VI

Al no poder conciliar el sueño se distraía observando las fluorescencias que flotaban en el vacío, entre sus ojos y sus párpados cerrados. Era un entretenimiento que lo había cautivado desde niño, mientras el ama le relataba junto a su lecho, antes de dormir, hazañas heroicas. Ahora se recreaba también con aquellas constelaciones minúsculas, aunque a veces le desazonaban el frío cortante que sentía en la espalda, a través de su guerrera, y la digestión pesada de un plato de arroz sin condimentar que acababa de comer antes de retirarse a descansar.

El catre donde se había recostado estaba apoyado sobre una pared de sillares de granito. Todas las estancias de aquel segundo sótano del Ministerio de Hacienda rezumaban una humedad pestilente, que parecía llevar aprisionada allí desde hacía siglos. Oía pasos y conversaciones en las galerías y en las estancias vecinas, pero le llegaban mitigados, como si en aquellas profundidades, a quince metros bajo el nivel de la calle Alcalá, los sonidos se filtraran a través de una cortina de agua.

Después de un día y medio de tensa vigilia, al capitán Masip le había vencido definitivamente el cansancio. A medianoche del domingo había asistido al pronunciamiento contra el gobierno de Negrín en una de las habitaciones de aquellos sótanos. Habían sido momentos dramáticos. En el aire de la sala se estancaba el olor a humedad, mezclado con el del paño de los capotes y el cuero de las botas y correajes de los presentes. La estancia se encontraba casi a oscuras, iluminada solamente por una lámpara de mesa, bajo la cual Besteiro, Casado y Mera habían leído sus proclamas ante los micrófonos de Unión Radio y Radio España. Los esporádicos fogonazos de la cámara del reportero Alfonso restallaban como relámpagos.

Masip permaneció de pie en todo momento, detrás del mayor Augusto Fernández, el locutor que leía todas las noches el parte de guerra en la radio. La escena le había resultado irreal. Abrumados por la responsabilidad, sabiéndose protagonistas de un momento histórico, aquellos hombres provocaban una absurda impresión. Si Masip no hubiera sabido que sus mensajes se estaban difundiendo a través de las ondas, Besteiro, Casado y Mera le habrían parecido unos locos que hablaban a las paredes.

El viejo Besteiro, agotado por la tensión, había roto a llorar después de su alocución, mientras que el coronel Casado, atacado por su vieja dolencia de estómago, se excusó ante todos los presentes al terminar su discurso y se tumbó en un catre desplegado en la misma estancia, mientras le asistía su médico personal, el capitán Medina.

No lo había comentado con nadie, pero había caído en la cuenta de que las palabras que Casado había pronunciado a través de la radio estaban inspiradas en el comunicado que Negrín había hecho en febrero, a su vuelta de Francia. El coronel había citado incluso una frase empleada entonces por el jefe de Gobierno: «O todos nos salvamos, o todos nos hundimos en la exterminación y el oprobio». Por un momento, Masip sospechó que el pronunciamiento de Casado era una treta de Negrín para que Franco aceptara negociar con un militar profesional las condiciones para una paz sin represalias, a la vista de que no quería tratos con él. Pero al citar en su discurso a Negrín, Casado sólo buscaba en realidad ganarse la confianza de los jefes militares más indecisos ante su golpe contra el gobierno. Uno de estos era el general Miaja, recién venido de Valencia aquella misma mañana, que había aceptado el cargo de presidente del nuevo Consejo Nacional de Defensa tras conocer el respaldo casi unánime del Ejército y la Aviación al pronunciamiento.

Al amanecer habían comenzado a llegar las noticias de la reacción de los comunistas contra la constitución del Consejo. El comité provincial del partido había llamado en Madrid a la movilización a través de Radio Popular para defender al gobierno. Aunque el rumor no había sido confirmado, se decía que el coronel Barceló, jefe del Primer Cuerpo de Ejército, había denunciado como faccioso al Consejo y se había proclamado nuevo jefe del Ejército del Centro, manifestando su adhesión a Negrín.

La maniobra de los comunistas había sido extraordinariamente rápida. En unas pocas horas habían logrado traer a Madrid numerosas tropas desde los frentes de El Pardo, Ciudad Universitaria, Casa de Campo y Vallecas. En el interior de la ciudad contaban con el apoyo de varios batallones de carabineros. Se sabía que habían reclutado también soldados en algunos cuarteles del centro de Madrid, pero por desconfianza únicamente reclamaban a los que tenían carné del partido. Con todas estas fuerzas habían alcanzado los Nuevos Ministerios desde Fuencarral y Cuatro Caminos, y se temía que hubieran avanzado ya por el paseo de la Castellana y la calle de Serrano. Había también tropas comunistas intentando establecer un corredor entre la glorieta de Atocha, el Palacio Nacional y la plaza de España.

Aparte del Ministerio de Hacienda, las tropas de Casado dominaban las sedes de Gobernación, Defensa y Marina, así como la Telefónica, el Palacio de Comunicaciones, el Banco de España y el Casino de Alcalá. El resto de la ciudad parecía estar a merced de los comunistas, que se dedicaban a sembrar el pánico, deteniendo a todo aquel con el que se cruzaran por las calles y disparando a capricho con armas automáticas desde camionetas y coches lanzados a toda velocidad por los barrios más céntricos.

La refriega más grave de la que Masip y sus compañeros habían tenido noticia hasta el momento se había producido en los Nuevos Ministerios, donde las fuerzas del Consejo intentaron frenar una columna que los comunistas traían de Fuencarral. También se habían librado combates en la glorieta de Quevedo, donde los leales a Casado habían hecho frente a un grupo de carros blindados procedente de El Pardo, aunque al final se habían retirado ante el riesgo de ser rodeados por otras fuerzas comunistas que avanzaban por los bulevares.

Habían llegado incluso rumores de que los comunistas estaban utilizando las redes del metro y del alcantarillado para aparecer y desaparecer a su antojo en cualquier punto de Madrid. Se decía que las tropas de la Ciudad Universitaria habían empleado el túnel de los Canales de Lozoya que comunicaba la Facultad de Farmacia con el metro de Cuatro Caminos. También se sospechaba que las fuerzas comunistas del Puente de los Franceses habían alcanzado el centro de Madrid a través de un colector que unía el paseo de la Florida con el ramal del metro entre la estación del Norte y la plaza de Fermín Galán. De hecho, no se descartaba que esas mismas fuerzas intentaran asaltar Hacienda o llevar a cabo la voladura del edificio desde el túnel de la línea 2.

La línea del metro pasaba tan cerca de los cimientos de Hacienda que el general Miaja, que tuvo allí su puesto de mando durante la defensa de Madrid al principio de la guerra, había ordenado abrir un pasadizo desde los sótanos hasta el túnel entre las estaciones de la Puerta del Sol y Sevilla, para evacuar el edificio en caso de que un bombardeo rebelde sepultara las salidas a las calles de Alcalá y de la Aduana.

La entrada a aquel pasadizo, a pocos metros de la estancia donde ahora descansaba Masip, estaba vigilada por fuerzas anarquistas de la 70.ª Brigada, que ocupaban cada esquina, pasillo, ventana o dependencia de Hacienda. A Masip le parecía que aquellos hombres, provistos de todo tipo de armas automáticas y bombas de mano, tenían la mirada feroz de unos gladiadores a punto de saltar a la arena del circo, pero se sentía seguro con su presencia.

A lo largo de aquellas horas, había oído comentar a varios oficiales que Casado temía que los comunistas, como ya había sucedido al comienzo de la guerra, pudieran asaltar las cárceles donde estaban presos miles de derechistas, así como las embajadas donde otros centenares se hallaban refugiados. También se hablaba del riesgo de que minaran las principales calles de acceso a la ciudad, con el fin de convertirlas en montañas de escombros y dificultar la entrada de las fuerzas leales que acudieran en socorro del Consejo o incluso para frenar un posible ataque rebelde.

Todos aquellos rumores acrecentaban la ansiedad de quienes se encontraban en Hacienda. Masip, junto con otros oficiales de la plana mayor de Casado, había vivido aquellas horas en una sala contigua a la estancia desde la que se había radiado el pronunciamiento contra el gobierno de Negrín. Allí, sobre una larga mesa recubierta de cuero, tenían desplegado un gran plano de Madrid sobre el que a duras penas intentaban hacerse una idea de la situación de las fuerzas de Barceló y de las unidades leales al Consejo a través de las noticias confusas y fragmentadas que traían enlaces, paisanos o incluso soldados fugados de las unidades comunistas.

Antes de retirarse a descansar, Masip había interrogado a cinco soldados huidos de la 18.ª Brigada Mixta, encuadrada en la división del mayor Ascanio, que había entrado en Madrid desde El Pardo. Los chavales, recién incorporados a filas, aún tenían el miedo metido en el cuerpo. No se habían escapado para unirse a las fuerzas del Consejo, sino para volver a sus casas. Los mismos guardias que los habían detenido y desarmado en la calle de Espronceda, los habían conducido a Hacienda, donde los hicieron pasar a la sala donde se encontraba Masip con un teniente.

El que llevaba la voz cantante entre aquellos soldados era, un joven avispado que dijo ser aprendiz de carpintero. Tenía la nariz cruzada por una cicatriz rosácea parecida a un gusano. Contó que un jefe les había dicho que iban a entrar en Madrid para sofocar un levantamiento de la «quinta columna».

—¿Cómo se llama ese jefe? —le cortó Masip.

—Mercadal. Pero no es de nuestra brigada, sino de la 42…

—¿Francisco Mercadal? —preguntó Masip, sin disimular su sobresalto.

—Sí, el mayor Mercadal. Parece un tipo con agallas…

—¿A dónde os llevaban? —interrogó el teniente.

—A los Nuevos Ministerios. Nos explicaron que desde allí iban a mandarnos a la plaza de Colón para unirnos con otras fuerzas de Ascanio, que habían entrado por Manuel Becerra.

—¿Y os dijeron qué planes tenían? —continuó Masip.

—Sí, atacar Cibeles, donde, según ellos, se habían hecho fuertes los fascistas. Hacía allí marchaba también una columna con artillería, carros de combate y una división de guerrilleros, que había salido hacia Madrid desde Alcalá de Henares.

—¡Joder, si es la división de guerrilleros del mayor Raimundo Calvo! —exclamó el teniente antes de que Masip pudiera reaccionar—. ¡Entonces la «Posición Jaca» está perdida!

—Sí, oímos decir que tenían cercada la «Posición Jaca» —remató otro de los muchachos.

El teniente le había dicho entonces a Masip que se retirara a descansar, mientras él comunicaba aquellas noticias a los ayudantes de Casado. Aún estaba impresionado por la noticia de que el hermano de Isabel fuera uno de los jefes comunistas levantados contra el Consejo. A Mercadal lo había conocido antes de la guerra en el Club Canoe, del que su tío le había hecho socio. No eran amigos, pero compartían amistades. Ahora estaban frente a frente. Uno de los dos tenía que perder la apuesta. Era inevitable…

Inevitable… Masip pensó, que para bien o para mal, aquella era la clave que explicaba cuanto estaba sucediendo en sus vidas por culpa de la guerra. Todo parecía formar parte de una condena para la que no cabía apelación alguna. Ninguna decisión personal, por libre que pareciera, escapaba al peso de lo inexorable. El único acto de libertad de su vida en aquellos años infernales había sido amar a Isabel, a pesar de que ella no le correspondiera.

Había aprendido a vivir al día desde el estallido de la sublevación de las fuerzas de África, cuando estuvo a punto de morir por unas fiebres altísimas cuyo origen no supo averiguar ningún médico. Recordaba todo como un interminable delirio: el fracaso del levantamiento en Madrid y en el resto de las grandes ciudades, la división de España en dos campos, el caos y el terror de los primeros meses en la capital, el avance imparable de los rebeldes hacia Madrid y aquel perpetuo desasosiego por la ausencia de Isabel, a la que no había dejado de extrañar ni un solo día desde el comienzo de su noviazgo con el capitán Broto.

Las fiebres le mantuvieron hospitalizado todo aquel mes de julio en el hospital militar de Carabanchel. Aunque se le pasaron en los primeros días de agosto, tuvo que convalecer en su casa a causa de su extrema debilidad. Allí estuvo al cuidado de una vecina, cuyo marido trabajaba en las cocheras del tranvía. Era una mujer joven que, pese a estar embarazada, le hacía la comida, le cambiaba la ropa de la cama y le ayudaba en su higiene por unas pocas pesetas sin reparar en el riesgo de contagio. Afortunadamente, la mujer dio a luz sin complicaciones a una de las quince mil criaturas que nacieron en 1937 en el Madrid asediado. La pequeña había logrado salir adelante a pesar de las penurias, sobre todo gracias a la leche en polvo de los almacenes militares que él fue proporcionándole más tarde a su madre para corresponder a sus cuidados.

Cuando se reincorporó al Ministerio de la Guerra en septiembre, dos meses después de la sublevación, a Masip le dejaron en la inspección de cajas de recluta, ya que el gobierno de Largo Caballero tenía previsto abrir el reclutamiento forzoso a finales de aquel mes. El primer día de su regreso a su oficina en el palacio de Buenavista, todos sus compañeros le hicieron bromas a propósito de la bella y misteriosa joven que había ido a preguntar por él, poco después de la sublevación. La joven no les había dado su nombre y ellos tampoco le habían informado del paradero de Masip, porque no estaba el horno para bollos.

Masip se sintió feliz al enterarse que aquella misma joven que había amado en sus delirios, bajo la borrosa pasión de la fiebre, se había encarnado en su lugar de trabajo para saber de él durante su ausencia. Pero tampoco quería hacerse muchas ilusiones. Quizá sólo había ido a buscar al capitán Broto, del que nadie sabía nada desde la sublevación militar. Aunque si fuera así, habría sido más lógico que hubiera preguntado directamente a sus compañeros por la suerte de su antiguo capitán, en vez de interesarse por él.

Aquella misma tarde, al salir del Ministerio de la Guerra, había decidido presentarse en la casa de ella, en Sagasta. Hasta entonces no había percibido el ambiente opresivo de Madrid, con los rebeldes avanzando a sangre y fuego desde Talavera de la Reina y las milicias imponiendo el terror en la capital, sin que nadie pudiera frenar ni a unos ni a otros. La ciudad parecía atravesada por un grito ahogado de desesperación y miedo. Las calles estaban casi vacías. Sólo había algunos transeúntes que parecían huir hasta de sus propias sombras.

Al llegar a Sagasta, había dudado entre subir a casa de Isabel o darse la vuelta y olvidarla para siempre. Estaba más frágil y desmejorado que nunca. Temía que ella fuera a mostrarse tan distante como antes de la guerra, cuando parecía que sólo le utilizaba para conocer a otros hombres, que era justo lo que había sucedido con el capitán Broto. Había sido precisamente el recuerdo de Broto el que le hizo recobrar la seguridad en sí mismo, ya que era la mejor coartada para volver llamar a su puerta.

A Isabel se la habían presentado en el verano del 35 unos amigos de Francisco Mercadal, que siempre estaban con la misma cantinela de que se parecía a Carole Lombard. No les faltaba razón, pero él siempre había encontrado en ella muchos más atractivos que este. Aunque su belleza a veces le intimidaba, su presencia le sosegaba y le hacía sentirse bien consigo mismo. Podía ser misteriosa, sin ser apática, y distante, sin ser impertinente. Quizás por eso le parecía que el gesto de ella que mejor reflejaba su carácter era cuando se rizaba, ensimismada pero sonriente, un mechón rubio que le caía a un lado de la frente pasándolo suavemente entre sus dedos.

Cuando se decidió a llamar a la puerta, descubrió sus ojos azules, sorprendidos, al otro lado de la mirilla. Nada más abrirle, Isabel se echó en sus brazos llorando. Masip supuso entonces que aquel tenientucho esmirriado que era él representaba para ella, en medio de la devastación de la guerra, uno de los pocos anclajes con su vida pasada. Desde aquel reencuentro habían transcurrido ya treinta meses, en los que Isabel había llenado su existencia, mientras la guerra se la vaciaba a diario con el horror y el miedo, las sirenas de alarma, los rugidos y los bombardeos de los aviones fascistas, los combates aéreos, los cañonazos, el hambre…

Al principio había temido incluso por su propia vida al conocer las detenciones de muchos militares profesionales, las sacas de las cárceles y los asesinatos de los comités revolucionarios. Un buen amigo suyo, Fermín Saleta, teniente coronel de caballería, retirado por la ley de Azaña, había desaparecido sin dejar rastro, y sabía que incluso Negrín había escrito al cuñado de Fermín, que había sido su ayudante de laboratorio, reconociendo la imposibilidad de darle razón de su paradero ya que al gobierno se le había escapado la situación de las manos.

A pesar de todo, siempre que paseaba con Isabel por las calles de la ciudad cercada, sobre las aceras cubiertas de cristales rotos por los bombardeos, se sentía feliz caminando sobre los restos de su vida en tiempos de paz, cuando ella le ignoraba. Y aunque le costaba reconocerlo, le gustaba aquel crujir del vidrio, porque sentía que aquella era la música que mejor se acompasaba a su nueva e inesperada dicha. Su amor por Isabel estaba unido a la desolación de la ciudad asediada, a las largas colas del racionamiento, a los incendios de los edificios alcanzados por las bombas, a los ríos de agua de las cañerías rotas por las explosiones, a los muros acribillados por la metralla…

La guerra había unido sus destinos, y sólo la guerra los mantendría unidos. Así lo había asumido siempre, pero ahora no lograba zafarse de la idea de que él mismo estaba conspirando contra su propia felicidad, aquella negra felicidad fecundada por el drama, la tristeza y la escasez del Madrid asediado. Nada garantizaba que pudiera seguir amando a Isabel cuando los rebeldes entraran en la capital. Con la guerra, su amor estaba a salvo. La paz era el peligro.

Había pasado por la casa de Isabel al regresar de la «Posición Jaca» con la cartera que le habían encargado custodiar ante el pronunciamiento del coronel Casado. Ella no le había preguntado por el contenido de la cartera y, confiada, había accedido a esconderla en la caja fuerte de su padre, oculta en el comedor de la casa tras un carboncillo de Pérez de Villaamil que representaba a un grupo de embozados en una calle de Madrid.

Isabel había vuelto a colgar el cuadro, después de dejar la cartera en la caja fuerte. Al darse cuenta de que él la estaba observando fijamente, ella escondió sus manos tras su espalda, avergonzada.

—No las mires. Las tengo muy estropeadas —le dijo.

—No, si no estaba…

—Me estoy volviendo fea, por fuera y por dentro, por culpa de esta guerra.

Le había mostrado entonces sus manos enrojecidas, con la piel cuarteada por el frío y las labores que realizaba en su casa y en la embajada de la República Dominicana, donde atendía a huérfanos de guerra siempre que podía dejar a su madre al cuidado de alguna vecina.

—No te preocupes, la guerra terminará muy pronto. Te doy mi palabra —le había dicho él, tomando sus manos entre las suyas.

—Vais a rendir la República, ¿verdad? En la embajada no se habla de otra cosa.

—Vamos a negociar una paz honrosa, sin represalias —dijo él secamente.

—¿Sin represalias para quién? Para los militares profesionales como tú o tu jefe, Casado. Pero ¿y para mi hermano Francisco y los miles como él? —preguntó Isabel, agitada.

—Podrán salir de España los que lo deseen.

—Querrás decir los que puedan —le dijo ella, cortante, antes de dejarle solo en el salón y encerrarse en su habitación.

La había oído llorar detrás de la puerta, y no había dudado que lo hacía por Francisco y no por él, aunque ninguno de los dos estaría a salvo cuando acabara la guerra. Sabía que si fracasaban las negociaciones de Casado con Franco, él también tendría que exiliarse y decirle adiós para siempre. Ella no tenía nada que temer. De alguna forma, y pese a la militancia comunista de su hermano, los Mercadal pertenecían al mundo de los vencedores, al mundo del capitán Broto. Era sólo una corazonada, pero no podía evitar pensar que Broto estaba al acecho fuera de Madrid, listo para el asalto, dispuesto a arrebatarle de nuevo a Isabel.

Le sacó de su agitado duermevela un eco de disparos y de explosiones que atravesó el respiradero de la estancia, que daba a la calle Alcalá. Oyó que alguien corría por la galería. Un soldado se detuvo ante su puerta apenas un segundo para decirle antes de seguir corriendo:

—El capitán Urzaiz le reclama en el puesto de mando.

Aquel mensaje, el recuerdo de la última conversación con Isabel, las órdenes recibidas de Urzaiz para que llevara unos manifiestos del Consejo al periódico ABC, las recomendaciones y los buenos deseos de sus compañeros, todo le presionaba en las sienes cuando salió de los sótanos de Hacienda enfundado en su guardapolvo y cojeando más que nunca debido a la tensión y el cansancio.

Había dejado aparcada su motocicleta en el patio del reloj, junto al Hispano blindado del general Miaja. Cuando estaba a punto de arrancar la motocicleta, entró en el patio a toda velocidad una camioneta descubierta del Cuerpo de Seguridad, que traía a cinco guardias enfundados en sus anchos abrigos. En uno de los asientos traseros había un hombre herido, con la cabeza caída sobre el pecho y la camisa desgarrada bajo el mono abierto. Los guardias abrieron una portezuela y lo sacaron a tirones de la camioneta. El hombre cayó al suelo como un saco. Masip se dirigió hacia él para ayudarle a levantarse. Un guardia joven hizo ademán de cortarle el paso, pero al ver las barras de capitán en su gorra de plato se vio forzado a darle una explicación.

—Es uno de los principales cabecillas comunistas. Lo hemos hecho preso aquí al lado, en la Comandancia de Artillería, en la calle Arlabán —le dijo el guardia.

—Ese hombre está herido. Deben llevarlo a un hospital —protestó Masip.

Otro de los guardias, con divisa de sargento, le hizo señas al joven para que no diera más explicaciones y se acercó a Masip, diciéndole con voz ronca:

—Nos han dado órdenes de traerlo aquí.

Masip apartó al sargento como quien aparta a una bestia de carga y se inclinó junto al hombre caído. Vestía un mono azul marino con las insignias de comisario de artillería. Era moreno, con los rasgos agitanados. Tenía rotos la nariz y el labio superior, como por un culatazo de fusil, y le habían arrancado varios mechones de pelo. Su mano derecha estaba hinchada, con el índice desencajado. Respiraba con dificultad y mantenía cerrados los ojos, como reconcentrado en el dolor.

—Esto es cosa nuestra, capitán —oyó Masip detrás suyo.

Al volverse, descubrió a tres hombres de paisano, con sombreros y abrigos grises, con los que se había cruzado algunas veces en los sótanos. Antes de que pudiera decir nada, dos de ellos levantaron al hombre como si fuera un pelele, y se lo llevaron en volandas hacia los sótanos. El que parecía ser el jefe se quedó mirando desafiante a Masip.

—¡No sé qué coño hacen ustedes ni me importa! —gritó Masip con rabia—. ¡Pero les recuerdo que este hombre es comisario del Ejército Popular de la República!

El hombre de paisano se dio la vuelta, como si no hubiera escuchado sus palabras, y descendió hacia los sótanos. Al salir a Alcalá con su motocicleta, Masip se apaciguó a la vista de la luz del atardecer sobre la Puerta del Sol. Se detuvo un instante bajo el umbral del portón de Hacienda para contemplar aquel cielo barroco, cuyo reflejo parecía enredarse en los adornos de la solitaria fachada del destruido palacio del Marqués de Torrecilla, sostenida frágilmente por unos andamios.

A lo largo de Alcalá y en las esquinas de Cedaceros y Gran Vía, Masip vio barricadas de sacos terreros guarnecidas por fuerzas de seguridad y soldados. En la calle de Sevilla, en la esquina con la de Arlabán, junto a la Comandancia de Artillería de la que acaban de traer detenido a aquel desdichado comisario, aguardaban órdenes las dotaciones de tres cañones Schneider, enganchados a la trasera de sendos camiones. Había también hombres armados, en actitud nerviosa, en las entradas del Casino, del Teatro Alcázar, de Bellas Artes y de los bancos de Bilbao, Español de Crédito y Central, así como en el portón de la iglesia de las Calatravas. Todos ellos llevaban brazaletes blancos, como había ordenado Casado, para distinguirse de los comunistas. La escena le recordó angustiosamente el despliegue de seguridad del día en que apareció asesinado Calvo Sotelo en el cementerio del Este.

Masip contempló durante un instante las dos cuadrigas de bronce que coronaban el Banco de Bilbao y las cabezas de elefantes que sostenían la balconada de la sede del Español de Crédito. Nunca había reparado con atención en aquellos ornamentos. Pensó en la derrota de Aníbal en las orillas embarradas del lago Trasimeno, camino de Roma, después de la hazaña del cruce de los Alpes. Pensó que la República, de alguna manera, había corrido la misma suerte. Después de haber realizado la gesta de levantar un ejército prácticamente de la nada, había sucumbido en los lodos de sus luchas internas.

Los hombres desplegados junto a los edificios del corazón burgués y financiero de Madrid le parecieron también la viva paradoja de la República. Se habían convertido en los celosos guardianes de todo aquello que la revolución había querido destruir al principio de la guerra. La República de trabajadores había terminado por empuñar las armas para defender los bancos, los casinos, las iglesias, todo cuanto representaba para los revolucionarios la explotación y el envilecimiento de las clases oprimidas. Era el final de un sueño… o de una pesadilla.

Los disparos y las explosiones habían cesado. Algunos hombres armados corrían hacia Cibeles. Masip aceleró su motocicleta en la misma dirección. Cuando frenó ante el búnker de ladrillo y sacos terreros que cubría la fuente, vio los muertos provocados por la lucha. Estaban alineados sobre la escalinata de entrada al Palacio de Comunicaciones, cuyas piedras blancas parecían amortajadas por el sudario rosáceo del atardecer. Los cadáveres tenían cara de susto, como si les hubiera sorprendido la muerte en un juego de niños, mientras se escondían unos de otros entre las galerías y dependencias del edificio. Algunos apoyaban la cabeza en un peldaño de la escalinata y el cuerpo en el resto, igual que si descansaran. Densos regueros de sangre oscura empezaban a deslizarse hacia el paseo del Prado.

Algunos de los guardias y soldados que habían defendido el edificio hacían corro en torno a sus oficiales. Algunos hablaban de responder al asalto comunista atacando el vecino hotel Gaylord’s, donde se habían alojado los asesores rusos durante toda la guerra y del que se sospechaba que habrían salido los asaltantes. Pero todo el mundo se olvidó de ello cuando un paisano que recordaba a un «gudari», con boina y chaquetón de paño a cuadros, comenzó a gritar desde uno de los contrafuertes del búnker que cubría la fuente:

—¡Negrín y su gobierno han salido de España en avión, con La Pasionaria! ¡Y la flota ha huido de Cartagena! ¡Nos hemos quedado de golpe sin gobierno y sin barcos!

Confuso ante aquellas noticias, entre el alivio por la marcha del gobierno y la inquietud por la espantada de la flota, Masip aceleró su motocicleta, escapando del lugar y de todos, los vivos y los muertos.