Aunque las botas altas siempre le acababan haciendo daño cuando caminaba mucho tiempo con ellas, el teniente coronel Broto no dudó en calzárselas esa mañana sobre el pantalón de canutillo. Al ver las espuelas de África en el fondo del arcón de su equipaje, pensó en añadirlas también a su atuendo por superstición, pero al final lo descartó. Quería presentarse ante sus hombres de acuerdo con aquellos momentos tan trascendentales. Entrarían, por fin, en Madrid. Lo había presentido ya la noche anterior al escuchar en el búnker de Garabitas los discursos de Besteiro y de Casado, lanzados a través de una emisora de la capital y captados por el alférez de transmisiones, aunque con cortes e interferencias, con una radio que guardaba en el cuarto del teléfono del puesto de mando.
Como cada jornada, el alférez se disponía a terminar su turno atendiendo al parte de guerra enemigo, que se emitía a las doce de la noche según el horario rojo. Estaba en el aire la suerte de la base naval de Cartagena, cuya toma por las fuerzas nacionales estaba aún sin confirmar, ya que la emisora de la flota roja, desde la que se había anunciado la conquista de la base para la España nacional, había caído de nuevo en poder de las tropas de Negrín.
Al conectar con la frecuencia de Unión Radio para conocer el parte rojo, el alférez se había sorprendido al escuchar la primera frase del locutor:
—Atención, señores radioyentes, van a oír ustedes las palabras de don Julián Besteiro, que no necesita presentación…
El alférez había salido atropelladamente de la habitación del teléfono. Cuando irrumpió en el dormitorio de Broto, este se encontraba tendido en el catre sin desvestir, como era su costumbre, y apuraba adormilado el contenido del enésimo vaso de coñac.
—Mi teniente coronel, Besteiro va a hablar en la radio roja, a la hora del parte…
Broto no necesitó oír nada más. Se puso en pie con energía, como si le hubieran quitado de encima todos y cada uno de los días de aquella guerra interminable, y se dirigió al alférez con el trato cordial que le prodigaba antaño.
—Por favor, señor Ruiz, haga llamar a los comandantes del regimiento —le ordenó calmadamente.
Dejó el vaso de coñac en su mesilla y salió de su habitación abotonándose la guerrera. Entró en el cuarto de transmisiones y se sentó frente a la radio para oír a través de la voz extenuada del viejo Besteiro un mensaje diferente al que cada noche, para su desesperación, le enviaban las sombras de Madrid.
—El gobierno del doctor Negrín —oyó decir a Besteiro—, falto de la asistencia presidencial… no puede aspirar a otra cosa que a ganar tiempo, tiempo que es perdido… y esta política de aplazamiento no puede tener otra finalidad que alimentar la morbosa creencia en que la complicación de la vida internacional permita desencadenar una catástrofe de proporciones universales… de esta política de fanatismo catastrofista, de neta sumisión a órdenes extrañas, con una indiferencia completa hacia el dolor de la nación, está sobresaturada ya la opinión republicana toda… Yo os hablo desde este Madrid que ha sabido sufrir y sabe sufrir con emocionante dignidad su martirio. Yo os hablo desde este rompeolas de todas las Españas que dijo el poeta inmortal que hemos perdido, tal vez abandonado, en tierras extrañas… se puede perder, pero con honradez y dignamente… una victoria moral de este género, vale más que una victoria material lograda a fuerza de claudicaciones y vilipendios… asistimos al poder legítimo de la República que transitoriamente no es otro que el poder militar…
Al tiempo que hablaba Besteiro, había llegado al búnker su ayudante, el teniente Ferrer, impecablemente uniformado como siempre. A un gesto suyo, Ferrer entró en el cuarto del teléfono.
—Es el segundo en tres años —dijo Broto.
—¿El segundo qué, mi teniente coronel? —le preguntó Ferrer.
—El segundo golpe que dan los militares contra el gobierno de la República. Besteiro ha dicho que el poder legítimo de la República es el poder militar… El poder militar, señor Ferrer. Ese somos nosotros.
De la radio comenzó a salir una voz atormentada, de alguien que intentaba contener el dolor al hablar, como si le hubieran atravesado con una espada. Era el coronel Casado, jefe del Ejército del Centro. Broto esperaba que sus palabras confirmaran la inminente rendición del bando rojo, pero fue al contrario.
—Nuestra lucha no terminará —decía Casado— mientras no aseguréis la independencia de España… mientras no tenga la garantía de una paz sin crímenes… si nos ofrecierais la paz encontraríais generoso nuestro corazón de españoles… si continuaseis haciéndonos, haciéndoos, la guerra, hallaríais implacable, segura, templada como el acero de las bayonetas, nuestra heroica moral de combatientes… o la paz para España o la lucha a muerte… para una y otra decisión estamos dispuestos los españoles independientes y libres que no tomamos sobre nuestra conciencia la responsabilidad de destruir nuestra patria…
Antes de que terminara la alocución de Casado entraron en el puesto de mando los tres comandantes de su regimiento. Habían llegado con el chófer que prestaba servicio al comandante Barrinaga, y que se quedó a la puerta del puesto de mando, liando picadura como si la cosa no fuera con él. El comandante de más edad era Muñiz, que rayaba en los sesenta. Lucía un mostacho gris como el del general Saliquet, jefe de todas las divisiones que asediaban Madrid, con el que no era difícil confundirle. Muñiz conocía a Casado de los tiempos en que este era jefe de la guardia presidencial de Azaña. Además estaba siempre bien informado por sus relaciones con antiguos compañeros destinados en el cuartel general de Burgos, una de las razones por las cuales gozaba de la estima de Broto.
—¿Qué le parece, señor Muñiz? —le preguntó Broto después de resumir las alocuciones de Besteiro y Casado.
—Que Casado se está marcando un bonito farol —dijo el viejo comandante.
—¿Por qué lo dice? ¿Porque Casado sabe que su ejército no puede resistir ni un solo día más? —le inquirió Broto.
—No, lo digo porque está en negociaciones con el Generalísimo desde hace semanas.
Broto arrastró hacia atrás la silla que lo sostenía a duras penas, despegándose de la mesa donde estaba la radio y volviéndose hacia el viejo comandante. Lo hizo sin violencia, pero cualquier movimiento con aquel corpachón parecía lo contrario. No hizo falta que dijera nada. Su expresión demandaba una explicación a Muñiz acerca de aquellas negociaciones. Los otros comandantes, Barrinaga y Nicolás, se miraron incrédulos.
En la radio de Madrid había empezado a hablar el anarquista Cipriano Mera, jefe de las divisiones rojas de Guadalajara, el albañil que había hecho correr a los italianos en Brihuega. Mera se refirió a la conducta alevosa y criminal de Negrín, y comprometió el apoyo de las divisiones de su Cuerpo de Ejército a un llamado Consejo Nacional de Defensa, cuya misión era conseguir una paz honrosa. Pero en el puesto de mando nadie atendió ya a sus palabras.
—Todo el mundo en Burgos habla de ello —continuó Muñiz, intimidado—. Pensé que era preferible esperar una confirmación como la de esta noche antes de comentarle nada. Ya sabe que no me gustan las habladurías.
—¿Desde cuándo están negociando? —le preguntó Broto con tono de interrogatorio.
—Se dice que desde principios del mes pasado, a través de un agente nuestro en Madrid. Casado quiso cerciorarse de que su interlocutor era realmente un agente del Generalísimo y para ello le solicitó la entrega de una carta autógrafa del general Barrón, que había sido compañero suyo. Nuestro agente le entregó a los pocos días la carta de Barrón y desde entonces se formalizaron los contactos. Se dice también que Casado ha aceptado ya las condiciones de rendición impuestas por el Caudillo.
—¿Tiene alguna idea de cuáles son esas condiciones? —intervino Barrinaga, adelantándose a la pregunta de Broto.
—Al parecer son las mismas que ha propuesto el propio Casado, aunque con algunas limitaciones. Casado ha pedido que puedan salir de España todos lo que lo deseen, pero el Caudillo sólo ha concedido que puedan hacerlo quienes no tengan manchadas las manos de sangre. Se les proporcionará un salvoconducto para que puedan dejar España, garantizando su seguridad personal. El Caudillo ha prometido también que habrá perdón para todos los que hayan sido arrastrados engañosamente a la lucha, y que no se considerará delito el mero servicio en el campo rojo ni el haber militado simplemente en partidos y sindicatos. Además, se ha garantizado que la benevolencia será tanto mayor cuanto más importantes sean los servicios que los mandos militares y las autoridades civiles del campo rojo ofrezcan para el triunfo de nuestra causa. Estas promesas bastan para explicar lo que está sucediendo esta misma noche y otras cosas mucho más inauditas…
—¿Qué cosas, señor Muñiz? Me tiene totalmente intrigado —preguntó está vez Broto.
—Pues cosas como la de que en el cuartel general de Burgos se reciba un plano de la zona centro con indicaciones de que Guadalajara, Ocaña y Torrebaja son los lugares más apropiados para que, ante un ataque de nuestras fuerzas, se produzca un completo derrumbamiento de los frentes rojos. Dicen que lo ha enviado el propio general Matallana, jefe de todas las divisiones rojas.
—¿El general Matallana es un «quintacolumnista»? —exclamó Broto con los ojos desorbitados.
—Cada cual está buscando su forma de salvarse del desastre. En Madrid, todo el mundo se está ofreciendo a la «quinta columna» para colaborar en el momento en que entremos en la ciudad. El propio Casado se ha mostrado dispuesto a detener a los cabecillas rojos que queden en Madrid. Tampoco faltarán chivatos para facilitar detenciones ni voluntarios para requisar armamento, desactivar las minas o abrir las cárceles. La Falange dice tener ya controlados los servicios del metro, tranvías, telégrafos y correos, además de los suministros de luz y agua.
En Burgos tienen ya informes con los equipos y recambios que se necesitan para que todos los servicios recuperen la normalidad cuanto antes. Me cuentan que el Caudillo sabe incluso el número de tijeras para cortar alambradas de que disponen los rojos en sus almacenes de Madrid.
—¿Y cuántas tijeras son esas, si se puede saber? —preguntó Broto exagerando su tono de curiosidad.
—Se lo puedo decir porque la cifra no se me ha olvidado. Seiscientas noventa y nueve. No sé si desde que llegó esa información, se habrá perdido alguna. Aunque ya habrá ocasión de confirmarlo cuando entremos en Madrid.
Broto interrumpió entonces la conversación, simulando con sus dedos índice y medio que cortaba algo con unas tijeras, para atender a la lectura de lo que un locutor presentó como el manifiesto de constitución del anunciado Consejo Nacional de Defensa:
—… como revolucionarios, como proletarios, como españoles y como antifascistas, no podemos continuar por más tiempo aceptando pasivamente… la falta de organización y la absurda inactividad de que da muestras el gobierno del doctor Negrín… desde que se liquidó, con una deserción general, la guerra de Cataluña… en tanto que el pueblo en armas sacrificaba en el ara sangrienta de las batallas unos cuantos millares de sus mejores hijos, los hombres que se habían constituido en cabezas visibles de la resistencia abandonaban sus puestos y buscaban en la fuga vergonzosa y vergonzante el camino para salvar su propia vida… no puede tolerarse que en tanto se exige del pueblo una resistencia encarnizada, se hagan los preparativos de una cómoda y lucrativa fuga… para borrar tanta vergüenza, para evitar que se produzca la deserción en los momentos más intensos… en nombre del Consejo Nacional de Defensa, que recoge sus poderes del arroyo, a donde los arrojara el gobierno del doctor Negrín… no saldrá de España ninguno de los hombres que en España deban estar hasta tanto que por libre determinación salgan de ella todos los que de ella quieran salir…
La reunión con sus tres comandantes había acabado a las tres de la madrugada. Broto sólo bebió al final, después de proponer un brindis con coñac para celebrar las noticias del final inminente de la guerra. En aquella imprevista velada hablaron de las posibilidades de que esa misma semana se produjera la rendición del bando rojo. El comandante Muñiz no descartó que Besteiro viajara a Burgos para ultimar los detalles ante el propio Caudillo. Recordó las recientes declaraciones anticomunistas del antiguo presidente de las Cortes a un diario extranjero, que podrían ser una buena carta de presentación ante el Generalísimo. Pero al mismo tiempo le asaltaron las dudas sobre la capacidad de Casado para dominar la zona roja. No estaba seguro de que el partido comunista y sus mandos militares aceptaran a pies juntillas el golpe contra Negrín, al que habían convertido en marioneta de Moscú, como acababa de denunciar Besteiro.
Los ecos de las alocuciones de la noche anterior no habían dejado de resonar en la mente de Broto desde que se había despertado. Sin embargo, por primera vez en muchas semanas tenía la cabeza despejada. Ahmed le había preparado una taza de café y unas rebanadas de pan con ajo que le supieron a victoria. Al salir ahora del búnker para orinar, le envolvió un sentimiento de grandeza, cálido y luminoso, a pesar de que la mañana de aquel lunes era fría y neblinosa, como la de los últimos días.
El sol porfiaba con la niebla y por momentos parecía que iba a despejar. Se apoyó en la vieja encina desde la que observaba Madrid de noche. Pensó que, por fin, sus plegarias habían sido escuchadas, aunque se culpó de no haber sabido fortalecer sus ruegos al cielo con una conducta más virtuosa. Había faltado también a la fidelidad debida a su gran amor y le dolía en el alma tener que recordar ahora sus pecados, mientras se figuraba abrazando a la mujer por la que tanto había padecido.
Así era la guerra, pensó. Al igual que le había sucedido en África, la tensión le forzaba a aliviarse de vez en cuando y las visitas a Móstoles, donde estaba el cuartel general de la división, le daban la mejor ocasión para hacerlo. Había oportunidades que no podía desaprovechar, aunque fuera después de acudir, junto a todos los jefes y oficiales libres de servicio, a una iglesia del pueblo a oír misa en los días más señalados, como el 25 de julio, declarado día de la Fiesta Nacional, o el último 20 de noviembre, con ocasión del segundo aniversario del fusilamiento de Primo de Rivera, que Burgos confirmó oficialmente entonces.
La iglesia de Móstoles no quedaba lejos de uno de los más conocidos burdeles del frente de Madrid, un hotelito de color siena levantado a las afueras, en medio de un jardín asilvestrado. Apenas habían pasado tres días desde su última visita, después de haber acudido a la misa celebrada por el capellán de la división con motivo de la elección del nuevo Papa, Pío XII. Había logrado escabullirse al terminar la misa para entregarse una vez más a los brazos de la «Cordobesa», una morena con mucha labia, ojos como carbones, piel tórrida y caderas indoblegables incluso para un hombre fuerte como él. Con el trato de aquella Venus vagabunda, como decía un compañero suyo en África citando al poeta Lucrecio, lograba descargar su melancolía y distraer su dolor por un tiempo. Además, a través de un moro que proveía al burdel, había conseguido perfumes franceses, barras de labios y polvoreras para regalarle a Isabel cuando entrara en Madrid, ya que sabía por los desertores que la coquetería había pasado a ser un lujo al alcance de muy pocas madrileñas.
Los artilleros de los Schneider emplazados en Garabitas también estaban de buen humor aquella mañana. Todos sabían lo que había ocurrido la noche anterior en Madrid. Ya les había notado excitados con las noticias de la toma de la base naval de Cartagena. Como los buenos perros de presa, aquellos soldados adivinaban ya la hora de volver a casa después de que el cazador hubiera cobrado ya la pieza que buscaba. Al pasar junto a la batería, un sargento de piel olivácea y cuarteada le invitó a tomar café con ellos, y él apenas supo cómo excusarse.
—Muchas gracias, sargento, pero tengo que ir al observatorio para ver qué se está cocinando en Madrid después del pronunciamiento de Casado —dijo con euforia.
—Cocinar, lo que se dice cocinar… No creo que en Madrid tengan ya nada para echar al puchero —le respondió el sargento queriendo ser jocoso.
El teniente Ferrer le esperaba a la entrada del observatorio de Garabitas. Era una casamata semienterrada, construida con hormigón a prueba de morteros, a la que se accedía mediante una pequeña escalinata, protegida por sacos terreros. Por una estrecha aspillera a ras de suelo, asomaban los periscopios y telémetros de los observadores de la artillería. Gracias a aquellos periscopios, podía contemplar Madrid como bajo una lupa, pero nunca había podido evitar la desalentadora sensación de que a la capital le era indiferente ser observada, como una mujer inalcanzable. Aquella mañana, sin embargo, la ciudad oculta por el velo de la niebla se le ofrecía como una novia camino del altar, entregada y dispuesta.
Animado por la idea de que la rebelión de Casado significaba la pronta liberación de Madrid, repasó su itinerario triunfal desde el observatorio. Lo había trazado mil veces, siempre guiado por el recuerdo de la ciudad vista desde el aire, cuando la sobrevolaba a bordo de un Breguet en los cursos de observador de aviación en Cuatro Vientos. Su memoria planeaba entonces por encima de los tejados y azoteas, las plazas y glorietas, las avenidas bien delineadas de la ciudad moderna y los laberintos del casco antiguo, y sobre la corriente de coches, tranvías, autobuses y peatones que circulaban por las calles de la ciudad.
Antes de su entrada en Madrid se confesaría con el capellán para que le perdonara todos sus pecados. Y después marcharía a la cabeza de su regimiento por el camino de Puerta de Hierro, cruzaría la Ciudad Universitaria y alcanzaría la plaza de la Moncloa. Desde allí bajaría por la calle de la Princesa hasta la de Alberto Aguilera, para seguir por los bulevares y llegar hasta el portal de Isabel, en la calle Sagasta. Subiría a su casa, le abrirían la puerta, cruzaría el pasillo, entraría en su dormitorio, se sentaría junto a la cabecera de su cama y la despertaría para decirle que habían llegado juntos, la paz y él.
Permaneció en el observatorio de Garabitas el resto del día. A media mañana se había despejado por fin la niebla, aunque el cielo permaneció cubierto. Se hizo traer un plato de huevos fritos a la hora del rancho y no salió de allí hasta después de la caída de la tarde, que era la mejor hora para contemplar Madrid, con el sol a su espalda, ocultándose por Pozuelo y Humera y, más allá, por las estribaciones de Guadarrama y Gredos. Estuvo observando la capital con detenimiento bajo aquel incendio púrpura que daba a sus edificios desolados la luminosidad de una ciudad bíblica.
Al anochecer, acompañado del teniente Ferrer y del viejo comandante Muñiz, recorrió lleno de moral las trincheras del hipódromo. Los soldados del Batallón de Argel estaban tan exultantes como él. No fue riguroso en su inspección. Aquella noche no quería comprobar los ángulos de tiro de las ametralladoras o el encofrado de las trincheras cubiertas. Sólo quería demostrarse a sí mismo que podía entrar en Madrid sin la compañía de una botella. Estaba sereno, profundamente sereno.
Cuando iba a terminar su ronda para volver al puesto de mando, un carraspeo metálico cruzó el aire frío de la noche. Venía de la parte de la colonia de La Fuente de la Teja. Miró instintivamente su reloj. Eran las ocho y media de la tarde, una hora inusual para un altavoz rojo. Después del carraspeo, se oyó una voz:
—¡Fascistas! ¡El ejército de la República ganará la guerra porque resistirá mientras quede un solo español! ¡Franco prefiere entregar España a los invasores antes que someterse al gobierno legítimo!
Clavó una mirada incrédula sobre Muñiz. El viejo comandante se sacudió aquella mirada encogiendo los hombros.
—Espero que el hombre del altavoz vaya también de farol como Casado —dijo Broto con voz sedante.
Al llegar a su puesto de mando, se dirigió a su dormitorio. Sentía un fuerte dolor en las piernas, como si le tiraran de los tobillos con unas tenazas. Se quitó las botas de caña y se puso unas alpargatas para descansar. Siempre le había gustado llevarlas, desde chico. En su pueblo desafiaba las crecidas del Cinca, jugando a cruzarlo de piedra en piedra, confiado en la adherencia de sus suelas de cáñamo. Aunque había decidido llevar calzadas las botas cuando entrara en Madrid al frente de sus hombres, pensó que con las alpargatas se sentiría más seguro a la hora de cruzar por fin el Manzanares.
Enredado entre los pensamientos optimistas de toda la jornada, no pudo conciliar el sueño. El eco del altavoz enemigo repicaba en su cabeza… El ejército de la República ganará la guerra… Le divertía pensar que, en el fondo, aquella frase decía la verdad. Al fin y al cabo, ellos habían sido el ejército de la República. Y ganarían la guerra, quizá en dos o tres días, cuatro a lo sumo, pero en aquella misma semana.
Avanzada la madrugada, un lejano retumbar de fuegos artificiales irrumpió en su duermevela con un inesperado eco festivo. Escuchó más atentamente los sonidos que le llegaban del exterior del búnker. No eran fuegos artificiales, sino fuegos de guerra que estallaban en el corazón de Madrid, quebrando en añicos sus frágiles esperanzas. Entonces buscó con la mano la botella que guardaba debajo del catre, la abrió y se la llevó a la boca.