Mateo Linares y sus compañeros de sección estaban sentados en el ramal de la carretera de Extremadura que conducía a las trincheras del lago, por donde acababan de marchar hacia retaguardia los facciosos que habían capturado en la Casa de los Pozos. De pronto, oyeron varios estampidos, como truenos metálicos. Al instante se precipitó desde el cielo un sinfín de silbidos ensordecedores que terminaron estallando en el pinar, a unos centenares de metros de donde se encontraban. La tierra vibró bajo sus pies, sacudida por los puñetazos de un gigante, mientras un oleaje abrasador, mezcla de polvo amarillento y humo plateado, batió contra sus posiciones.
Mateo arrojó el fusil lo más lejos que pudo, como si temiera que su arma pudiera atraer uno de aquellos proyectiles, y se arrojó de bruces sobre el suelo del ramal, con la cabeza entre los brazos y las manos cruzadas sobre el casco. Todos los hombres de su sección se echaron también a tierra, menos el desertor Rueda, que permaneció en cuclillas en medio del ramal, con los ojos muy abiertos.
Así pasaron varios minutos, mientras las paredes del ramal se deshacían como un mantecado por las explosiones, y los terrones desprendidos caían sobre sus espaldas. Con la respiración jadeante, violenta, Mateo acabó tragando grumos de tierra mientras gritaba fuera de sí con la cara hundida en el suelo, bajo el estruendo de aquella tormenta de fuego y metralla.
Los cañonazos cesaron tan bruscamente como habían empezado. Mateo levantó la cabeza, escupió la tierra apelmazada por su propia saliva y vio que el desertor Rueda venía hacia él como sonámbulo, con el pantalón mojado en la entrepierna. Cuando llegó hasta él, el desertor Rueda le tendió la mano y le ayudó a levantarse sin decir una palabra. Después le ayudó a sacudirse la tierra y el polvo de la guerrera. Iba a darle las gracias a Rueda cuando alguien le dio un empujón violento en la espalda y le hizo caer de nuevo al suelo.
Al principio, creyó que le había empujado el propio desertor Rueda, pero luego vio sobre él la cara vociferante del cabo Fraguas, rociándole con perdigonadas de saliva dura. Pero oía gritar al cabo como en sueños, ya que sus palabras le llegaban acolchadas por el zumbido con el que los disparos de la artillería facciosa le habían enhebrado los oídos.
—¡Linares, cabronazo! ¡Que no te vea tirar otra vez el fusil! ¡El fusil lo es todo para el soldado, y si lo desprecias así es porque también desprecias tu vida! ¡Así es que te mando al paredón y todo arreglado!
La bronca del cabo Fraguas le pareció a Mateo casi una bendición después del bombardeo que habían sufrido. Pero cuando el cabo le agarró de la solapa de la guerrera y lo levantó del suelo, y lo volvió a empujar allí donde había tirado el fusil, para que lo recogiera, no pudo resistir la acometida de las lágrimas. Y entonces el cabo, confundido por aquel lloro de niño, lo dejó en paz, se sentó sobre una pila de sacos terreros y se encendió un cigarrillo.
—Con este final de fiesta, los fascistas nos han querido hacer pagar nuestra victoria —dijo después, mientras se sacudía con los dedos sus grandes cejas tiznadas de polvo amarillo—. Han sido más de cien disparos. La mayoría venía a por nosotros, pero algún proyectil ha debido de llegar hasta la Cuesta de San Vicente. Nos han tirado las baterías de Carabanchel y las de la Fuente del Zarzón, que tienen calibres del veintiuno y del diez y medio.
Aquellos datos sobre la artillería facciosa volvieron a sembrar en Mateo la duda sobre la verdadera identidad del cabo, pero dejó de pensar en ello ante la llegada de un enlace que le comunicó a Fraguas que toda la compañía iba a ser relevada de primera línea.
—Por lo menos el mando ha tenido el detalle de premiarnos con un descanso. Así, alguno que se haya ensuciado los pantalones tendrá ocasión para cambiarse de muda, ¿verdad, desertor? —dijo el cabo clavando una mirada sórdida en Rueda, que aún seguía como ausente.
Cuando, horas más tarde, la compañía se dirigió a disfrutar del relevo a la barriada obrera del paseo de Extremadura, los soldados, zapadores, sanitarios, rancheros y auxiliares que deambulaban por allí los recibieron como a héroes por haber hecho correr a los facciosos como conejos. Aunque Mateo sabía que la mayoría de ellos deseaba ver el final de la guerra y volver a sus casas, se conmovió al ver que todos sus camaradas, salvo el desertor Rueda, abatido por la nueva humillación del cabo Fraguas, se mostraban exultantes ante aquellos elogios.
Les ordenaron detenerse al llegar al puesto de mando del batallón, situado junto a la carretera de Extremadura, en una casa de la que colgaba en el vacío el amasijo de hierros del que había sido el balcón principal. Un joven comisario, con una pistola ametralladora al cinto, salió a la puerta de la casa y les dirigió una arenga:
—¡El ejército del pueblo ha vuelto a cerrar el paso de los fascistas a las puertas de Madrid, como en las gloriosas jornadas de noviembre del 36! Hemos causado más de doscientas bajas al enemigo, entre ellas veinticinco prisioneros. Además, se ha desbaratado un ataque similar sobre el Cerro del Águila, más arriba del Puente de los Franceses, donde incluso se ha pasado a nuestras filas un comandante faccioso.
Mateo pensó para sus adentras que la noticia de la deserción del oficial fascista era uno de los típicos bulos que hacían correr los comisarios políticos para subir la moral.
—¡Eh, comisario! ¿Y no será ese faccioso el propio Franco, que ha decidido pasarse a nuestro bando? —gritó de pronto un veterano, como si le hubiera leído el pensamiento.
Todos se echaron a reír, incluido el comisario, quien confirmó que el comandante fascista se había pasado por las líneas de la brigada 53, junto al Cerro del Águila, y que ya había sido conducido ante los mandos de la división. Después, acabó su arenga anunciando el reparto de botellas de aguardiente, que no contabilizarían en las raciones del batallón, para celebrar la victoria.
Mateo sintió una profunda decepción por el hecho de que el comisario no hubiera mencionado a los distinguidos en el combate. Aunque Rueda y él habían abandonado su puesto en un primer momento, y después se habían limitado a atrincherarse sin ser atacados, consideraba que su actuación posterior en la Casa de los Pozos merecía una recompensa. Una simple mención en el parte de operaciones, pensó, habría sido el mejor de los avales para lograr que el mayar Mercadal le autorizara a formar parte del equipo de fútbol de la brigada. Aquel seguía siendo su sueño y no iba a renunciar a él, sobre todo cuando la derrota causada a los facciosos acababa de confirmar lo que siempre le había dicho su padre: que la guerra se prolongaría lo que los comunistas estuvieran dispuestos a resistir.
Al acordarse de su padre, y a la vez que surgían ante su vista los perfiles de Madrid, cubiertos por nubes cenicientas, sintió nostalgia de su familia. Le habría gustado contarles su actuación en el combate del amanecer, como tenía por costumbre hacer al regreso de los partidos de fútbol, cuando les relataba con todo detalle sus goles, despertando el orgullo de su madre.
Aunque la mayoría de los atacantes habían huido al ver fracasado su asalto, los mandos habían ordenado que el batallón saliera en descubierta para expulsar a los que se habían hecho fuertes en el terreno que habían conquistado. Su compañía avanzó a la izquierda del camino que bajaba desde la Puerta del Ángel hacia el lago de la Casa de Campo. Los fascistas habían dejado abandonados cascos, fusiles, caretas antigás, mantas y machetes, que aparecían diseminados por todas partes, como si un camión de intendencia hubiera volcado toda su carga entre el pinar.
Mateo había marchado por la tierra de nadie viendo detrás de cada árbol un enemigo agazapado dispuesto a volarle la cabeza de un disparo certero. Algo parecido debió de temer el desertor Rueda, que había ido detrás de él musitando letanías como una beata, con más cara que nunca de cordero camino del degüello.
—Tú me cubres a mí y yo te cubro a ti. Así no nos pasará nada —le había dicho Mateo.
—A mí, con que no me mate el cabo Fraguas por la espalda… —le había respondido Rueda con una sonrisa helada.
A unos cincuenta metros de sus posiciones, en una estrecha hondonada, encontraron nueve cadáveres, entre ellos el de un joven teniente faccioso con una insignia del Batallón de Las Navas. Los rostros de aquellos muertos parecían aún impregnados de la niebla del amanecer. El cabo Fraguas revisó los bolsillos del teniente y encontró su carné militar. Mateo miró fugazmente la fotografía del carné por encima del hombro del cabo y descubrió a un hombre sonriente, con una mirada que le pareció afectuosa. Después evitó mirar su cadáver.
Mateo empezó a reconocer aquellos parajes. Se encontraban a un centenar de metros del puesto de guardia que Rueda y él habían ocupado aquella noche. Las ruinas de la Casa de los Pozos estaban a su espalda. La pestilencia del lugar le trajo a la mente todo lo que había vivido en los primeros momentos del ataque. Aguijoneado por un mal presagio, se echó cuerpo a tierra. Rueda le imitó.
Al ver que se quedaban rezagados, el cabo Fraguas se dirigió hacia ellos como hubiera hecho con sus ovejas en sus tiempos de pastor. Cuando estaba a punto de alcanzarlos, Mateo le aconsejó en voz baja que se agachara, señalándole las ruinas de la Casa de los Pozos. Fraguas le hizo caso y se tendió sobre el manto de pinocha. El resto de los hombres hicieron lo mismo. Alguno estaba todavía en pie cuando empezaron a dispararles desde las ruinas. Mateo se estremeció ante el impacto de las balas en los troncos de los pinos, sobre su cabeza.
El cabo reptó hasta una roca situada ante la Casa de los Pozos, mientras gritaba a sus hombres:
—¡Las granadas, cabrones! ¡Tirar las granadas o me lío a reventároslas!
El propio Fraguas desenganchó las cuatro bombas de mano que llevaba sujetas de sus correajes y empezó a lanzarlas una detrás de otra contra la Casa de los Pozos. Los disparos se acallaron con las detonaciones. Mateo se sumó a los demás y arrojó sobre las ruinas las dos granadas que llevaba. Bajo el humo de las explosiones, la Casa de los Pozos desapareció por un instante de su vista, como si se la hubiera tragado la tierra. Después escuchó nuevas detonaciones detrás de las ruinas, señal de que la posición estaba rodeada por otras fuerzas del batallón. Al poco tiempo, se alzaron voces desde el interior de la casa:
—¡No disparéis! ¡Nos rendimos!
Al oír aquellos gritos, el cabo Fraguas se puso en pie, con su pistola alemana apuntando hacia las ruinas. Mateo vio salir entonces a un puñado de hombres con los brazos en alto, suplicando que no les mataran, lo que le asustó aún más que si hubieran corrido hacia él con la bayoneta calada.
Dieciséis facciosos se entregaron en la Casa de los Pozos, todos ellos del Batallón de Las Navas. Mateo pensó que aquellos hombres debían de haberse refugiado en las ruinas en espera de la llegada de una nueva oleada de los suyos. Al inspeccionar los alrededores, se topó con los cadáveres de otros dos oficiales, cosidos a balazos y caídos el uno sobre el otro, como si el de arriba hubiera muerto socorriendo a su camarada.
Aquella imagen le asaltaba ahora al cerrar los ojos dentro de la chabola. No sabía cómo librarse de ella, así que decidió mantener los ojos abiertos y pensar en otra cosa. Por ejemplo, pensar en cómo había salvado la vida del cabo Fraguas y de sus camaradas al intuir que en la Casa de los Pozos estaban los fascistas. Y cómo, gracias a su instinto, su compañía había conseguido hacer nada menos que dieciséis prisioneros y recuperar las cuatro Maxim de la sección de ametralladoras. Por eso confiaba que el cabo decidiera recompensarle con un salvoconducto para subir a Madrid a entrevistarse con el mayor Mercadal, y que este no dudaría en incorporarlo al equipo de fútbol de la brigada por su heroica conducta.
Arropado por aquella esperanza, y mientras la caída de la tarde iluminaba la entrada de la chabola con un velo púrpura, se quedó dormido. Al abrir los ojos horas más tarde, bajo el resplandor de la amanecida, descubrió al cabo Fraguas en la puerta:
—Linares, Rueda, venid conmigo. Traed toda vuestra impedimenta —le oyó decir.
Fraguas les condujo junto con otros cuatro soldados al puesto de mando del batallón. Los hizo pasar hasta el patio interior de la casa, donde descubrieron a los prisioneros facciosos. Se cubrían con las mantas que sus compañeros habían abandonado en la desbandada y que alguien había tenido el detalle de proporcionarles.
—Los tenemos que escoltar hasta el puesto de mando de la división. Subiremos primero a pie hasta el de la brigada, en la calle Arriaza, donde nos espera un camión —les explicó.
Antes de salir, Fraguas ordenó a los rancheros que repartieran café de cebada y un chusco de pan negro entre los prisioneros y la escolta. Mateo devoró aquel desayuno con ansia, pues no había probado bocado en todo el día anterior. El propio cabo se permitió incluso hacer un mal chiste ante los facciosos, diciendo que por un día se habían librado de desayunar las salchichas alemanas que Hitler enviaba a Franco en pago de la colonización de España.
Los prisioneros le habían reído la broma forzadamente, mientras comían el chusco empapado en el café. Algunos eran todavía unos chavales, pero la mayoría pasaba de la treintena, confirmando lo que había contado el cabo sobre las unidades enemigas que cercaban Madrid, en las que Franco había dejado a los hombres mayores para tener carne joven en los frentes activos.
A Mateo le llamó la atención el aspecto tan cuidado de los prisioneros, sus arreglados uniformes, sus brillantes correajes, aunque el rapado de sus cabezas evidenciaba que tampoco ellos se libraban del ataque de los piojos. Muchos de ellos se reconocieron como labradores ante el teniente que les tomó la filiación al llegar al puesto de mando de la calle Arriaza, después de subir la Cuesta de San Vicente. El cabo Fraguas iba interrogando uno a uno a los prisioneros, preguntándoles su nombre, fecha y lugar de nacimiento, unidad y empleo, mientras el teniente tecleaba las respuestas en una máquina de escribir. Había sobre todo andaluces y castellanos, pero también algunos gallegos y extremeños.
Mateo se quedó esperando en el pasillo, lleno de curiosos. No tenía duda de que se trataba de aquellos enchufados de los que había oído hablar cuando fue llamado a filas. Gente que se había escabullido de las trincheras gracias a una recomendación para servir de auxiliares en las planas mayores. Uno de aquellos chupatintas se encaró de pronto con uno de los prisioneros, un chaval de ojos rasgados que a Mateo le pareció que tenía las mismas manos de obrero que su padre.
—Vete acordándote de tu madre porque os vamos a fusilar a todos contra la fachada del Palacio Nacional —le dijo el auxiliar al prisionero.
—¡Hijo de puta, a ti te apiolo yo aquí mismo! ¡Así te pudras en la misma covacha dónde te has escondido toda la guerra! —salió gritando del despacho el cabo Fraguas, que agarró al auxiliar de las solapas y lo empujó contra la pared.
El teniente tuvo que terciar para poner orden, mientras el auxiliar abandonaba la escena maldiciendo. Cuando terminaron el trámite en el puesto del mando, llevaron a los prisioneros a la Cuesta de San Vicente, donde les esperaba un Ford y un camión con los rótulos de la 7.ª División. Cuando los prisioneros subieron a la caja del camión, Mateo oyó cómo el cabo Fraguas le indicaba al conductor del coche, un hombre alto de tez moruna que parecía atrapado entre el volante y el asiento, que se dirigiera a El Pardo.
A Mateo se le heló la sangre. Sabía que el puesto de mando de la 7.ª División estaba en el paseo de la Castellana, no en El Pardo. Había creído hasta entonces que el cabo Fraguas le había elegido para subir a Madrid con aquella escolta con el fin de recompensarle por su actuación en el ataque del día anterior, para que pudiera exponerle al mayor Mercadal su deseo de jugar el Trofeo Defensa de Madrid con el equipo de la brigada. Pero ahora descubría que los planes del cabo Fraguas eran muy distintos. El desertor Rueda tenía razón. El cabo era un hijo de puta. Les había elegido para ejecutar a sangre fría a aquellos prisioneros en el monte de El Pardo. La escena en el puesto de mando con el chupatintas había sido una farsa para que nadie sospechara el final que les aguardaba a aquellos infelices.
Tomó una profunda bocanada de aire para deshacer sus repentinas náuseas y, antes de que el cabo subiera al coche, se acercó a él y sudando frío, con la voz temblorosa, logró preguntarle:
—¿Por qué vamos a El Pardo si el puesto de mando de la división está en la Castellana?
—Linares, no hagas preguntas —le respondió el cabo secamente.
—Si quiere que me cargue a esos dieciséis guripas, tengo derecho a hacer preguntas —soltó Mateo sin contemplaciones.
—No digas tonterías. Aquí nadie se va a cargar a nadie. Sube al coche y a lo mejor te cuento por qué vamos a El Pardo —le dijo el cabo extrañamente correcto.
Mateo se sentó detrás de Fraguas, que se había subido al lado del conductor. A través de la luna trasera vio entrar a Rueda en la cabina del camión, mientras los otros cuatro escoltas subían a la caja, junto con los prisioneros.
El convoy arrancó y no tardó en llegar hasta la plaza de España, desde donde giró por la calle de la Princesa, sorteando los muros defensivos que atravesaban la avenida, para después doblar por el palacio del duque de Alba. Antes de desembocar en Alberto Aguilera, un grupo de carabineros armados hasta los dientes les dio el alto. El conductor detuvo el Ford y, a requerimiento de un oficial, mostró un salvoconducto, aclarando que se dirigían a El Pardo con prisioneros fascistas.
—Les aconsejo —dijo el oficial— que salgan hacia El Pardo más allá del estadio Metropolitano y eviten a toda costa Cuatro Caminos. Los casadistas se han hecho fuertes en Ríos Rosas y Espronceda. Allí se lleva combatiendo toda la mañana.
Mateo encontró en las palabras del oficial la única explicación a las calles desiertas, al silencio sepulcral de aquel Madrid luminoso, bañado por un sol nuevo.
—¿A quiénes ha llamado casadistas? —preguntó al cabo Fraguas.
—Al final va a ser verdad que los que están en primera línea no se han enterado de la misa la media. ¿Cuándo le va a decir al chico lo que está pasando? —terció el conductor.
—Cuando pase un mes a pan y agua en el calabozo y deje de hacer tantas preguntas —contestó el cabo, molesto por la intromisión.
—Pues se lo voy a contar yo, con pelos y señales —respondió el conductor.
A medida que iban atravesando las calles de la ciudad, Mateo fue conociendo de boca de aquel hombre descomunal los detalles del golpe de Casado, la conspiración contra los comunistas y la detención de sus dirigentes, la posterior rebelión del partido, la toma de la ciudad por las unidades militares afines a Negrín, el cerco contra los casadistas refugiados en los ministerios de Hacienda y de Defensa, la Telefónica, el Banco de España y el Palacio de Comunicaciones. Supo también de los combates en Serrano, Cibeles, Alcalá, el Retiro…
—Nos hemos vuelto locos, muchacho. Vamos a perder la guerra pero hemos decidido matarnos entre nosotros para que Franco no nos pesque vivo a ninguno… Como en Numancia, ja, ja, ja —remató el conductor ante la irritación de Fraguas.
Mateo veía pasar desde su ventanilla la ciudad martirizada, con escenas fugaces que le confirmaban aquel relato estremecedor: tropas apostadas en los cruces, controles con civiles armados, barricadas con cañones en medio de las avenidas, convoyes con carabineros que atravesaban a toda velocidad las calles desiertas, tranvías abandonados aquí y allá con la carrocería y los cristales tiroteados…
—Por eso no podemos ir al puesto de mando de la división en el paseo de la Castellana, porque está en primera línea de fuego —terminó reconociendo el cabo Fraguas.
Cuando al fin salieron a la carretera de El Pardo, Mateo se sintió aliviado. Ahora veía los encinares y las jaras en flor, con el azul puro del cielo como fondo, y le pareció haber escapado de una ciudad maldita. Había dejado de temer por el destino de los prisioneros fascistas, para pensar en su familia, a la que suponía cogida entre dos fuegos. Se desesperó también al ver que su sueño volvía a alejarse de nuevo. En aquella ciudad enloquecida nadie podía pensar en el Trofeo Defensa de Madrid, y mucho menos el jefe de su batallón, el mayor Mercadal, a quien suponía envuelto en la refriega contra los casadistas. Pero no se daba por vencido. A medida que se acercaban hacia El Pardo fue atisbando el modo de atraer de nuevo hacia sí el sueño que ahora se le escapaba. Comprendió que si ligaba su suerte a la del levantamiento comunista contra el traidor Casado, podría estar al alcance de su mano jugar en el equipo de fútbol de la brigada.
Cuando ya estaban entrando en El Pardo, les alertó el rugido de varios aviones. Fraguas se asomó por la ventanilla e identificó dos bombarderos que pasaban por encima de sus cabezas.
—Son de los nuestros…
No había acabado de decirlo cuando una cadena de estampidos ensordecedores sacudió el aire. El conductor dio un brusco volantazo y sacó el Ford de la carretera. El camión con los prisioneros pasó de largo, pero no tardó en frenar junto a la tapia de un cuartel.
—¡Casado nos ha mandado a la «Gloriosa» para machacarnos! ¡Menuda gloria la de bombardear a sus hermanos de armas! —dijo el conductor dando puñetazos al volante.
Mateo se dejó arrastrar por la misma indignación y al mismo tiempo, sin darse cuenta, forzó los últimos resortes que le habían mantenido al margen de lo que estaba sucediendo en Madrid. Antes de que el coche llegara al palacio de El Pardo, después de reanudar la marcha, ya estaba resuelto a formar parte de aquel equipo contra el que Casado estaba mandando los aviones de la propia República. Acababa de jugar un primer partido en la delantera de aquel equipo y además lo había ganado, cuando rechazó el ataque fascista en el lago de la Casa de Campo. Franco había lanzado aquel ataque para socorrer al traidor Casado y él había contribuido a desbaratarlo. Su destino, pensó, ya estaba decidido.
Cuando llegaron ante la puerta de la quinta de El Pardo, a Mateo le extrañó no ver por ningún lado los efectos del bombardeo de la aviación casadista, lo que le hizo suponer que los aviones habían arrojado sus bombas sobre el monte. Aún le sorprendió más la tranquilidad de los soldados que vigilaban la entrada y la de los sirvientes de los tres cañones emplazados en la explanada. Al bajar del coche, se sintió completamente distinto al muchacho que había emprendido aquel viaje en la Cuesta de San Vicente. Si entonces hubiera oír decir al cabo Fraguas que les iban a recibir el coronel Barceló y el mayor Ascanio, se habría encogido de hombros con indiferencia. Pero ahora, después de haber escuchado relatar al conductor la determinación de ambos a la hora de combatir al traidor Casado, le embargó la emoción.
—Para luchar contra una traición como la de Casado, nadie necesita órdenes de nadie. Cada comunista sabrá cumplir con su deber —había dicho el conductor recordando una frase de Ascanio.
Mateo siguió al cabo Fraguas por un patio del palacio, desde el que accedieron a unas escaleras. Al llegar al primer piso, el cabo se presentó ante un grupo de jóvenes soldados que flanqueaban una puerta. Uno de ellos golpeó la puerta con los nudillos y después la abrió. Mateo descubrió una rica estancia, con techos pintados y muebles antiguos y lujosos, en la que una decena de oficiales estudiaban un gran plano de Madrid sobre una mesa redonda de mármol, con las patas rematadas en unas garras de león.
Uno de los oficiales, enfundado en una cazadora de cuero negro, levantó la vista del plano con fastidio.
—Son de la 42.ª Brigada, coronel Barceló. Han traído a los fascistas capturados en el ataque de ayer —dijo el soldado.
Otro de los oficiales dio la vuelta a la mesa y se aproximó al cabo Fraguas y a Mateo, tendiéndoles la mano.
—Todos estamos muy orgullosos de estos camaradas —dijo volviéndose al resto de los reunidos—. Han demostrado que el Ejército Popular nunca se hincará de rodillas.
Después les saludó con el puño en la sien e hizo un guiño al cabo Fraguas que a Mateo le hizo sospechar de nuevo sobre la verdadera identidad de este.
—Qué acento más raro tenía. ¿Quién era el que nos ha saludado? —preguntó Mateo al cabo al salir del despacho, escamado aún por el guiño de aquel oficial.
—Ese era Ascanio. Es canario, como el doctor Negrín —dijo Fraguas.
Antes de abandonar el palacio, el cabo Fraguas pasó un brazo por los hombros de Mateo, al que le sorprendió aquella familiaridad.
—Linares, si quieres puedes quedarte. Aquí no tardarás en encontrar al mayor Mercadal para pedirle que te inscriba en el equipo de fútbol de la brigada —le dijo.
—¿Pero cómo sabe que…? —preguntó perplejo Mateo.
—Chaval, mi deber es saberlo todo sin que nadie lo sepa.
Al despedirse de él, estuvo a punto de preguntarle al cabo quién era en realidad, pero optó por pedirle noticias sobre el destino del camión con los prisioneros. Antes de que el cabo le respondiera, uno de los soldados de guardia le contó que los prisioneros habían sido llevados a un antiguo orfanato que se levantaba detrás del palacio, y que el conductor del camión tenía prisa por regresar a Madrid y se había marchado con la escolta.
Mateo sintió una punzada de tristeza por no haber podido decir adiós al desertor Rueda. Había sido su compañero inseparable desde el momento en que llegaron al Palacio Nacional para incorporarse a la brigada. No había logrado saber nada de él, salvo su condición de desertor, pero había acabado por pensar que sus destinos en aquella guerra estaban inseparablemente unidos.
Acabó disfrutando de su estancia en El Pardo como si fuera un permiso, pues estaba liberado de todo servicio, pero con el paso de los días llegó a sentirse prisionero. Una vez preguntó si podía ir a Madrid y le dijeron que estaba terminantemente prohibido. Además, nadie parecía notar su presencia, ni siquiera para proporcionarle una muda de ropa, aunque sí para servirle el arroz cocido del rancho.
A la tercera noche, un teniente fue a buscarlo a la habitación donde dormía.
—Chico, la radio está hablando de ti —le dijo.
Mateo le siguió hasta una estancia recargada de humo, en la que cuatro oficiales somnolientos fumaban sentados en sillas, alrededor de una caja de madera. Encima de la caja había un aparato de radio, del que salía la voz rechinante del locutor:
—A pesar de la grave situación en que nos encontramos por la actitud de los invasores de nuestra patria, nuestro ejército combate con una decisión y arrojo que asombra al enemigo. Nuestros soldados, orgullo de Madrid, al servicio de la independencia de España, se sostienen en sus puestos y causan serios quebrantos al invasor. Modelos de combatientes son los soldados del Ejército del Centro que se enfrentan contra el enemigo. Todo homenaje a estos soldados que, con tanto ardor y heroísmo se defienden contra las hordas de Mussolini, Hitler y Franco, es poco. En los intentos repetidos de estos últimos días, el enemigo no ha cosechado más que cadáveres por la enorme resistencia que se le ha opuesto. Por eso los invasores piden a sus agentes infiltrados en nuestra retaguardia que continúen con su lucha intestina porque les conviene a sus planes…
El teniente le dio a Mateo un palmetazo en la espalda y le empujó suavemente hasta el centro de la estancia.
—Aquí está, en carne y hueso, uno de los soldados de los que habla Radio Popular. Para que veáis que no todo es propaganda. Este chaval rechazó el ataque de los fascistas en el Manzanares el mismo día que intentaron romper el frente por la Zarzuela.
Los otros oficiales salieron de su sopor y dedicaron a Mateo algunas palabras de elogio. Pero él no reparó en ellas. Acababa de descubrir, en el techo de la estancia y en la parte más alta de las paredes, unas grandes manchas de sangre reseca, de algunas de las cuales colgaban pingajos de carne y cabellos negros. El teniente advirtió la razón de su estremecimiento y, sin darle explicaciones, lo sacó de la sala con otro palmetazo.
—Hala, a dormir el sueño de los héroes —le despidió.
Al día siguiente, mientras regresaba del rancho, que servían en la antigua capilla del palacio, el mismo teniente salió a su encuentro.
—Chico, ha llegado tu oportunidad. Se está preparando un convoy para recoger refuerzos en Fuencarral y trasladarlos a los Nuevos Ministerios. Allí te unirás de nuevo a tu brigada.
Al atardecer, Mateo formó junto a un centenar de hombres, con manta y fusil en bandolera, al pie de cuatro camiones estacionados en la explanada del palacio. Antes de que recibieran la orden de montar en los camiones, un comisario se subió al estribo de un Citroën para arengarlos:
—¡Soldados del Ejército Popular! Acordaros de las palabras del presidente Negrín: «Vale más el riesgo mínimo de morir como héroes, que la certeza absoluta de ser fusilados como borregos». En el cementerio de Fuencarral, adonde nos dirigimos, están enterrados los camaradas de las Brigadas Internacionales que un día se juraron a si mismos no retroceder ni un paso ante el fascismo. Tened presente su ejemplo. Hoy el fascismo ha puesto sus botas sangrientas sobre el suelo de Madrid, camufladas bajo el disfraz de la junta traidora de Casado. Una vez dijimos «¡No pasarán!» y no pasaron. Hoy decimos que «¡No nos engañarán!» y no nos van a engañar ni Casado ni sus cómplices. ¡Viva España independiente y libre! ¡Viva la República!
Los hombres repitieron vibrantemente aquellos vítores y subieron con decisión a los camiones. Cuando el convoy se puso en marcha, lo siguieron a la carrera una docena de niños hasta la carretera de Fuencarral. Mateo continuó viendo al grupo de niños desde la caja del camión hasta que los engulló la distancia. Cegado por la púrpura derramada por el sol sobre las encinas, se entristeció repentinamente al pensar que estaba solo en el mundo.
Cuando llegaron a las afueras de Fuencarral, el convoy se detuvo junto a unas casas en cuyos muros habían buscado abrigo varios grupos de soldados y civiles. Se oían tiros y bombazos en el interior del pueblo. Mateo vio acercarse a un oficial hasta el Citroën que abría el convoy y le oyó decir tartamudeando que las fuerzas de Casado habían entrado en Barajas, Canillejas y Chamartín, y que ahora estaban intentando tomar Fuencarral.
Mateo temió que les ordenaran bajar de los camiones para entrar en combate contra los casadistas, pero permanecieron en ellos durante un tiempo que le pareció interminable, mientras la oscuridad cubría lentamente el pueblo. A medida que los sonidos de la batalla iban enmudeciendo, fue recuperando el ánimo. Sus compañeros empezaron a hablar, en voz baja, sobre las dudas de los mandos que estaban a cargo del convoy. Cuando menos lo esperaban, el comisario que les había arengado en El Pardo se detuvo detrás del camión.
—Camaradas, aquí no hacemos falta —les dijo enérgicamente, mientras los motores de los camiones volvían a rugir en la noche—. Nos vamos a los Nuevos Ministerios. Allí, el coronel Barceló está concentrando a las fuerzas para la batalla decisiva contra los canallas del Consejo.
Al marchar hacia Madrid, Mateo se sintió hipnotizado por la claridad espectral de la luna, que ascendía como un gran plato de porcelana. Muy pronto reconoció los páramos de Chamartín, al norte del paseo de la Castellana. Se liberó de su pesadumbre y aguzó la vista emocionado, puesto en pie y asido a la lona del camión… Allí estaba, erguido como un templo arcaico en medio de la nada, bajo los rayos de la luna, el estadio del Madrid. Los otros soldados no tardaron en advertir el hechizo en que había caído.
—¿Tú jugabas en el Madrid, muchacho? —le preguntó uno.
Mateo no quiso romper el encantamiento. A punto estuvo incluso de perder pie y caer del camión cuando el convoy frenó en seco ante una línea de barricadas que cruzaba la Castellana, junto a los Nuevos Ministerios. Allí les ordenaron descender de los camiones y marchar en fila hacia la mole de seis plantas que había empezado a levantarse antes de la guerra, bajo los Altos del Hipódromo, para albergar los departamentos del gobierno. La enorme edificación, cercada por numerosos andamios, cobraba bajo la luz de la luna la apariencia de una fortaleza fantasmal.
Pasaron por debajo de unas arquerías en construcción que discurrían paralelas a la Castellana, y después llegaron a unos soportales por donde entraron al edificio. Los acomodaron en la planta baja, en unas grandes habitaciones en las que, al calor de unas hogueras, conversaban o dormitaban decenas de hombres, entre soldados, carabineros y paisanos.
A Mateo le llamó la atención que nadie les preguntara de dónde venían o quiénes eran. Aquellos hombres parecían contagiados del aspecto fantasmal del gigantesco edificio. Se recostó sobre el suelo arenoso de la sala, con la manta echada sobre los hombros, sin decir una palabra, dispuesto a conciliar el sueño bajo el influjo de la visión del estadio bañado por la luna.
Le despertó el pisotón de una bota claveteada en toda la espinilla, y el dolor le arrojó al caos de los gritos, las carreras y las órdenes…
—¡A los parapetos! ¡Calar las bayonetas! ¡Tomar bombas de mano!
Un vendaval de guerra barrió sus sentidos, aturdiéndolo y dejándolo indefenso ante la corriente que arrastraba a los hombres fuera de la estancia y los empujaba a los parapetos levantados con sacos terreros y materiales de construcción en las ventanas del edificio, bajo los soportales. Sin darse cuenta, se encontró agazapado en uno de aquellos parapetos, contra el que se estrellaban los disparos de los asaltantes, ocultos al pie de los andamios y de las arquerías a medio construir, junto a la Castellana, sobre la que se derramaba el sol del amanecer.
Los casadistas… El miedo le agarrotaba los dedos y le impedía ajustar el cargador en el fusil. Solo logró dominarse al ver entrar a otros dos hombres en la estancia donde se encontraba. Traían una ametralladora Hotchkiss que no tardaron en enfilar hacia las arquerías por un hueco del parapeto. Se sorprendió al descubrir cómo el tirador, un hombre ennegrecido por el sol pero con la barba cana que llevaba cosida a la gorra rusa una insignia metálica con la hoz y el martillo, se santiguaba devotamente.
—Es la costumbre —le dijo el veterano al advertir su extrañeza.
De pronto, los disparos de los atacantes cesaron. El veterano se asomó precavidamente por encima de los sacos terreros.
—Parece que se retiran…
Hubo unos minutos de calma. Después se escucharon uno, dos, tres cañonazos, que impactaron en los pisos superiores.
—¡Casado ha subido artillería a los Altos del Hipódromo! —gritó alguien.
Los siguientes proyectiles cayeron entre el edificio y las arquerías, y el más cercano hizo temblar el parapeto. Mateo se angustió al pensar que los próximos disparos darían en el blanco. Oyó que en la galería interior alguien daba órdenes. Aquella la voz le tranquilizó. Se volvió hacia la puerta y vio a cuatro oficiales en el umbral.
Le llamó la atención el más alto de ellos, que empuñaba una enorme pistola. Llevaba la gorra de plato ladeada sobre la frente y en ella lucía unos distintivos que no había visto nunca. Bajo la gorra le salía un mechón rubio del flequillo y entre las marcadas comisuras de los labios llevaba un cigarro apagado. Tenía los ojos grandes, de un azul acuoso, y la nariz algo achatada, poderosa. Le pareció que no tendría más de veinticinco años.
—Salud, camaradas. Casado pretende asustarnos con cañones de la guerra de Crimea. No desenfiléis la ametralladora de las arquerías a menos que veáis venir blindados. En ese caso, protegeros en la galería. Tenemos antitanques que darán cuenta de ellos —dijo el oficial.
—Lo que usted mande, mayor Mercadal —respondió el veterano.
Mateo sintió una descarga de emoción al oír el nombre de su jefe de batallón. Por fin había dado con él, y no iba a dejar pasar su oportunidad, aunque aquellos momentos no fueran los más propicios. La presencia de Mercadal le infundió valor y fue entonces cuando se atrevió a hacer lo que tantas veces había soñado.
—Salud, se presenta Mateo Linares. Soy de la tercera compañía de su batallón.
—Ah, eres uno de los que les disteis su merecido a los facciosos el otro día en el Manzanares. Enhorabuena, camarada. Fue una desgracia que me lo perdiera. He tenido noticias muy elogiosas del comportamiento de vuestra compañía en la Casa de los Pozos.
—Sólo cumplimos con nuestro deber —respondió Mateo solemnemente, intentando predisponer a Mercadal para su solicitud de recompensa—. Quería pedirle que, cuando acabe todo esto, mande que me hagan una prueba para el equipo de fútbol de la brigada.
Los tres oficiales que acompañaban a Mercadal se miraron unos a otros con incredulidad. El veterano tirador de la Hotchkiss y su compañero apenas pudieron ahogar una carcajada. Mercadal, con gesto muy serio, se quitó el cigarro de los labios. Por un momento se quedó inmóvil, vigilante, como si quisiera cerciorarse de que los cañonazos no iban a molestarles por un tiempo. Se enfundó la enorme pistola, apartó el correaje de la cartuchera para abrirse el bolsillo derecho de la guerrera, y sacó de este un lápiz demediado y una pequeña agenda de piel.
—Eso está hecho, camarada. Por favor, repíteme tu nombre —dijo Mercadal, mirándole paternalmente.
Mateo repitió su filiación y hasta tuvo el coraje de inventarse que era militante de las juventudes comunistas. Estaba seguro de haberlo logrado. Sentía ya los pulmones henchidos, alineado con sus compañeros de equipo ante las tribunas del estadio del Madrid, a sólo unos centenares de metros al norte de aquel parapeto que ocupaba ahora en Nuevos Ministerios. Veía el palco de autoridades y las gradas llenas de aficionados que esperaban ver jugar al nuevo ídolo de la afición, Mateo Linares, capitán del equipo de la 42.ª Brigada Mixta, en la final del Trofeo Defensa de Madrid.
En las primeras filas, con los ojos llenos de amor, estaban las chicas de buena familia de Chamberí a las que había visto desayunando a deshora en las cocinas de sus casas, con la piel contagiada aún de la suavidad de los camisones de seda, cuando traía los pedidos de la carnicería de don Melchor por la puerta de servicio. Aquellas mañanas en que volvía a la carnicería atravesado por la melancolía de sus amores imposibles, se iban a ver compensadas por la admiración de todo Madrid ante el triunfo apoteósico de su fuerza física, sus reflejos, su habilidad. Hasta los espías facciosos hablarían de él en sus informes y el propio Franco sentiría envidia de que la República tuviera aquel magnífico jugador entre sus filas.
Ya se imaginaba alzando, entre el clamor de la multitud que llenaba el estadio de Chamartín, el trofeo entregado por el generalísimo Miaja, que aunque ahora era el cabecilla de la junta traidora de Casado, seguía siendo el gran héroe de la defensa de la ciudad. Miaja luciría en su pecho la Placa Laureada de Madrid, distinción que Mateo ya no tenía razones para envidiar, pues acababa de frenar también a los facciosos a orillas del Manzanares, como en los días del «¡No pasarán!».
Absorto en el tiempo estanco de sus ensoñaciones, no tuvo tiempo de reaccionar ante los nuevos cañonazos procedentes de los Altos del Hipódromo, cuyos proyectiles estallaron bajo los soportales. Una vaharada infernal entró por la ventana. Mateo se desplomó como un muñeco a los pies de Mercadal, que arrastró rápidamente su cuerpo bajo la ventana, dejando un reguero de sangre en el pavimento. Desde allí, al resguardo, gritó algunas instrucciones a sus oficiales y ordenó al veterano y a su compañero que sacaran a toda prisa la ametralladora a la galería.
Cuando se quedó solo en la estancia, Mercadal cogió la mano derecha de Mateo y la entrelazó con la suya izquierda, dejando ambas sobre la herida por donde el chico se desangraba, como si lo hubiera hecho siempre, como un ritual antiguo. Mateo tenía un trozo de metralla, igual que un cuchillo dentado, clavado en el pecho. Por un segundo, Mercadal notó una tensión en su mano, como si el muchacho hiciera el último intento por asirse a la vida, y después un peso inerte.
La mirada de Mercadal buscó instintivamente los Altos del Hipódromo y vio la estatua de Isabel la Católica y los cables del tranvía con el que tantas tardes había subido a la Residencia de Estudiantes, que salía de la Puerta del Sol y llegaba hasta el Museo de Historia Natural. De pronto, le pareció oír una música de piano lejana, delicada. Sonaron nuevos disparos de artillería y al instante todo el lugar volvió a temblar. Bajo la polvareda de las explosiones, entre los gritos y lamentos de sus hombres, siguió escuchando la música, mientras introducía un nuevo cargador en su pistola junto al cadáver del muchacho.
Uno de sus oficiales volvió a entrar en la habitación y se agachó al otro lado del chico, a quien miró como si estuviera dormido. El oficial estaba sudoroso y el polvo del granito y del ladrillo triturados por la artillería de Casado se le había adherido a la frente y las mejillas. A Mercadal le pareció que llevaba puesta una máscara. Tenía los ojos desorbitados y en la mano derecha le temblaba una pistola ametralladora.
—¡Los hombres se están entregando! ¡Es imposible contenerlos! ¡Huyen por todas partes! —clamó excitado el oficial.
Mercadal intentó no perder la música. Miró al oficial. Miró al chico con piedad.
—Váyase usted también. No se preocupe por mí —dijo con la voz pausada.
El oficial se activó como un resorte y se puso en cuclillas ante su jefe. Su aspecto se hizo aún más grotesco. Se llevó el puño derecho a la frente, con el comienzo de un sollozo, y salió de la habitación. Mercadal pudo entonces retomar la música y se concentró para intentar oír las notas del piano con más claridad. Era la música que siempre había deseado crear, la que aleteaba entrecortadamente en su cabeza para escapar luego y dejarlo sumido en el silencio, frustrado, impotente. Ahora le llegaba constante, desde dentro, como una brisa que acariciaba sus sentidos. Entonces creyó ver, en los desconchones de la pared causados por las explosiones, las delicadas salpicaduras de sombra y luz que el batir del aire producía entre los chopos de la Residencia de Estudiantes, levantada en el mismo lugar desde el que los cañones del traidor Casado hacían tiro directo contra sus hombres.
El recuerdo de aquellas tardes felices en la Residencia venía en su auxilio desde el mismo lugar en que le disparaba su propia artillería, la artillería de la República. Pero no llegaba a descifrar qué quería decirle aquella evocación de las veladas de poesía y música, los amaneceres embriagados y las mujeres que había amado en las habitaciones de sus amigos de la «Resi». Desconocía qué sentido tenía que su mente invocara aquellos momentos, como una plegaria, junto al cadáver de aquel muchacho.
Tenía cerrados los ojos y estaba a punto de interpretar el mensaje de aquella música entreverada con el aroma de la piel de una amante dormida: había perdido la partida y el destino venía a mostrarle por última vez todo aquello que había apostado para cambiar el mundo. Pero no se entristeció. Se acordó del epitafio de la tumba del poeta Yeats, sobre cuya traducción tanto había discutido con sus amigos: Jinete, echa una mirada fría a la vida, a la muerte, y sigue cabalgando… Lo recitó para sus adentros mientras se limpiaba la sangre del muchacho sobre su guerrera, y consiguió sentirse bien.
La música cesó entonces y oyó gritos, carreras y disparos por la galería. Un fuerte olor a pólvora le hizo abrir los ojos. Desde la puerta, un guardia de Casado le apuntó con un fusil ametrallador y le gritó que tirara la pistola y se diera preso.