ir en busca de Broto, como temía que hubiera sido víctima de la caza desatada contra los comunistas, a causa de la implicación de su hermano en la revuelta contra Casado.

Eran cientos los militantes comunistas, hombres y mujeres, detenidos por el Consejo, y se contaban también por centenares los jefes, oficiales y comisarios del partido depurados en el ejército. Desde el final de la sublevación, los periódicos y las radios no habían dejado de anunciar ni un solo día el hallazgo en las sedes del partido de formidables tesoros en dinero y joyas, y de arsenales con las armas más modernas. Se decía que en la sede del comité provincial de Madrid, en la calle Antonio Maura, se había encontrado un millón y medio de pesetas en billetes. Y que en una casa del partido se habían requisado ochocientos fusiles ametralladores de origen checo y más de dos millones de cartuchos del nueve largo. Al parecer, ni tales armas ni tal munición existían en los parques y depósitos del Ejército Popular.

La mayor parte de las noticias se referían al hallazgo de almacenes con víveres de todo tipo en los edificios controlados por los comunistas, a los que se intentaba presentar como culpables del hambre del pueblo mientras ellos comían a dos carrillos. De hecho, se les acusaba de haber provocado que, en los últimos días, Madrid no hubiera tenido pan, harina y carne, al haber impedido su distribución. Algunas notas de los periódicos rozaban lo extravagante, como la que decía que se habían encontrado hasta cincuenta aparatos de cine sonoro en un hotelito de la Castellana en poder de las juventudes comunistas.

En aquel momento rompió a sonar el teléfono en la mesa del ayudante de Casado. Masip no pudo evitar un sobresalto. El oficial descolgó con fastidio.

—Ah, lo han traído aquí. Bien, bien… —y volvió a colgar—. Capitán Masip, ¿es cierto que su amiga había sido novia de un oficial llamado Tomás Brota, a cuyas órdenes estuvo usted en el Ministerio de la Guerra?

Tardó en reaccionar a la pregunta. No lograba comprender cómo el ayudante había llegado a conocer aquella información. Por un momento pensó que quien realmente había hecho desaparecer a Isabel era aquel hombre sin rostro.

—¿Por qué me lo pregunta? —dijo finalmente, temiendo que el oficial pensara que quería ganar tiempo.

—Broto desertó hace unos días de las filas rebeldes, donde tenía el grado de teniente coronel, y se presentó en nuestras líneas del frente del Manzanares —dijo el oficial calmadamente, como si quisiera medir el efecto que causaban sus palabras en su interlocutor.

—¿Broto hizo esa locura? —preguntó él sin alterarse, dando por hecho que lo conocía.

—Eso es lo que parece, un ataque de locura. Nadie con uso de razón se pasaría alegremente a nuestro bando cuando la guerra está a punto de terminar. A menos que haya una buena causa por la que merezca la pena hacerlo como, por ejemplo, dinero, riquezas… No sé si me comprende.

—Me gustaría que fuera más claro con sus insinuaciones. Así sabría de qué acusación debo defenderme.

—Capitán Masip, por favor. Le repito que nadie le acusa de nada. Sólo queremos que nos ayude usted. Lo único que sabemos de Broto es que tenía mando sobre un regimiento que cubre las posiciones entre el Cerro del Águila y el Puente de los Franceses. El coronel Barceló lo tuvo detenido en El Pardo hasta el final de la revuelta, junto con el resto de prisioneros hechos por los comunistas en Madrid. Acaban de traerlo aquí desde la cárcel de Porlier, para que decidamos si lo metemos en un manicomio o no, y pensamos que usted nos puede echar una mano.

El ayudante se había levantado de la silla mientras decía estas palabras. Tomó la gorra de plato de un perchero y se la caló hasta las cejas.

—Vamos, capitán. Nos están esperando en otra habitación de este mismo sótano —dijo al tiempo que abría la puerta.

Salió de la estancia más inseguro de lo que había entrado. La aparición en escena de Broto le había acabado de confundir respecto a la suerte que pudiera haber corrido Isabel. No le cabía duda de que el ayudante de Casado creía tener en su poder todas las piezas de una confabulación respecto a los tesoros de la República, pero no lograba encajar unas piezas con otras. Seguramente, el oficial pensaba que Broto y él podrían dar sentido a aquel supuesto rompecabezas.

Al llegar a un extremo del pasillo, ante una habitación con la puerta abierta, vigilada por tres guardias, el oficial le invitó a pasar al interior con una frase calculadamente ambigua sobre sus verdaderas intenciones:

—Usted es la única persona en todo Madrid con la que Broto puede hablar con confianza, si es que no está loco de verdad…

Los guardias le franquearon la entrada para después cerrar la puerta de golpe a su espalda. Le cegó la luz de una lámpara colgada del techo, en el centro de la habitación. Tuvo pánico bajo aquel deslumbramiento, pero le reconfortó notar el peso de su pistola en el cinto. Por unos segundos no logró ver nada, hasta que descubrió a un hombre sentado en una silla, al fondo de la estancia, frente a otra silla vacía. Vestía una camisa blanca mugrienta con los puños abiertos y los faldones caídos sobre un pantalón de canutillo caqui. Llevaba unas botas cortas sin cordones, con la lengüeta ridículamente salida. Tenía los brazos caídos y la cabeza hacia atrás, con los ojos casi en blanco. Parecía estar muerto. La oscuridad velaba su frente, que quedaba fuera del foco de la lámpara, lo que subrayaba la palidez fantasmagórica del resto de la cara, cubierta con una barba canosa y abandonada.

Apoyó sus manos en el respaldo de la silla vacía, vencido por el peso de sus recuerdos. Por fin reconoció a Broto, pero su rostro era el de una vieja fotografía cuarteada. No se atrevió a pronunciar una sola palabra. Se sabía observado de alguna manera por el ayudante de Casado, por lo que se quedó mirando a Broto desde detrás de la silla vacía, hasta que lo ojos de este recobraron la vida y se clavaron en él.

—¿Eres tú, verdad?… ¿Tú también estabas en el río?… ¿La has visto a ella?… —se quebró la voz de Broto en la penumbra.

Le invadió una extraña mezcla de odio y temor al descubrir las lágrimas que empezaban a caer por el rostro mortecino de Broto. Le dieron ganas de levantarle de la silla y estrellarle la cabeza contra la pared. No lograba liberarse del morboso pensamiento de que Isabel siempre había amado a aquel hombre. A él sólo le había considerado como un lugar en el que refugiarse bajo un bombardeo. Un lugar al que te acoges con alivio, pero del que deseas salir cuanto antes, cuando todo haya acabado. En el Madrid asediado, él había sido aquel refugio para Isabel, que sólo pensaría en salir de allí para volver a su vida interrumpida por la guerra, para volver a los brazos de Broto.

Broto se puso en pie repentinamente, como si los pensamientos de Masip le hubieran devuelto la energía. Dio unos pasos desorientados de un lado a otro de la estancia, cogiéndose la cabeza entre las manos, y luego se paró ante su antiguo subordinado. Hedía igual que si hubiera estado sumergido en una charca cenagosa. Aquel hedor forzó a Masip a volver la cabeza, pero ahora ya no sintió odio ni temor, sino una profunda compasión hacia Broto y hacia sí mismo. Tenía ante él la sombra del hombre bravucón y galante que había conocido antes de la guerra, aunque seguía cargando sobre sus anchas espaldas lo que quedaba del peso de su juventud.

A través de la desorientada mirada de Broto, logró asomarse al profundo abismo al que le había arrojado la locura. Quizás Broto había desertado por amor a Isabel, un amor extremo que le había llevado a aquel acto suicida para protegerla en el caos final del Madrid vencido. Se preguntó si él habría sido capaz de hacer lo mismo. Volvió a sentirse inferior ante aquel hombre, como le había sucedido antes de la guerra, cuando Broto logró que Isabel cayera en sus brazos.

Ahora los dos desconocían el paradero de Isabel, y a los dos les esperaría el pelotón de ejecución si fracasaban las negociaciones de paz de Casado. A Broto por haber desertado del bando de los vencedores, y a él por no haber desertado del de los vencidos. Aquella era la voluntad del destino, caprichosa y cruel: habían luchado en bandos diferentes, pero habían perdido la misma guerra, habían perdido a la misma mujer.

—Ella está muerta… La he visto en el río… Estaba con mis hombres… Había muchos cadáveres… —volvió a temblar la voz de Broto.

Masip se asustó ante aquel fogonazo de locura. Sintió en el alma la quemazón de aquel estallido irracional y se vio caer sobre un manto de recuerdos abrasados, como cuando una ametralladora fascista le abatió frente al palacio de La Granja con la rodilla abierta por el plomo. Aquella herida le había ayudado a entrar en la vida de Isabel, en sus días de convalecencia en el hospital del Palace, pero ahora las palabras enajenadas de Broto parecían expulsarle definitivamente de ella.

Durante los últimos días, mientras buscaba a Isabel por todo Madrid, Masip se había dicho a sí mismo que sólo su pensamiento podría mantenerla con vida, unida a él. No se había permitido flaquear, dudar, abandonar ni un momento la idea de que ella estaba viva, porque habría sido como dejar que se alejara para siempre de él. Recorría las calles en su Royal Enfield y la veía aparecer en cada esquina, en cada ventana, en cada portal, pero siempre era otra mujer, y aunque descubría que no era ella, aquella fugaz emoción de haberla encontrado le animaba a seguirla buscando, seguirla pensando y seguirla confundiendo de nuevo con cada mujer que se aventuraba a caminar sola por las calles de Madrid.

Ahora, frente a la sombría revelación del hombre que ella había amado antes de la guerra, se rindió a la brutal visión que le había asaltado en aquellos días: Isabel, arrastrada por dos hombres, torturada y moribunda, como aquel comisario de artillería que unos guardias habían traído a Hacienda, acusándole de ser un cabecilla de la rebelión comunista. Ya no tenía duda de que los dos hombres que aparecían en su visión habían arrojado a Isabel al río del que hablaba Broto en su demencia: un río henchido de cadáveres, un caudal de muerte que había anegado todo en aquellos tres años de guerra. Y ahora pudo al fin reconocer, sobrecogido, a aquellos dos hombres: eran Broto y él mismo.

Retrocedió entonces ante la mirada inhumana de Broto, sin darse cuenta de que la puerta empezaba a abrirse detrás de él. El ayudante de Casado hizo ademán de entrar en la estancia, pero se quedó en el umbral. Masip no supo qué hacer, hasta que el ayudante le agarró del brazo y lo sacó fuera. Los dos guardias penetraron en la habitación y empujaron a Broto hasta sentarlo de nuevo en la silla. Se volvió para ver por última vez al que había sido su superior, rodeado otra vez por la oscuridad, sumergido en la ciénaga de la demencia.

—Ya me doy cuenta de que no ha conseguido saber mucho, capitán. Dudo incluso de que Broto le haya reconocido —le dijo el oficial, sin preocuparse por disimular que había escuchado tras la puerta.

—¿Qué van a hacer con él? —preguntó Masip.

—Lo llevaremos al Hospital Provincial para encerrarlo con los locos. Ya puede usted marcharse, capitán Masip. Sé que está usted destinado en el cuartel general del coronel Prada. Me pondré en contacto con usted si averiguamos algo de… ¿Cómo dice que se llama su novia?

—Isabel Mercadal… Ya se lo he dicho mil veces… Y no es mi novia.

—Lo siento, lo siento. Son muchos nombres. Todo el mundo está buscando a alguien en esta ciudad de locos.

En aquel instante, apareció en el extremo del pasillo un joven soldado de intendencia al que Masip había visto siempre con Besteiro. El soldado se detuvo ante el mayor, sin decir nada. Tenía los ojos enrojecidos y húmedos tras sus gafas redondas.

—¿Hay alguna novedad? —le preguntó el ayudante.

—Franco ha roto las negociaciones —dijo el soldado con serenidad—. No ha aceptado los plazos para la entrega escalonada de nuestro territorio ni de nuestra aviación. Los emisarios han vuelto de Burgos con el mensaje de que en unos días se iniciará la ofensiva final si no ofrecemos la rendición incondicional.

—No es posible, no es posible… —comenzó a decir el ayudante con voz ahogada, mientras se dejaba caer de espalda sobre la pared, girando la cabeza de un lado a otro como un juguete mecánico.

Masip sintió que la angustia le horadaba el alma. Decidió salir del sótano para escapar de aquella escena y de la visión de Broto enajenado. Se encaminó renqueante hacia la escalera que ascendía hacia el patio del reloj del ministerio, donde había dejado aparcada su motocicleta, pero esta vez decidió no cogerla y se dirigió andando hacia la salida de la calle de Alcalá.

Nada más cruzar el portón del ministerio se vio inmerso en una riada de gente que bajaba hacia la Puerta del Sol o subía hacia la calle de Sevilla, como en un mediodía cualquiera. Le extrañó no ver apenas hombres uniformados, al contrario de lo que había sido la imagen cotidiana de la ciudad durante aquellos tres años. Se le reveló con claridad que, aunque seguía siendo una ciudad asediada, Madrid se disponía ya a dejar atrás la guerra. Incluso en los últimos días habían ido desapareciendo de las calles los carteles de propaganda con consignas bélicas. Aquellas ilustraciones de soldados hieráticos que llamaban a la resistencia, o de trabajadores enérgicos que reclamaban la unidad de la clase obrera para vencer al fascismo, estaban siendo arrancadas de las paredes por manos anónimas.

Animados por la limpia luz primaveral, hombres y mujeres iban y venían en sus inciertos quehaceres, como si nada hubiera ocurrido, como si estuvieran en tiempo de paz. Se vio prisionero en su uniforme y, por un momento, envidió las ropas pobres y desgastadas de la mayoría de los viandantes. Era la vestimenta de los neutrales, aquellos que habían padecido la guerra como una tormenta que sabían que alguna vez tendría que escampar, sin verse concernidos, sin preguntarse por quién debían tomar partido en aquella sucesión de calamidades.

Pensó que no era Franco quien había ganado la guerra. Quien la había ganado realmente era aquel incontable ejército de indiferentes, que habían asistido imperturbables al caos anterior a la guerra y que después, en la contienda, habían buscado su propia supervivencia por encima de todo, sin importarles la suerte de la República. Aquel ejército de neutrales había provocado la caída de Málaga, de Bilbao, de Santander, de Gijón, de Lérida, de Barcelona, de Gerona, y ahora se preparaba para facilitar la rendición de Madrid y del resto de las ciudades que aún quedaban en manos leales. Él mismo, a cada paso, se daba cuenta de que empezaba a ser uno de ellos. Pero al mismo tiempo, al caminar entre la gente por la acera de Alcalá en dirección hacia el Banco de España, se sentía un extraño, como si la sucesión de días, meses y años de su futura ausencia en aquella ciudad estuviera pasando ante sus ojos. Se acogió a aquel pensamiento para convertirlo en un bálsamo de su desesperación. Se imaginó paseando por Madrid como si hubiera regresado ya de viejo y la ciudad, reconstruida de sus ruinas, le resultara irreconocible.

La visión de la Puerta de Alcalá, herida por las dentelladas de la metralla durante los recientes combates, le liberó de aquellos pensamientos. Al pie del monumento se veían, aún abiertas, las trincheras donde se habían hecho fuertes los comunistas ante los ataques de las fuerzas del Consejo. Las huellas de la lucha se apreciaban también en Serrano. Algunos portales estaban completamente destruidos por los disparos de los cañones y las fachadas mostraban las picaduras de las ametralladoras. En balcones y miradores se veían aún los restos de los improvisados parapetos.

Por la acera del Retiro, hacia Atocha, vio marchar grupos de paisanos con sus pertenencias a cuestas. En la misma dirección bajaban algunos camiones con gente y enseres buscando la carretera de Valencia. Sabía que muchos estaban abandonando Madrid hacia los puertos de Levante, con la esperanza de encontrar algún barco que les permitiera salir de España. En el cuartel general del Ejército del Centro había tenido en sus manos el plan de repliegue ante la ofensiva final de los rebeldes. Se trataba de conservar un territorio en el Levante para garantizar la evacuación, retrasando el avance de Franco con las mejores tropas disponibles. El plan descartaba una resistencia a toda costa, dada la moral de derrota y la escasez de abastecimientos, pero sí la suficiente como para retrasar al enemigo y poner a salvo al mayor número de personas.

Ahora le parecía un plan tan ingenuo como el desfile triunfal de Franco en Madrid entre los honores de las tropas republicanas, sobre todo porque la marcha de la flota leal hacía imposible la evacuación de los miles de personas que se dirigían hacia Valencia o Alicante. Sólo la ayuda de Gran Bretaña y Francia podía garantizar esta evacuación, pero esperar aquella ayuda era una vana ilusión, como le había dicho el periodista mutilado en la redacción del ABC: ingleses y franceses habían reconocido al gobierno de Franco y nada les importaba ya la suerte de los vencidos.

El aroma de las hojas nacientes de los árboles del Retiro suavizó por unos momentos su abatimiento ante las escenas del éxodo. Era un frescor de vida nueva que desbordaba la verja del parque, un perfume de promesas futuras. Pero su dolor era mucho más fuerte. Estaba ya resuelto a abandonar la búsqueda de Isabel y convertir su recuerdo en el eco de un olvido. Un eco que le alcanzaría en las tardes de invierno en la tierra extraña que, como en los versos de Virgilio, le estaba prometida por el destino como su nuevo hogar, su nueva patria. Al escuchar ese eco, su juventud vibraría de nuevo en su cuerpo de anciano, como la última nota surgida imprevistamente de un viejo instrumento abandonado en un desván.

El tiempo le convencería de que ella había dejado de formar parte de su vida, aunque ocupara para siempre el centro de todas las vidas que él nunca más podría vivir. La muerte, pensó, no era sino la suma final de todas las vidas no vividas, las que por azar se frustraban o desaprovechaban, y las que por la libre voluntad se descartaban o evitaban. Morir era el resultado de la aritmética definitiva de todo cuanto no podía ser vivido. Sólo se vivía una vida, pero vivirla significaba ir muriendo, una a una, infinitas vidas más.

Con el ánimo ensombrecido, caminó hasta el paseo del Prado, pensando en las posibilidades de ponerse a salvo antes de que cayera Madrid. Estaba decidido a salir de España para no tener que sufrir las humillaciones de quienes habían rechazado una auténtica paz entre españoles, con el fin de seguir siendo a perpetuidad los vencedores de la guerra. Aquel pensamiento pugnaba con fuerza en su interior, como un oleaje dispuesto a arrastrar el recuerdo de Isabel hacia el fondo del oscuro océano en el que se hundía su propia vida. Aunque ella estuviera viva, prefería añorarla para siempre desde la lejanía, en un país extraño, y no detrás de las rejas de una cárcel o un minuto antes de enfrentarse al pelotón de ejecución. Su causa era Isabel y la había perdido, sencillamente.