Una brocha y una máquina de afeitar, un cepillo de dientes, un peine, un par de pantalones caqui, dos guerreras, seis camisas, un par de botas altas, dos pares de zapatos, doce pares de calcetines, un pijama, catorce calzoncillos, tres toallas, siete pañuelos, un correaje, un puñal, un par de vendas, una linterna eléctrica, dos monos de campaña, una cazadora, una pelliza, un jersey, un abrigo caqui, treinta pesetas, una estampa de Cristo crucificado, quince cartas atadas por una cinta roja…
Acababa de terminar con la ayuda de un asistente la lista de aquellas pertenencias y estaba a punto de cerrar el baúl donde las había guardado para dejarlo a la puerta de la chabola. Un acemilero lo llevaría al puesto de mando del batallón, en la Casa de Vacas. Allí lo cargarían en una camioneta con destino al cuartel general de la división, en Móstoles, para después emprender el viaje definitivo a casa.
Estaba seguro de no haber olvidado nada, pero decidió echar un último vistazo. Al agacharse bajo el catre, sobre el que el asistente había dejado dobladas las mantas, encontró la pipa de madera rojiza. La sostuvo en la palma de la mano igual que a una criatura frágil, huérfana, como si quisiera darle el último calor humano antes de introducirla en el baúl.
Algo le dijo que no había sido una casualidad que aquella pipa hubiera quedado oculta bajo el catre. Era como si deseara permanecer en aquel lugar desolado donde tantas veces había sido acariciada, encendida, aspirada, para matar el tiempo en noches frías y tardes abrasadoras, bajo cielos estrellados y nubes de tormenta, a la espera de un permiso o después de un turno de guardia, siempre con el mismo deseo de que la guerra acabara cuanto antes.
Aquel tiempo pasado ahora sólo era ceniza en el fondo calcinado de la pipa, ceniza que parecía pugnar por desbordarse y cubrir todo el paisaje con un sudario gris, como la niebla del amanecer antes del ataque. Todos los recuerdos que el alférez Juan Tello guardaba de aquel ataque estaban envueltos en la niebla que ascendía desde el Manzanares, detrás de las posiciones enemigas. Sus hombres, agazapados al otro lado del muro de la Casa de Campo, en la margen izquierda del arroyo de Antequina, habían intentado descubrir entre la niebla los restos de los dos campos de polo que se levantaban a orillas del río, ocupados ahora por la malla de trincheras que debían asaltar.
La luz había empezado a teñir de claridad el manto de la noche entretejido con la niebla, revelándoles la pavorosa soledad de la tierra de nadie, por la que debían lanzarse en cuanto abrieran fuego los morteros. Su sección ofensiva tenía que encabezar el asalto sobre la primera línea enemiga, seguida de dos compañías del Batallón de Bailén. La misión era comprobar la resistencia de las posiciones rojas. En caso de que no cedieran a la primera acometida, tenían órdenes de no entablar combate y volver a las posiciones de partida. Por el contrario, si las defensas enemigas se desmoronaban, las instrucciones eran continuar hasta la orilla del Manzanares. Los mandos decidirían entonces si continuaban el avance y se dirigían hacia el norte, al Puente de San Fernando, en la carretera de La Coruña. Al mismo tiempo, otras fuerzas del regimiento debían asaltar las posiciones enemigas en el lago de la Casa de Campo, con intención de tomar los puentes del Rey y de Segovia.
Los mandos habían confiado en que se confirmaran los rumores de que el coronel Casado había ordenado abrir los frentes a las fuerzas nacionales para sofocar la rebelión de los partidarios de Negrín, y así poner fin a la guerra. Pero Tello sabía que ninguno de los hombres ocultos en aquel pinar, con la mirada perdida en la niebla que envolvía la tierra de nadie, había creído a pies juntillas aquellos rumores. Algunos hasta se preguntaban por qué si los rojos les iban a dejar pasar al primer disparo, no habían recibido ya la visita de un emisario enemigo con el mensaje de que tenían abiertas las puertas de Madrid. Ignoraban quiénes les esperaban, en realidad, detrás de la niebla, y si les recibirían con los brazos abiertos, como hermanos, al llegar a sus trincheras, y si les guiarían cortésmente hasta la Puerta del Sol para entregarles las llaves de la ciudad, como se hacía al final de los asedios de antaño.
Aquella profunda calma del amanecer, la brisa suave que animaba las copas de los pinos, el canto lejano de un pájaro solitario, le habían hecho confiar a Tello en que la entrada en Madrid sería un paseo. Pero los chasquidos de los peines al cargar los fusiles, los intimidantes chirridos de las últimas bayonetas desenfundadas, el tintineo de las bombas de mano sujetas a los correajes, le habían predispuesto a la extraña serenidad que le invadía cada vez que sabía que iba a jugarse la vida.
Había tenido tiempo de intercambiar un último saludo con el alférez Juan Costales, apostado a su espalda, al frente de su compañía, guarecida cuerpo a tierra bajo los pinos. Lo vio pasando en cuclillas entre sus soldados, con su cara de niño asustado, la pistola en alto en su mano derecha, dando las últimas instrucciones con su acento sevillano. Costales aparentaba seguridad, como si hubiera vivido aquel trance miles de veces, pero a Tello le había parecido más niño que nunca, un niño jugando a ser un héroe en el patio de la escuela. Le vio santiguarse dos veces sin dejar de empuñar la pistola, un segundo antes de que el silencio se quebrara de pronto con las primeras granadas de mortero, que estallaron sobre las líneas enemigas con un estrépito de golpes de cadena descargados sobre un pavimento. Era la señal.
El alférez Tello no era capaz de recordar ahora si había dicho algo entonces a los veinte hombres de su sección. Siempre le ocurría lo mismo: la memoria de sus acciones de guerra era muda, como si no pudiera retener las voces humanas. Sólo alcanzaba a rememorar las explosiones de los morteros propios y el zumbido que vibraba en su cabeza, como si su miedo se hubiera convertido en un enjambre de insectos enfurecidos buscando una salida dentro de su cuerpo.
Se había lanzado a correr con su pistola ametralladora Astra pegada al costado, zigzagueando entre la niebla, sorteando las alambradas propias y los restos de las cercas de madera negra de los antiguos campos de polo. Había recorrido unos doscientos metros cuando descubrió el talud de la primera línea de las trincheras enemigas, donde los rojos tenían sus puestos de escucha y centinela. Se echó cuerpo a tierra y ordenó hacer lo propio a sus hombres.
Tenían enfrente una línea de alambradas, tendida entre postes, pero entre estos había espacios libres que permitían el paso. Más allá, creyó ver la obra de mampostería de un pozo de tirador. Habría deseado entonces ser absorbido por el silencio del amanecer, que su cuerpo fuera un jirón de niebla mientras se levantaba, cruzaba las alambradas y saltaba al fondo de un ramal de la trinchera, con el corazón desbocado pero la cabeza fría, dispuesto a atravesar con una descarga el primer signo de peligro que apareciera en aquellos parapetos.
Pero allí no había nadie, salvo sus soldados, que se zambullían en la trinchera como una pandilla de mozos en la poza de un río, buscando el alivio de la protección después de su carrera por tierra de nadie. Y entonces, al ver llegar a Arrieta, el sargento de su sección, había dicho las primeras palabras de aquel amanecer que retenía en su memoria:
—¿Están todos, sargento?
—Todos, alférez Tello. A lo mejor es verdad que los rojos nos han dejado libre el paso…
Antes de que el sargento Arrieta pudiera terminar la frase, se desató frente a ellos una tormenta de ráfagas de ametralladora y disparos de mortero procedente de la segunda línea enemiga, mientras restallaba detrás de ellos, en la tierra de nadie que acababan de abandonar, un estruendo de gritos y gemidos.
—¡Son las compañías de apoyo, señor! ¡Las están acribillando! —había dicho el sargento con espanto.
Tello se sentó ahora en el catre, con la pipa entre las dos manos, y apoyó su espalda en la pared terrosa y húmeda de la chabola. Se quedó mirando las traviesas de ferrocarril que sostenían la techumbre. Colgado de una de ellas, a los pies del catre, descubrió un pequeño espejo en el que vio reflejadas su frente arrugada y su calvicie. Tenía la boca seca, con un sabor similar al que había sentido durante el ataque, a sangre caliente, como si acabara de pasar la lengua por la hoja afilada de un cuchillo. Creyó reconocer aquel sabor, a odio ciego, a ira desbocada en el fragor del combate. El sabor de la vida deslizada por el filo de la muerte, bajo aquel zumbido rabioso que escuchaba en los combates, con las ametralladoras enemigas a menos de cien metros de distancia, mordiendo la tierra con dientes de plomo por encima de ellos.
A veces, entre las ráfagas, Tello había llegado a oír las voces pausadas, tranquilas, de los sirvientes de las Maxim rusas, dirigiendo el tiro, pidiendo nuevas cintas y agua para refrigerar, como si se encontraran en un ejercicio de instrucción. Pensaba en el alférez Costales, con su cara de niño, santiguándose con el cañón de la pistola amartillada. Confiaba en que su compañía no hubiera salido de los parapetos, porque de lo contrario habría sido un blanco seguro para aquellas ametralladoras.
Había sentido arder su cabeza y se había quitado el casco. Cuando estaba secándose el sudor de la frente con la bocamanga de su guerrera, había oído voces detrás de él y se había vuelto con la pistola ametralladora apuntando a lo alto del talud. Allí vio a un soldado desarmado rodar hasta el fondo de la trinchera, mientras las balas cortaban el aire.
—¡Cabrones, cabrones…!
—¿Eres de la compañía del alférez Costales? —oyó que le preguntaba el sargento Arrieta.
—Sí, soy de la compañía de Costales… Nos han jodido, nos han jodido… —dijo el soldado, con la cara amoratada por el miedo, derrumbado aún en el suelo.
—¿Dónde está el alférez Costales? ¿Y los demás? —insistió el sargento mientras le tendía su cantimplora al soldado.
—No sé qué ha sido del alférez… Apenas saltamos el parapeto, nos empezaron a tirar… Cayeron muchos, muchos… —dijo entre sollozos.
Tello espantó el pensamiento de la muerte, mientras observaba cómo el acemilero, recién llegado, aseguraba el baúl con cinchas a la grupa del mulo. La luz de la tarde resplandecía en las nubes que se desplazaban hacia el poniente, hacia las llanuras desiertas, hacia su casa en Valladolid, hacia la vida lejos de aquel mundo calcinado de la guerra en el que tantos hombres, de un bando y de otro, habían consumido su juventud como una brizna de tabaco…
Apenas terminada la refriega, y después de que la niebla hubiera levantado, las baterías rojas de la Dehesa de la Villa habían comenzado a disparar sobre la Casa de Campo. Al poco tiempo, respondieron los cañones de Garabitas, tirando sobre las líneas enemigas situadas frente a la trinchera en la que se encontraba su sección. Había podido ver con claridad cómo ascendían de lo alto de Garabitas las bocanadas de humo de los cañones Schneider, seguidas de los silbidos agudos de los proyectiles que cruzaban por encima de sus cabezas.
A la vez que la artillería martilleaba las posiciones enemigas, fueron llegando a la trinchera más hombres de Costales. Apenas sumaban veinte supervivientes de una compañía de noventa. Todos venían sin armas y sin equipo, con los ojos cegados por el pánico. Algunos estaban heridos, lo que dificultaba aún más sus planes para intentar el regreso a sus posiciones a la luz del día. Además, uno de los soldados de su sección había muerto por un morterazo: un pescador gaditano en cuyo rostro, a pesar de la mueca de la muerte, había descubierto su expresión de siempre, como si mirara con tristeza el mar en invierno.
Durante todo el día, Tello había temido que los rojos lanzaran un contraataque para recuperar la trinchera que habían perdido. Pero parecían haberse conformado con rechazar el asalto y aguantar los mazazos de la artillería de Garabitas. Si el enemigo hubiera salido a reconquistar su primera línea, se habría expuesto al fuego de las ametralladoras que los moros del Tabor de Larache tenían en el Cerro del Águila. Los rojos sólo tenían que esperar a que sus hombres salieran a campo abierto, de regreso a sus posiciones, para cazarlos como conejos. Por eso había decidido aguardar a la caída de la noche para ordenar el repliegue.
Sus soldados compartieron las raciones de rancho frío con los supervivientes de la compañía de Costales. Él comió una lata de sardinas, un par de galletas y un chusco. Para que los rojos no se enardecieran pensando que tenían delante de ellos un puñado de soldados maltrechos, desmoralizados y sin escapatoria, había tenido incluso que dar órdenes de acallar en lo posible los gemidos de los heridos. A cambio, había permitido fumar a sus hombres, pero advirtiendo que el humo podía delatar su presencia y atraer el fuego de los morteros y los lanzaminas, por lo que les pidió que fumaran de bruces sobre el fondo de la trinchera.
—Expulsar el humo como si besarais la tierra de vuestra propia tumba —les había dicho el sargento Arrieta al transmitir sus órdenes.
El propio Arrieta se puso a liar un cigarrillo, pero le temblaron los dedos y perdió casi todo el tabaco por los extremos del papel. Avergonzado, bajó la mirada, pero Tello le dio una palmada de camaradería en el hombro, para quitarle importancia.
—¿Por qué no nos ayudan a salir de aquí, mi alférez? —le preguntó el sargento con la voz mellada por la tensión.
Se conmovió ante la mirada de desaliento de aquel hombre de campo, de rostro afilado y cuerpo recio, pero con la piel cárdena, como falta de oxígeno, enfermiza. Sabía que antes de la guerra había sido viñador en su tierra alavesa. Nunca le había dado motivo para ningún reproche. Era cumplidor y despejado, y bajo el fuego había demostrado siempre una calma religiosa, campesina. Pero aquella situación le había desarbolado.
—Podrían sacarnos si quisieran… Con el Tercio, ¿me entiende? —insistió Arrieta en voz baja, ofreciéndole agua de su cantimplora.
—Sargento, el mando tendrá sus razones para no empeorar más las cosas. No creo que el coronel Losas llame al cuartel general de Burgos para que manden a los legionarios a deshacer su entuerto…
Había dicho lo de Losas sin pensar, y por un momento se reprochó aquel exceso de confianza con su subordinado. Lo cierto es que había empezado a sospechar que aquel ataque sobre las líneas rojas no debía de ser otro de los absurdos caprichos de Franco. A aquellas alturas de la guerra, no era posible que Burgos hubiera dado su visto bueno a una operación basada en una información tan errónea como la de que Casado fuera a abrir el paso a las fuerzas nacionales.
No sabía si los rojos que les habían hecho frente eran casadistas o negrinistas, pero ya daba igual. Lo único cierto es que, fueran quienes fueran, habían vuelto a poner en práctica la consigna del «¡No pasarán!» tirando a bulto con sus ametralladoras y morteros sobre sus compañías. Aquel asalto había sido mucho más que un mero reconocimiento, pensó. Era un ataque dispuesto para entrar en Madrid y había sido desbaratado. Qué ironía, pensó, que la guerra estuviera tocando a su fin y hubiera vuelto al principio, con la derrota de las tropas nacionales a las puertas de la capital.
Había barajado todas las alternativas ante aquella situación, incluso salir de la trinchera con los brazos en alto y rendirse al enemigo con todos sus hombres. En verdad, no había sabido qué era lo que temía más: que los rojos los fusilaran nada más entregarse o que los suyos los acribillaran por la espalda al ver que se rendían. A pesar de todo, había imaginado con placer la posibilidad de entrar en Madrid de una vez por todas, aunque fuera como prisionero.
Al atardecer, finalmente, había ordenado al sargento que buscara alguna salida segura por alguno de los ramales de la trinchera para regresar a sus líneas. Arrieta volvió del reconocimiento diciéndole que desde uno de los ramales se podía alcanzar una vaguada en el extremo norte de uno de los campos de polo. Había que recorrer una distancia de unos cien metros al descubierto, sobre una pradera situada junto al chalecito en ruinas del antiguo Tiro de Pichón donde, según se contaba, solía ir a disparar el rey Alfonso XIII. Aquel no parecía un camino arriesgado para volver a sus posiciones bajo la protección de la noche.
Antes del anochecer dispuso todo para el regreso. Mandó al sargento con cinco hombres como avanzadilla, mientras él mismo se aseguraba de cubrir la retaguardia con otros cinco, por si los rojos se infiltraban para recuperar su primera línea. Hizo repartir armas entre los supervivientes de la compañía de Costales y ordenó que cada herido grave fuera cargado entre dos hombres. Lo mismo decidió para transportar el cadáver del soldado gaditano.
El vuelo de una bandada de aves sobre su cabeza se llevó sus recuerdos por el aire durante unos momentos. Se apoyó en la entrada de la chabola mientras observaba aquellos pájaros desconocidos alejarse hacia la sierra de Guadarrama. Abrió la palma de su mano y percibió como si en la pipa latiera aún un resto de vida. El acemilero esperaba una indicación suya para marchar con el baúl hacia el puesto de mando. Se acercó al mulo y le golpeó suavemente con la pipa en el costado. El animal arrancó con paso torpe. Después, Tello entró de nuevo en la chabola, de la que empezaba a apoderarse el aliento de la tierra putrefacta. Volvió a mirarse en el espejo y no se vio a sí mismo, sino el recuerdo que conservaba del rostro blanquecino del alférez Costales.
Después de la caída del sol, había dado instrucciones de extremar el silencio para advertir cualquier sonido que llegara de las trincheras rojas, cuyos ocupantes habían enmudecido desde el bombardeo de las baterías de Garabitas. A las once de la noche dio la orden de salir como habían convenido, con una avanzadilla mandada por el sargento y él cerrando la columna. Unos perros ladraron en la lejanía, como si hubieran advertido sus movimientos.
Volvieron a agruparse al llegar al extremo del ramal que había indicado el sargento, frente al campo de polo que debían atravesar para alcanzar la protección de la vaguada. El telón de la noche caía delante de sus ojos. Arrieta y sus hombres abrieron otra vez la marcha con la orden de comunicar que el camino estaba despejado. Acordaron una señal lo más parecida posible al canto de un mochuelo. Al cabo de unos minutos se oyó una imitación ridícula de la rapaz nocturna y algunos de los hombres que aguardaban en el ramal tuvieron que contener una carcajada, a pesar de la tensión.
Tello dirigió la salida del resto de los hombres, dificultada por la maniobra para elevar a los heridos graves por encima del talud del ramal. Cuando estaban subiendo el cadáver del soldado gaditano, este volvió a caer al fondo del ramal, rompiendo el silencio de la noche con el sonido de un saco precipitado a un pozo. Durante unos minutos angustiosos temieron que los escuchas rojos hubieran descubierto su presencia, pero no sucedió nada.
La columna consiguió ponerse a salvo en la vaguada. Una vez reunidos de nuevo con el sargento y sus hombres, en un lugar que supuso cercano al Tiro de Pichón, hizo mantener el orden de marcha, advirtiendo a Arrieta que desde ese momento tuviera la precaución de identificarse rápidamente ante los centinelas propios. Cuando habían recorrido unos trescientos metros en dirección a sus líneas, una voz dio el alto al sargento y a sus hombres.
—¡Alto! ¡Quién vive!
—¡El sargento Arrieta, de la sección ofensiva del Batallón de Bailén! ¡Venimos de las líneas rojas!
—¡Coño! ¿Sois vosotros?
—¡Que sí, joder! Viene el alférez Tello al mando. Traemos gente de la compañía de Costales.
—¡Coño, gente de Costales! ¡Cabo de guardia!
Nada más alcanzar sus líneas, había sido llamado para informar al jefe accidental del regimiento, el comandante Barrinaga. No tuvo tiempo siquiera para asearse en su chabola, pero al menos pudo liberarse del casco y calarse una boina caqui. Barrinaga le recibió en el mismo subterráneo donde la noche anterior había dado las órdenes para el ataque, como sustituto del depuesto Broto.
Una atmósfera fúnebre inundaba el puesto de mando. Toda la pesadumbre del lugar parecía irradiar de Barrinaga, que estaba sentado detrás de una mesa hojeando unos papeles con la apatía de un oficinista. Saludó militarmente a su superior y después se quitó la boina, mientras Barrinaga le miraba abatido, con sus ojos de anfibio más apagados que nunca.
—Su regreso, alférez Tello, es la mejor noticia que he tenido en todo el día —le dijo Barrinaga después de haber escuchado su relato sobre lo ocurrido a su sección durante el ataque.
A Tello le pareció que Barrinaga estaba ausente, como un hombre resignado a sufrir un castigo bíblico. Las arañas negras amasadas en las esquinas de la bóveda de ladrillo, sobre la cabeza de su comandante, reforzaban aquella impresión.
—Lo primero que debe saber —había continuado Barrinaga tomando alienta— es que el teniente coronel Broto ha desertado al enemigo…
—¡No lo dirá en serio…!
—Estamos seguros de que ha desertado. Durante el ataque, un soldado encontró su gorra en tierra de nadie.
—Hacía mucho tiempo que ya no estaba en sus cabales. Pobre loco.
—De pobre loco, nada —cortó Barrinaga—. El coronel Losas teme que su deserción haya tenido que ver con la fuerte resistencia de los rojos…
—¿Está diciendo que el coronel Losas cree que Broto avisó a los rojos de la operación?
—No lo descarta, pero habrá que comprobarlo.
—Es una acusación muy grave.
—Sí, es delito de alta traición y será fusilado por ello.
Tello había caído de pronto en el mismo abatimiento que el comandante Barrinaga. La noticia de la deserción de Broto y su posible chivatazo a los rojos convirtieron la tensión de las dieciocho horas vividas en tierra de nadie en una pesadez que se apoderó de todo su cuerpo. Sin embargo, se negaba a resignarse ante la idea de que la operación había fracasado por culpa de Broto. Además, quizás por el hecho mismo de haber sobrevivido al ataque, se sentía en el derecho de contrariar sin disimulo a su superior.
—Disculpe, mi comandante, pero usted mismo dijo que el teniente coronel Broto había sido destituido del mando del regimiento nada más comenzar la reunión en la que se anunció la operación. ¿Cómo pudo informar Broto a los rojos de un ataque que ni siquiera sabía cómo se iba a producir? —inquirió a Barrinaga, sacudiéndose la modorra.
Le pareció que el comandante despertaba también de su entumecimiento ante su insolencia: se revolvió en su silla y cerró de un golpe la carpeta que tenía abierta sobre su mesa, mientras le atravesaba con la mirada. Después, en un gesto inesperado, sacó un pañuelo del bolsillo de la guerrera y se lo tendió señalándole su frente con un movimiento de cabeza.
Tello se pasó el pañuelo por la frente y comprobó que tenía un cuajo de sangre y arena. Supuso que era la sangre del soldado gaditano, cuyo cadáver había ayudado a sacar de la trinchera en la retirada.
—Si los rojos hubieran sido avisados de nuestro ataque —continuó ante la irritación de Barrinaga—, nos habrían esperado en su primera línea y no la habrían abandonado precipitadamente. Si sabían de nuestra operación, ¿para qué iban a dejarnos tomar sus trincheras sin apenas combate?
—Alférez, le ruego que se reserve para usted esas opiniones —le dijo Barrinaga.
—No soy abogado defensor de nadie. Sólo pretendo saber por qué mis hombres han estado un día entero atrapados entre dos fuegos, a pocos metros de las líneas rojas, sin poder avanzar ni retroceder. Sobre todo después de hacerles creer que entrarían en Madrid porque los rojos nos iban a abrir sus líneas. Mis hombres no salieron esta mañana a combatir a los rojos, sino a terminar la guerra.
—¿Entrar en Madrid? ¿Los rojos abriéndonos sus líneas? ¿Terminar la guerra? Tiene usted una gran fantasía, alférez. Nadie dijo nunca tal cosa —contraatacó Barrinaga.
—Usted sabe mejor que yo que el coronel Losas esperaba entrar en Madrid con este ataque. ¿No me irá a decir que el objetivo de la operación era recuperar los dos campos de polo para que Franco invitara a jugar al rey de Inglaterra en pago al reconocimiento de su gobierno?
—Alférez, no le permito…
Barrinaga se levantó bruscamente. Agitado, batiendo el aire con los puños cerrados, como si tocara a redoble, paseó por el subterráneo con los ojos desorbitados y la boca torcida en una mueca grotesca.
—¡No voy a discutir con usted! —dijo violentamente—. En el patio hay diecinueve hombres muertos, entre ellos el alférez Costales, tres sargentos, dos cabos y trece soldados. El batallón ha sufrido hoy más bajas que en un año de guerra. Ya he tenido bastante como para que además tenga que aguantar sus insolencias.
Al saber de la muerte de Costales, Tello se sintió súbitamente extenuado, con los sentidos en suspenso, el corazón en vilo. Apoyó sus manos sobre la mesa de Barrinaga para poder mantenerse en pie.
—¿Cómo murió Costales? —preguntó, rehaciéndose del derrumbe.
—Cuando las compañías de apoyo salieron de sus parapetos, los rojos abrieron fuego con todas sus armas automáticas. No había un centímetro cúbico de aire que no estuviera atravesado por una bala. A pesar de todo, Costales se lanzó al ataque a la cabeza de su compañía, pero no tuvo más remedio que volver a nuestras líneas. Fue el último en abandonar el campo. Murió en nuestras alambradas, mientras se retiraba ayudando a uno de los heridos… Eso le costó la vida.
Barrinaga tomó entonces un sobre de encima de su mesa y se lo tendió al alférez.
—Encontramos esto en uno de sus bolsillos. Es una carta hecha pedazos. Está dirigida a su madre. Yo mismo metí los pedazos en este sobre. No sé qué hacer con ellos. Decídalo usted, Tello… Eran buenos amigos, ¿no?
Tello advirtió la impaciencia de Barrinaga, que no sabía cómo liberarse de su presencia.
—Buenas noches, Tello. Tenga por seguro que le citaré en el parte de operaciones como muy distinguido. Ha salvado usted la vida de muchos hombres…
No hizo caso de las últimas palabras de Barrinaga. Se caló la boina, ascendió las escaleras del subterráneo y salió al patio de la Casa de Vacas con el sobre entre las manos, como una ofrenda. El sargento Arrieta le esperaba fumando en la puerta del puesto de mando y, cuando le vio salir, encendió su linterna para guiarle. Ya sabía lo que Arrieta iba a decirle, sin tener que preguntarle nada.
—Los caídos están detrás de la casa…
Al llegar a la trasera del puesto de mando, percibió un fuerte olor a sangre reseca. La misma oscuridad parecía un coagulo de misterio y angustia. Los muertos estaban alineados bajo el talud del ferrocarril Madrid-Irún. El haz de la linterna de Arrieta se deslizaba lentamente, como un gusano de luz, sobre los cadáveres.
—Aquel es Costales… —dijo Arrieta mientras fijaba la luz sobre un cuerpo vestido con mono caqui, con el estampillado de alférez cosido al pecho.
Se inclinó junto al cadáver. La luz de la linterna arrancaba destellos minerales al rostro de Costales, como si fuera una escultura yacente. Su bigote y perilla parecían haberse fosilizado con el rigor de la muerte. A pesar de ello, conservaba su expresión de niño, con los ojos cerrados, la cabeza ligeramente reclinada, como una criatura recién adormecida sobre el regazo de la tierra. Los costados de su mono de campaña estaban empapados en sangre, señal de que había sido alcanzado por la espalda.
Palpó el bolsillo derecho del mono de Costales y lo desabotonó. Después abrió el sobre que le había entregado el comandante Barrinaga y sacó de él los fragmentos de la carta que Costales había escrito a su madre. Le temblaron las manos mientras los metía de nuevo en el bolsillo del mono, intentando que no se arrugaran, como si pudiera ocurrir el milagro de que la carta se recompusiera, de que lo hiciera también la vida en aquellos cadáveres, contra la noche, contra la muerte.
—Son diecinueve, mi alférez. Esto es muy raro —dijo el sargento Arrieta.
—¿Qué es lo raro? —preguntó él sin dejar de mirar el rostro de Costales.
—Tengo un amigo camillero. Es uno de los que han evacuado a nuestros heridos. Me acaba de decir que a la jefatura de sanidad de la división se ha dado parte de que en el Batallón de Bailén ha habido sólo dos muertos…
—¿Sabe lo que está diciendo? —dijo él poniéndose en pie.
—Es lo que el camillero me ha contado. Han dado sólo dos muertos en el parte de hoy, y no como consecuencia del ataque. Es como si los otros diecisiete no hubieran existido… A lo mejor intentan esconder el ataque. Hay que ser muy hijo de puta, si me permite la expresión… ¿Pero ante quién quieren esconder esta derrota?
—Ante quién va a ser, sargento. Piénselo un poco. Ya perdió una batalla aquí al comienzo de la guerra, y no creo que le guste saber que ha vuelto a perder otra, en el mismo lugar, cuando todo el mundo da la guerra por terminada con su victoria…
—Joder, ahora caigo…
La pared terrosa de la chabola se ennegreció al contraste con la luz del atardecer. Tello deslizó suavemente su mano derecha sobre una de las mantas que el asistente había dejado dobladas sobre el catre. Le pareció que la manta conservaba todavía un calor humano, como la pipa que había encontrado en el suelo. No quiso quedarse a solas por más tiempo en la chabola del alférez Costales. Sin las pertenencias que acababa de llevarse el acemilero en un baúl, camino de la casa de los padres de Costales en Sevilla, la chabola se había ido impregnando de la frialdad de una tumba.
Al salir, Tello se caló la boina, abrió la palma de su mano, contempló la pipa de Costales y se la llevó a la boca. Aspiró a través de ella, lentamente, el paso del tiempo, y después decidió encaminarse al puesto de mando para pedirle explicaciones a Barrinaga sobre el recuento de los muertos, de todos los muertos.