El capitán Masip sobrevolaba con su mirada los tejados de Madrid, cubiertos de un velo miserable de hollín que parecía haberse posado también sobre sus pensamientos. Sólo el aire frío de la mañana, al refrescar su frente, consiguió deshacer aquel poso de negrura a la vez que despertaba su nostalgia de Isabel. Allí, sobre la azotea del diario ABC, podía situar los lugares de su felicidad en la ciudad que se extendía ante sus ojos, marcar los escenarios que había compartido con Isabel a lo largo del asedio, entre la vida y la muerte, la esperanza y la amargura.
Aquel Madrid agonizante vivía a través de Isabel, como si esta prestara a la ciudad su respiración y sus latidos, su mirada y el calor de su piel. Podía incluso oír su voz sobreponiéndose al repique de las ametralladoras, los disparos de los francotiradores y los cañonazos que reventaban ahora en el vacío mortal de las calles de la ciudad. Los sonidos de guerra estallaban por Alcalá y por Cibeles, por Prim y por Barquillo, y se escuchaban nítidos, violentamente claros, como si repercutieran en el azul del cielo, al fin abierto después de una semana de nieblas. Y sobre aquellos sonidos le llegaba la voz de Isabel, a veces como un lamento sostenido, diciéndole que no se arriesgara, que no merecía la pena…
Los comunistas habían rodeado el edificio del ABC, copándolo junto a un centenar de guardias del Cuerpo de Seguridad y algunos redactores y obreros del periódico. Aquella situación, lejos de evocarle algún episodio heroico de los que oía relatar de niño a su ama, le había hecho caer prisionero de la realidad, sin posibilidad de escapatoria. Por primera vez en su vida, se sentía encadenado a un destino que no podía cambiar ni siquiera con los juegos de su imaginación. Sólo el recuerdo de Isabel conseguía liberarlo momentáneamente de aquel estado, pero a la vez lo hacía aún más prisionero del mundo.
Había llegado al ABC a lomos de su Royal Enfield con la caída de la tarde, antes de que se cerrara el cerco, con la misión de entregar dos nuevas proclamas del Consejo Nacional de Defensa contra la rebelión comunista, tal y como había hecho en los dos últimos días. Al subir por Serrano, vio que varios grupos de guardias con los brazaletes blancos de las fuerzas leales a Casado se dirigían a la carrera hacia la sede del antiguo periódico monárquico.
En la esquina de Lista había preguntado qué estaba ocurriendo a un viejo teniente de caballería que iba a la cabeza de algunos de aquellos hombres. Este le informó de que las avanzadillas de Barceló se habían descolgado por Serrano desde los Altos del Hipódromo. Habían encontrado resistencia por parte de los anarquistas en el chalé del comité libertario de Madrid, pero habían tomado el palacio de Lázaro Galdeano, sede del Gobierno Civil, así como el cuartel general de la 7.ª División y los estudios de Unión Radio en la Castellana.
Los comunistas se habían detenido allí, sólo a unos centenares de metros del ABC, pero se temía que siguieran progresando por Serrano para enlazar con otras fuerzas de Barceló que bajaban de Manuel Becerra hacia la Puerta del Alcalá. Por el otro lado de la Castellana, los comunistas habían logrado infiltrarse por Prim y Barquillo, desde donde habían intentado asaltar las sedes del Banco Central y del Ministerio de Defensa.
Al entrar en la sede de ABC, Masip había creído encontrarse en un cuartel. Había hombres armados por todas partes, nerviosos y expectantes, como si temieran que de Serrano fuera a bajar una turba dispuesta a arrollar todo a su paso. En las ventanas que daban a la calle se habían levantado parapetos con muebles y con pilas de periódicos y números de «Blanco y Negro». En un patio andaluz cercano a la entrada, se había establecido un improvisado puesto de socorro, con una decena de camillas traídas de no se sabe dónde.
Al subir unas escaleras para entregar las proclamas del Consejo en la redacción del diario, había tenido que sortear a una decena de guardias que descansaban sobre los peldaños, abrazados a sus fusiles. En la puerta de la redacción se identificó ante un joven en mangas de camisa que salía a toda prisa con unas hojas mecanografiadas en la mano. El joven le dijo con voz temblorosa que se dirigiera al fondo de la redacción, y que allí le atenderían.
Abrió la puerta y se encontró ante una gran estancia que la luz de la tarde iluminaba como un lugar sagrado a través de unos amplios ventanales cruzados por cintas de papel engominado. Al fondo de la sala, había un hombre sentado a una mesa, frente a los pupitres vacíos de los redactores, como si fuera un maestro esperando la llegada de los alumnos de la escuela.
Había cruzado la redacción haciendo resonar los pasos de sus botas claveteadas sobre el piso, para darse seguridad y disimular su cojera, mientras abría la cartera que le colgaba del cuello para sacar las proclamas que debían publicarse al día siguiente en la portada del diario. Había tenido tiempo de leerlas antes de salir de Hacienda. Una de las notas, seguramente redactada por el viejo Besteiro, hablaba de la lucha del Consejo por la libertad y la independencia de España, frente a la pretensión de los comunistas de imponer una dictadura utilizando a Negrín como agente.
En la segunda proclama, el Consejo denunciaba que los sediciosos habían faltado a su palabra de cesar la lucha y advertía que estaba dispuesto a aplicar medidas severas para acabar con la rebelión. La misma nota informaba de que la aviación ya había actuado ese mismo día bombardeando a las tropas de Barceló, y anunciaba la inminente llegada a Madrid de tropas leales al Consejo con la misión de restablecer el orden.
Cuando estuvo delante del periodista, al que no había visto en sus anteriores visitas, le tendió las proclamas después de hacer el saludo de rigor, llevándose el puño a la visera de su gorra de plato lo más marcialmente que pudo. El periodista empezó a leer las hojas con avidez, mientras él le observaba con compasión. Tenía una tez extremadamente pálida, que le daba a todo él una apariencia viscosa. Bajo sus grandes gafas de concha negra, apenas era posible hacerse una idea de su cara, que cubría con una barba rala. Llevaba el pelo cortado como un recluta, con pequeñas calvas enrojecidas por toda la cabeza que parecían de tiña. Vestía una vieja chaqueta de pana negra, cuyos hombros y solapas aparecían sembrados de una mezcla de costras y ceniza de tabaco.
—Como las fuerzas de Mera no se den prisa por entrar en Madrid, los comunistas nos van a meter estas proclamas por el culo —dijo sin levantar la vista de los papeles.
La voz de aquel hombre le pareció a Masip tan desgraciada como su figura. Estuvo a punto de contestarle, pero se refrenó. Dio su misión por cumplida y se despidió de él. Cuando estaba en medio de la redacción, rodeado de la luz que doraba los ventanales, oyó de nuevo la voz del periodista y le pareció que el tiempo se paraba en seco.
—Hasta siempre, capitán Masip. Veo que usted ha tenido más suerte que yo.
Se volvió bruscamente al oír su nombre. Vio al periodista levantado junto a la mesa, donde se apoyaba con dificultad. Le faltaba la pierna izquierda y tenía esa pernera del pantalón recogida a la altura de la ingle. Mientras intentaba reconocerlo, el hombre volvió a hablar:
—Coincidimos en el hotel Palace, después del ataque sobre Segovia y La Granja. Usted no se fijó en mí, pero todos los heridos de aquella sala nos fijamos en usted, mejor dicho, en su novia. ¿Porque era su novia, verdad?
—No, no…
—Una mujer guapísima. Carole Lombard y ella, como dos gotas de agua. Todos pensábamos que era usted muy afortunado. También pensábamos que era usted hermano del exgeneral Mola, al que el diablo tenga en su seno. Se le parece usted mucho, ¿se lo habían dicho alguna vez?
—Usted es… —respondió él con interés, tendiéndole la mano.
—Qué importa. Es mejor que nos acostumbremos a no tener nombres. Así correremos menos riesgos cuando entren los fascistas. Fui comisario de batallón. Un moro gigantesco me atravesó la pierna con su bayoneta en Valsaín. Me quiso ensartar los cojones, pero no acertó. Yo le descerrajé un tiro de revólver entre ceja y ceja. Me quedé toda una noche en tierra de nadie, con el fiambre del moro sirviéndome de almohada. Pude desenganchar la bayoneta del fusil, pero no tuve fuerzas para sacarla de mi pierna. Me encontró al amanecer una de nuestras avanzadillas, pero ya no había nada que hacer: aquella bayoneta debía de tener la peste rifeña y tuvieron que cortarme la pierna.
—Lo siento, señor… —balbuceó Masip, intimidado por la crudeza de aquel hombre.
—No sienta piedad por mí. Ahórresela para usted. Yo sólo soy un fantasma. Vivo y trabajo en el lugar de los muertos y, como ellos, carezco de importancia. Aquí mismo, donde me siento, trabajaba antes de la guerra el subdirector de esta casa, Rodríguez Santamaría. Lo asesinaron unos milicianos, como a tantos otros redactores, estereotipadores, mozos, cajistas, linotipistas, correctores, maquinistas… Tan obreros como sus verdugos, asesinados en el altar de la revolución proletaria. Dentro de unos días, Franco va a entrar en Madrid. «El hombre del caballo blanco», lo llaman en la Falange clandestina. Cada cual tendrá que mirar por lo suyo antes de que los moros nos saquen los ojos a todos por culpa de unos cuantos. Tenía razón Indalecio Prieto cuando decía, después del asalto a la cárcel Modelo, que todos cargaríamos con aquellos crímenes porque con el tiempo no se harían distingos.
—¿Usted no cree que Casado conseguirá una paz honrosa? —le preguntó Masip, decepcionado.
—No me irá a decir que usted se ha creído el cuento. Pero si no se lo cree ni el mismísimo Miaja, aunque sea presidente del Consejo. Por cierto, ¿le escuchó ayer en la radio? —le preguntó el hombre mientras rodeaba la mesa, dando pequeños saltos, para sentarse de nuevo.
—No, no tuve ocasión.
—Miaja dijo que el Consejo tenía la misión de terminar la guerra de una forma humana y honrosa, para devolver la paz a los hogares españoles. Salió a la calle para darse un baño de multitudes y después se largó camino de Valencia, por si las cosas se ponen feas.
—¿Que el general Miaja ha abandonado Madrid? —preguntó Masip en un susurro, como si temiera ser oído fuera de la sala.
—Sí, en noviembre del 36, el gobierno huyó de la ciudad, dejando a Miaja solo ante los rebeldes. Ahora es al revés, se ha ido él y ha dejado al Consejo solo, para que se las vea con los comunistas. Pero vamos a lo importante. Casado y el socialista Besteiro han planteado una falsa justificación para el golpe contra Negrín, como si no hubiera más alternativas para después de la guerra que la dictadura de Franco o la de Stalin. Lo de los anarquistas es harina de otro costal. Tenían demasiadas cuentas pendientes con los comunistas y han decidido saldarlas a última hora, antes de que cayera el telón…
Masip había mirado su reloj. No quería retrasarse en su regreso a Hacienda. La noche empezaba a caer al otro lado de los ventanales como un mal augurio. Pero, a pesar de todo, se sentía atraído por la descarnada perorata de aquel periodista mutilado. Era la primera vez en toda la guerra que escuchaba hablar a alguien sin tapujos.
—¿Tiene usted idea de qué es lo que puede pasar en Madrid? —se decidió a preguntarle, tomando asiento en uno de los pupitres de la redacción.
—Los comunistas no podrán mantener por mucho tiempo esta situación. Ahora mismo tienen dos frentes abiertos. Uno contra Casado, en Madrid, y otro contra Franco, en las afueras de la ciudad. Corren rumores de que hace dos días los fascistas intentaron tomar Madrid al asalto, por el frente del Manzanares. Las unidades controladas por los comunistas los rechazaron con centenares de bajas. Es una ironía que nada más salir Negrín hacia Francia los comunistas hayan hecho buena la política de resistencia que predicaba.
—Quizás se pueda resistir un ataque aislado, pero no una ofensiva general de todo el ejército y la aviación de Franco. Lo que Negrín predicaba era el suicidio —cortó Masip alterado.
—En cualquier caso, bravo por los comunistas. Hay que reconocer que siempre han tenido los huevos bien puestos. Y los fascistas también, para qué negarlo. Una vez oí decir a alguien que la causa de esta guerra es que hay algo en los guisos españoles que nos hace enfurecernos a unos con otros. Aquella persona sospechaba del cilantro. Aunque para mí la verdadera desgracia de España es que siempre ha habido muchas banderas y pocas chimeneas…
Masip no pudo disimular un gesto de extrañeza ante aquella disquisición. El hombre se percató y cambió la conversación:
—Ahora se trata de saber qué pasa si Franco intenta poner el pie en Madrid. ¿Nos uniremos otra vez para rechazarlo? ¿O seguiremos luchando entre camaradas para ponerle más fácil la toma de la ciudad?
—¿Ha oído usted hablar de los barcos ingleses y franceses que acudirán a los puertos del Mediterráneo para la evacuación? —preguntó Masip, intentando sembrar una esperanza.
—Esta es la segunda parte del cuento, capitán Masip. Casado está haciendo creer que Franco va a aceptar otra negociación como la de Menorca. El jefe de la guarnición de la isla consiguió negociar, bajo la mediación británica, la evacuación de más de trescientos dirigentes civiles y militares en un crucero inglés.
—Es un buen precedente. Los ingleses podrían estar dispuestos a hacer lo mismo ahora.
—A Casado le ha calentado la cabeza con esa patraña el cónsul inglés. Necesitaríamos las flotas inglesa y francesa para sacar a los cientos de miles de leales que hoy corren peligro. Y mucho me temo que los almirantes ingleses y franceses estén hoy más pendientes de los barcos de Hitler y Mussolini que de la suerte de un millón de españoles. No hay esperanza, capitán Masip. Las potencias extranjeras han esperado toda la guerra, observando con cautela cómo nos matábamos y manteniendo la farsa de la no intervención, para estrechar al final la mano del vencedor.
—Pero Casado es el único que puede sacarle a Franco un compromiso para lograr una paz auténtica entre los españoles, sin vencedores ni vencidos.
—Casado está jugando varias partidas a la vez y cree que va a poder ganarlas todas juntas. Pero no se da cuenta de que en la única partida que importa, la militar, los rebeldes ya nos han dado el jaque mate. Si Franco ha permitido que las divisiones de Cipriano Mera abandonen el frente de Guadalajara, es porque espera que Casado le vaya adelantando el trabajo de aplastar a los comunistas. Siga mi consejo, capitán. Olvídese de Casado y de los ingleses. Búsquese un familiar o un amigo que haya salvado la vida a un cura o a una monjita escondiéndolos en su casa. Será su mejor aval cuando entren los moros. Todo el mundo en Madrid lo está haciendo.
Masip, incomodado por aquellos ataques contra Casado, se había levantado de su asiento. Se despidió nuevamente, esta vez con la excusa de que tenía que regresar a Hacienda con urgencia.
—¿Sigue viendo a la mujer que le visitó en el Palace? —le preguntó el periodista mutilado cuando ya se marchaba.
—Sí, la sigo viendo… —respondió, titubeante.
—Entonces es un tipo afortunado. Usted es de los que siempre se salvan.
Masip había hecho a oscuras el camino de regreso hacia la calle. En las escaleras seguían dormitando los guardias, pero ahora también en el patio andaluz y en el hall del edificio. Cuando alcanzó la entrada, donde había dejado su motocicleta, el mismo teniente de caballería al que había preguntado en Lista le pidió con amabilidad su salvoconducto.
—Teniente, debo volver a Hacienda —le había dicho él, impaciente.
—Lo siento, capitán. Tengo órdenes de no dejar salir a nadie. Los comunistas nos han cercado. Están por todas partes. Han cortado Serrano por Ayala, y ya dominan toda la Castellana y Recoletos. Salir ahora sería una temeridad.
En la voz de aquel teniente había descubierto una señal familiar que le reconfortó. No tuvo duda de que Isabel le hablaba a través de aquel viejo oficial, diciéndole que no se arriesgara, que no merecía la pena… Cumpliendo sus recomendaciones, había pasado la noche en la biblioteca del ABC, una sala de dos pisos recubierta de maderas nobles. Allí se habían refugiado algunos de los periodistas que no había visto antes en la redacción y varios obreros de las rotativas. Le explicaron que no habían podido imprimir el periódico del día siguiente por culpa del cerco de los comunistas, ya que no habían podido recibir las bobinas de papel.
Sentado en el suelo, con la espalda apoyada en una de las vitrinas de la biblioteca, apenas había podido conciliar el sueño pensando en Isabel, sola en su casa, al cuidado de su madre. El recuerdo de ella le había atormentado toda la noche. Lo que más le dolía es que, al repasar en la oscuridad todas sus opciones de salvación para cuando Franco entrara en Madrid, Isabel no estaba en ninguna de ellas.
Al cabo de varias horas, se despertó con zozobra del último sueño entrecortado. Alguien había encendido una linterna y proyectaba su luz sobre las hileras de hombres dormidos. Al final, el haz de luz se había detenido en él, cegándolo. Era el viejo teniente de caballería. Sintió un retortijón en el estómago, de hambre y desasosiego, y se puso en pie sin pensarlo.
—Capitán, está amaneciendo —dijo el viejo teniente—. Necesitamos a todos los hombres que sepan disparar. Los comunistas pueden asaltar el edificio de un momento a otro.
El oficial le había guiado después por pasillos y escaleras, donde se les fueron sumando hombres como sonámbulos, con fusiles y mantas en bandolera. En lo alto de una escalera, el teniente había empujado una puerta, detrás de la cual descubrió la azotea del edificio donde ahora se encontraba, apostado junto con una veintena de guardias a la caza de tropas comunistas, después de varias horas de tensa espera en las que el cielo cárdeno del amanecer había ido cobrando la coloración de un mar invernal mientras estallaban, como el azote de las olas en la rompiente, los sonidos de los combates en el corazón de la ciudad.
Al ver las líneas de hotelitos y palacetes que se perdían hacia el norte a ambos lados de la Castellana, a Masip le invadió el recuerdo del estadio de fútbol de Chamartín, al que Isabel le había acompañado en una mañana soleada y gloriosa, poco antes de su marcha al frente, dos años atrás. Había sido con ocasión de una ceremonia presidida por el general Miaja, en la que los nuevos soldados de la República, incluidos los reclutas de la 31.ª Brigada Mixta a los que había instruido, habían hecho promesa de fidelidad a la bandera.
Los ecos de aquella ceremonia en el estadio de Chamartín le llegaban fragmentados, descorazonadores. Los hombres que habían prometido lealtad a la misma bandera tricolor se estaban matando ahora entre ellos en las calles de Madrid. Aquel parecía el trágico sino de la bandera republicana, pensó, ya que todos habían prometido ser fieles a ella y defenderla hasta la última gota de sangre, aunque ello significara liquidar a quienes habían hecho idéntica promesa.
La tribuna y las gradas del estadio de Chamartín estaban llenas a rebosar. El público aplaudía y vitoreaba a los centenares de soldados que con uniformes de estreno, cascos lustrosos, nuevos fusiles, bayonetas en ristre, desfilaban alrededor del campo. Él se encontraba en el centro del terreno de juego, frente a la tribuna de autoridades, flanqueado por una escuadra de soldados. A su espalda una banda de música hacía restallar los acordes del himno de Riego.
Había sido el abanderado en aquella ceremonia, el portador de la tricolor a la que el general Miaja se había referido como símbolo de la sangre, el oro y la libertad del pueblo. Aún sentía al recordarlo la tensión de sus músculos en posición de firmes, con su uniforme de gala, apretando contra su costado, con todas sus fuerzas, el asta de la enseña a la que aquellos nuevos soldados iban a prometer fidelidad.
—¿Prometéis ser fieles a la bandera y defenderla hasta la última gota de sangre? —había exclamado Miaja ante los centenares de hombres formados ante la tribuna.
Como salida de una sola garganta, de un solo cuerpo, la respuesta de los nuevos soldados del Ejército Popular quebró el aire como un estampido:
—¡Sí, lo prometemos!
Las marchas militares, el desfile marcial, el alborozo de los espectadores, todo enardecía su ánimo, pero nada le producía más felicidad que la presencia de Isabel en la tribuna, con un vestido color marfil y una boina beige. A cada rato, Isabel le sonreía y le saludaba con la ingenuidad de una niña, como si estuviera delante de un cameraman y no supiera qué hacer para disimular su timidez.
Después de la ceremonia, Isabel le había acompañado de paseo por la Castellana y después por Recoletos y el Prado, hasta la glorieta de Atocha. Se había sentido lleno de entusiasmo, como parte de algo grandioso. En aquel momento, después del desfile de los nuevos soldados de la República, creía posible la victoria. Pensaba en la guerra, por supuesto, pero en el fondo su felicidad era por él mismo. Nada, ni siquiera la guerra, se interponía en su deseo de conquistar el amor de Isabel.
Agotados por la larga caminata desde Chamartín, habían ido a almorzar aquel día a una taberna de la plaza de los Carros, cerca de su casa. El cansancio y el vino fuerte, el calor del local y la digestión de una carne desconocida, habían empezado a aquietar sus ánimos, excitados por la ceremonia militar. Acababan de pedir unos cafés, cuando vieron que se disponían a salir de la taberna varios jóvenes oficiales que habían comido fuera de su vista. Cuando pasaron junto a su mesa, el rostro de Isabel se iluminó.
—¡Francisco! ¡Francisco! —gritó embriagada de alegría.
Un capitán, con la gorra de plato ladeada sobre la frente, bajo la que le asomaba un flequillo rubio, se volvió al oír a Isabel y sonrió sin quitarse el cigarro que llevaba en los labios. Masip reconoció al hermano de Isabel. Antes de que pudiera levantarse para saludarlo, Isabel ya se había lanzado en sus brazos para llenarle las mejillas de besos. Los demás oficiales rieron ante la efusión de la muchacha y felicitaron a Francisco por su suerte.
—Es mi hermana del alma, la pequeña Isabel. Es el único tesoro que le queda en Madrid a la República… —dijo Francisco entre las risotadas de sus camaradas.
Masip se levantó de la mesa y se acercó al grupo, esperando la ocasión para presentarse sin brusquedad, intimidado por la pasión demostrada por Isabel hacia su hermano. Ella, sin aflojar su abrazo a Francisco, le tendió entonces una mano y tiró de él hacia ellos, como si se hubiera percatado de su apocamiento.
—Es Luis Masip, ¿te acuerdas de él? —le dijo Isabel.
—Sí, claro, cómo no me voy a acordar —respondió Francisco estrechando la mano que él le ofrecía tímidamente.
—¿Pero qué haces por aquí, Francisco? ¿Por qué no has venido a ver a mamá? —le preguntó Isabel.
—Hemos venido a aprovisionar el Batallón de Montaña con nueva indumentaria.
—Pues vente a casa. Mamá se alegrará mucho de verte.
—Dime, ¿cómo está?
—Ahí sigue, en su mundo perdido. Al menos no sufre con la guerra.
—Hoy no puedo ir a verla, tenemos que regresar a la sierra ahora mismo. Tenemos los coches fuera. Ya se nos hace tarde, hermanita.
Masip se sintió incomodado al descubrir que era algo secundario en la vida de Isabel. Además, le acomplejaban aquellos oficiales más jóvenes que él y también más decididos, más comprometidos con la causa. Tenían las caras curtidas por el aire de las cumbres de Guadarrama y vestían uniformes caquis de paño grueso, con correajes negros brillantes, todo recién estrenado.
Aquel uniforme les hacía parecer robustos a todos, pero a Francisco Mercadal le daba el aspecto de un coloso. Tenía los ojos grandes y azules como los de su hermana, y la nariz aplastada, vigorosa. Su mirada era como una perpetua sonrisa sobre el mundo, algo altanera, pero también afectuosa.
—Hemos estado en el campo del Madrid, en Chamartín, en la jura de bandera de los nuevos reclutas —rompió a decir Masip.
—Sí, ha sido una ceremonia preciosa. Estaba el general Miaja. Luís ha sido el abanderado —terció Isabel con una emoción infantil.
—Así que el abanderado… Menudo honor, teniente. Supongo que estará orgulloso de su servicio a la República —dijo Francisco Mercadal con un tono de desprecio que cortó el aire.
Masip palideció y clavó la mirada en el suelo, esperando que Isabel acudiera en su auxilio, pero a ella le pasó desapercibido el comentario de su hermano, al que seguía observando arrobada.
—Tenías que haberle visto. Yo estaba en la tribuna y he oído incluso al propio Miaja elogiar la marcialidad de los nuevos soldados del Ejército Popular.
—Ah, la marcialidad. Eso es lo que enseñan ahora los oficiales emboscados a nuestros soldados. Más valdría que les enseñaran a combatir y no a desfilar —dijo su hermano buscando la complicidad de sus camaradas, que asintieron a coro.
Masip, acosado por la censura de Mercadal, retrocedió hasta la mesa en la que Isabel y él habían almorzado. No había sabido cómo defenderse de aquella recriminación que le pareció tan injusta. Alejado del grupo, esperó a que se marcharan. En el momento de la despedida, Isabel volvió a abrazarse con fuerza a su hermano, dejándole el mismo rosario de besos en las mejillas. Después, el capitán Mercadal le dirigió un saludo vigoroso con el puño en la sien, al que Masip respondió cohibido, con un ligero movimiento de cabeza.
Después de la marcha de su hermano, Isabel había vuelto a estar distante. Había comenzado a rizarse entre los dedos el mechón rubio que le caía sobre la frente. Era la primera vez que descubría en el ensimismamiento de ella un reflejo de profundo desaliento.
—¿En qué piensas? —le había preguntado él rompiendo el silencio.
—No sé, tengo miedo. Miedo por todo… —había respondido ella entrecortadamente, con la mirada de sus ojos claros perdida en los cuadros del mantel.
Sin dejar de observar a Isabel, Masip había liberado el cierre de la cartuchera y había agarrado la pistola por la empuñadura. En un gesto rápido, la dejó con un sonoro golpe sobre la mesa con el que ahuyentó definitivamente su apocamiento.
—Isabel, mientras esta pistola esté aquí, no tienes nada que temer —había dicho, entre sincero y bravucón, para que todo el mundo le oyera.
No tienes nada que temer… Aquella promesa suya a Isabel se le clavaba en el alma. Entre los tejados de Madrid alcanzaba a adivinar la situación de la casa de Isabel, de la que le separaba apenas un kilómetro de distancia en línea recta. No dejaba de reprocharse el haberlas dejado solas, a Isabel y a su madre, fuera del alcance de tiro de su pistola, cuyo peso sentía ahora en la cintura como un remordimiento.
Deseaba poder ir a protegerlas, pero la calle de Sagasta era un destino inalcanzable. Se las imaginaba recluidas en una habitación interior, a salvo de las balas perdidas, tal y como les había aconsejado la tarde anterior al comienzo de los combates. Sólo le aliviaba pensar en su acierto a la hora de visitarlas entonces para sacar de su casa la cartera con el escudo de la República grabado en oro que había escondido en la caja fuerte, tras el carboncillo de los embozados de Pérez Villaamil. Ante el temor de que pudiera representar un peligro para ellas, había decidido finalmente esconder en su propia casa los documentos cuya custodia le habían ordenado.
Aunque el aire en la azotea era todavía fresco, el sol primaveral empezaba a aliviarle del entumecimiento del frío del amanecer. Se decidió a dar una vuelta completa a la azotea y dejó correr su mirada sobre aquella ciudad agónica que sólo lograba tener vida a través de la mujer que amaba. Al norte de la Castellana vio algunos grupos armados, que aparecían fugazmente entre los hotelitos. En Serrano, los guardias habían aprovechado la oscuridad para levantar parapetos en el centro de la calle, con muebles y colchones de las casas vecinas. Algunos habían buscado también comida por aquellas casas, pero sin mucho éxito.
Masip también tenía hambre. Se sentó bajo una chimenea, con una manta sobre los hombros, y se puso a pensar en las posibilidades de romper el cerco. Podía lanzarse a toda velocidad con su motocicleta Serrano abajo. Aquello parecía fácil, pero lo complicado era decidir qué camino seguir después. No podía llegar hasta la Puerta de Alcalá, ni tampoco bajar hacia Recoletos, ya que los comunistas tenían controladas esas zonas. Otra alternativa era cruzar Colón y subir por los bulevares hasta llegar a la plaza de Santa Bárbara, donde se suponía que había fuerzas leales al Consejo. Según había oído en Hacienda el día anterior, un batallón comunista que avanzaba desde Nuevos Ministerios por Zurbano había sido frenado en Santa Bárbara por militares y voluntarios afines al Consejo. Si lograba llegar hasta allí, le sería muy sencillo alcanzar la casa de Isabel.
Ya estaba decidido a llevar adelante su plan, cuando se oyó una ráfaga de ametralladora disparada desde el otro lado de la Castellana. Pudo ver cómo caían al suelo, hechos añicos por el plomo, unos azulejos del pequeño templete que coronaba la fachada del ABC. Sin quererlo, vio su vida rota en pedazos. Pensó que había llegado la hora del asalto. Nada más oírse los disparos, tres guardias corrieron hacia aquel lado de la azotea. Uno de ellos, con abrigo de cuero negro y un pañuelo blanco a modo de brazalete, empuñaba un fusil ametrallador. Cuando pasaron junto a él, hizo ademán de incorporarse para seguirles, pero el guardia del abrigo le hizo un gesto con la mano para que no se moviera de su sitio.
—Esto es cosa nuestra, capitán —dijo el guardia—. Le necesitamos vivo para que vaya a contarle a Casado cómo hemos acabado con estos traidores.
La palabra «traidores» resonó en su interior con un eco de amargura. Aquellos «traidores» a los que se refería el guardia habían barrido a los fascistas impidiendo que entraran en Madrid, como en noviembre del 36, y le habían concedido a él un nuevo plazo de tiempo, a costa de sus vidas, para amar a Isabel, para soñar con salvarla consigo antes de que todo se derrumbara.
El guardia del fusil ametrallador llevaba la gorra puesta del revés, con la visera caída sobre la nuca, lo que acentuaba ridículamente su gran nariz. Al verlo correr por la azotea, seguido del vuelo de su abrigo de cuero negro, Masip pensó en un ave rapaz dispuesta a caer sobre su presa. A los pocos segundos, el guardia enfiló el fusil ametrallador por encima del murete de la azotea y descargó una rociada de disparos sobre la Castellana, mientras sus compañeros se agazapaban a su alrededor.
No hubo respuesta a aquella rociada. Durante varios minutos, no sólo se hizo el silencio alrededor del ABC, sino también en todo Madrid, extrañamente. De pronto, desde el otro lado de la Castellana empezó a oírse un pitido agudo, que dio paso a una proclama estridente y metálica lanzada desde un altavoz:
—¡Soldados del Ejército Popular! ¡Republicanos españoles! Se aproximan nuevas jornadas de dura lucha. Los invasores de nuestra patria pretenden nuevamente infiltrarse sobre los frentes de la República aprovechándose de la creación y de la actitud del Consejo Nacional de Defensa y tratan por todos los medios de romper nuestra resistencia. Hoy más que nunca necesitamos marchar unidos sin luchas intestinas porque sólo así podremos oponer al invasor un muro infranqueable. Cese la lucha entre hermanos. El pueblo es consciente de la responsabilidad en que incurren quienes prosiguen su lucha entre hermanos en los momentos en que Italia y Alemania pretenden con sus tropas adentrarse en nuestras líneas. Todos unidos y firmes en nuestros puestos de combate contra el fascismo, es la única solución que existe. Españoles, republicanos: opongamos una resistencia firme y tenaz al invasor. Españoles, camaradas nuestros: ¡Viva España independiente y libre! ¡Viva la unión de todos los españoles! ¡Viva la República!
Al terminar la alocución de los comunistas, el guardia del fusil ametrallador se asomó sobre el murete de la azotea. Con el arma apoyada en la cintura, regó de nuevo la Castellana con ráfagas entrecortadas, mientras gritaba:
—¡Traidores! ¡Canallas! ¡Sois vosotros los que servís a los invasores soviéticos! ¡Salid de Madrid y volved a las trincheras a defender la República!
El resto de los guardias se puso en pie e hizo una piña en torno a él, exclamando al unísono:
—¡Viva Casado! ¡Viva el Consejo! ¡Viva la República!
Masip estaba ya completamente seguro de que el ataque desencadenado dos días atrás por los fascistas contra la ciudad, había ocurrido en realidad. El mensaje difundido por el altavoz avisaba de la inminencia de un nuevo intento de asalto sobre Madrid. La situación no podía ser más ventajosa para Franco. Sin duda, sus agentes en Madrid le habrían informado de que el caos provocado por la lucha entre el Consejo y los comunistas le había dejado abiertas las puertas de la capital.
No podía seguir esperando en aquel lugar. Tenía que tomar una decisión. Sin decir nada, abandonó la azotea del ABC y bajó las escaleras. Anduvo perdido por infinidad de pasillos hasta que se encontró frente a la puerta de la redacción. Estuvo a punto de pasar de largo, pero pensó, por superstición, que todo le iría mejor si se despedía del hombre que le creía tan afortunado.
La puerta de la redacción estaba entreabierta. La empujó con suavidad y de nuevo se le apareció la gran estancia desierta, invadida de una luz virginal. Los pupitres de los redactores mantenían su perfecto orden frente a la mesa donde la noche anterior había encontrado al periodista mutilado. Cuando pensaba ya que el hombre no se encontraba ahí, oyó unos ronquidos al fondo de la sala. Lo encontró tumbado en el suelo, bajo la mesa, junto a sus muletas una botella vacía de coñac Martell. La luz de la mañana acariciaba su cabeza tiñosa. No llevaba puestas las gafas. Pudo reconocer en su rostro la serenidad de un hombre inocente. Antes de marcharse, desdobló la manta que llevaba y cubrió con ella al periodista, delicadamente, para no despertarle.
Después salió de la redacción y llegó hasta el vestíbulo del edificio, donde había dejado la motocicleta la noche anterior. Antes de cruzar una puerta acristalada, vio decenas de guardias formados ante los mostradores del vestíbulo. El viejo teniente de caballería, que caminaba entre los guardias dándoles instrucciones, no tardó en advertir su presencia y se dirigió hacia él.
—Buenos días, capitán. Dentro de unas horas podrá volver a Hacienda.
—¿Qué va hacer con estos hombres? —preguntó Masip.
—Tengo órdenes de desalojar a los comunistas del palacete de Lázaro Galdeano. Quédese aquí y no salga hasta que no dejemos despejada la calle Serrano. Algo me dice que tengo que cuidar de usted.
Masip se quebró al oír aquellas palabras y deseó abrazar al viejo teniente como a un hermano mayor, pero antes de que pudiera darse cuenta, el oficial estaba ya en la calle. Lo vio marchar pistola en mano, al frente de los guardias. Subieron por Serrano apuntando sus fusiles hacia los tejados. Cuando llegaron a las tapias del palacio de Las Huertas, en la esquina con Diego de León, Masip los perdió de vista. Entonces, al sonar los primeros disparos, un grito de muerte atravesó la calle solitaria.