La luz de una lámpara de petróleo colgada del techo proyectaba un baile de sombras en la pared terrosa del refugio, a la espalda del cabo Fraguas. Mateo Linares contemplaba hipnotizado aquel juego caprichoso de claroscuros que en ocasiones parecía tomar la forma de una criatura encolerizada por la invasión de su guarida. Fraguas, que llevaba un gorrillo ruso y el tabardo echado sobre los hombros, estaba sentado ante una mesa cuadrada de madera de pino alrededor de la cual se encontraban los hombres de su sección. A la mesa le faltaba una pata, lo que le obligaba a mantenerla en equilibrio con el codo derecho, mientras apuntaba a lápiz en un pequeño cuaderno los puestos y turnos asignados para las guardias.
Del respaldo de la silla donde se sentaba el cabo, colgaba una cartuchera en la que brillaba la culata de una pistola alemana. El cabo siempre contaba que se la había quitado al cadáver de un teniente fascista que estaba al frente de un grupo de rebeldes en los primeros ataques contra Madrid. El teniente era tan rubio y tenía la piel tan blanca que Fraguas sospechó que era un oficial de Hitler, pero nunca pudo demostrarlo porque no tuvo tiempo para registrar el cadáver.
Mateo había oído decir muchas cosas de Fraguas. Algunos aseguraban que aquel hombre achaparrado y fuerte era en realidad un jerifalte del partido comunista que utilizaba el disfraz de cabo para intimar con la tropa y detectar traidores. La verdad es que a veces parecía que mandaba más en aquel sector que todos los jefes y comisarios juntos. Además, estaba siempre muy bien informado. Había sido el propio Fraguas quien les había contado que en Madrid se había producido un levantamiento de los «quintacolumnistas», lo que explicaba los tiros y los bombazos que se oían casi a todas horas desde hacía dos días. Según sus noticias, la situación estaba ya controlada, y lo único que había que temer era que los facciosos atacaran los frentes en apoyo del levantamiento.
El cabo Fraguas era de Segovia, de una aldea cercana al embalse de Burgomillodo. Había sido pastor antes de la guerra. Cada año venía para Madrid por la trashumancia, pero en el 34 decidió quedarse en la capital. Se puso a trabajar como albañil en las obras de construcción del Hospital Clínico, en el Cerro del Pimiento. El cabo hablaba maravillas de aquel hospital, con pabellones de hasta nueve plantas y una capacidad de mil quinientas camas. El hospital se había quedado sin estrenar por culpa de la guerra, y luego se había convertido en un matadero de moros, legionarios, milicianos e «internacionales».
Fraguas contaba que se había presentado como voluntario para luchar en el Clínico porque se conocía el hospital como la palma de su mano, igual que se sabía de memoria los arroyos y veredas de la Casa de Campo, pues pasaba todos los años por allí con su rebaño. Había combatido en los quirófanos del hospital contra moros y legionarios. Al llegar la noche, se hablaban con los fascistas a través de los tabiques. Al amanecer, unos y otros picaban las paredes, metían por el agujero el cañón de un fusil ametrallador y llenaban de plomo la habitación contigua.
El cabo tenía su propia versión de la misteriosa muerte de Durruti en los alrededores de ese hospital. Decía nadie había visto morir al líder anarquista en el Clínico porque en realidad no había muerto allí.
—A Durruti —había contado Fraguas ante la sorpresa de los novatos— le mató una puta en la cama con su propia pistola ametralladora, en un prostíbulo de la calle Augusto Figueroa, muy cerca de donde los fascistas asesinaron al teniente Castillo. Fue una venganza del gremio, porque Durruti se había cargado a no sé cuántas rameras por contagiar de sífilis a sus milicianos.
Los veteranos achacaban aquella fantasiosa versión al odio que Fraguas sentía por los anarquistas, a quienes consideraba unos auténticos parásitos de la clase obrera. Lo cierto es que, entre los novatos, nadie se resistía a escuchar sus historias, como cuando contaba las salidas nocturnas en su pueblo, después de dejar los rebaños en las majadas, en busca de las ovejas preñadas que se quedaban pariendo en el monte. Los hombres batían los pinares a lomos de caballo, la escopeta al hombro, haciendo sonar unos cencerros. La oveja perdida solía balar al oírlos, balido que se convertía en grito de auxilio si ya la estaban cercando los lobos.
—Si oyerais balar a una oveja así —decía el cabo—, la confundiríais con vuestra propia madre ante el acecho de un moro de Franco. La mayoría de las veces llegábamos cuando los lobos se habían llevado ya al cordero recién parido. Otras veces lográbamos traer a las crías sanas y salvas. A la oveja la cargábamos en un serón y al cordero lo llevábamos en el regazo.
Mateo observaba ahora al cabo Fraguas bajo la siniestra luz de la lámpara de petróleo e intentaba figurárselo con un cordero entre los brazos. Sentado frente a la mesa, con sus cejas espesas arqueadas por la tensión, la mirada aún más bizca que de costumbre, concentrada en los trazos ilegibles que iba garabateando con el lápiz en el cuaderno de las guardias, el cabo le pareció un hombre salvaje aprendiendo a escribir en la escuela.
—Vosotros dos haréis la guardia en el «balneario de las ratas» —dijo el cabo Fraguas señalándoles a él y al joven de los ojos verdes saltones.
Mateo ignoraba por qué el cabo Fraguas había decidido darles aquel puesto en su primera guardia nocturna. Seguramente desconfiaba de ellos por ser de la «quinta del biberón», como llamaban los veteranos a su reemplazo para decir que acababan de salir de las faldas de sus madres. Sabía que las guardias nocturnas se hacían por parejas desde mucho tiempo atrás para prevenir las deserciones, aunque a veces lo único que se conseguía era que los centinelas se pasaran de dos en dos a los facciosos. Y sabía también que para los turnos de centinela solían emparejarse un veterano y un recluta, pero que en la Casa de los Pozos se perdía cuidado. Allí se encontraba una sección de ametralladoras con cuatro Maxim rusas, que disparaban seiscientos tiros al minuto, sin contar el cambio de las cintas. El que se arriesgaba a fugarse por allí hacia las líneas facciosas tenía asegurada su buena ración de plomo. Se contaba que todos los que lo habían intentado habían servido de banquete a las ratas.
Cuando terminó de asignar los puestos de centinela, el cabo abrió un cajón de la mesa y sacó una botella de aguardiente.
—No es como el vino francés que encontramos en el palacio de Liria cuando lo incautamos, pero este «asalta-parapetos» sirve para un apaño. Y pensar que los comunistas tuvimos que salvarle los cuadros al duque de Alba bajo un bombardeo de sus amigos fascistas… Esta guerra, a veces, no hay quien la entienda. Pero, en fin, este trago es a la salud de Linares y del desertor, por su primera guardia.
El cabo dio un sorbo largo a la botella y después la hizo circular entre sus hombres, sin dar importancia a lo que acababa de decir. Todos miraron al joven de los ojos verdes saltones, que por primera vez perdió su altanería y clavó la vista en el suelo arenoso del refugio. Mateo comprendió entonces por qué Fraguas les había asignado la Casa de los Pozos para hacer la guardia. El joven de los ojos verdes saltones debía de haber intentado desertar en alguna ocasión, cuando pertenecía a otra unidad. El cabo, conocedor de aquella circunstancia, estaba decidido a ponerlo a prueba en su primera noche como centinela.
Cuando Fraguas recuperó la botella de aguardiente volvieron a oír los ecos de los disparos y explosiones que resonaban en el centro de Madrid, al otro lado del río. Salieron del refugio y vieron que la ciudad estaba más en tinieblas que nunca. En algún lugar se producía de pronto un resplandor corto y débil, como el de una chispa. Al cabo de unos minutos se hizo de nuevo el silencio. Los hombres se dispersaron entre bromas, como si lo que sucediera en Madrid no fuera con ellos.
Mateo volvió a pensar en las ratas del lago. Le repugnaban, pero eso era lo de menos. Lo que más miedo le daba era la oscuridad y aquel aullido del viento que agitaba las copas de los pinos.
—Hace una maldita noche de lobos —dijo Fraguas a su espalda, saliendo del refugio.
No dudó que el cabo hablaba con conocimiento de causa, lo que le atemorizó aún más. Por un instante, se quedaron los dos solos. Aunque había esperado aquel momento durante todo el día, no supo reaccionar. Quería pedirle al cabo que a la mañana siguiente, después de terminar la guardia, le dejara subir hasta el puesto de mando de la brigada, que ocupaba dos casas de la calle Arriaza, en la Cuesta de San Vicente, a la sombra del Palacio Nacional. Aunque hubieran prohibido los permisos para ir a Madrid, pensaba que podría conseguir la autorización de Fraguas para ir a ver al mayor Mercadal, el jefe de su batallón, y pedirle que le dejara formar parte del equipo de fútbol de su unidad. En el fondo, todo lo hacía por el buen nombre de la 42.ª Brigada Mixta. Un goleador nato como él no podía ser desaprovechado.
El cabo le dio la espalda como si no hubiera reparado en su presencia y volvió a entrar en el refugio. Mateo se maldijo por su falta de reflejos, aunque se consoló pensando que su destino estaba escrito, y que lo mismo daba un día que otro para hablar con Mercadal. Al final, jugaría en el equipo de la brigada, porque la guerra iba a durar todavía unos meses, como querían los comunistas, y a su padre siempre le había oído decir que estos llevaban la voz cantante en las filas republicanas.
Antes de regresar a su chabola, esperó al joven de los ojos verdes saltones, que fue el último en salir del refugio. Le pareció un ser frágil, como si hubiera perdido el alma al descubrirse que era un desertor. Durante un buen trecho, no cruzaron una sola palabra. Por el olor de las letrinas, Mateo reconoció los ramales y chabolas donde se encontraba acantonada su compañía. Fue entonces cuando rompió el silencio y preguntó por fin su camarada cómo se llamaba.
Agustín Rueda, para servirle —le respondió con tristeza el joven, cuyos ojos saltones, bajo sus largas pestañas, recordaban los de un cordero camino del matadero.
—¿Por qué el cabo te ha llamado desertor?
Porque hace un año, cuando llamaron a mi quinta, me escondí en casa de los padres de mi novia. Salí de mi escondite al ser descubierto y me presenté en el centro de reclutas de Chamberí. No llego a entender cómo se ha podido enterar el cabo…
—¿Tú eres fascista? —susurró Mateo, eructando una vaharada de aguardiente.
—No, soy idiota. Si me hubiera quedado escondido en casa de mi novia, ahora no estaría aquí. Pero en una de estas me largo y que les den a todos por debajo del rabo.
—¿No irás a desertar durante la guardia? —tembló Mateo.
—¿Y qué pasa si lo hago? ¿Me vas a disparar por la espalda?
—Son las órdenes. Tirar a matar, tú lo sabes —dijo Mateo, asustado por sus propias palabras.
—Pues ya puedes acertar, porque si no me matas, te buscaré cuando termine la guerra…
Al llegar a la puerta de la chabola, oyeron un carraspeo metálico en la oscuridad, seguido de un agudo pitido. Los sonidos venían de la parte de la carretera de Extremadura. Mateo supo enseguida que se trataba de un altavoz de propaganda y que era de los suyos, porque empezó a desgranar hacia las trincheras facciosas varios mensajes contra Franco y los invasores extranjeros:
—Cuando la guerra termine no os marcharéis a vuestras casas, sino que tendréis que ayudar a Italia y Alemania en sus guerras… En Badajoz un labrador dijo que la cosecha se la daría a comer al ganado antes que a los alemanes e italianos, por lo que fue multado con cincuenta mil pesetas… Franco ha firmado un decreto prohibiendo el gallego, el catalán y el vasco y estableciendo el italiano y el alemán… La tierra de la zona leal ha producido más que en años anteriores y han sido repartidos sus productos entre los obreros…
Mateo sintió cómo los crujidos de su estómago desmentían el último anuncio. Sólo había comido un plato de lentejas en todo el día. Los veteranos les habían aconsejado que se fueran acostumbrando a aquel único plato y a las molestias que causaba, como no hacer de vientre o paladear el sabor de los gorgojos, mientras les recordaban los tiempos en que los comisarios les aconsejaban tirar las sobras de la comida en los lugares designados para ello, para mantener la higiene en las trincheras. Ahora no tenían ni sobras que tirar porque se comían hasta las peladuras de las patatas y las mondas de las naranjas que les daban para combatir el escorbuto.
Había quien se acordaba también de los antiguos consejos de Sanidad para preservar a la tropa de los mayores vicios de la vida en trincheras: el alcohol y el tabaco. Ahora apenas tenían tabaco, de hecho algunos llegaban a fumarse las briznas de hierba que crecían en los parapetos. El alcohol nunca había faltado, aunque del mayor peligro del que advertían los sanitarios a los soldados que subían de permiso a Madrid era el de bajar la guardia ante las venéreas por culpa de las borracheras.
Mateo había oído hablar de camaradas que se habían contagiado adrede con putas para ir al hospital y dejar las trincheras, a pesar de que la brigada tenía un servicio antivenéreo muy cerca del Palacio Nacional, donde durante una época se llegó a entregar condones a los que marchaban de permiso a Madrid. Algunos veteranos decían de chanza que la 42.ª Brigada era la única unidad del Ejército Popular que había fornicado con los condones que el exrey Alfonso XIII se había dejado en palacio antes de salir de España.
Cuando Mateo y el desertor Rueda entraron en la chabola, sus otros compañeros estaban ya durmiendo sobre la tela de saco que les servía de piso. La chabola estaba construida a la sombra de un pino, una de cuyas raíces les servía para apoyar la cabeza cuando dormían. Mateo sacó de su morral un chusco de pan y el último pedazo del dulce de membrillo que le había dado su madre, y se los guardó en el bolsillo de su guerrera, para dar cuenta de ellos durante la guardia. Al poco tiempo, oyó roncar también al desertor Rueda.
Mateo permaneció sentado, con la manta echada sobre los hombros. Le quitaba el sueño la guardia de aquella noche, pero también el anuncio del cabo de que al mediodía harían ejercicios de tiro sobre las trincheras enemigas. Era la primera vez que iba a ver a los fascistas y a disparar contra ellos.
—El enemigo que no pongáis fuera de combate vosotros, os matará el día del asalto final —les había dicho Fraguas.
El cabo aseguraba que uno podía pasarse meses delante de una trinchera enemiga sin ver a un solo faccioso, pero que con paciencia y habilidad se podía atinar a alguno sólo con que apareciera medio segundo. Había que observar la trinchera contraria y averiguar las aspilleras que estaban ocupadas. Para ello era necesario provocar el tiro enemigo, lo que se conseguía elevando una gorra o un casco por encima del parapeto, mientras otros camaradas observaban la trinchera enemiga. Si el acechador enemigo disparaba, delataría su posición. Para garantizar la puntería, Fraguas les dijo que les enseñaría a construir un caballete para montar sobre él un fusil cargado y apuntado contra la aspillera del acechador faccioso.
—El sistema del caballete no falla. Fascista que asoma la gaita, fascista a la que se la volamos —había explicado el cabo.
El cabo les había dicho también que estudiarían el alza del fusil y se ejercitarían en encarar rápidamente el arma para prepararse al tiro en caso de ataque. Y les adelantó que realizarían otra clase de ejercicios más arriesgados, como pasar por un lugar de las trincheras batido por las ametralladoras enemigas, para que se acostumbraran a oír el silbido de las balas.
—Os templará los nervios. Sólo oiréis las balas que pasen a vuestro lado. Las que aciertan nunca hacen ruido.
Mateo se había preguntado si a aquellas alturas de la guerra merecía la pena acostumbrarse a todo aquello. Porque si Franco ganaba la guerra, los iba fusilar a todos, como decía Fraguas, y de nada les habría servido estar acostumbrados al silbido de las balas, porque en cualquier caso sería lo último que escucharían en sus vidas.
La primera línea provocaba en Mateo el mismo temor por el infierno que los escolapios le habían inculcado en la escuela. Hasta le parecía que le iba a llegar un olor a azufre de las trincheras contrarias. Pero confiaba en irse acostumbrando poco a poco a deambular por los parapetos sin que le temblaran las piernas y sin sentir un nudo en la boca del estómago. Sobre todo temía a la guerra de minas. No podía soportar la idea de que alguien estuviera bajo tierra preparando una carga de dinamita para hacerlo saltar en pedazos. El cabo les había explicado que para descubrir si los facciosos estaban haciendo una galería de mina en el sector, tenían que fijarse si en las trincheras contrarias aparecía tierra removida, porque el enemigo solía hacer lo mismo que hacían ellos en ese caso: esparcir la tierra sacada de los túneles sobre los techos de los fortines o sobre los taludes de las trincheras.
Para subirles la moral, Fraguas les había dicho que en aquel frente los fascistas solían ahorrar municiones, ya que las preferían gastar en las batallas importantes. Además, en este sector sólo habían quedado los soldados más viejos, porque Franco se había llevado a todos los jóvenes al Ebro y después a Cataluña, donde los mantenía ahora, decía Fraguas, ante la amenaza de una invasión francesa. También les aseguró que si los facciosos decidían asestar su golpe final sobre Madrid, se iban a encontrar con unas defensas inexpugnables, ya que el batallón había recibido hacía seis meses la bandera tricolor como premio al trabajo de fortificación que habían realizado en aquel sector.
Mateo había pensado entonces que si algunos veteranos hablaban de escapar por los colectores, no sería precisamente por su confianza en aquellas fortificaciones. Sólo ofrecían garantías las casas del extrarradio de Madrid, sobre todo las de la carretera de Extremadura, la mayoría de ellas con aspilleras y reforzadas con hormigón, y de las que arrancaba una segunda línea con fortines de ametralladoras comunicados mediante una trinchera cubierta.
Las defensas eran mucho más frágiles en las proximidades del lago de la Casa de Campo. Allí era donde el desertor Rueda y él iban a hacer la guardia aquella noche. Se trataba de una trinchera continua cuya cercanía a las posiciones enemigas se compensaba con sus buenos enlaces con la segunda línea, lo que significaba que, en caso de ataque, podían recibir refuerzos rápidamente.
Aunque Fraguas nunca les había contado nada al respecto, Mateo sabía que en aquel sector era muy habitual la confraternización con los fascistas. Se conversaba en tono amistoso entre unas trincheras y otras, y los soldados se intercambiaban noticias de familiares y de paisanos comunes. Los veteranos recordaban que en la pasada Nochebuena habían compartido desde las trincheras canciones y rasgueo de guitarras con los fascistas, y los unos aplaudían a los otros y más de uno había exclamado: «Y que nos estemos matando…».
Aunque las relaciones con los facciosos en primera línea pudieran llegar a ser tan amigables, no había ningún motivo para confiarse. Los veteranos siempre decían que el mayor peligro en los parapetos de vanguardia era la curiosidad. De hecho, había más probabilidades de que a uno le dispararan por otear sigilosamente la línea enemiga desde una aspillera, que por estar jugando a las cartas en lo alto de un parapeto.
Mateo había tenido ocasión de comprobarlo aquella misma tarde. Un centinela de su compañía había descubierto en las trincheras facciosas a un grupo de paisanos y militares observando sus líneas con gemelos desde la Casa del Guarda, junto al lago de la Casa de Campo. Por su forma de vestir, parecían periodistas y militares extranjeros. Mateo llegó a ver a una mujer con un abrigo negro. Alguien debió de dar aviso al observatorio de artillería de la presencia del grupo porque a los pocos minutos les hicieron tres disparos que les obligaron a huir. Se refugiaron entre las ruinas de otra casa, donde les lanzaron tres proyectiles más para que se acordaran de Madrid el resto de su vida.
En la oscuridad de la chabola, Mateo empezó a fantasear con la mujer del abrigo negro, mientras sus camaradas roncaban. Alrededor de la mujer fue surgiendo una radiante mañana. Por Fuencarral subían hacia la glorieta de Bilbao grupos de muchachas sonrientes cogidas del brazo. Él las veía pasar desde la carnicería de don Melchor, pero sólo le interesaba la mujer del abrigo, que se había detenido frente al escaparate, rebosante de carnes rojas, jamones y embutidos frescos. La mujer se decidió por fin a entrar y él descubrió que bajo el abrigo llevaba un vestido blanco vaporoso que cubría su cuerpo desnudo como una nube. La mujer estaba ya frente a él, envuelta en un perfume con aroma a vida desconocida, y la oyó pronunciar su nombre con sus labios pintados de rojo, una y otra vez, una y otra vez…
—Mateo, Mateo, Mateo… Coño, despierta ya, que nos toca hacer la guardia…
Los codazos del desertor Rueda le arrojaron al áspero frío de la madrugada. La humedad de la noche había liberado el hedor de la chabola, que apestaba a cuero viejo y a uniformes mugrientos, a sobaco y a orines. Los otros soldados seguían durmiendo, uno de ellos con la boca abierta, llena de dientes negros y mellados, como un perro viejo. A tientas, el desertor Rueda le pasó el fusil, el casco francés y un par de cartucheras con la dotación, mientras él se quitaba la manta de encima y se palpaba el bolsillo de la guerrera. Una vez que se hubo asegurado de que ni las ratas ni sus camaradas le habían robado el chusco y el membrillo, salió en cuclillas de la chabola detrás de Rueda, para esperar el paso del cabo Fraguas. Sintió los arañazos del frío en las mejillas. Sus ojos aún perezosos adivinaron la llegada del amanecer entre el manto de niebla que lo cubría todo.
El cabo Fraguas no tardó en doblar el recodo del ramal que venía de la primera línea. Le acompañaban otros dos centinelas. A Mateo le sorprendió ver al cabo con un jirón de manta liado a la cabeza para combatir el frío. No le pareció que fuera la guisa más adecuada. Si él le viera aparecer así por la primera línea, le dispararía sin pestañear al confundirle con un moro con turbante que se le echaba encima.
—La contraseña de esta noche es «La estrella guía al pueblo» —les dijo el cabo sin más preámbulos.
—Joder, cabo, parece un villancico —dijo Mateo envalentonado.
—Ja, ja, ja… Tienes razón, chaval. Aunque si te oye el comisario, te cuelga de las pelotas bajo el Puente de Segovia —respondió Fraguas de buen humor, agarrándose teatralmente la entrepierna con ambas manos.
Se pusieron en camino hacia los puestos. Los dos soldados que había traído el cabo hicieron el primer relevo en un lugar que llamaban «el parapeto de los alemanes». A unos pocos metros, en tierra de nadie, se encontraba volcada a media ladera la chatarra de un carro blindado que Hitler había enviado a los rebeldes. Los centinelas, que salían de hacer la guardia en aquel lugar, se presentaron al cabo Fraguas, dieron la novedad y se alejaron somnolientos hacia las chabolas.
Al reemprender la marcha les asaltó el hedor a alcantarilla que envolvía la Casa de los Pozos. No era el olor del infierno, pero se le debía de parecer mucho, pensó Mateo, que se sobresaltó al ver surgir entre la niebla a los dos hombres que él y el desertor Rueda iban a relevar.
—Los facciosos no han parado en toda la noche, como si estuvieran de procesión —dijo uno de los centinelas a través de su pasamontañas, después de saludar puño en alto—. Al caer el sol, vimos que traían ocho mulos con cajas de munición a la Casa del Guarda, junto al lago.
El cabo respondió al saludo y luego dio un par de palmadas en la espalda al soldado, de la misma forma que lo hubiera hecho sobre el lomo del perro que le guardaba las ovejas en la majada. Antes de alejarse, el centinela carraspeó, como si quisiera expulsar una frase de la garganta y no se atreviera, hasta que la soltó:
—Camarada, desde donde estabas no lo habréis oído, pero a la vez que hablaba nuestro altavoz, los fascistas han hecho funcionar el suyo. Decían que Negrín y La Pasionaria han salido de…
—Ya lo sé, ya lo sé… Mentiras, como siempre. Y vosotros dos, ojo avizor. Y mucho cuidado con los que intenten pasarse a los fascistas, que los traidores suelen mudar de piel muy de mañana, como las víboras —dijo el cabo, dirigiéndose ahora a Mateo y al desertor Rueda, antes de darse media vuelta y desaparecer tras los pasos de los dos centinelas que acababan de relevar, como si los fuera pastoreando.
—Será hijo de puta… —dijo el desertor Rueda dando un puñetazo a un tablón que apuntalaba el talud del parapeto—. Qué cojones habrá querido decir ese tipo sobre Negrín para que el cabo le haya cortado de esa manera… Nos la están jugando, nos la están jugando. Esto está perdido y nos traen a morir a esta maldita trinchera…
Mateo ya no hizo caso. Estaba aterrado. Miraba a lo alto de la trinchera como si estuviera viendo a su propio espectro entre los jirones de niebla aún salpicada de noche. El casco empezó a presionarle en la cabeza. El fusil le pesaba sobre el hombro como un saco de piedras. No quería estar en aquella trinchera, ni quería disparar contra el desertor Rueda si intentaba fugarse. Tampoco quería que le pasaran por encima de las botas el tropel de ratas que subiría del lago con las primeras luces del día, de vuelta a sus madrigueras, más allá de la Casa de los Pozos.
Le habría gustado sentir en aquel momento el apretón de la mano de su padre. No el apretón de la despedida cuando se vino a la guerra, sino el del camino de retorno a su casa en Carabanchel, cuando de niño salía a buscarlo a la taberna a la hora de la cena. Su padre caminaba con dificultad, inestable, por culpa del vino, y él se sabía el apoyo firme de sus pasos. Necesitaba revivir aquella seguridad, saberse imprescindible, lo mismo que cuando la victoria de su equipo de fútbol en el barrio dependía de su acierto.
No podía dejarse vencer por el pánico. Madrid le necesitaba aquella noche. Él era los ojos y los oídos de la ciudad. «Alerta siempre, el enemigo acecha», como decía aquel cartel de propaganda pegado a la entrada de la carnicería de don Melchor, con un centinela colosal bajo un cielo estrellado. Aquel gigante, con el fusil entre las manos, calada la bayoneta rusa, el ala del casco sobre el ceño reconcentrado, simbolizaba para él la imagen del héroe de la República.
El recuerdo de aquel cartel le hizo sentirse de pronto el guardián del sueño de todas las muchachas que ahora dormían en la ciudad oscura, a su espalda. Se vio a sí mismo como un coloso, dispuesto a velar el descanso de aquellas muchachas, y a liberarlas del hambre, de la miseria, de la tristeza y del miedo, devolviéndoles la esperanza, la ilusión, la alegría… No permitiría que unos apestosos moros les pusieran las manos encima. Los atravesaría con la bayoneta o los mataría a pedradas si fuera preciso, pero no pasarían.
Un aroma de fruta le sacó de su ensimismamiento. El desertor Rueda había recuperado la serenidad y se estaba comiendo una naranja sentado en unas cajas de madera sobre las que debían alzarse para observar por turno a través de la aspillera. A Mateo le alegró el olor de la naranja. El lugar recobró el perfume de la vida y su temor pareció esfumarse a la vez que el aliento pestilente de la noche. Sacó el chusco y el membrillo y dio cuenta de ellos con ansia.
—Déjame ver por la aspillera —le dijo Mateo al desertor después de terminar su desayuno, mientras le tendía la mano para que le ayudara a subir a las cajas.
Nada más auparse y cuando se disponía a observar los parapetos enemigos, se escucharon varios golpes secos, como si alguien chocara un cubierto contra un plato de latón junto a un altavoz. Mateo no pudo resistir la curiosidad y se asomó a la aspillera. Vio alzarse un resplandor detrás de unas ruinas situadas en las líneas enemigas, junto al lago…
—¡Morteros! ¡Morteros! ¡A cubierto!
Al oír aquel grito, procedente de la Casa de los Pozos, Mateo y el desertor Rueda se tiraron al fondo de la trinchera desde lo alto de las cajas. Cayeron al suelo, el uno sobre el otro. El desertor Rueda recibió en el labio superior un golpe del ala del casco de Mateo y se echó las manos a la cara.
—Lo que me faltaba… dijo al ver que sangraba por el labio partido.
Las primeras explosiones hicieron temblar la tierra bajo sus cuerpos, con el estruendo de un cataclismo. Se acurrucaron contra la pared de la trinchera, como si quisieran ser absorbidos por ella para ponerse a salvo.
—Dios, Dios, Dios… —repetía Mateo.
El desertor Rueda pensó fugazmente en resguardarse en la Casa de los Pozos, pero al oír gritos y disparos al otro lado del parapeto, tiró de la manga de Mateo para salir de allí y buscar el ramal que conducía a segunda línea.
—Corre, Mateo, que están viniendo…
Mateo estaba temblando. Al ver que su compañero tiraba de él, empezó a despertar de su estupor.
—Las Maxim… Las Maxim… —tartamudeó.
Rueda supo al instante lo que Mateo quería decir. Los facciosos estaban atacando, pero en la Casa de los Pozos parecían no haberse enterado. Las cuatro Maxim no habían disparado un solo tiro. Los morterazos debían de haber caído sobre los hombres de la sección de ametralladoras, matándolos a todos.
—Vamos, Mateo, vamos. Los de ametralladoras ya deben de estar fiambres…
No había terminado la frase cuando de la Casa de los Pozos empezaron a alzarse más gritos. Los oyeron con toda nitidez, pese a las explosiones y el tiroteo.
—¡No tiréis, no tiréis, que nos pasamos…!
—¡Salid con los brazos en alto!
—Somos siete, somos siete… No tiréis…
El desertor Rueda no podía creer que los de la sección de ametralladoras se estuvieran pasando al enemigo, ni que desertar pudiera ser tan sencillo. Ahora tenía la oportunidad al alcance de la mano, pero decidió correr en busca del cabo Fraguas.
—Mateo, tenemos que llegar a la segunda línea. Aquí nos van a ensartar…
Mateo sentía todo su cuerpo acalambrado, como si cada explosión, cada ráfaga, cada disparo, le produjera un pinchazo en las entrañas. Cuando descubrió que en todo momento había conservado el fusil entre las manos, comprendió que estaba a punto de dominar su miedo. Las últimas palabras del desertor Rueda habían restallado en sus oídos como una campanada. Se vio arrojado a la realidad y se dejó caer sin resistencia.
La guerra había entrado en erupción a lo largo del Manzanares. Toda la orilla derecha del río ardía en resplandores, chispazos y fogonazos. La pólvora y la metralla entretejían un millar de amaneceres violentos y ensordecedores entre los pinos y las encinas. La niebla vibraba a cada explosión, como si fuera un cristal que estuviera a punto de hacerse añicos sobre sus cabezas.
Mateo pensó que era la ofensiva final, la última batalla por Madrid, y que él estaba allí, en primera línea, como si asistiera a un partido en Chamartín en la grada más cercana al campo. Pero ya no era un espectador, porque ahora el entrenador le había ordenado que saltara al césped a jugar. Se levantó entonces del suelo, montó el cerrojo del fusil sin pensar y le dio una palmada en la espalda al desertor Rueda.
—Vamos a buscar al cabo —dijo Mateo, como si hubiera leído la mente de su compañero.
Corrieron por el mismo ramal por el que habían venido, como si les persiguiera una alimaña rabiosa. Mateo no pensaba en nada, salvo en llegar cuanto antes, pero se detuvo al ver que el desertor Rueda no le seguía. Volvió sobre sus pasos y descubrió a su compañero paralizado, con la mirada clavada en lo alto de un parapeto. Había un cadáver cabeza abajo, medio desnudo, con los brazos tendidos hacia el foso y los ojos en blanco. Reconoció a uno de los dos centinelas a los que habían dejado en su puesto.
—Es mejor no verse muerto, no verse muerto… —se dijo Mateo a sí mismo, para conjurar el pánico, mientras reemprendían la carrera.
Al acercarse a la segunda línea, comenzaron a dar gritos para delatar su presencia a sus camaradas, a los que se figuraban apostados en torno a los puestos de ametralladora, esperando la llegada de los facciosos. Al doblar un ramal oyeron una voz familiar. Era la del teniente de su compañía, que estaba dando órdenes para organizar la defensa en aquel sector.
—¿De dónde venís vosotros dos? —les preguntó el teniente como a dos escolares que estuvieran haciendo novillos.
—De la parte de la Casa de los Pozos. Allí no queda nadie, porque los de la sección de ametralladoras se han pasado —respondió Mateo con seguridad.
—¿Qué se han pasado? ¿Cómo lo sabéis?
—Porque les hemos oído decir que se pasaban —aclaró el desertor Rueda entre resoplidos, mientras intentaba desenroscar con manos temblorosas el tapón de su cantimplora.
—Qué gallinas de mierda… ¿Y cuántos son los fachas que están atacando?
—No lo sabemos, no los hemos visto. Se han infiltrado aprovechando la niebla. Hemos venido para acá al ver que tomaban la Casa de los Pozos… Y hemos encontrado muerto a unos de los centinelas por un morterazo —dijo Mateo.
—Está bien. Descansad aquí un rato y luego os reunís con vuestra sección. Y lo de la muerte del centinela no se lo digáis a los demás…
—Teniente, ¿es esta la ofensiva final? —se lanzó a preguntar Mateo al tiempo que tomaba la cantimplora que le tendía Rueda.
—¿Y qué coño voy a saber yo si esta es la ofensiva final o una simple tocada de huevos? —zanjó el teniente, mientras agitaba la pistola en su mano derecha.
El amanecer empezaba a derramar sobre los tejados de Madrid una luz anaranjada. Pero en las orillas del Manzanares la noche y la niebla se resistían a levantar el cerco, lo que hacía más irreal todo lo que estaba sucediendo. Mateo y el desertor Rueda apuraron el agua de la cantimplora a sorbos violentos, sentados sobre la tierra húmeda de rocío, junto a la pared de hormigón de un puesto de ametralladora, cuyos tres servidores se afanaban en poner a punto una Maxim.
Los hombres de su batallón habían salido de las chabolas y llegado a los parapetos casi con lo puesto. A Mateo le impresionó la serenidad de todos ellos. Parecían figurantes de una película que esperaran la orden de un cameraman para empezar a actuar. Muchos habían olvidado atarse las botas o incluso abotonarse las braguetas, y ofrecían un aspecto cómico, que contrastaba con la precisión con la que ajustaban las ametralladoras, calaban las bayonetas, encajaban los peines en los fusiles y disponían las granadas al alcance de sus manos.
El teniente comenzó a dar instrucciones a otros oficiales, gracias a lo cual Mateo pudo saber lo que estaba ocurriendo. Los fascistas habían comenzado su ataque sobre las posiciones del segundo batallón, pero al ser rechazados se habían corrido hacia las trincheras que defendía el suyo, logrando alcanzar la segunda línea en algunos puntos, más allá del lago. El teniente temía que de un momento a otro el enemigo lanzara un nuevo ataque para expulsarles de la Casa de Campo.
—Estos van hacia el río, y no precisamente a tomar las aguas, sino los puentes. Hay noticias de que el ataque es a lo largo de todo el frente, desde El Pardo hasta Villaverde. Si no les paramos, los fascistas celebrarán esta tarde el «Te Deum» en los Jerónimos del brazo del traidor Casado —dijo el teniente, rascándose temerariamente la sien con la punta de la pistola.
Mateo y el desertor Rueda se miraron perplejos, intentando encontrarle sentido al último comentario del teniente. Después de recuperar el resuello, se pusieron en pie. Contagiados de la seguridad de los defensores de aquellas trincheras cubiertas, caminaron hacia donde pensaban que se encontraría su sección. En su recorrido, los soldados que estaban apostados frente a las aspilleras les hicieron blanco de sus bromas para reclutas. Un veterano malencarado, sabedor de que habían estado de centinelas, les cortó el paso.
—¿Qué habéis hecho allí delante para que los fascistas se pusieran así, con lo tranquilos que estaban desde hacía meses?
—Se cabrearon porque les ofrecimos a tu madre —gruñó el desertor Rueda mientras apartaba con el brazo al veterano, que se quedó maldiciendo.
Al fin dieron con Fraguas y el resto de los hombres de su sección, parapetados en un repecho desde el que se dominaba el camino que subía del lago a la Puerta del Ángel. Junto al cabo, había dos soldados en cuclillas, ante una caja de granadas polacas, que repartían por pares entre los hombres.
—Al que no las arroje cuando yo diga, se las reviento de un tiro —estaba diciendo el cabo, rodeado de algunos hombres que cortaban ramas de encina con sus machetes.
Fraguas no hizo caso de la llegada de Mateo y el desertor Rueda, y siguió con sus instrucciones. Les dijo a todos que debían tapar las aspilleras con ramajes, para que los fascistas no supieran dónde tirar ni de dónde les tiraban. A Mateo le pareció de nuevo una criatura primitiva, dispuesta a defender a su rebaño de la acometida de una jauría de lobos.
—Como no vais a acertar a ningún faccioso, así por lo menos tampoco os acertarán a vosotros —dijo riendo el cabo.
Apenas tuvieron tiempo de ocultar las aspilleras cuando la extraña calma que reinaba en aquella segunda línea se quebró por el flanco derecho de la compañía, con una tormenta de disparos seguida de un repicar de explosiones de granadas de mano. El pinar se llenó de gritos indescifrables, que a los oídos de Mateo resonaban como un tumulto tabernario.
—¡Ahí vienen otra vez! —gritó alguien.
Mateo sintió que su vientre se deshilachaba cuando el cabo le ordenó ocupar un puesto en un saliente de la trinchera. A su izquierda estaba el desertor Rueda, que se puso en cuclillas y de espaldas al parapeto, como si estuviera defecando. Mateo se forzó a mirar por la aspillera. Su vista cubría la pendiente hacia el lago, arañada por las tenues sombras de los pinos, pero no descubrió a nadie por aquella parte. El cabo Fraguas se movía de un lado a otro de la trinchera, apoyándose en su fusil como si fuera un cayado. Al llegar junto a él, Mateo vio que un sudor negro le caía sobre la frente, bajo el gorrino ruso.
—¿Qué tal se ha portado el desertor allí delante? —preguntó el cabo a Mateo sin más preámbulos, con intención de que Rueda le oyera.
Mateo quería estar atento a la pendiente del lago y a la vez encontrar una buena respuesta para Fraguas. En la pregunta del cabo advirtió cierta decepción por el hecho de que no hubiera aprovechado la guardia para pegarle un tiro a Rueda. Sólo se atrevió a responder cuando encontró la expresión militar justa.
—Un repliegue, hicimos un repliegue —soltó Mateo, nervioso—. Nos machacaron a morterazos, y cuando vimos que los de ametralladoras se pasaban sin pegar un tiro, nos replegamos.
Las detonaciones seguían salpicando el aire en la distancia, pero eran cada vez más espaciadas, señal de que la fuerza de los atacantes se estaba debilitando. El tableteo de las ametralladoras propias iba imponiéndose poco a poco sobre el caos del combate, como un anuncio de que la situación ya estaba dominada. Así le pareció a Mateo, pero cuando oyó disparos de artillería en la lejanía, pensó que estaba equivocado y que la ofensiva final no había hecho más que empezar. Pero la tierra que entró en erupción bajo el impacto de los proyectiles era la que rodeaba el lago, desde donde el enemigo había lanzado su ataque.
—¡Son nuestras baterías de la Dehesa de la Villa! ¡Les están dando por detrás a los facciosos! —gritó el cabo Fraguas.
Mateo nunca pensó que pudiera llegar a alegrarle tanto el estruendo de los cañones, sobre todo cuando al asomarse una vez más por la aspillera, vio salir entre los pinos, corriendo cuesta abajo, a decenas de soldados enemigos. No se pudo explicar cómo habían podido llegar hasta allí sin que él les hubiera visto. Su corazón se agitó como si hubiera descubierto alimañas, pero al verlos huir le parecieron menudos, insignificantes, a pesar de sus grandes capotes y sus cascos pulidos. Algunos corrían desarmados, agitando los brazos como peleles.
Se quedó como hipnotizado ante aquella escena desdibujada por la bruma. No podía creer que la primera vez que veía a los facciosos en toda la guerra fuera huyendo y zigzagueando como conejos entre los pinos. Los conquistadores de Vizcaya, Santander y Asturias, los vencedores de Teruel y del Ebro, los que habían hecho de la toma de Cataluña un paseo militar, se retiraban en desbandada ante él, Mateo Linares García, el chico de los recados de la carnicería de don Melchor, sin que hubiera pegado un solo tiro.
—¡Hemos ganado! ¡Hemos ganado! —comenzó a gritar a pleno pulmón, agitando el fusil en su brazo izquierdo y alzando el puño derecho, como si hubiera asistido al triunfo más importante de su equipo en los arenales de Carabanchel.
La algarabía de la victoria se contagió a lo largo de las trincheras y a Mateo le pareció que golpeaba, como una ola gigante, los contrafuertes de Madrid, y que la ciudad entera se estremecía con su triunfo.