VIII

Le gustaba balancearse sobre la silla de enea porque le recordaba el cuarto de estar de su casa, cuando se arrellanaba en la mecedora de su madre, frente a la ventana abierta, por la que entraba gozosamente el rumor de la vida en la calle. Ahora estaba sentado ante su chabola, apoyado en el quicio de la puerta, contra el que hacía chocar su espalda rítmicamente. Se había enfundado un mono caqui, el atuendo más cómodo para la vida en trincheras, pero con la caída del sol empezó a sentir frío.

Tenía una pipa de madera rojiza apagada entre los dientes. Estaba solo, como siempre a la hora del atardecer. Era una costumbre que se había hecho respetar sin saber cómo. Ante su vista tenía la pared de la trinchera, tierra parda de la Casa de Campo apuntalada por tablones y coronada por arbustos de brezo y algunos pinos en cuyos troncos la metralla había perforado la corteza como un pájaro furioso.

Si alzaba la cabeza un poco y miraba hacia el norte, podía ver las ruinas del palacete de La Moncloa, encaramado sobre un dédalo de trincheras que dominaba lo que habían sido viveros y huertos en la orilla izquierda del Manzanares. El ocaso encendido más allá de la sierra de Guadarrama imprimía un brillo de mosaico árabe a los muros torturados del palacete. Si se lo proponía, podía ver en ellos los reflejos del Guadalquivir en la Torre del Oro para sentirse como en casa.

Pensó que escribiría a su madre antes de acostarse. Desde aquel balazo que le había achatado la punta del codo en Teruel, el alférez Juan Costales tenía por costumbre mandar carta a su casa en Sevilla cada dos días. Se lo había prometido a sí mismo. Desde lo de su herida, le gustaba que los demás le supieran vivo para saberse vivo él mismo. En la guerra había descubierto que tenía ese defecto: no sabía vivir sino a través de los demás.

Nunca decía la verdad en sus cartas, pero no por escapar de la censura de la correspondencia, sino por atenuar a su madre la angustia de tener a su hijo único en el frente de Madrid. Su madre creía que la guerra seguía siendo como al principio: una carnicería diaria, con asaltos de día y de noche, luchas casa por casa, calle por calle, a degüello y a bayonetazo limpio. Ahora, en la vida de trincheras, la muerte se había convertido en un trance rutinario, como hacer guardia, dormir, cavar, comer… Incluso había visto morir a algunos de sus hombres con expresión de hastío. Para no intranquilizar a su madre, nunca le hablaba de los morterazos, los francotiradores, las minas subterráneas o la artillería. Tampoco le diría nada esta vez de los disparos que les había dirigido la batería roja de la Dehesa de la Villa aquella misma mañana.

Aquella noche escribiría a su madre para tranquilizarla por completo. Imaginaba su cara morena, su belleza triste y andaluza, iluminada como por un fogonazo al leer su carta:

—La guerra toca a su fin, madre. O, mejor dicho, por fin la guerra ya no toca. Estamos a punto de entrar en Madrid sin disparar un solo tiro…

Quería contarle lo que sabía de la rebelión de Casado y Besteiro, cuyas alocuciones contra el gobierno de Negrín había escuchado en la noche del domingo. Tendría que volver a explicar a su madre lo que era una radio de galena. En cada chabola había al menos un aparato. No eran difíciles de fabricar. Las mejores estaban montadas sobre cajas de puros canarios. Lo difícil era conseguir unos auriculares, a menos que uno tuviera un buen amigo en transmisiones.

El alférez Tello tenía una radio de galena insuperable, no había una igual en todo el frente. Solía pasarse las horas escuchando las emisoras de Madrid en la chabola de Tello. Eso ya se lo había escrito alguna vez a su madre, lo mismo que le había hablado una y mil veces de su admiración por Tello.

Tello tenía veintidós años, y aunque sólo era dos mayor que él, se le adivinaba ya la cara que tendría de viejo, porque la frente le caía demasiado arrugada sobre sus ojos pequeños y lucía una calvicie más que incipiente. Envidiaba su modo de sacar partido a los placeres de la vida, aunque ello contradijera el valor con el que solía jugarse el pellejo.

Alguna vez le había dicho a Tello que le recordaba a aquel capitán de los tercios, Diego Acuña, al que Eduardo Marquina hacía decir: «España y yo somos así, señora». Era una frase que a Tello le venía que ni pintada, pues la guerra no había logrado quitarle su aire de estudiante despreocupado de Valladolid, más aficionado a perseguir faldas por el Campo Grande que a abrir los libros de leyes. Ni siquiera parecía haber cambiado con el susto que le dieron los falangistas el 18 de julio, cuando se lo llevaron detenido de su casa, acusándole de ser uno de los «pacos» que llevaban disparando todo el día desde los tejados.

Tello había estado oyendo la radio en la casa de unos vecinos, la familia de un ingeniero con diez hijos, sobrinos de aquel Cossío periodista cuyo hijo pequeño, Manolo, moriría luego en la defensa de Quijorna. Uno de los chavales del ingeniero subía las escaleras cuando bajaban detenido a Tello. El muchacho, que apenas tenía doce años, se plantó en medio del rellano y se encaró con los falangistas, diciéndoles que Tello no podía ser uno de los francotiradores porque había estado en su casa todo el día, con sus padres.

A los falangistas les impresionó tanto el coraje con el que el chico defendió la inocencia de Tello, que lo liberaron en aquel mismo instante. Aunque lo que realmente les dejó de piedra fue que el propio Tello les diera al final un par de duros para que se tomaran un vino a su salud.

—Soy el único hombre en el mundo que le ha pagado una ronda a su piquete de ejecución —solía decir Tello cuando recordaba la historia, que remataba contando el atracón que se dio el muchacho a su costa en una pastelería de la Plaza Mayor.

España y Tello eran así, pensaba Costales al recordar que su amigo estaba luchando por el mismo bando que lo había querido fusilar. Aquella paradoja le hacía sospechar, sin embargo, que Tello se había alistado para desertar a la zona roja. Reforzaba su sospecha la indignación con la que alguna vez le había oído hablar de los fusilamientos de izquierdistas en Valladolid y la repugnancia que le producía la gente que asistía con sus hijos pequeños a las ejecuciones en el Campo de San Isidro, donde incluso había vendedores de frutos secos y refrigerios voceando su mercancía entre la multitud, como si de una verbena se tratara. Entonces él le señalaba la coincidencia de que en la Pradera de San Isidro, a las afueras de Madrid, también los rojos hubieran convertido en espectáculo popular las ejecuciones de sus víctimas.

—Qué fácil es hacerse el gallito ante personas indefensas, empachadas de ricino. Ya me gustaría ver a todos esos cobardes, los de aquí y los de enfrente, peleando en las trincheras… —le había dicho Tello en alguna ocasión.

Por todo ello, Costales pensaba que Tello había logrado el mando de la sección ofensiva de su batallón para pasarse más fácilmente a los rojillos, aprovechando una incursión en el campo enemigo. El mando había creado las secciones ofensivas para mantener la actividad en los frentes tranquilos y obligar al enemigo a no bajar la guardia, creando inquietud y alarma en sus fuerzas mediante golpes de mano, emboscadas, voladuras o cortes de comunicaciones. Tello tenía bajo sus órdenes a veinticinco hombres que estaban liberados de todo servicio y que a la hora del rancho tenían derecho a medio cazo más que el resto. Para formar parte de aquellas secciones ofensivas se precisaba conocimiento de explosivos y un perfecto manejo de las armas automáticas. Muchos soldados tenían poderosas razones para estar en esa unidad, ya que, aparte de los permisos, cada golpe de mano suponía una recompensa en metálico. Además, la sección ofensiva recibía el cincuenta por ciento del valor del botín capturado.

Costales sabía que, al contrario que a los hombres de Tello, a la mayoría de los de su compañía no les gustaba ser soldados y odiaban la vida en el frente. Por muy humildes que fueran en su vida civil, tenían más comodidades en sus casas que en aquel infierno. Además, no se sentían parte de un ejército salvador, sino parte de un ejército con el que se habían salvado. Más que alegrarse por ser los vencedores, se felicitaban por no pertenecer al bando de los vencidos. Para ellos había sido una mera cuestión de suerte. Por haber nacido donde habían nacido, por estar viviendo donde estaban viviendo cuando estalló la guerra, formaban parte de los que iban a ganarla. Ahora lo que más deseaban es que la guerra acabara de una vez por todas para volver a ser lo que eran antes.

Un día recibió un chivatazo de un cabo acerca de una conversación que habían mantenido dos soldados de su compañía. Uno le había dicho al otro que a él los rojillos no le habían hecho nada, y que no le importaría pasarse a sus filas, pero que era mejor estar con Franco porque tenía más aviación. Aquella conversación retrataba bien la actitud de sus hombres ante la guerra. A pesar de todo, sabía que podía pedirles el máximo sacrificio cuando fuera necesario. Esto le bastaba. Así es que aquella vez le dijo al cabo que se metiera en sus asuntos y dejara en paz a aquellos dos soldados.

Tenía claro que en la carta le hablaría a su madre de los rostros exultantes de sus hombres ante los tiros y las explosiones que sonaban desde el lunes en el corazón de Madrid. Todos sabían que las fuerzas de Casado estaban luchando para que la guerra acabara cuanto antes. Por eso, les hacían felices los ecos de la batalla dentro de la ciudad. Le contaría que incluso el general Miaja se había unido a Casado y que era el presidente del llamado Consejo Nacional de Defensa. Aquella misma mañana había oído su voz en la radio anunciando que Negrín y su gobierno habían huido a Francia. Lo había repetido poco después el propio Casado, aclarando que habían salido en avión hacia Marsella y que La Pasionaria había emprendido «la más vergonzosa fuga a Orán».

Todo aquello tenía que ser verdad, porque si no lo era los comunistas iban a colgar a Miaja y a Casado de una farola en la misma Puerta del Sol, aunque sólo fuera por haber llamado cobarde a La Pasionaria. Pero ahí no había quedado la cosa, porque al rato un jefe anarquista apellidado Mera había bramado diciendo que tenían pruebas de que «los principales dirigentes comunistas habían huido cobardemente de España en avión».

—¡Madrileños! ¡Salvad hoy a Madrid! —había terminado gritando Mera, pero esta vez no hablaba de que el peligro fueran ellos, que cercaban la ciudad, sino los comunistas sublevados.

Costales se levantó de la silla de enea, junto a la puerta de su chabola, sacudido por el recuerdo de aquella proclama. La noche avanzaba ya sobre el cielo de Madrid como un telón fúnebre. Vació su pipa de madera rojiza, golpeándola cuidadosamente contra el respaldo de la silla. Con una nitidez sobrecogedora, como si hubieran estallado a unas decenas de metros, le llegaron de nuevo las descargas, ráfagas y detonaciones de la lucha en el interior de la ciudad.

Al poco tiempo supo que realmente algunas de las descargas se habían producido muy cerca, contra sus posiciones. Lo confirmó cuando vio venir por la trinchera a tres soldados. Uno de ellos andaba desmadejado mientras los otros le sostenían. Reconoció al que parecía estar herido: era el marinero de Vigo que había descubierto la galería que los rojillos estaban excavando para volar una mina en sus posiciones, junto al Puente de los Franceses.

Los tres hombres le saludaron, cuadrándose ante él. El marinero llevaba la gorrilla de barco apretada en su mano izquierda y se presionaba con ella en la cabeza. La sangre le goteaba sobre el capote y parecía que le hubieran dado un tiro en el corazón.

—Una bala perdida le ha atravesado la oreja izquierda —le dijo uno de los soldados, abortando una sacudida de risa.

Costales entendió que el motivo de la fiesta eran las orejas de soplillo del marinero, que le habían hecho famoso desde el asunto de la galería roja. Supuso que en los parapetos de primera línea habría habido una buena mojiganga a cuento de aquella herida. Y hasta él mismo se rio para sus adentros.

—Hay que ir con más cuidado, soldado. Esas orejas valen su peso en oro… —le dijo al marinero.

Los soldados rieron su comentario, mientras que el marinero sonrió con desgana y no respondió nada. Costales no estaba seguro de que le hubiera oído. Sabía que el silbido de una bala que te pasaba a milímetros de la cabeza podía dejarte tocado durante días.

Pensó que la escena con aquellos tres soldados era todo un síntoma. Ahora las heridas se tomaban a broma, como una diversión, una forma de matar el tiempo a la espera de la inminente victoria. Antes las cosas no eran así. Cuando la guerra no tenía fin y se alargaba sin remedio, un herido era una noticia grave, aunque sólo tuviera un rasguño. Por no hablar de un muerto. Entonces, el ánimo de los hombres se venía abajo. Para unos era un aviso, para otros una premonición. Todos se preguntaban cómo morirían ellos. No sabía si llamarlo solidaridad o compasión, o simplemente egoísmo o miedo. En las trincheras todo podía ser una cosa y la otra al mismo tiempo.

Se acordó de la oreja ensangrentada del marinero de Vigo unas horas más tarde, cuando, con el capote sobre los hombros, redactaba en su chabola las bajas de la compañía a la luz de una lámpara de carburo. En el parte para el comandante Barrinaga, jefe del batallón, estaba consignando como bajas al marinero de Vigo, además de a dos enfermos, un cabo en un curso de lanzallamas y un soldado licenciado por ser el tercer hermano en filas.

En el fondo ansiaba la suerte de todos los que, por una razón u otra, podían dejar la guerra y volver sanos y salvos a sus casas. A veces se quedaba mirando la línea del ferrocarril Madrid-Irún, que cruzaba el Manzanares por el Puente de los Franceses, y aunque ya no tenía raíles ni traviesas, y tampoco iba a ninguna parte, le gustaba imaginar que por ella pasaba un tren de pasajeros, lleno de señores con canotier y finas chaquetas rayadas, y damas con pamela y vestidos de gasa, que le saludaban desde las ventanillas de los lujosos vagones y le invitaban a subir con ellos para ir a tomar unas cervezas a San Sebastián, o a Sansestabién como la llamaban entonces los afortunados que lograban un permiso para viajar a la ciudad norteña.

Después de redactar el parte, terminó la carta a su madre, cuatro cuartillas a lápiz bien aprovechadas, porque el papel escaseaba, con una frase de esperanza sobre la posibilidad de que dentro de unos días, incluso de unas horas, la guerra hubiera terminado:

—Madre, esta puede ser la última carta que le escribo.

La noche había traído un viento helado que aullaba entre los pinos. Costales escuchaba aquel sonido animal con estremecimiento y con placer al mismo tiempo, mientras releía una y otra vez la carta a su madre, como si se la hubiera escrito a sí mismo. Pronto mandaría a que le trajeran un caldo de las cocinas y se lo bebería arrebujado en el catre, entre las dos buenas mantas que le había enviado su madre para aquel invierno.

Ya estaba saboreando el gozo de dormir cuando oyó que alguien preguntaba por él a la puerta de la chabola. Reconoció la voz de un asistente del comandante Barrinaga. Se extrañó de que el jefe del batallón le mandara a un asistente para recoger el parte, pero más le sorprendió su atuendo cuando lo vio aparecer en el_ umbral, con casco de acero, tabardo, fusil con bayoneta colgado al hombro y cartucheras y máscara antigás al cinto. Hacía meses que no veía a un hombre con toda su impedimenta.

—Con su permiso, mi alférez. El comandante Barrinaga le ordena presentarse urgentemente en el puesto de mando.

Dobló con delicadeza la carta y se la guardó en el bolsillo izquierdo del mono caqui. Al ponerse en pie, se palmeó nuevamente el pecho para hacer latir las cuartillas cerca del corazón.

—Vamos a ver qué mosca le ha picado al comandante —susurró buscando la complicidad del asistente.

El puesto de mando del Batallón de Bailén estaba en la Casa de Vacas, a trescientos metros de su chabola, entre la carretera de Castilla y la vía del ferrocarril Madrid-Irún. Era un conjunto de edificaciones de fábrica humilde, aunque en realidad no quedaba en pie una sola casa que pudiera recibir tal nombre. A la sombra de las ruinas se había tendido una red de trincheras y galerías cubiertas que comunicaban con la bodega de la casa principal y los nuevos refugios excavados bajo la cuadra.

La guerra no había logrado eliminar el penetrante tufo a estiércol que dominaba aquel lugar, a pesar de que sus antiguas inquilinas no eran más que un recuerdo que a más de uno le hacía ensalivar. En la bodega donde Barrinaga tenía su puesto de mando, persistía un olor más agradable, como a mosto fermentado. Costales presumía que era ese olor el que atraía a las decenas de arañas negras, de patas largas y finísimas, que se concentraban bajo las bóvedas de ladrillo rojo de aquella bodega.

Al entrar en el puesto de mando, Costales se extrañó de no encontrar el ambiente de rutina que acostumbraba a reinar en él. El subterráneo parecía el salón de un hotelito de las afueras de Madrid, porque estaba amueblado con sillones, mesillas y aparadores traídos de las ruinas de Aravaca y Pozuelo. Alguno de aquellos enseres tenía incluso su leyenda, como la mesa alrededor de la cual se encontraban ahora los oficiales, que se decía que había sido rescatada de un chalet de la Cuesta de las Perdices donde había muerto un «páter» muy querido de la 4.ª Bandera de la Legión, el jesuita Femando Huidobro, al ser alcanzado por un proyectil de artillería mientras atendía a los heridos.

El comandante Barrinaga estaba de pie, ante un plano del sector colgado de una de las paredes, al que todos los presentes miraban como hipnotizados. Vio a los otros jefes de compañía de su batallón, y también al comandante Nicolás, del Tabor de Larache, con sus respectivos mandos de compañía, lo que le sorprendió aún más. Descubrió también al alférez Tello y a los restantes jefes de las secciones ofensivas. Todos los asistentes estaban sentados en el extremo de las sillas, como si fueran a echar a correr en ese mismo instante.

Barrinaga no había tomado aún la palabra. Esperó a que Costales se sentara, ya que había sido el último en llegar, y llenó sus pulmones en una inspiración que reveló su ansiedad. Costales se acordó entonces de que Tello decía que el comandante tenía aspecto de batracio, con sus ojos redondos, mortecinos, y su boca ancha, de labios finos, en una expresión perpetuamente satisfecha.

—Buenas noches, señores —les saludó Barrinaga—. Tengo que comunicarles que el teniente coronel Broto ha sido cesado de manera fulminante por el coronel Losas, por lo que he asumido momentáneamente el mando del regimiento.

La noticia cruzó el aire estancado y frío de la bodega como un rayo. Barrinaga pareció contar unos segundos para dejar que sus palabras produjeran todo su efecto, y después prosiguió:

—El teniente coronel Broto se ha presentado completamente borracho en el puesto de mando de la división, donde había sido citado por el coronel Losas.

Los oficiales se miraron unos a otros de reojo, como si quisieran cerciorarse de que su sorpresa era compartida. Costales pensó que no era la primera vez que Broto se emborrachaba. Su destitución tenía que deberse a algo más.

—Mi comandante, ¿dónde está ahora el teniente coronel Broto? —preguntó el alférez Tello.

—Nadie lo sabe. Al regresar al búnker de Garabitas, arrancó el teléfono después de que el encargado de transmisiones se negara a obedecer su orden de dejar incomunicado el puesto de mando. Luego desapareció y no se le ha vuelto a ver. El coronel Losas ha dado orden de que sea arrestado y conducido a Móstoles.

Barrinaga volvió a tomar aire, con más ansiedad que antes, y dirigió la mirada por un instante hacia el techo. Costales se fijó también en él y vio que las incontables arañas negras, cercadas por las volutas del humo de los cigarrillos de los oficiales, se apelotonaban como un animal viscoso y acobardado. Después se olvidó de las arañas para mirar un punto perdido detrás de Barrinaga cuando este tomó de nuevo la palabra.

—Señores, les he hecho venir por otro asunto. Tenemos orden de atacar al amanecer las posiciones rojas a esta orilla del Manzanares. Se trata de un reconocimiento ofensivo para comprobar si las líneas enemigas ceden fácilmente ante nuestra acción. El mando posee información de que Casado ha retirado tropas del frente para facilitarnos el paso y a la vez sofocar la sublevación comunista contra el llamado Consejo Nacional de Defensa. Hay motivos sobrados para pensar que las líneas enemigas se derrumbarán ante nuestro ataque, pero el mando no puede confirmarlo hasta que no se lo demostremos nosotros.

A Costales le pareció que en ese instante todos los presentes tragaban saliva, o quizá sólo oyó cómo se hacía el vacío en su propia garganta. Un ataque… Al amanecer… Quitó mentalmente la hoja del calendario… El 8 de marzo de 1939… Negrín y La Pasionaria huidos a Francia, Azaña dimitido… ¿Y Casado? ¿Qué haría Casado? ¿Daría órdenes a los suyos de no dispararles mañana? ¿Eran verdaderamente tropas leales a Casado las que tenían enfrente, como parecía suponer el mando? ¿Y si no lo fueran? ¿Quién le había disparado a la oreja al marinero de Vigo?

Barrinaga había empezado a explicar la organización defensiva enemiga en la orilla derecha del Manzanares, antes de dar paso a los detalles de la operación. Costales comenzó a tomar algunas notas en el pequeño bloc que llevaba siempre consigo, dentro del bolsillo opuesto al que había guardado la carta de su madre. Pero al apuntar las indicaciones de Barrinaga, no podía evitar que le vinieran a la mente las frases que acababa de escribir a su madre:

La guerra toca a su fin, y más pronto que tarde estaré con ustedes…

… pero ante nosotros, oyó decir a Barrinaga, existe una línea defensiva continua, formada por una red de trincheras de las cuales sólo la primera línea es activa en la mayor parte del frente, con alambrada discontinua…

… porque pediré un permiso para ir a Sevilla a verles nada más poner el pie en Madrid, que será dentro de unos días, si no es mañana mismo…

… aunque las líneas rojas, continuó Barrinaga, carecen de obras cerradas y no tienen posiciones propiamente dichas, existe una posición organizada y guarnecida, con una primera línea, muy próxima a la nuestra, en la que se hace el servicio de escucha y centinela por parte de su guarnición, el resto de la cual pasa rápidamente a sus puestos de combate a la menor alarma…

… no tiene que angustiarse por mi futuro, madre, ya que no me voy a reenganchar al ejército, porque me alisté para salvar a España, pero estoy decidido a estudiar alguna ingeniería porque habrá que levantar la patria de sus ruinas…

… y existe una segunda línea, prosiguió Barrinaga, que no se da en todo el frente, y que no es una trinchera activa propiamente dicha, sino un camino de ronda para llegar a los emplazamientos de las armas automáticas, que en general están entre ambas líneas, donde tienen también puestos de tirador y granadero…

… y veré de traerles algún recuerdo de Madrid, aunque no será fácil, porque dicen los evadidos que, por no tener, la ciudad no tiene ni siquiera alma, que todo el mundo espera que esto acabe de una vez para poder comer…

… y la profundidad total de esta posición organizada, siguió diciendo Barrinaga, no pasa en ningún punto de quinientos metros, apoyándose casi la mitad del frente en las casas madrileñas, donde existen multitud de parapetos y barricadas levantados en los primeros días de noviembre del 36, desde los que se puede ofrecer una resistencia seria, si es bien dirigida…

… y si las cosas van como espero, madre, esta puede ser la última carta que le escribo…

Sintió entonces una punzada en el corazón, se echó la mano al bolsillo y palpó de nuevo la carta con dedos temblorosos. Barrinaga había empezado a explicar el lugar asignado para el ataque del Batallón de Bailén, entre la margen izquierda del arroyo de Antequina y la tapia de la Casa de Campo, un lugar que él conocía al dedillo.

Aquel sector estaba defendido por tres batallones de la 53.ª Brigada Mixta, con unos efectivos estimados en mil cuatrocientos hombres. Los últimos informes hablaban de que el enemigo disponía en aquellas posiciones de trece ametralladoras, ocho fusiles ametralladores y dos morteros. La primera línea enemiga quedaba a apenas doscientos metros y era de trincheras cubiertas, salvo los puestos de tirador. Si conseguían el efecto sorpresa, podrían llegar en un suspiro hasta ella y utilizarla de base para atacar la segunda línea, mejor defendida, que se apoyaba en la carretera que salía de la Casa de Campo por la Puerta del Medianil y en el arroyo de Antequina. Sabían que esta línea era de trinchera cubierta con vigueta de hierro y adoquín, de construcción más sólida y reciente.

Su compañía, que serviría de empalme entre el Batallón de Bailén y el Tabor de Larache, debía atacar sobre una franja de terreno de apenas doscientos metros de ancho, completamente al descubierto, que además compartirían con la tercera compañía. Tocaría a un hombre por cada metro de franja. Si los rojillos respondían al ataque y comenzaban a tirar, sus balas no harían más que encontrar bulto. Aquello era una locura, pensó, y su mente comenzó a torturarle mostrándole su cadáver en tierra de nadie, en el fondo del embudo de una explosión o caído sobre una alambrada como un ave atrapada en una red.

—Si alcanzamos los puentes y las pasarelas rojas tendidas sobre el Manzanares, ¿deberemos proseguir hacia Madrid o detenernos? —preguntó un jefe de compañía.

—Puedo informarles de que el primer regimiento, a las órdenes del teniente coronel Caruncho, tiene asignado para el ataque el sector del lago de la Casa de Campo, con intención de ocupar los restos del Puente del Rey y el de Segovia. De momento, y digo de momento, es el punto de máxima penetración en esta operación. ¿Entienden lo que les quiero decir?

—¿Hay otras divisiones empeñadas en el ataque? —preguntó Tello.

—Sí, participan las otras dos divisiones que están actualmente en línea en este frente. La 20.ª División, del coronel Caso, atacará el sector del palacio de la Zarzuela y la 18.ª, del coronel Ríos Capapé, lo hará por Villaverde. La operación comenzará a las seis horas y veinte minutos, con una breve preparación de morteros. A las cinco y media de la mañana todo el mundo deberá estar listo.

Todos los oficiales pusieron su reloj en hora con el del comandante Barrinaga. Apenas hubo un murmullo cuando se levantaron para irse. Se separaron a la salida del puesto de mando y a Costales le pareció que cada uno se marchaba hacia su unidad como huyendo del acecho de sombras funestas. Él mismo se vio acosado por el miedo. Se detuvo junto a las ruinas de la casa del guarda del paso a nivel del ferrocarril Madrid-Irún, para saberse vivo y para crear, aunque sólo fuera por un instante, un espacio de eternidad en torno a sí, custodiado por los grandes pinos, desafiantes como las esculturas colosales de una civilización perdida. Entonces sacó del bolsillo las cuatro cuartillas de la carta a su madre y con extremo cuidado, para no perder ningún pedazo, porque pensó que aquello podía multiplicar la fatalidad, las rompió. Después reemprendió el camino hacia su chabola mientras se guardaba de nuevo en el bolsillo la carta despedazada con las noticias sobre la paz inminente, la entrada en Madrid sin pegar un solo tiro, la pronta vuelta a casa…

El alférez Tello le esperaba a la puerta de su chabola, fumando y bromeando con los demás jefes de sección. Como si intuyera su estado de ánimo, Tello le informó de que se había tomado la confianza de ordenar por él que los hombres estuvieran listos para revista a las cinco de la mañana.

—Quedan apenas tres horas. Aprovechad para descansar —dijo él.

Tello bromeó una vez más, cubriéndose el rostro con el capote, como un embozado, e impostando la voz mientras se alejaba:

—Voto a bríos que mañana nos desayunaremos en la Puerta del Sol…

Lo vio marchar con pena, pero no supo cómo detenerlo. Le habría gustado estar a su lado durante las próximas tres horas. Aquel iba a ser su primer asalto en la guerra. La herida de Teruel se la había producido una bala perdida, al coronar el cerro del Muletón, cuando el enemigo ya había abandonado la posición después de un bombardeo exterminador de la artillería.

Necesitaba del aplomo de Tello y de su imprudencia, de su amor y a la vez de su desprecio por la vida. Él no se valía a sí mismo para pasar aquellos momentos. No había nada de su carácter que le pudiera ser útil esa noche de vigilia, antes del ataque. Quería ser parte de todo cuanto aquel estudiante de Valladolid amaba en la vida, porque sólo así podría confundir su miedo con el arrojo, su fragilidad con la insensatez, su desamparo con la temeridad. Quería que todos sus defectos se invirtieran en las virtudes de Tello, y este deseo se le aparecía en su mente con una lucidez demoledora: sólo siendo Jesús Tello podría salvarse, porque si era Juan Costales sólo podría estar muerto, muerto, muerto…

Le despertó el aliento agrio de la tierra, como si una enorme fiera nocturna hubiera abierto sus fauces a la puerta de la chabola. De pronto, el chasquido de una cerilla anunció el fin de la oscuridad con una débil llama, seguida del resplandor de la punta de un cigarrillo.

—Juan, los hombres están listos para pasar revista.

Se sintió renacer al oír la voz de Tello llamándole por su nombre. Era la primera vez que alguien lo hacía desde que estaba en la guerra. La cara de Tello se iluminó con el fulgor de una bocanada y luego desapareció. En la oscuridad sólo quedó la brasa de su cigarrillo, como el orificio de una herida ardiente.

Costales ya no sentía angustia, sino una serena indiferencia ante el destino. Con aquella actitud se presentó ante su compañía, concentrada en segunda línea, junto a las vías del ferrocarril Madrid-Irún, bajo un silencio sobrenatural. Al ver a sus hombres, formados entre los pinos en siete filas de diez, todos, árboles y soldados, le parecieron un sólo ser compacto, invulnerable, que esperaba recibir sus órdenes para arrancar sus raíces de aquella Casa de Campo y avanzar con decisión hasta el corazón de Madrid.

La noche tenía una claridad misteriosa a pesar de la niebla, entre cuyos jirones se veían brillar algunas estrellas sobre las copas de los pinos. Fue pasando revista entre las filas, con Tello a su lado. Se cercioró de que los hombres llevaban la munición necesaria, incluidas dos bombas de mano. Tello les ordenó que se deshicieran de todo lo que pudiera hacer ruido, como las cantimploras, o de todo lo que brillara, como las hojas de las bayonetas alemanas, y que ajustaran bien a los correajes los cilindros de las caretas antigás.

Se acordó del marinero de Vigo que había recibido un balazo en la oreja y envidió su suerte. Como también envidió la del teniente coronel Broto, que a saber dónde diablos se habría metido en aquella noche de perros. No le gustaba pensar en aquellas cosas, pero estaba seguro de que Broto se encontraría ahora en Móstoles, entre los brazos de una prostituta de aquella casa de mala nota de la que se hablaba en todo el frente.

Al terminar la revista, y después de que los rancheros les hubieran repartido café de puchero y galletas, apareció por el camino de la Casa de Vacas el alférez capellán con sus pequeñas gafas redondas que acentuaban su expresión tímida. Traía el capote abierto y lucía sobre la guerrera una estola cruzada sobre el pecho que intuyó morada. Llevaba en la mano derecha el pequeño crucifijo de plata que Costales le había visto dar a besar a los moribundos.

—¿Necesitan algo de mí? —susurró el capellán.

Costales pidió que le confesara. El «páter» lo llevó del brazo hasta la vía del tren. No tardaron en darse cuenta de que tenían a treinta hombres siguiendo sus pasos. El «páter» ascendió al terraplén de la vía del ferrocarril, presentándoles el crucifijo. Todos los hombres se detuvieron al instante y, arrodillándose en la tierra húmeda con el fusil colgado al hombro o asido entre las manos, oyeron la voz del «páter» en medio del silencio profundo de la noche:

—Ego vos absolvo ab omnibus peccatis vestris in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti…

Costales fue el primero en ponerse en pie una vez que el «páter» hubo acabado la absolución, y como si al fin hubiera encontrado en lo más secreto de su ser la fórmula para no ser él mismo, se dirigió a sus hombres de forma tajante, decidida, como lo habría hecho el alférez Tello:

—Señores, ya hemos terminado. Cada uno a su puesto.