La mujer le sonreía mientras tendía la mano derecha hacia el agua cristalina. Estaba sentada sobre una roca rodeada por la corriente, con las piernas recogidas por su brazo izquierdo. La brisa acariciaba su cabello rubio, que caía como un velo sobre su espalda. El cuerpo desnudo de ella era la promesa esperada y él deseaba verla cumplida en aquel instante, bajo la luz protectora del atardecer, extendida como una malla de filamentos cárdenos sobre la angostura por la que discurría el río. Pero cuanto más deseaba a la mujer, más esfuerzo le costaba llegar hasta la roca donde estaba ella. Y en un instante se vio cada vez más lejos, pero no porque la corriente hubiera crecido, sino porque el agua le impedía avanzar, cada vez más densa.
La mujer no se daba cuenta de lo que ocurría y seguía sonriendo y jugando con el agua. Él luchaba contra el río que lo arrastraba, viéndose incapaz de volver junto a ella, a pesar de sus rápidas brazadas. De pronto advirtió una fuerte pestilencia. Había llegado a un recodo donde el agua se remansaba en una pútrida ciénaga. La mujer quedó definitivamente fuera de su vista. Y entonces, en una y otra orilla, descubrió con espanto a los muertos.
Decenas de cadáveres, mecidos entre las aguas ensangrentadas, flotaban hinchados como odres ajados, entre algas pegajosas que se habían adherido a sus caras, vientres y extremidades azulados. Y en las orillas, junto a los muertos atollados entre las ramas espinosas que herían el agua, cientos de ratas negras se preparaban para el festín…
Había llamado entonces a gritos a Ahmed en la oscuridad. Quería sacudirse la pestilencia, secarse el agua viscosa que resbalaba por todo su cuerpo, olvidar los ojos de los cadáveres cubiertos por gasas gelatinosas como huevos de anfibio, perder de vista las colas raídas de las enormes ratas.
Al oír su nombre a voces, Ahmed despertó también lleno de pánico en el catre del cuarto del teléfono y se levantó a oscuras. Encendió una lámpara de carburo y, entrando en el dormitorio, la dejó encima de la mesilla, sin hacer ruido.
—Ahmed, necesito un buen afeitado —le dijo el teniente coronel Broto, disimulando los estragos de su pesadilla.
Broto interpretó enseguida aquel mal sueño como una secuela de la incertidumbre que había padecido en las últimas horas ante la sucesión de confirmaciones y desmentidos sobre la entrada en Madrid. La noche anterior todas las unidades del frente habían recibido órdenes para que reforzaran las posiciones de sus sectores. Aunque parecían instrucciones para una concentración previa a un ataque sobre Madrid, tales órdenes se justificaron después como una medida ante una posible ofensiva roja en caso de que los comunistas vencieran en los combates dentro de la ciudad, que seguían oyéndose en la lejanía. Más tarde había llegado al búnker de Garabitas el comandante Muñiz con la noticia de que Negrín y sus ministros habían huido a Francia, y de que sólo restaba que Casado acordara la rendición con el Generalísimo, lo que podía ser cuestión de horas. Muñiz había hablado incluso de la posibilidad de que el propio Besteiro estuviera ya viajando a Burgos con este propósito.
Ahmed terminó de afeitarlo en su dormitorio al tiempo que sonaba el toque de diana. Iba a ordenarle que le sirviera el desayuno cuando entró en el puesto de mando un teniente del Batallón de Bailén para anunciarle que traía a siete desertores rojos por si quería interrogarlos. Salió del refugio y se encontró ante un capitán, un teniente, tres cabos y tres soldados, todos ellos con las caras desencajadas por el miedo. Pertenecían a la 53.ª Brigada, y se acababan de fugar de sus filas por el Cerro del Águila, al sur de la Cuesta de las Perdices. Durante la noche se habían producido otras muchas deserciones en la Casa de Campo y por el palacete de La Moncloa se habían pasado una veintena de los antiguos guardias de asalto.
Broto se esforzó por mostrarse afable con los desertores, sobre todo con los dos oficiales, a quienes hizo entrar en el puesto de mando. Ordenó que les dejaran a solas y pidió a Ahmed que preparara café y bocadillos para los evadidos e hiciera traer mantas para los cabos y los soldados que permanecían fuera, puesto que sólo los dos oficiales venían enfundados en tabardos.
Cuando Ahmed regresó con dos tazas de café y dos bocadillos de sardinas, Broto advirtió que el capitán y el teniente miraban con recelo a su asistente, que siempre llevaba su gumía colgada del cinto. Nunca habían visto a un moro desde tan cerca y debía de sorprenderles que les fuera a servir el desayuno como un mayordomo, en vez de degollarlos.
—¿Cómo están las cosas en Madrid? —les preguntó como a unos conocidos de toda la vida.
—No lo sabemos, señor —respondió apresuradamente el capitán, un tipo de maneras campechanas, con la nariz roja y los labios cortados, mientras mordía el bocadillo—. Oímos los tiros y las explosiones, como ustedes, pero desconocemos qué es lo que está ocurriendo realmente.
—¿Saben si se han retirado tropas de este frente para llevarlas a Madrid? —inquirió Broto con parsimonia, sabiendo que era una pregunta comprometida.
Los oficiales se miraron el uno al otro. Habló el teniente, con cara de haber trabajado siempre detrás de una ventanilla.
—No de nuestra brigada. Todos nuestros efectivos están en línea, ante las posiciones que guarnecen ustedes. Desconocemos lo que haya podido ocurrir en otras unidades.
—¿Su brigada está con Casado o con Negrín?
—La mayoría de los oficiales y comisarios están con Negrín, mientras que la tropa está a lo que le manden, como siempre. Nosotros no somos del partido. Hemos desertado al conocer que el jefe de nuestra división, el teniente coronel Zulueta, hombre de confianza de Casado, ha sido detenido en su puesto de mando de la Castellana por el comisario político de la división, Conesa, que es comunista.
—¿Saben que Negrín y sus ministros salieron ayer de España en avión? —les preguntó inesperadamente, como si se hubiera guardado la última carta.
—Entonces, eso quiere decir que la guerra ha terminado… —dijo el teniente, que se echó a llorar tapándose la cara entre las manos, mientras se agitaba dentro de su tabardo.
—Sí, esto es el final, señores. Es muy probable que mañana entremos en Madrid —respondió Broto con rotundidad.
Después habló de la vida que disfrutarían todos después de la guerra, de la vuelta de los días de fútbol en el Metropolitano y en Chamartín. Les preguntó por sus familias y compartió con ellos, asegurándose de que nadie en el puesto de mando pudiera oírle, su deseo de casarse con la mujer que le esperaba en Madrid y de la que no tenía noticias desde hacía casi tres años.
—Rezo todas las noches —dijo con tono confidencial— para que nuestra victoria sea generosa y no impida que todos los españoles nos demos un abrazo de hermanos.
Los oficiales no respondieron. Se dio cuenta de que aquellas palabras no eran para ellos más que una frase hueca. Por esta razón, al despedirlos a la puerta de su puesto de mando, los abrazó con dramatismo, para demostrar la sinceridad de su declaración. Vio marchar a los desertores hacia retaguardia, vigilados por sus hombres, mientras la niebla empezaba a levantar rápidamente.
El horizonte devastado del oeste de Madrid no tardó en aparecer ante su vista, como un paisaje pintado al fresco sobre un muro acribillado por la metralla. Pensó que, en realidad, no tardarían en entrar en la capital, fuera cual fuera el resultado de la batalla que se libraba en el interior de la ciudad. Si triunfaba Casado, lo más probable es que entraran por las buenas. Si ganaban los comunistas, lo harían por las malas.
Nada más regresar al interior del búnker, rompió el aire el estruendo de la artillería roja. Los proyectiles impactaron en la cara norte de Garabitas. De la techumbre de cemento y ladrillo de su puesto de mando cayeron las cortinas de polvo que seguían a todo cañonazo cercano. Miró su reloj suizo, que parecía una miniatura en su ancha muñeca. Eran las nueve de la mañana. Aquel disparo no era precisamente una salva de bienvenida para los libertadores de Madrid. Antes de que el teniente Ferrer hiciera su entrada en el puesto de mando para informarle, él ya había adivinado por qué disparaban los rojos desde la Dehesa de la Villa.
—A las órdenes de usted. El coronel Losas está subiendo al observatorio. Viene con visitas. Son tres coches —le dijo el teniente.
Todos los caminos de Garabitas, salvo el que descendía hacia la tapia de la Casa de Campo, quedaban a la vista de los observatorios enemigos del otro lado del Manzanares, e incluso en los días de niebla los motores de los vehículos que circulaban por el cerro eran perfectamente audibles en la distancia. El punto que los artilleros enemigos tenían mejor enfilado era la «curva de la muerte», donde se cruzaban la carretera que bajaba de Garabitas y la que corría en paralelo a la tapia que bordeaba el río, por donde marchaban los camiones con los suministros para la Ciudad Universitaria.
En cuanto los rojos descubrían las caravanas de Packards, Buicks, Hispanos o Rolls con altos mandos, corresponsales o visitantes ilustres, siempre lanzaban algún bombazo sobre Garabitas. Esta era la razón por la que a Broto le irritaban tanto las excursiones al frente organizadas por el coronel Losas para sus invitados, ya que ni siquiera tenía la deferencia de avisarle de ellas con antelación, al menos para poner en guardia a sus hombres, que siempre se llevaban la peor parte ante los inevitables cañonazos del adversario.
Sabía que el coronel Losas iba a trasladar aquella misma mañana su puesto de mando desde Móstoles a la plazoleta de la Casa de Campo, donde se encontraba la comandancia de la infantería de la división. Aquella era otra de las señales que le animaban a pensar en la inminente liberación de Madrid. Si Losas había decidido cambiar su confortable cuartel general en Móstoles por una madriguera de la Casa de Campo, era porque sabía que no iba a pasar mucho tiempo antes de instalarse en un lujoso hotel de la capital, como el Palace o el Ritz.
Desde que estaba a sus órdenes, la actitud de Losas hacia él siempre había sido fría y cortante, rayana en el desprecio. Achacaba aquel trato al hecho de que Losas no le perdonaba que hubiera servido antes a jefes como Sáenz de Buruaga o Barrón, que ahora gozaban de la máxima confianza del Generalísimo, al contrario de lo que parecía ocurrirle a él. Aunque le había concedido el mando de la 16.ª División, lo cierto es que Franco debía de tener algún motivo para desconfiar de Losas. Sólo así podía explicarse que lo hubiera mantenido toda la guerra en un frente pasivo como era el de Madrid. Al fin y al cabo, Franco y Losas habían sido compañeros en África, y los recelos y envidias entre los africanistas tenían efectos tan duraderos como la sífilis contagiada por las putas del Rif.
Desde el principio de la guerra, el coronel Losas había hecho méritos como para mandar un cuerpo de ejército. El mismo 17 de julio había declarado el estado de guerra en Alcazarquivir y se había apoderado del aeródromo de Ammara y de la plaza de Larache, después de cuatro días de combates contra los militares leales al gobierno y los obreros izquierdistas, contra los que dirigió después una cruenta represión. Había sido también uno de los primeros en mandar tropas a la península a través del Estrecho, a bordo de hidroaviones, hasta Algeciras.
Cuando se produjo el ataque sobre Madrid, en noviembre de 1936, Losas estuvo al frente de una de las cuatro columnas que protagonizaron el asalto frontal contra la ciudad. Sus fuerzas ocuparon el palacete de la Moncloa y fueron las primeras en sufrir la guerra de minas en el Hospital Clínico. Cuando parecía que iba a protagonizar una carrera fulgurante, el Generalísimo le dejó abandonado en el frente de Madrid. Broto no podía poner la mano en el fuego, pero sospechaba que Losas venía rumiando desde hacía tiempo su desquite contra el Caudillo, y que él mismo estaba siendo el aperitivo de aquella venganza.
A Broto tampoco le gustaba Losas. Era un tipo de 52 años, ocho más que él, pero aparentaba menos edad gracias a su extrema delgadez, que solía disimular bajo la chilaba gris de los regulares. Su mejilla derecha estaba marcada por una cicatriz causada por un tiro de fortuna en el asalto a la Loma de los Morabos, durante el desembarco de Alhucemas, cuando era capitán. La bala le atravesó la boca de lado a lado y le salió por el ángulo del maxilar izquierdo, donde tenía otra cicatriz apenas visible.
Aquella mañana, Broto sufrió de nuevo el trato hiriente de su jefe de división. Losas descendió de su Packard al pie del observatorio de Garabitas y cuando él le tendió la mano después de hacerle el saludo, Losas le ignoró y se dirigió hacia el otro lado del vehículo, donde ayudó a bajar a una elegante joven con un abrigo negro y las manos enfundadas en un manguito de piel. La mujer le dio las gracias en italiano, idioma en el que hablaban también los demás visitantes, dos paisanos y tres militares. Uno de estos, completamente calvo, llevaba la insignia de la división «Littorio», y a Broto le pareció que tenía la misma cara de mercader de esclavos que Mussolini.
Cuando Losas y los visitantes italianos empezaban a bajar las escaleras que conducían al interior del observatorio, Broto aprovechó de nuevo para hacer notar su presencia y le dio las novedades a su superior, informándole del aumento de la circulación de camiones entre El Pardo y Madrid, prueba de que se estaban trasladando tropas de los frentes para alimentar los combates en la ciudad. Después, se armó de valor y le preguntó a Losas a bocajarro:
—Mi coronel, ¿sabe cuándo entramos en Madrid?
Losas hizo como si no le hubiera oído, por lo que Broto decidió dar un rodeo:
—Mi coronel, ¿sabe si el socialista Besteiro ha ido a Burgos a entrevistarse con el Caudillo?
Aquella pregunta consiguió incomodar a su jefe de división, que no podía soportar la idea de que él dispusiera de aquel tipo de información, en teoría reservada a los altos mandos.
—El Generalísimo sólo quiere tratos con militares profesionales —contestó Losas con cara de fastidio.
Al ver que Losas le daba la espalda y comenzaba a bajar las escaleras del observatorio junto a sus invitados, Broto decidió regresar a su puesto de mando. Saludó al alférez de transmisiones en la habitación del teléfono y le dio órdenes de no molestarle. Luego se encerró en su habitación, sacó a rastras el arcón de debajo del catre y cogió una botella de coñac para seguir cauterizando su antigua herida, abierta desde aquel 17 de julio de hacía casi tres años, día en que salió de Madrid para pasar el permiso de verano en el pueblo de sus padres.
Al llegar en tren a Zaragoza, la ciudad estaba inquieta por los rumores del levantamiento del Ejército de África. Se había alojado en casa de un viejo compañero de la Academia de Toledo, con el que estuvo toda la noche escuchando la radio, intentando conocer el verdadero alcance de la insurrección en el territorio peninsular y las medidas que estaba adoptando el gobierno de Casares. Al día siguiente quiso emprender el viaje a casa de sus padres, con más motivo si cabe, pero su amigo le aconsejó permanecer en la ciudad, ya que en las carreteras a Huesca había partidas armadas de obreros y campesinos. Días después llegó la noticia de que el pronunciamiento había fracasado en Madrid con un sangriento asalto al Cuartel de la Montaña. Tomó entonces la decisión de quedarse en la zona alzada, con la esperanza de que fuera Isabel quien pudiera salir de la capital para reunirse con él.
Al enterarse de que había llegado a la península un superior suyo en África, el coronel Sáenz de Buruaga, solicitó sumarse a sus fuerzas en el frente de Madrid, confiado en una pronta liberación de la capital. Así empezó su calvario. Al desasosiego ante la vista de aquel Madrid inexpugnable que aprisionaba a su amada Isabel, se unió la inquina del coronel Losas, a cuyas órdenes quedó al crearse la 16.ª División. Aunque fue habilitado como teniente coronel y se le concedió el mando de un regimiento de la división, no cejó a la hora de solicitar el cambio de destino para evitar la vista de Madrid que tanto le torturaba. Pero Losas rechazó todas y cada una de sus solicitudes, asegurándole que había órdenes del Generalísimo de que no salieran ni un hombre ni un fusil más del Ejército del Centro.
En agosto del 38, Losas le asignó el mando del flanco derecho de la Ciudad Universitaria, el sector más cercano a las calles de Madrid, con la excusa de una reorganización del frente que ocupaba la división. Fue entonces cuando empezó a sospechar que Losas estaba al tanto de su secreto y que aquella orden no tenía más propósito que agravar su calvario. En aquellos infernales días de verano, no tuvo más remedio que trasladarse con su unidad a aquel desierto de escombros donde no había más sombras que las que procuraban las ruinas, ni más refresco que el agua traída a lomos de mula en botijas y bidones. Dispuso a sus hombres entre el Hospital Clínico, el Parque del Oeste y la «pasarela de la muerte» sobre el Manzanares, pero al decidir la ubicación de su puesto de mando, quiso demostrar al coronel Losas que aceptaba su desafío con entereza.
Hasta entonces, todos los jefes de aquel sector habían fijado su puesto de mando en la moderna Escuela de Arquitectura, entre la Casa de Velázquez y el Stadium de la Universitaria, que contaba incluso con un quirófano. Pero él prefirió el lugar más expuesto a los peligros de la guerra y a las tentaciones del corazón: el Asilo de Santa Cristina, cuyos pabellones distaban sólo unos centenares de metros de la plaza de la Moncloa y las primeras calles de Madrid.
Si el coronel Losas conocía su debilidad, seguramente habría pensado que en aquellas posiciones él no podría resistir el impulso de desertar hacia la capital. De hecho, el mismo día de su llegada a su nuevo sector se acercó al observatorio del Instituto Rubio y pudo ver con todo detalle las calles sin vida de Isaac Peral, Donoso Cortés, Joaquín María López y Cea Bermúdez, cruzadas por barricadas de ladrillo, adoquines y cemento tras de las que se apostaban los defensores. Los edificios, con las fachadas derrumbadas, parecían casas de muñecas con sus habitaciones a la vista, en las que se descubrían camas, armarios y todo tipo de enseres cubiertos de escombros.
Apenas dos días después de haberse instalado en el Asilo de Santa Cristina, salió a inspeccionar las posiciones del Parque del Oeste. De pronto, la tierra tembló como si un enorme monstruo de las profundidades estuviera a punto de aparecer bajo sus pies. El enemigo había hecho estallar una gran mina bajo el Asilo. Tuvo tiempo de ver el surtidor de fuego y tierra causado por la explosión. Después supo que en las posiciones del Instituto Nacional de Higiene había caído del cielo, despedazado, uno de los soldados sorprendidos por la mina. La deflagración dejó sepultados a treinta legionarios de la 10.ª Bandera y causó otros ocho muertos en el Batallón de Toledo.
Broto se figuró enseguida que Losas le reprocharía que hubiera elegido para situar su puesto de mando un lugar tan expuesto a las minas como el Asilo, en vez de quedarse en la Escuela de Arquitectura como todo el mundo. Aquella voladura había causado además una gran impresión en sus hombres, no sólo por el elevado número de bajas, sino también porque desfiguró el rostro de una escultura en mármol de la Inmaculada que se veneraba en el Asilo. La imagen había perdido la nariz, un ojo y parte de la frente. A Broto le pareció que había sido mutilada en su divinidad, ya que ahora semejaba una estatua pagana.
Broto tenía clavado en su memoria otro suceso que Losas había aprovechado para humillarle. Había sucedido cinco meses atrás, unos días antes de que la aviación bombardeara Madrid con barras de pan blanco, coincidiendo con el Día de la Raza. La «pasarela de la muerte» tendida sobre el Manzanares, por la que se abastecía a las fuerzas de la Ciudad Universitaria, fue destruida por la artillería roja después de dos días de bombardeo, que dañaron también las obras del nuevo puente que estaba construyendo el batallón de zapadores. Aquel cañoneo, al que se respondió con un bombardeo de castigo sobre la ciudad, fue el más duro que había sufrido la pasarela desde que fuera tendida en noviembre de 1936. Según anotó en su diario de operaciones, el 10 de octubre cayeron sobre su sector 141 proyectiles del quince y medio disparados desde la Dehesa de la Villa, y al día siguiente, otros 154 del mismo calibre, además de 37 morterazos lanzados desde el Cuartel de la Montaña.
Su regimiento, que sufrió decenas de bajas a causa del bombardeo, fue relevado de aquellas posiciones a los pocos días. Aquel relevo le enfureció, ya que lo interpretó como un castigo por la destrucción de la pasarela, de la que no había sido responsable, aunque se imaginó de nuevo que el coronel Losas le habría culpado de ello. Para colmo de la humillación, a mediados de enero recibió orden del cuartel general de la división para que estuviera presente en la inauguración del nuevo puente del Generalísimo sobre el Manzanares, una obra en hormigón que permitiría por vez primera el paso de vehículos hasta el puesto de mando de la Ciudad Universitaria, situado de nuevo en la Escuela de Arquitectura. En este mismo edificio iba a abrirse también el Hogar del Combatiente, al que prestarían asistencia las damas de frentes y hospitales.
A la inauguración del puente y del Hogar del Combatiente tenía previsto asistir el mismísimo general Saliquet, jefe del Ejército del Centro. Aquel día, alegando que se encontraba enfermo, Broto no salió de su puesto de mando. No quería ofrecer a Losas la ocasión de señalarle ante los altos mandos como el culpable del final de la antigua pasarela. Incluso rehusó ponerse al teléfono cuando le llamaron insistentemente del cuartel general de la división para confirmar si acudiría al acto.
Cuando Losas le adjudicó finalmente el mando sobre el sector de Garabitas, ya no tuvo ninguna duda de que el jefe de su división había decidido cebarse de nuevo con él a cuento de su desgracia. Aquel destino en Garabitas le forzaba a ver todas las mañanas la ciudad ansiada desde su puesto de mando. Y allí seguía, cuatro meses después, intentando quemar su desasosiego entre las llamaradas que el coñac dejaba en su garganta, mientras el día se iba consumiendo sin ningún signo de victoria, entre las noticias que Unión Radio daba desde Madrid y que reflejaban la crítica situación de las fuerzas de Casado dentro de la ciudad.
Antes de cenar, como cada noche, el teniente Ferrer le informó de las novedades. La batería roja de la Dehesa de la Villa había efectuado un total de treinta y cinco disparos sobre su sector, pero sin causar bajas. Tampoco las había producido otra batería enemiga del diez y medio que estuvo disparando sobre la carretera de Castilla y la Casa de Vacas. El tráfico de vehículos entre Madrid, El Pardo, Fuencarral, La Playa y Puerta de Hierro había disminuido considerablemente. A lo largo del día habían sobrevolado la capital, con diferentes rumbos, medio centenar de aviones de todas clases. Ferrer terminó informándole de que un grupo de soldados rojos habían salido sin armamento de sus trincheras, frente al palacete de la Moncloa, pero cuando los centinelas les invitaron a pasarse, se dieron la vuelta.
—Señor Ferrer, nunca pensó que fuéramos a entrar tan pronto en Madrid, ¿verdad? —le preguntó Broto, con la lengua adormecida por el coñac.
—Hace tiempo que me dejó de importar que entráramos en Madrid o no. Estoy vivo. Es lo único que sé y lo único que me importa.
Broto permaneció en silencio y apenas probó bocado del potaje de garbanzos que les sirvió Ahmed para la cena. Después se bebió tres vasos de coñac mientras el teniente Ferrer y el alférez de transmisiones hablaban de cine. No dejó de pensar en las palabras de aquel joven teniente tan parecido a Alfonso XIII, en las que había descubierto al estudiante cansado de una guerra que no estaba dentro de los planes de su vida. Cuando los vapores del coñac le arrastraban ya en espiral hacia la somnolencia, sonó el teléfono. Ferrer se levantó a coger el aparato. Broto oyó las fórmulas de rigor, pero al final de la conversación descubrió una vibración nueva, excitada, en la voz de su siempre sereno ayudante.
El teniente Ferrer colgó el aparato con extremada lentitud, como si estuviera eligiendo cuidadosamente las palabras que iba a decir:
—Era el ayudante del comandante de la infantería divisionaria, con órdenes de que el Batallón de Bailén se prepare, con toda la dotación y la manta en bandolera, para una operación.
Broto se puso en pie como poseído y empezó a girar alrededor de la mesa, dándose puñetazos con la mano derecha en la palma de la izquierda, mientras hablaba atropelladamente.
—Lo sabía, lo sabía… Son las órdenes para la ocupación de Madrid, las que tengo en mi mesa… El Batallón de Bailén irá en cabeza… Qué tíos, menuda suerte… Así es que lo de Casado está hecho… Nos abrirá el frente…
Después de ordenar a Ferrer que hiciera venir a los comandantes del regimiento, se dirigió a su habitación. De un cajón de la mesa extrajo una carpeta de cuero, de la que sacó tres folios mecanografiados en tinta azul claro. Era la orden de operaciones que había recibido hacía una semana, con fecha del pasado 8 de febrero, y que estaba redactada de acuerdo con las instrucciones de Franco para ocupar Madrid en caso de que el enemigo rindiera o abandonara la ciudad. Releyó la orden musitando, como si fuera un texto sagrado:
Objeto: ocupar la línea de fortificaciones enemigas en caso de producirse la rendición de sus guarniciones o evacuación de las mismas… Ejecución: ocupación de las líneas del Manzanares sin que en ningún caso se tomen núcleos importantes de edificación, ni se combata para vencer resistencias serias… Tercer Regimiento: con el Batallón de Bailén y destacamento de Zapadores Minadores, ocupará la orilla derecha del río, entre el Puente de San Fernando (carretera de La Coruña) y Puente de los Franceses, en forma análoga a los otros Regimientos… Se prevé una segunda fase de esta operación, en la que toda la División se concentrará en reserva de Cuerpo de Ejército en la Plaza de la Moncloa e inmediaciones…
Salió de su habitación con la orden de operaciones para reunirse con los tres comandantes, que le esperaban ya en torno a la mesa, de la que Ahmed había retirado los vasos y platos de la cena con diligencia. El teniente Ferrer había desplegado sobre ella un plano militar del sector y un plano de Madrid con un gran sello de la Falange clandestina.
—Señores, ha llegado la hora —dijo Broto, sin poder disimular su excitación—. He recibido órdenes de que el Batallón de Bailén esté listo para efectuar la operación dispuesta por el Generalísimo para ocupar Madrid, operación que ustedes ya conocen. Espero que de un momento a otro me concreten en el puesto de mando de la división el verdadero alcance de la maniobra y si hay modificaciones respecto a la orden que obra en mi poder. Pero no hay duda de que…
El timbre del teléfono le interrumpió. El alférez de transmisiones atendió la llamada y no tardó en confirmar sus palabras: le requerían para una reunión de mandos en la plazoleta de la Casa de Campo, junto con el comandante Barrinaga, jefe del Batallón de Bailén. El comandante Muñiz les ofreció su Peugeot y su chófer, con el que había acudido a la cita, para que no se demoraran, ya que el coronel Losas no perdonaba los retrasos.
Una vez en el coche, y lejos de apaciguarse, Broto se mostró aún más exaltado. Pensó que la orden de avance tenía que venir directamente del cuartel general de Franco. El Generalísimo no estaba dispuesto a que se volviera a repetir el «¡No Pasarán!». Era la única humillación que había sufrido en la guerra. La derrota de Guadalajara la padecieron los italianos, y en Brunete, Belchite, Teruel y el Ebro siempre había logrado desquitarse del golpe inicial de los rojos. Pero Madrid era distinto, pensó. Franco llevaba clavada tan dentro la derrota ante la capital, que debía de haber decidido pactar con Casado antes que volver a fracasar en el asalto a la ciudad. Por esta razón, dedujo que el avance que se preparaba estaba ordenado por Franco, lo que significaba que dentro de unas horas entrarían en Madrid sin pegar un solo tiro.
Tan ensimismado estaba en aquellos pensamientos que no prestó atención al comandante Barrinaga hasta que este se le echó encima cuando el coche en el que iban giró bruscamente en una curva. Nunca había cruzado una palabra con Barrinaga que no fuera sobre la guerra. Pero en aquel breve viaje hacia el corazón de la Casa de Campo adonde habían sido llamados, en el instante previo a la reunión en la que se les concedería a ambos el privilegio de liberar Madrid, tuvo la necesidad de hablar con él de hombre a hombre.
—Estamos vivos, comandante. Es lo único que sabemos y lo único que debe importarnos —dijo, celebrando en medio de la noche las palabras del estudiante Ferrer.
Barrinaga no tuvo tiempo de contestar porque en ese momento el coche frenó en seco, pero no dejó de achacar la expresividad de su superior al efecto del coñac, al que le apestaba el aliento, como si saliera de la embocadura de un viejo alambique. Habían llegado al puesto de mando de la división, un refugio subterráneo a cuyas puertas había una sorprendente calma. Broto y Barrinaga se guiaron entre los estrechos pasadizos hasta el lugar de la reunión. Al entrar en la sala, Broto advirtió la presencia de varios jefes y oficiales alrededor de una mesa y bajo la luz de una bombilla velada por el humo del tabaco. Allí estaban el comandante de la infantería divisionaria, los jefes del primer y segundo regimientos, el comandante general de la artillería, el comandante de ingenieros y el jefe de sanidad.
A quien no esperaba ver, por el carácter de paseo militar que suponía a la operación proyectada, era al jefe de los capellanes, que también había acudido a la reunión. Estuvo tentado de hacer un comentario irónico acerca de la presencia del «páter», cuando el coronel Losas se dirigió a él desde el otro lado de la mesa, donde estaba sentado junto a su jefe de Estado Mayor:
—Teniente coronel Broto, queda usted destituido. Entregue inmediatamente el mando de su regimiento. Regrese a su puesto de mando y espere instrucciones —le espetó con su voz atiplada, cortando el aire de la estancia.
—A la orden de usted —respondió él con el rostro ardiendo, como si acabara de recibir un fustazo en plena cara.
Acto seguido salió de la estancia, se subió al coche del comandante Muñiz e indicó al mecánico que regresara al búnker de Garabitas. Al llegar a su puesto de mando, advirtió la extrañeza de los comandantes Muñiz y Nicolás al verlo regresar tan pronto. No les dijo nada, entró en el cuarto del teléfono, donde se encontraba el alférez de transmisiones, y cerró la puerta tras de sí.
—Arranque usted el teléfono —le ordenó Broto.
—Señor, ¿pero cómo voy a hacer tal cosa? —protestó el alférez.
—Muy fácil. Así —contestó Broto, agarrando el cable que caía de la mesa y arrancándolo con violencia de la pared.
Después tiró el teléfono al suelo de un manotazo y salió del cuarto. Sin cruzar una palabra con Muñiz y Nicolás, se metió en su habitación. Sacó de un baúl unas botas cortas y se las cambió por las de caña que llevaba puestas. Luego tomó la fotografía de Isabel y la guardó delicadamente en el baúl, junto a sus espuelas de África. Cuando salió de nuevo de su habitación, se topó con la mirada paternal del viejo comandante Muñiz.
—Adiós, señor Muñiz, ya sabrá de mí…
Después de subir de nuevo al Peugeot, ordenó al mecánico que le trasladara al túnel del ferrocarril Madrid-Irún, en el camino de Antequina, junto a la Casa de Vacas, donde estaba el límite de las posiciones del Batallón de Argel y del Tabor de Larache. Cuando llegaron al túnel, dijo al mecánico que parara el coche. Bajó la ventanilla trasera y se quedó observando unos minutos entre las siluetas de los pinos. Hacía mucho viento en aquel paraje, pero aún así podía oír perfectamente la voz que ya le había hablado en el camino de Garabitas, después de salir del puesto de mando de la división. Pasados unos minutos, le indicó al mecánico que le llevara a la comandancia del Batallón de Argel. Cuando ya habían recorrido unos doscientos metros, le mandó detener de nuevo el coche, se bajó de él y le dijo que le esperara.
Reconoció también aquel lugar, al que llamaban el Barranco de La Granjilla. Allí estaban las trincheras de primera línea del Batallón de Argel, junto a la carretera de Castilla. Se palpó instintivamente la pistola Star que llevaba al cinto y se encaminó hacia primera línea, mientras las encinas se estremecían bajo las rachas del viento, que soplaba cada vez más fuerte.
Advertidos de la llegada del coche, no tardaron en salir a su encuentro un sargento y un cabo de guardia, que estaban haciendo la ronda. Aquellos hombres, que debían de tener más de treinta años, le parecieron envejecidos por las labores del campo y por la miseria. La guerra les había lanzado a las trincheras caprichosamente, lo mismo que aquel vendaval nocturno arrastraba la hojarasca al pie de los postes que sostenían las alambradas.
El sargento y el cabo reconocieron a Broto con inquietud. El sargento ya le había visto aparecer de madrugada por la primera línea en alguna ocasión, con la misma gorra de jefe de regulares, la misma cazadora de cuero negro, el mismo pantalón caqui.
—Sargento Luján y cabo Borrajo, primera compañía, a las órdenes de usted —dijo el sargento, con voz cavernosa—. Sin novedad. Si nos permite, le acompañaremos…
—No es necesario, retírense —contestó Broto.
—Insisto, señor. Permítanos…
—Sargento, retírense…
Caminaban ya por la trinchera de primera línea. Broto se chocaba una y otra vez con las paredes. El viento soplaba por encima de la trinchera y su silbido se le arremolinaba en la cabeza y se convertía en la voz que volvía a decirle una y otra vez que tenía que hacerlo, no tenía nada que perder, no tenía que sentir miedo, no tenía otra elección…
El sargento y el cabo dejaron de insistir y optaron por retirarse. Vieron perderse a Broto en un recodo de la trinchera, como una sombra en un sueño extraño. Cuando volvían al puesto de guardia, escucharon una voz al otro lado de las alambradas. Alertados, se dirigieron al puesto de avanzadilla más cercano, donde encontraron al centinela, apuntando el fusil con tensión hacia la oscuridad.
—Mi sargento… el centinela del otro puesto… ha dado el alto a alguien —dijo el soldado balbuceando.
Corrieron hacia el otro puesto y descubrieron al soldado agachado en su pozo de tirador, haciéndoles gestos para que guardaran silencio. Estaba más sereno que su compañero.
—Joder, he oído pasos en la hojarasca —susurró el centinela— y he dado el alto. Me han respondido: «No tires, que soy el teniente coronel…».
De pronto, se oyeron unos disparos. Sus ecos resonaron como si la oscuridad fuera una infinita plancha de metal. El sargento y el cabo echaron a correr de nuevo. Llegaron en el momento en que el soldado de otro puesto estaba metiendo un nuevo peine en el fusil, excitado.
—Mi sargento, he visto un hombre junto a las alambradas. Luego he oído que alguien daba el alto, y después he visto que el hombre se alejaba hacia las líneas rojas. He disparado creyendo…
El soldado se quedó con la palabra en la boca. El sargento y el cabo estaban ya volviendo sobre sus pasos, pero el centinela pudo descifrar algunas palabras que la voz cavernosa del sargento iba diciendo, confundidas con el viento.
—… el teniente coronel… desertando al enemigo…