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La luz de la mañana imprimía una débil vibración de vida sobre el ventanal. El teniente Caminero observaba a través de los cristales, esperando ver la llegada del coche por la explanada del palacio de El Pardo. Aquella vista le provocaba una negra melancolía, acentuada por los tres cañones Schneider situados junto al foso, desafiantes como esfinges de acero. Los cañones, guarecidos detrás de barricadas de sacos terreros, le recordaban la tensa situación en que se encontraban, atrapados entre dos fuegos. Como si el peligro no fuera con ellos, los artilleros fumaban en corro apoyados en el murete del foso, apurando los últimos cigarrillos de la escasa ración de tabaco.

El sargento de guardia le había despertado hacía unas horas farfullando noticias increíbles en la oscuridad, y por un momento pensó que se encontraba en medio de un sueño. Unos truenos lejanos habían resonado en el aire de la estancia, viciado por la combustión de un brasero. Caminero se había levantado del catre, con el capote sobre los hombros, y se había encendido un cigarrillo con un chisquero, antes de ordenar al sargento que se lo contara todo más despacio.

—¡Los fascistas están asaltando nuestras líneas en el palacio de la Zarzuela! —le había dicho el sargento entre resoplidos—. ¡Hay cañoneo por todo el frente del Manzanares! ¡Parece que les ha dado por empujar para entrar en Madrid aprovechando lo de Casado!

—El muy cabronazo… —había dicho él sin pensarlo, mientras soltaba una nube de humo—. Está claro que Casado quiere que mordamos el anzuelo. Si retiramos tropas de primera línea para aplastar su rebelión en Madrid, Franco puede encontrarse los frentes abiertos y hacer su desfile triunfal por la capital en cuestión de horas…

Sabía que el coronel Barceló había previsto la situación. Solamente había enviado a Madrid las unidades de reserva para aplastar el golpe de Casado, y con ellas se había bastado para tener a los traidores contra las cuerdas, asediados en el Ministerio de Hacienda. Al mismo tiempo, Barceló mantenía guarecidos los frentes contra un previsible ataque faccioso, como el que le había anunciado el sargento sobre las líneas del palacio de la Zarzuela.

—Hay otra cosa, teniente —le dijo el sargento—. Han llamado por teléfono del puesto de mando de la brigada 53. Dicen que traen a El Pardo a un comandante faccioso que se ha pasado esta madrugada a nuestras líneas por el sector del Cerro del Águila.

Al escuchar aquella noticia, se había preguntado si no sería el sargento el que estaba soñando. Pensó también que podía ser una broma del telefonista de la brigada 53.

—Un comandante faccioso que deserta de sus filas, a punto de ganar la guerra y con sus enemigos matándose entre ellos… Supongo que habrá mandado a la mierda al telefonista que ha llamado —había dicho al sargento.

—Es precisamente lo que he hecho, pero me ha amenazado con enviarme un piquete de ejecución en el mismo coche en el que traen al oficial fascista… ¿Sabe? No era el telefonista, sino un tal Sellés, del Estado Mayor. La cosa debe de tener su importancia…

—Sí, a lo mejor es un emisario que manda Franco para ofrecernos su rendición —había contestado él, con mejor humor—. Habrá que decirle que no podemos aceptarla, porque tenemos las cárceles llenas de traidores socialistas y anarquistas y ya no hay sitio para tener prisionero a todo el ejército rebelde.

Sonrió al recordar su propia ocurrencia. Si miraba hacia los pinos que rodeaban la explanada, podía ver reflejada su cara en el cristal de la ventana, pero desde hacía tiempo ya no se reconocía a sí mismo. Los ojos se le habían hundido tras los pómulos, afilados por las secuelas de la guerra, el hambre y la incertidumbre. No se había afeitado desde el golpe de Casado, y ya iba para tres días. Le apuntaba una barba extrañamente canosa, a pesar de sus veinticuatro años. El rostro que le devolvía el cristal de la ventana era el retrato del hombre que nunca había querido ser.

Siempre había temido que la guerra le forzara a hacer cosas indeseables, pero jamás habría pensado que acabaría convertido en carcelero. Allí, en el orfanato de San Juan, situado en las traseras del palacio de El Pardo, había encerrados cientos de hombres, traídos en las últimas horas de todo Madrid, de Canillas, de Fuencarral, de Vallecas, de Colmenar… Eran militares y civiles leales a Casado, incluidos el gobernador y el alcalde de Madrid, pero también desertores, emboscados o paisanos que simplemente pasaban por las calles de la capital convertidas en campo de batalla y que por eso mismo se hacían sospechosos de sedición. Se les había traído a El Pardo por ser el lugar más seguro. De hecho, desde que se había producido el golpe de Casado, no habían cesado los trabajos de defensa del palacio, en el que prácticamente no había una ventana que no estuviera fortificada con sacos terreros.

Las detenciones se habían convertido en un toma y daca entre los casadistas y ellos. La gente de Casado había abierto la veda incluso antes de la creación de la junta facciosa, deteniendo a Mesón, a Girón y a tantos otros dirigentes del partido y de las juventudes comunistas en Madrid, con controles en las calles y registros domiciliarios realizados sin previo aviso y sin otro mandato que el de la traición.

A la mayoría de los prisioneros casadistas los traían a El Pardo en camiones, incluso en largos convoyes, como el que había llegado la tarde anterior del cuartel general de Casado, la «Posición Jaca», junto a la carretera de Barajas. Allí, la división de guerrilleros de Raimundo Calvo y una columna de blindados, procedentes de Alcalá de Henares, habían hecho prisioneros a decenas de jefes, oficiales y soldados casadistas sin apenas pegar un tiro. Aunque los casadistas habían dispuesto la defensa de la posición con fuerzas de carabineros, estas se entregaron a la primera acometida de las adiestradas fuerzas del mayor Calvo, al que todo el mundo consideraba uno de los más resueltos militares del partido.

Cuando llegaron los prisioneros de la «Posición Jaca», Caminero los vio descender de los camiones desde la puerta del palacio. El atardecer doraba la explanada y los pinares que la rodeaban, convirtiéndolos en un fondo insólito para aquella escena, como el decorado de una opereta. Los cautivos fueron obligados a formar en filas frente al foso del palacio, y luego se les condujo al orfanato. Allí se les dio un chusco y algo de carne para comer, y un plato de arroz para la cena. No eran raciones muy distintas a las de sus hombres, por más que algunos prisioneros hubieran llegado a quejarse por el maltrato.

A los tres oficiales de más alta graduación se les separó del resto y fueron directamente conducidos a los sótanos de la quinta. Al pasar bajo la bandera tricolor que colgaba de un balcón sobre el portón del palacio, con el nombre de la 8.ª División bordado en oro, los oficiales prisioneros se llevaron el puño derecho a la sien e inclinaron la cabeza, en un gesto que desconcertó a todos los presentes. Al fin y al cabo, traidores o no, eran jefes del Ejército Popular de la República y seguían respetando su bandera.

—Estos no saben lo que les espera —había oído comentar a su espalda cuando los tres jefes pasaron junto a él, escoltados por una decena de hombres armados hasta los dientes.

Supo después que se trataba de los jefes del Estado Mayor de Casado, los tenientes coroneles Otero Ferrer, Fernández Urbano y Pérez Gazzolo. Unas horas más tarde, cerca del amanecer, los tres fueron ejecutados a las afueras de El Pardo, junto con un tal Peinado, comisario de la imprenta del Ministerio de Defensa. Se imaginó a aquellos hombres encarando la muerte con la misma gallardía con la que los había visto llegar a El Pardo, enfundados en los mismos capotes que les hacían parecer falsamente invencibles.

—Hemos llegado demasiado lejos, demasiado lejos… —volvió a lamentarse con la mirada perdida en los pabellones del cuartel del regimiento de transmisiones, al otro lado de la explanada.

Unos minutos después vio venir otro vehículo por la carretera de Fuencarral. Le asaltó su propia fabulación y pensó que en ese coche llegaba el emisario de Franco, dispuesto a presentar la rendición sin condiciones del ejército rebelde y hasta de sus aliados alemanes e italianos, pero pronto descubrió que se trataba de un camión ambulancia, con la cruz roja pintada sobre el capó, al que seguían otros dos camiones sin distintivos.

Los tres vehículos enfilaron la explanada a toda velocidad y pararon en seco frente al puente que cruzaba el foso del palacio. Varios sanitarios saltaron de las cabinas y corrieron a las traseras de los camiones. Algunos servidores de los Schneider se acercaron a ayudar. No tuvo duda de que traían a los heridos del ataque fascista contra las líneas de la Zarzuela. Contrariado, se abrochó el capote, se caló la gorra de plato y salió de la estancia.

En la puerta de la quinta se topó con un sanitario, un hombre ya mayor, con gafas de concha y un brazalete de la cruz roja en la manga del tabardo. Se había adelantado para guiar a los heridos por las dependencias del palacio. Detrás del hombre con el brazalete, entraba una procesión de soldados maltrechos, cubiertos con mantas, la mayoría con vendas en la cabeza y brazos en cabestrillo, pero no venía ninguno en camilla.

—¿Cuántos heridos traen? ¿Qué bajas ha habido? —le interrogó ansioso.

—Traemos a quince heridos leves. Ha habido seis muertos y otros cinco heridos graves. A estos los han llevado al hospital de sangre de Fuencarral. Son todos de la brigada 44.

—Entonces apenas ha sido una escaramuza… ¿Para eso tanto jaleo de artillería? —dijo Caminero más relajado.

—¿Una escaramuza, teniente? Pregúntele a este si ha sido una escaramuza… —respondió secamente el sanitario, arrugando la nariz bajo la montura de las gafas.

Caminero tenía frente a él a un joven cabo, con la cazadora colgada del hombro derecho como un húsar. Una tela sanguinolenta le cubría el otro hombro.

—¿Qué ha sido, cabo? —le preguntó.

—Un corte de metralla, teniente —respondió el suboficial, con la cabeza rapada como un chiquillo

—Sí, ya, ya, pero… ¿cómo ha sido el ataque?

—Se nos han echado encima unos dos mil facciosos desde El Plantío, por la tapia de El Pardo. Tomaron nuestra primera línea de trincheras, pero hemos aguantado el tipo en la segunda. Desde allí les hemos tirado con todo. Pasadas unas tres horas, suspendieron el ataque, seguramente porque les hemos hecho muchas bajas, pero muchas… Había cadáveres de guripas por todas partes… Venían con ganas de pasar, pero esta vez tampoco han pasado, ja, ja, ja…

Se contagió del buen humor de aquel cabo risueño. Él mismo había sido así una vez, al principio de todo. Le costaba reconocerlo ahora, pero había habido un tiempo en el que se divertía en la guerra, sobre todo porque pensaba que la República la ganaría en un abrir y cerrar de ojos. Cuando se produjo la sublevación militar, estaba haciendo el servicio en el cuartel de artillería ligera de Vicálvaro. Aquel día estaba de permiso, pero se unió a las milicias y los guardias civiles que asaltaron el cuartel, bombardeado también por la aviación leal, para evitar que los jefes y oficiales reaccionarios se sumaran a las fuerzas del Cuartel de la Montaña.

Después había marchado a caballo hacia Madrid con otros compañeros para ponerse a las órdenes del gobierno. Nunca olvidaría aquel paseo triunfal. Las calles hervían de entusiasmo. La gente los aplaudía y vitoreaba, algunas mujeres les besaban las manos, otras se abrazaban a sus botas lustrosas, y hasta les hicieron fotos los reporteros cuando enfilaron la calle Mayor, en dirección a la Puerta del Sol, rodeados de paisanos armados con pistolas.

—Me siento una estatua reluciente —le había dicho entonces un compañero.

El ímpetu revolucionario le había llevado a afiliarse al partido comunista y alistarse en el Quinto Regimiento, en el cuartel de Francos Rodríguez. Su osadía a la hora de dar golpes de mano en la sierra de Guadarrama, detrás de las líneas rebeldes, le habían valido el respeto y la admiración de sus camaradas y un merecido ascenso a teniente. Allí descubrió que la lucha de guerrillas podía ser bestialmente humana y romántica, pero, sobre todo, podía ser el camino de la victoria para la República y la derrota de Franco, como antes la de Napoleón.

El ejército del pueblo no estaba preparado para una guerra moderna, en la que los fascistas tenían todas las de ganar, por instrucción, por material y por disciplina. Siempre había pensado que la audacia demostrada en Brunete, Belchite, Teruel o en el paso del Ebro, era la mejor arma de los soldados de la República. El error había sido emplear la audacia como llave de grandes maniobras con decenas de miles de hombres, y no como clave de miles de golpes a pequeña escala, uno allí y otro allá, con los que se habría terminado por dividir y desgastar al adversario.

Franco no habría podido afrontar una lucha de guerrillas generalizada en toda España. En aquella situación, su superioridad en aviación y artillería no le habrían servido de nada. Aquel era para Caminero el segundo error de los que habían dirigido la guerra para la República: acumular un gran número de unidades en un terreno limitado para que Franco pudiera aplastarlas con los ojos cerrados, como había hecho en Brunete, en Teruel, en el Ebro…

Sí, la República había caído en la trampa de Franco, que había planteado la única forma de guerra que podía ganar. No tenía duda de que la guerra en campo abierto había sido también un terreno de ensayo para el armamento de media Europa, cuya efectividad letal se probaba en las carnes de los españoles. Alemanes, italianos, rusos, franceses… todos querían ver en qué podían mejorar sus armas antes de emplearlas en la guerra que se avecinaba en Europa. Y, para colmo, los españoles, además de ofrecerse como dianas, pagaban a escote los aviones, cañones, blindados, ametralladoras y rifles utilizados en aquellos mortíferos experimentos contra ellos mismos. Una guerra de ensayo con un pueblo de locos…

Su suerte, como la de tantos voluntarios, había cambiado forzosamente con el curso de la guerra. Se terminó incorporando a la 100.ª Brigada, de la división de Líster. Allí no quedaban ya casi milicianos de la primera hora. La mayoría de los soldados eran quintos, gente forzada a ir a la guerra, que al sonar el primer tiro se ponían a llamar a gritos a su madre. Se les forzaba a cumplir las órdenes sin rechistar y se les mandaba en oleadas contra las ametralladoras enemigas, ante las que caían por igual oficiales y soldados, como conejos.

En Brunete, la división de Líster había sufrido más de doscientas bajas entre jefes y oficiales. Se sabía un superviviente y en el duermevela le asaltaban de manera recurrente las imágenes de la tierra de nadie rebosante de cadáveres triturados y desangrados… Él y otros muchos pensaban que a algunos altos mandos les importaban una higa aquellas carnicerías. Sospechaban que eran traidores y que planificaban aquellos ataques suicidas con el fin de quitarse de en medio a los mejores soldados del pueblo, para favorecer el triunfo de los facciosos. Algunos jefes de milicias no les iban a la zaga: habían cogido demasiado gusto a los ascensos y las medallas, y no les importaba conseguirlas al precio de la vida de sus hombres.

Le habían llegado a repugnar todos aquellos que sellaban su fidelidad a Moscú con la sangre de los soldados a los que mandaban a morir en operaciones desquiciadas, mientras se atiborraban en la retaguardia con la misma comida que les faltaba en las trincheras a quienes enviaban al matadero. Así, pensaba, era muy fácil ser leal a Stalin: mandando carne de cañón al frente y comiendo caviar en la retaguardia. Al final, habían convertido el ejército del pueblo en un ejército burgués cualquiera, con los altos mandos entregados a la buena vida en los balnearios de retaguardia, mientras los soldados se pudrían en las trincheras, muertos de hambre y llenos de miseria, sin ropa y descalzos.

La guerra había perdido para él toda su razón de ser. Aquella ya no era la guerra del pueblo y el partido había tenido también su responsabilidad en ello. Él había empuñado las armas contra los facciosos para cambiar las cosas, pero en el fondo nada había cambiado. En las trincheras estaban muriendo los de siempre, los hijos del pueblo, empujados por consignas vacías, por lemas extraños. Desengañado y abatido, cuando un amigo influyente del partido le ofreció buscarle un destino en Madrid, se sintió mal consigo mismo pero aceptó ser un enchufado. Su amigo resolvió el asunto en unas semanas haciendo valer falsamente, según le confesó después, su inexistente parentesco con Francisco Caminero, que había sido consejero de evacuación civil en la Junta de Defensa de Madrid.

Le destinaron a El Pardo, al cuartel general de la 8.ª División, de la que acababa de ser nombrado jefe otro camarada del partido, el mayor de milicias Guillermo Ascanio, un ingeniero canario al que todo el mundo respetaba por haber sido uno de los artífices de la defensa de Madrid. En aquel puesto afortunado, cercano al frente pero lejano de la guerra, había revivido el espíritu de las milicias. Todo eran desfiles, himnos, proclamas y discursos, estos más patrióticos ahora que políticos. Venían a visitar El Pardo líderes obreros, escritores y periodistas de medio mundo, que deseaban conocer a los bravos luchadores de Madrid. También les visitaban elegantes damas de sociedades filantrópicas extranjeras, para regalar ambulancias o equipos quirúrgicos de campaña. Él prefería los donativos del Socorro Rojo, mucho más humildes, pero también más valiosos para el combatiente que todas las ambulancias y bisturís del mundo, como eran las cajas de tabaco inglés y holandés.

La capital de la gloria llamaban a Madrid los poetas, aunque para él ya no era más que la capital de la muerte y el hambre, la traición y el miedo a lo que vendría después de la derrota. Después del pacto de Munich, la República había quedado abandonada a su suerte, al igual que la habían abandonado también aquellos visitantes ilustres que buscaban fotografiarse en El Pardo junto a oficiales y soldados a los que trataban como héroes de leyenda, aunque pocos, muy pocos, habían protagonizado la batalla memorable de noviembre del 36.

De hecho, la mayoría de los soldados de su división no había pegado un tiro en toda la guerra y disfrutaba de la monotonía y la tranquilidad de un frente pasivo, pese a la cercanía de los facciosos. El mayor Ascanio había llegado a organizar representaciones teatrales para el entretenimiento de sus hombres, en el viejo teatro de corte del palacio de El Pardo. A él mismo le había fascinado la Numancia de Cervantes, pero no había dejado de pensar en los miles de camaradas caídos bajo la metralla de las nuevas legiones romanas, en Aragón, en Levante, en el Ebro, sin que nadie se acordara ya de cantar su sacrificio.

Fue durante la batalla del Ebro, donde se desangraba su antigua división, cuando decidió dar la espalda a aquel mundo de consignas y de panfletos para vivir un retiro de ermitaño en el palacio, sin dar cuentas a nadie ni tampoco exigirlas. Podía haber pedido su traslado a primera línea, aunque no al Ebro, pues Cataluña estaba aislada. Si no lo había hecho fue porque en su interior algo le dijo que terminaría cumpliendo una penitencia mayor por haber abandonado los campos de batalla. Y allí estaba ahora, pagando aquella penitencia, convertido en plena agonía de la República en el cancerbero de un palacio de reyes y emperadores destinado a encerrar a sus hermanos de armas, ahora enemigos mortales, a los que estaban haciendo frente en el centro de Madrid, mientras los facciosos les atacaban por la espalda.

Sí, ellos, los comunistas, los únicos que mantenían la esperanza en la victoria, estaban ahora copados, cogidos entre dos fuegos. Su única salida era aplastar a Casado y a sus cómplices, que deseaban entregarlos a Franco como moneda de cambio para salvar el pellejo. Casado tenía en su poder sus nombres, sus filiaciones, sus historiales políticos, sus expedientes militares… Toda aquella documentación, guardada en las oficinas del SIM, en los cuarteles del Ejército, en los edificios del gobierno, supondría la muerte o la cárcel para muchos en caso de caer en manos de los facciosos.

Como tantos otros camaradas del partido, se había sentido impotente desde el golpe de Casado por aquella razón: no podía borrar su nombre de los documentos en poder de los traidores. No estaban a su alcance y no podía cancelar, tachar o eliminar ninguna traza, pista o huella suyas en aquellos papeles, que se convertirían en prueba de acusación en manos de los vencedores. Se decía a sí mismo que cumplía la condición de los facciosos para estar a salvo después de la derrota, no tener las manos manchadas de sangre, porque había preferido marcharse a la sierra a combatir a los rebeldes antes que tomar parte en los comités que actuaban en Madrid contra los derechistas, fueran o no sospechosos de sedición. Pero sabía que la supuesta justicia de los vencedores, implacable ya desde el comienzo de la sublevación, sería una vara alargada por la sed de venganza.

—Ya está aquí el que faltaba para el duro —rumió al ver otro vehículo enfilar la explanada desde la carretera de Madrid, cuando regresaba hacia la puerta de palacio, después de guiar a los heridos hasta el puesto de socorro.

El coche era un lujoso Buick camuflado a brochazos verdes y marrones, con un banderín del comisariado. Al frenar ante el foso, el automóvil derrapó con un sonido que le pareció festivo, como si acabaran de llegar unos invitados a una cena palaciega. Las portezuelas traseras se abrieron violentamente y salieron dos soldados armados con pistolas ametralladoras, enfundados en abrigos caquis y con gorros pasamontañas. Se quedaron inmóviles, apuntando con las pistolas al interior del coche, mientras del asiento del copiloto saltaba un hombre completamente calvo pero con un enorme mostacho rubio, embutido en un jersey de lana verde y de cuello alto en el que llevaba cosida una insignia de comisario de guerra.

—¡Salga de ahí! ¡Aprisa! —gritó el comisario.

Los soldados de la escolta tradujeron al unísono aquella orden con un movimiento de sus pistolas en el aire. Caminero vio surgir del interior del coche a un hombre de rasgos angulosos, frente ancha y tez amarillenta, con la mirada extraviada y los brazos caídos. Vestía una cazadora de cuero negro que resaltaba su ancha espalda, unos pantalones de canutillo color caqui y unas botas cortas de cordones llenas de polvo. Sobre la cazadora llevaba un estampillado con dos estrellas.

Los dos escoltas le asieron de los brazos ante la curiosidad de los que se arremolinaron a la entrada para ver la escena. El comisario se adelantó hasta Caminero para saludarle con el puño en alto y susurrarle al oído:

—Se está haciendo el loco… Es inaguantable. Si lo tengo en mi poder una hora más, le pego dos tiros y acabo con el cuento… Es un comandante habilitado para teniente coronel… Lo dice también en su carné militar. Se pasó con una pistola Star, mil pesetas y unos papeles garabateados sin interés…

—¿Está de nuestra parte? —preguntó Caminero.

—Estará con la madre de Mussolini porque lo que es con nosotros —dijo el comisario abandonando el tono de discreción—. Se llama Tomás Broto, es aragonés. Dice que su jefe de división, la 16, que está en la Casa de Campo y la Ciudad Universitaria, lo destituyó del mando de su regimiento y que quería fusilarlo… Creo que debió de darle a la botella y se dirigió hacia nuestras líneas por error. Se entregó completamente borracho en las posiciones del batallón 210, en el Cerro del Águila. Por si fuera poco, los suyos han atacado con la primera luz del día las posiciones de nuestra brigada y las de la 42, en el lago de la Casa de Campo. A lo mejor es que pensaban rescatarlo…

—Han atacado también las líneas de la brigada 44, en el sector del palacio de la Zarzuela. A los fascistas les ha excitado el golpe contra Negrín… —dijo él, desinhibido por la verborrea del comisario.

—¡Cómo que Casado es de los suyos! —se enfureció el comisario—. Es lo que viene repitiendo toda la noche el tipo este, que el meapilas de Franco se las está entendiendo desde hace meses con Casado.

—El muy cabronazo…

El comisario le dijo que tenía que presentar al desertor ante el mayor Ascanio, según órdenes del coronel Barceló, quien le había interrogado aquella misma mañana en un lugar secreto de las afueras de Madrid al que había trasladado su puesto de mando desde la sierra. Caminero se ofreció a guiarles por el interior del palacio y condujo al comisario, a los dos escoltas y al desertor faccioso hasta el segundo piso. Llegaron frente a una puerta vigilada por dos jóvenes soldados, casi niños, armados con metralletas y con brazaletes con las siglas de las juventudes comunistas.

Desde el umbral, Caminero avisó a un ayudante de Ascanio de que había llegado ya el oficial fascista e hizo pasar a los que venían con él. Después de saludar con el puño, se marchó de regreso a la sala de guardia, forzándose a no demostrar interés por la suerte de aquel Broto. Si lo hacía, quizá se cerraran de golpe todas y cada una de las puertas que ahora se abrían ante él. Ya fuera loco o impostor, Broto podía convertirse en su mejor salvoconducto ante los vencedores. Sólo necesitaba tiempo para pensar cómo y cuándo utilizarlo. El primer paso era ganarse su confianza. Ser su amigo en vez de su carcelero… Después, ya vería.

Al llegar a la sala de guardia, se encendió otro cigarrillo frente a la ventana. Pensó que, cualquiera que fuese la razón que le había empujado a desertar, Broto había cruzado la línea entre las dos Españas y era muy probable que ambas le tuvieran reservado el mismo destino frente a un pelotón de fusilamiento. Salvo que Broto hubiera pensado que su única vía de salvación fuera hacerse pasar por loco, si es que no lo estaba realmente. Pero tenía que haber ensayado mucho aquella forma de mirar para que resultara tan creíblemente extraña, como la mirada de un recién nacido que aún no hubiera logrado descifrar la luz del mundo.

Si Broto hubiera abandonado las filas de Franco para compartir la suerte de los vencidos, tendría que explicar por qué había esperado al fin de la guerra para desertar de los facciosos. Pero, sobre todo, debería demostrar que no era un espía, aunque a su favor tenía un argumento simple y demoledor: sería estúpido que los facciosos hubieran enviado a un espía a través de sus líneas haciéndolo pasar por desertor, cuando en Madrid había ya tantos traidores, emboscados y «quintacolumnistas», empezando por Casado. Casi todo el mundo estaba en la conjura para facilitar la entrada triunfal de Franco. ¿Para qué enviar a alguien más?

Al anochecer supo que, después de ser llevado a presencia de Ascanio, Broto había sido conducido al orfanato de San Juan para ser mostrado en el patio a los prisioneros casadistas, como prueba de la traición del Consejo Nacional de Defensa. Allí se le había hecho repetir lo que ya había contado: que Casado estaba en negociaciones con Franco. Algunos prisioneros le habían abucheado, gritando que aquello era una farsa y que Broto era un comunista disfrazado de oficial faccioso. Antes de que la cosa fuera a mayores, le separaron de los prisioneros casadistas, encerrándolo en una habitación de los sótanos del palacio, junto a las leñeras.

El sargento que estaba de guardia esa noche en aquella parte del palacio era uno de los beneficiarios de su prodigalidad en la concesión de permisos, por lo que no le fue difícil convencerle de que le dejara estar a solas con el prisionero. El propio sargento, un hombre de baja estatura, le condujo a los sótanos, que albergaban las cocinas, las despensas, el horno de pan y las leñeras de palacio.

Las estancias y los corredores estaban iluminados por bombillas que derramaban su luz mortecina desde las bóvedas de ladrillo como un líquido grasiento, amarilleando muebles desvencijados, catres de campaña, sillas y butacas de todos los tipos, mesas de oficina con máquinas de escribir polvorientas y cajas llenas de papeles que obstaculizaban el paso por los corredores. A esas horas los sótanos estaban tranquilos, pero el resto del día eran una colmena, con oficiales, auxiliares y enlaces que entraban y salían precipitadamente de las estancias como si estuvieran persiguiendo algo que lograra huir de ellos atravesando las paredes.

Al doblar uno de los corredores, se encontraron totalmente a oscuras. El sargento le explicó que aquella parte de los sótanos se había quedado sin luz eléctrica por una avería que no había modo de reparar. Siguieron caminando bajo la luz de una pequeña linterna que ponía sombras en fuga como espectros. Al pasar por las estancias, envueltas en la negrura, se advertían resplandores de cigarrillos avivados por soldados que no lograban dormir, pese a los nervios y el cansancio. En otras habitaciones, el sueño liberador de sus inquilinos se traducía en un desacompasado coro de ronquidos.

—Si no supiera que son hombres durmiendo, me haría la ilusión de que mañana íbamos a comer cerdo por primera vez en dos años, ja, ja, ja… —soltó de pronto el sargento.

Caminero no hizo caso a su comentario y el sargento cambió de tercio:

—El fascista no ha probado bocado. Dice que le queremos envenenar con la comida. La verdad es que si la probara, se daría cuenta de que no anda equivocado, ja, ja, ja… —dijo el sargento, que volvió a intimidarse ante su falta de reacción—. Bueno, ya hemos llegado. Esto era antes una despensa de palacio. No tenemos la llave, pero esto vale.

Metió una ganzúa en la cerradura y la hizo girar, empujando suavemente la puerta. La estancia olía a orines y a leña de encina quemada. El haz de la linterna entremezcló la claridad y la negrura en trazos fugaces de misterio, descubriendo una estufa y una silla en medio de la estancia. Cuando el sargento apuntó la luz hacia la pared derecha, Caminero se sobresaltó. Broto estaba de pie, encima de un camastro, con la cabeza erguida y los ojos desorbitados, como si demandara aire desde las profundidades del mar. Ya no llevaba puesta la cazadora de cuero, que algún espabilado le había requisado, sino una guerrera de una talla ridículamente menor que la suya.

—Bájate de ahí ahora mismo —oyó decir al sargento, como si reprendiera a un niño.

Broto descendió del camastro de un modo torpe, como si su cuerpo fuera una carcasa vacía. El sargento le apuntaba al rostro con la linterna y la luz daba una claridad mortecina a su amplia frente.

—Me dice el sargento que no ha querido comer —le dijo Caminero como en un susurro—. No debe temer nada. Aquí en Madrid ni veneno nos queda…

El sargento soltó una risotada molesta al oír aquello y la luz de la linterna volvió a serpentear fugazmente por la habitación.

—No debe tener miedo —insistió Caminero—. Aquí nadie le va a pedir cuentas. Usted ha desertado de un ejército al servicio de potencias extranjeras, y por eso mismo ya no es ni ejército ni español. Verá que en unos días…

—Me fusilarán mañana, ¿verdad? —soltó Broto con un estremecimiento en la voz.

—Sargento, encienda la vela y retírese. Venga a buscarme en media hora —ordenó Caminero, mientras se acercaba la silla y tomaba asiento.

El sargento sacó una vela y una caja de fósforos que traía en el bolsillo de su cazadora de cuero, en la que Caminero descubrió ahora la marca dejada por el estampillado con las dos estrellas de Broto, que el sargento debía de haber descosido. Después de encender la vela, el sargento la dejó sobre la estufa. Las sombras parpadearon en toda la estancia a causa del temblor de la llama, agitada por una corriente de aire.

—Estoy en una checa, ¿no es cierto? —volvió a preguntar Broto con un hilo de voz.

—No está en ninguna checa. Esta es una antigua despensa del palacio de El Pardo. Saldrá de aquí cuando se hayan aclarado las cosas en Madrid. Se lo garantizo —le dijo Caminero, intentando dar a sus últimas palabras un tono de franqueza.

—Pero ustedes me están torturando… No puede negarlo… Déjenme en paz… Dígaselo a Barceló… Que me deje en paz. No para de hablarme todo el rato, me dice lo que tengo que hacer, lo que tengo que creer, pero no me escucha, nunca me escucha…

La luz de la vela suavizaba ahora los rasgos de Broto, pero su expresión era tan atormentada que desconcertaba a Caminero.

—¿El coronel Barceló le habla? ¿En esta habitación? —le preguntó con un acento artificialmente despreocupado.

—Sí, a todas horas. Me habla a través de la estufa… y de las paredes… —respondió Broto, moviendo la cabeza de un lado a otro, como si quisiera espantar aquellas voces—. Me dice que si me fusilan me dará igual, porque ya no tengo cuerpo… Que no tengo cuerpo, eso me dice… Y. me dice que me confiese con él, que él quiere hacerme comunista y que reniegue de mi fe… Mi padre me dice que eso no puedo hacerlo, que no debo apartarme de lo que me enseñaron en casa… Barceló es el espíritu del mal, eso me dice mi padre.

Caminero sabía que el coronel Barceló no estaba en El Pardo, aunque le sorprendió que, en sus alucinaciones, Broto relacionara a Barceló con una checa, puesto que se decía que había dirigido varias en Madrid al comienzo de la guerra, antes de convertirse en el jefe de las fuerzas que habían sitiado el Alcázar de Toledo.

—¿Y qué más le dice Barceló? —preguntó con calma.

Broto se incorporó, como si hubiera despertado de un mal sueño. Se quedó mirando fijamente el temblor de la llama de la vela, mientras se frotaba la frente con la palma de la mano, como queriendo borrar los pensamientos que le atormentaban.

—Barceló me dice que tiene el secreto para ganar la guerra, porque puede hacer que cualquiera se pase a sus filas, igual que ha hecho que yo me pasara… Dice que es un secreto de Rusia…

—Ah, un secreto de Rusia… ¿Y cómo logró Barceló que usted se pasara a nuestras filas? —terció Caminero, con precaución.

—Una voz me llevó a las trincheras y allí me dijo que tenía que hacerlo, y que no temiera nada… Pero luego la voz me dejó, y otras voces me decían: «Antes te iban a matar, ahora también»… ¿Quiere saber una cosa que no le he dicho a nadie todavía?

—Lo que usted guste…

—He visto una mujer desnuda de espaldas, junto al río… Me dijo que era el Espíritu Santo y que no tenía que tener miedo…

—¿Era una conocida de usted?

—Me van a fusilar, ¿verdad? —dijo Broto, como si no hubiera escuchado la pregunta—. Barceló me lo ha dicho, que me fusilarán mañana… Pero luego las voces me han dicho que me tomara un veneno que me iba a traer una falangista, y así no tenían que fusilarme y tampoco tendría que responder a más preguntas… y después ha entrado uno que decía ser de la Falange con un vaso de agua o de leche, pero no me lo he tomado, para no morir como un perro… ¿Quiere saber una cosa que no le he dicho a nadie todavía?

—Diga, diga…

—Había una mujer de espaldas, que era el Espíritu Santo, y me dijo que no tuviera miedo…

Caminero miró a su alrededor. Observó la estufa, las paredes, la puerta de la estancia. En el fondo, pensó, Broto era el vivo retrato de los vencedores: ganarían la guerra, pero perderían la razón. Sintió una opresión en el pecho. Si Broto fuera fusilado realmente, se quedaría sin su salvoconducto ante el inminente triunfo fascista. Sus repentinos planes para entregarlo a los vencedores, bien fugándose con él hacia las líneas facciosas o custodiándole hasta la entrada de Franco en Madrid, se esfumarían.

Su única salvación, pensó, era seguir el ejemplo de Broto y desertar a la zona facciosa por las trincheras de la Zarzuela. Con un poco de suerte, también podría volverse loco de verdad y oír ahora, en el patio del palacio de El Pardo, la voz del exgeneral Franco invitándole a pasarse a sus líneas. O ver a la mujer desnuda que habitaba junto al río Manzanares y que decía que era el Espíritu Santo. Sí, entonces enloquecería sin remedio y no tendría que fingir, ya lo mejor incluso salvaba la vida. Y si no fuera así, porque también le hicieran fusilar, aceptaría de buen grado beberse un vaso de leche con veneno y morir como un perro antes que soportar la idea de la derrota.

Broto volvió a frotarse la frente con la palma de la mano derecha, pero ahora lo hizo más suavemente, como si estuviera acariciando algún pensamiento feliz surgido de improviso entre sus tinieblas. Caminero se levantó de la silla sin esperar al sargento de guardia y tomó la vela de encima de la estufa. Se acercó a Broto y le puso la mano sobre el hombro, compasivo. Después se dirigió a la puerta, donde apareció el sargento.

Al salir de los sótanos, descubrió en el patio grupos de soldados que dormitaban tendidos alrededor de unas hogueras. Arrebujados en sus capotes mantas, con los macutos debajo de la cabeza, esperaban la orden de marchar al frente, para reforzar las líneas en previsión de un nuevo ataque faccioso. Quizá fuera el definitivo, el que les abriera a los fascistas las puertas de Madrid y del triunfo final. Había visto muchas veces aquellos corros de soldados en torno al fuego, antes de entrar en combate. Siempre le había conmovido el modo con el que los hombres se entregaban al sueño en las horas anteriores a la batalla, como si dormidos fueran a encontrar algo que les hiciera invulnerables.

A él la guerra le había convertido en el ser más vulnerable del mundo, y ya no tenía remedio. Sin porvenir, cada hora de su vida era un paso hacia el vacío. No tenía a nadie ni a nada a lo que agarrarse. Antes del golpe de Casado, había pensado salir de Madrid hacia Valencia o Alicante para intentar embarcarse y rehacer su vida en Francia o en Inglaterra. Pero apenas quedaba nada de su vida que pudiera rehacer: sólo un puñado de cenizas que la victoria de Franco le arrebataría de un soplo.

Perseguido por aquel pensamiento funesto, llegó a la sala de guardia. Al entrar en la estancia con la vela encendida, la ventana se iluminó con un enigmático resplandor y vio cómo su propio reflejo, atrapado en el cristal, desenfundaba y amartillaba la pistola por debajo del capote, y después metía el cañón pulido y frío en la boca del hombre que nunca había querido ser. Y fue entonces, sólo entonces, un segundo antes de apretar el gatillo, cuando descubrió que aquel hombre no tenía miedo.