IV

Mateo Linares se despertó antes del amanecer envuelto en su manta, empapada de rocío. Acababa de pasar su primera noche en el frente, dentro de uno de los refugios excavados en el borde de la carretera de Extremadura, junto a la Casa de Campo. A duras penas había podido conciliar el sueño, por la falta de costumbre, por el frío y la humedad, y por el temor a las ratas. Tampoco había logrado habituarse al hedor del refugio, mezcla de sudor, grasa rancia y humo, ni a los empujones y ronquidos de sus tres compañeros de chabola, tendidos como él sobre telas de sacos por todo colchón.

Había soñado con una habitación de paredes blancas, con camas cubiertas con colchas de ganchillo. La habitación tenía una ventana que se abría a un jardín, en medio del cual crecía una gran higuera cargada de frutos, que ahora reconocía como la higuera de la casa de sus abuelos en el pueblo de Toledo donde pasaba los veranos con sus padres y sus tres hermanas mayores. Allí, junto al árbol, a la caída de la tarde, había sido el niño más feliz del mundo, regateando a su propia sombra con un viejo balón de fútbol y metiendo goles en porterías inexistentes entre el clamor del público invisible.

Cuando la luz del amanecer empezó a atravesar débilmente los resquicios del capote beige que colgaba de la entrada del refugio, Mateo se quedó mirando la techumbre y descubrió que estaba formada por tres puertas de madera, combadas por el peso de la tierra. Se figuró la vida en las casas de donde procedían aquellas puertas, las personas que las habían abierto y cerrado, los misterios íntimos de las hermosas mujeres que habían custodiado… Después sacó de su zurrón un ejemplar atrasado del periódico de su brigada, El combatiente, y comenzó a leer un artículo dedicado a algunos grandes hombres que habían tenido un origen humilde como el suyo.

Leyó que un tal Linneo había sido aprendiz de zapatero en su juventud. Que un tal Edison había vendido periódicos en su infancia. Que Lutero era hijo de un trabajador de las minas. Que un tal Shakespeare había tenido por padre a un carnicero y otro llamado Demóstenes era hijo de un herrero. Que Epicuro y Viriato habían sido pastores, y Murat, mozo de posada, lo mismo que Virgilio. Molière era sastre y Franklin había trabajado de cajista en una imprenta.

Estaba descubriendo que Esopo, el fabulista, había sido un esclavo, cuando oyó los pasos apresurados de unas botas claveteadas, que se acercaban a la entrada del refugio como un mal presagio. Después vio asomar por un lado del capote la cara del cabo Fraguas, con sus cejas anchas y espesas como mostachos, su nariz aplastada y sus labios gordos e irregulares. Tenía los ojos demasiado juntos, extrañamente juntos, lo que le hacía parecer bizco.

—¡Ojo al parche, novatos! —gritó el cabo con la mirada perdida en la oscuridad de la chabola—. ¡Se han suspendido los permisos en todo el batallón para subir a Madrid, no habrá recogida ni reparto de correo y tampoco tendréis prensa! ¡Y en cinco minutos quiero ver formada a toda la sección, con manta y macuto! —y se marchó de nuevo a la carrera.

—Menudo hijo de puta está hecho —oyó Mateo decir al joven de los ojos verdes saltones que había llegado con él al frente la tarde anterior.

Nadie supo explicarse a cuento de qué venían las órdenes del cabo Fraguas. Cuando ya estuvo reunida la sección, Mateo se enteró por un veterano de que una de las compañías del batallón había sido desplegada a retaguardia de sus líneas, entre el antiguo puente del Rey y el de Segovia.

—¡Novatos, no quiero oír ni una mosca! —exclamó el cabo Fraguas ante los hombres formados—. Tenemos órdenes de reforzar la primera línea en el sector del lago de la Casa de Campo. Ahora os repartirán rancho frío para un día y las máscaras antigás.

Mateo Linares y sus camaradas se unieron al resto de la compañía para el reparto. Los rancheros les entregaron dos chuscos de pan negro y una naranja a cada uno, y una lata de carne rusa para cada tres. Después, los setenta hombres que formaban la compañía se pusieron en marcha por los senderos abiertos entre los escombros de la barriada de la carretera de Extremadura, camino de la Puerta del Ángel.

Al cruzar junto a las chabolas de segunda línea les asaltó la densa fetidez procedente de las letrinas. En la lejanía se oían tiros aislados, cortas ráfagas de ametralladora y algún morterazo, amortiguados por la niebla. Mateo había oído disparos y bombazos en Madrid a lo largo de toda la guerra, pero desde su llegada al frente no había dejado de pensar que todos los proyectiles iban buscándole a él. Sólo se sintió seguro al enfilar un túnel que cruzaba por debajo de la carretera de Extremadura y la tapia de la Casa de Campo. Después anduvieron por trincheras excavadas a la sombra de unos pinos enormes, con las cortezas perforadas por la metralla. Le pareció que los tiros, las ráfagas y los morterazos sonaban allí como en el cine, tan reales y concretos que parecían figurados.

Recordó entonces el apretón de manos que le había dado su padre antes de marchar al frente, con su mano fuerte y áspera de peón caminero. Se había despedido de su familia el primero de marzo, en el portal de la casa de la calle Goya donde estaban alojados desde el principio de la guerra. Vivían con otras dos familias de refugiados en un piso que había sido incautado como tantos otros para acoger a los que habían perdido sus casas por los bombardeos fascistas. Se decía que el piso había sido propiedad de un matrimonio adinerado que había huido de Madrid, aunque el padre de Mateo sospechaba que a los antiguos inquilinos les habían dado el «paseo».

El día de su marcha al frente fue la primera vez en su vida que su padre le había estrechado la mano como a un hombre. En ese momento supo que había dejado atrás su infancia definitivamente, con dieciocho años recién cumplidos, para servir a la guerra como soldado. Su madre le había entregado una caja de metal con dulce de membrillo, como si fuera el cofre de un tesoro, y después no había parado de llorar, mientras trataban de consolarla sus tres hijas mayores. Su padre fruncía la boca en un gesto que quería ser de adustez, pero el temblor de la barbilla delataba su emoción. Mateo había heredado de él la nariz pequeña y puntiaguda, las orejas grandes y los ojos alertas. Algún compañero de la escuela le había comparado alguna vez con un mamífero nocturno del que nunca recordaba el nombre.

—Hijo, te voy a decir lo mismo que me dijo tu abuelo cuando me mandaron a África. Procura que no te den un tiro en la barriga, que es una de las heridas más corrientes, pero para ella no hay remedio —le dijo su padre antes de despedirse.

Unos meses antes de que fuera llamado a filas, su padre le había consultado a un sargento de carabineros que vivía en el piso de arriba si Mateo podía acogerse a alguna exención del servicio militar. Su verdadera intención era pedir al sargento, pero con un rodeo, no fuera a ser que le acusaran de traidor y derrotista, que enchufara a su hijo en el cuerpo de carabineros, porque a fin de cuentas la guerra ya estaba a punto de acabar, todo el mundo lo decía, pero temía la mala suerte de que la última bala acertara a su pequeño Mateo. El sargento no se dio por enterado del verdadero propósito de la visita de su vecino y le dijo que, entre los aptos para el servicio, sólo se libraban de ir a filas los hijos de viuda pobre que trabajaran en el campo.

A Mateo y a su familia la guerra les había cambiado la vida al poco de empezar. Una de las primeras bombas que la aviación fascista había arrojado sobre Madrid destruyó su casa en Carabanchel. Por suerte, aquel día habían ido a Fuencarral a visitar a unos familiares. Cuando regresaron, encontraron su casa convertida en una montaña de escombros, de la que apenas lograron sacar algo de ropa y unos pocos enseres. Nunca había visto llorar a sus padres como aquel día.

Durante unas semanas vivieron en la estación de metro de Goya, hasta que en octubre del 36 los desalojaron de allí porque iban a cerrar el túnel de la línea de Diego de León y Lista. Mateo supo después que allí mismo, bajo la calle Torrijos, se había instalado un taller de carga de proyectiles de artillería que resultó destruido por una terrible explosión. Se habló de centenares de muertos, ya que la deflagración provocó una gigantesca lengua de fuego que se corrió a lo largo de varios túneles, abrasando varios convoyes que circulaban en aquellos momentos. Entre los muertos se encontraban decenas de chicas que trabajaban en el taller de proyectiles.

Mateo se había empleado un año antes de la guerra en la carnicería que un primo de su madre, don Melchor, tenía en la calle Fuencarral. Como el racionamiento dejaba poco margen para tener un aprendiz, don Melchor le pagaba a Mateo parte de su sueldo en especie, con lo que este procuraba algo de carne a su familia una vez a la semana. Aquello había aumentado la consternación de sus padres y hermanas cuando a mediados de febrero llegó la citación para su ingreso en filas. Todos se estaban ya relamiendo con la siguiente paga en especie de don Melchor, pues se había anunciado que en muy pocos días las carnicerías de Chamberí iban a recibir carne de vaca. Al final, el bueno de don Melchor tuvo el detalle de adelantarle el sueldo de un mes, con su parte de carne y butifarrón.

A pesar de todo, Mateo había lamentado que, por culpa de su marcha a la guerra, su familia tuviera que apañarse otra vez con las raciones de tortilla sin huevo, que su madre preparaba con papilla de harina, o los guisos de cardos que su padre recolectaba por las lomas de Fuencarral. El único consuelo era que su hermana mayor había empezado a traer dinero a casa. Decía que había logrado colocarse como costurera en la calle Augusto Figueroa. Mateo sabía que en esa calle había burdeles y, aunque no comentó nada a sus padres, no lograba ahuyentar su sospecha sobre la nueva dedicación de su hermana.

Estuvo unos días en el cuartel de instrucción de la 7.ª División, en una escuela de Cea Bermúdez, donde se presentó con manta, cuchara, plato y botas, tal y como le habían dicho en el centro de reclutas. Lo de tener que llevar sólo una cuchara ya le sonó a hambre, porque a menos que les dieran en las trincheras el cuchillo y el tenedor, significaba que no iba a probar ni un bocado de carne. Antes de marchar a la guerra pudo volver a la casa de Goya a despedirse de sus padres y hermanas. Después tomó el metro hasta la estación de Fermín Galán, donde el teatro de la ópera, para presentarse en la Plaza de Oriente, presidida por un armazón de madera como una gigantesca pajarera que, relleno de arena, protegía de la metralla la estatua de Felipe IV.

A las puertas del Palacio había ya cerca de una treintena de quintos. Todos llevaban su manta, algunos cargaban con maletas y otros con zurrones. Hacía un sol radiante, como el que había lucido sobre Madrid a lo largo del mes de febrero. No descubrió caras tristes en aquellos reclutas, sino todo lo contrario. Quizá todos pensaban para sus adentros que la guerra estaba llegando a su fin y que pronto estarían de vuelta en casa. Pero pronto supo la verdadera razón de aquel contento, al oír cómo el joven con los ojos verdes saltones le comentaba a otro que si le daban a elegir, prefería alojarse en el salón del trono. Aquellos incautos habían creído que iban a ser destinados nada menos que al Palacio Nacional, pero no fue él quien les quitó la ilusión, sino tres tipos que salieron a su encuentro desde el interior del palacio. Dos de ellos iban uniformados, uno con distintivos de teniente y otro de sargento. El tercero parecía un civil, con un gran chaquetón de cuero negro.

El teniente, con cara de desear estar en cualquier parte menos en aquel lugar, les ordenó formar en filas de cinco. Luego paseó entre las filas, a modo de revista, y finalmente les dio de nuevo la bienvenida a la 7.ª División del Ejército Popular de la República, que mandaba el teniente coronel Joaquín Zulueta, y ya no dijo más. El sargento, que llamaba la atención por su larga barba canosa, les explicó después con acento vasco que serían destinados a la 42.ª Brigada Mixta, que tenía el honor de defender el sector comprendido entre el lago de la Casa de Campo y el barrio del Lucero.

El sargento dijo apellidarse Zanza y les contó que había llegado a Madrid con un batallón de milicianos vascos que se había dejado la piel en el Parque del Oeste en los combates del 36. Ahora ellos debían seguir el ejemplo de los heroicos defensores de Madrid que habían rechazado a los fascistas. Después les anunció que marcharían hasta el cementerio de San Justo, para que se familiarizaran con el frente donde iban destinados. Alguien hizo un chiste que Mateo no oyó bien sobre lo de familiarizarse con un cementerio, pero el sargento no hizo caso. Se puso al frente de la formación, se despidió del teniente y del civil con el puño en la sien, y dio a los nuevos reclutas la orden de marchar.

Cuando estaban cruzando el Puente de Segovia, a Mateo le temblaron las piernas. La guerra había convertido un lugar que conocía como la palma de la mano en un paraje infernal. Allí habían frenado las milicias a los moros y legionarios de África al grito de «¡No pasarán!». En Madrid se recordaba la epopeya de un batallón de peluqueros que resultó diezmado en la Casa de Campo al detener los asaltos de los rebeldes. Ahora había soldados solitarios o en parejas caminando como sonámbulos en diferentes direcciones a través de las pocas calles despejadas de escombros. La mayor parte del barrio se encontraba en ruinas y sólo se veía algún perro famélico como amo y señor de aquella destrucción.

Al llegar a las ruinas de la estación del ferrocarril de Villa del Prado, vieron a seis acemileros con una recua de mulas cargadas con cajas de munición. Después caminaron por la vía del tren, de la que habían desaparecido raíles y traviesas, y salieron a la orilla del río Manzanares, para continuar hasta el barrio del Tercio, donde pasaron la noche en unos barracones.

A la mañana siguiente hicieron instrucción en la Pradera de San Isidro a las órdenes del sargento Zanza. Mateo se divirtió en las prácticas, sobre todo con los ejercicios de tiro sobre siluetas de madera. Hicieron también lo que el sargento llamó «esgrima de fusil», calada la bayoneta, para el combate cuerpo a cuerpo. Mateo se dijo a sí mismo que nunca atravesaría a nadie con una de aquellas bayonetas. Llegado el caso, tumbaría a su adversario de una pedrada, técnica en la que era un auténtico maestro. Una vez llegó a descalabrar a cinco chavales de una pandilla rival de su barrio con un solo canto.

Recibieron también lecciones teóricas para la caza de tanques por pelotones. Había que esperar el paso del tanque, escondidos en una zanja o un embudo de explosión, para atacarlo desde abajo, fuera de la vista de sus tripulantes. Zanza les dijo que estaba prohibido disparar contra ellos con el fusil porque lo único que se conseguía era revelar la propia posición. La mejor arma contra los carros blindados eran las botellas de gasolina, con las que se lograba inflamar el combustible y las grasas. Las bombas de mano podían causarles desperfectos e incluso inmovilizarlos si dañaban las cadenas.

Al segundo día de instrucción ya les habían asignado sus batallones en la 42.ª Brigada Mixta. Le destinaron con otros diez compañeros, entre ellos el joven de los ojos verdes saltones, al batallón que mandaba un mayor de milicias llamado Francisco Mercadal, del partido comunista. Según el sargento, Mercadal tenía muchas más agallas que Líster, pero muchas menos ganas de figurar, pues de lo contrario habría llegado ya a jefe de todo el Ejército Popular.

Al escuchar a Zanza, Mateo no tuvo duda de que era un auténtico admirador de Mercadal, de quien conocía muchas noticias y anécdotas, como que tenía una hermana guapísima que había sido novia de un oficial faccioso antes de la guerra. Les contó que Mercadal había ayudado a crear el Batallón de Montaña a las órdenes de Raimundo Calvo, que ahora mandaba una división de guerrilleros. Les dijo también que Mercadal había sido la causa del alistamiento en aquel batallón de un poeta sevillano, un tal Cernuda, que según las malas lenguas bebía los vientos por él. Cuando el batallón fue destinado a los puertos de Navacerrada y Los Cotos, el poeta no resistió las duras condiciones de la vida en las trincheras de montaña, y tuvo que despedirse del batallón y de Mercadal, de quien Zanza dijo que nadie discutía su hombría.

El propio Mercadal había terminado abandonando el Batallón de Montaña después del ataque sobre La Granja. Le había irritado que el batallón hubiera sido destinado a varios kilómetros de distancia de aquel fregado, a las alturas de Navahonda, el puerto de Malagosto y Peña Cabra. Pidió permiso a Calvo para dejar la unidad y se presentó como voluntario para abrir brecha con la división de Líster en el ataque a Brunete. Allí le cosieron a balazos en el asalto al cementerio de Quijorna, poco antes de que el pueblo fuera conquistado.

El sargento Zanza les juró que antes de ser evacuado, una vez tomado Quijorna, Mercadal se había encarado desde la camilla con un teniente francés que estaba a punto de fusilar a cuatro prisioneros falangistas. El teniente le contestó en su idioma que los fascistas fusilaban también a los camaradas «internacionales» que caían en sus manos. Mercadal se levantó entonces de la camilla, con la camisa empapada en sangre, y se puso delante de los falangistas, cuatro chiquillos asustados pero recios.

—Me fusiláis a mí también y así les hacéis dos favores a los fascistas, en vez de uno —dijo Mercadal en francés y con un hilo de voz, lo que impresionó tanto al oficial que allí mismo le prometió respetar la vida de los prisioneros.

Aquel tipo de historias aumentaba la fascinación de Mateo por los comunistas, aunque nunca se había decidido a dar el paso y entrar en el partido. Se sentía mejor a su aire en lo tocante a política. Prefería tener sus propias ideas a tener que cogerlas de prestado. Aunque coincidía con los comunistas en que toda la culpa de lo que pasaba en el mundo la tenía el dinero, le disgustaba la devoción casi religiosa de estos hacia su partido y sus ideas, como la que habían demostrado los comisarios de su unidad en su segunda tarde de instrucción en la Pradera de San Isidro, cuando les llevaron hasta una nave destartalada cerca del camino de Fuenlabrada. La metralla había agujereado la techumbre y por los orificios se filtraba la luz, creando en el interior el ambiente de misterio de una catedral. De hecho, los reclutas tomaron asiento en unos bancos que a Mateo le parecieron los de una iglesia, mientras el sargento Zanza componía con ademanes de sacristán las sillas y la mesa de los oficiantes de aquella ceremonia.

Al cabo de unos minutos, vieron salir de las oficinas del taller, en una esquina de la nave, al civil con el chaquetón de cuero negro que había formado parte del comité de bienvenida de la División a las puertas del Palacio de Oriente. El hombre se sentó ante la mesa con las manos entrelazadas a la altura del pecho, mientras observaba a los reclutas con la misma indiferencia que en palacio. A su lado se sentaron dos oficiales cuyas gorras de plato lucían la estrella de cinco puntas rodeada por un círculo del comisariado político.

El civil del chaquetón de cuero se presentó como el ayudante del comisario de la división, el camarada José Conesa, en cuyo nombre saludaba a los nuevos combatientes del pueblo y cuya ausencia disculpaba por tener cometidos ineludibles en aquellas horas cruciales. Con voz pastosa, entre continuos chasquidos de lengua, como si cada vez la intentara despegar del paladar, el comisario les aseguró que no necesitaba dar un mitin político, que ya no estaban autorizados en el Ejército Popular, porque estaba seguro de que todos ellos compartían en lo más profundo de su corazón la fe en la revolución del proletariado internacional, de la que el partido comunista era la punta de lanza.

Después les exigió verter hasta la última gota de sangre para lograr la independencia de la patria, libre de injerencias extranjeras, y les animó a cumplir con su deber como vanguardia de la clase trabajadora. Con voz emocionada, les reclamó que fueran dignos del ejemplo inmortal de Madrid, para que la capital siguiera siendo la tumba del fascismo. Y terminó invitándoles a hacer suya la consigna de resistencia del doctor Negrín, jefe del gobierno:

—¡Resistir hoy, es vencer mañana! —exclamó.

Al concluir su discurso, no hubo himnos, vivas ni saludos. Los tres comisarios que habían presidido la charla cruzaron entre ellos algunas frases inaudibles, hicieron gestos de preocupación casi a la vez y salieron apresuradamente de la nave. Zanza les ordenó entonces a ellos que recogieran sus equipos en el barrio del Tercio porque aquella misma tarde salían para el frente de la Casa de Campo.

Cuando marchaban a primera línea por el Camino de las Ánimas, junto a la tapia del cementerio de San Justo, el joven de los ojos verdes saltones había lanzado una frase escalofriante:

—¡Nos llevan a la guerra por el Camino de las Ánimas! ¡Menuda broma macabra!

Al recordar ahora aquella frase en las trincheras del lago de la Casa de Campo, Mateo Linares deseó con más fuerza que nunca poder asirse a la mano de su padre para perder el miedo. A su sección le habían asignado una trinchera cubierta con un palmo de hormigón y salpicada de aspilleras cerradas con planchas de metal y tan estrechas que apenas podían sacar a través de ellas el cañón del fusil. La niebla cubría los pinares delante de sus posiciones. Había un silencio estremecedor, roto tan solo por algún disparo lejano.

Algunos de sus compañeros habían empezado a dar cuenta de los chuscos de pan negro y las naranjas que habían repartido los rancheros. Mateo no pudo probar bocado. Tenía el estómago encogido ante las advertencias de los veteranos que ocupaban aquellas trincheras. Decían que si los mandos habían ordenado reforzar las posiciones de la Casa de Campo era porque los fascistas iban a desencadenar su ataque final sobre Madrid. Hablaban de que los facciosos iban a descargar diluvios de metralla y fuego mucho más destructivos que los de Guernica, Teruel o el Ebro. A orillas del Manzanares no iba a haber un palmo de tierra sobre el que no cayera una bomba alemana o italiana.

Aunque los veteranos les acababan de aconsejar que no abrieran las aspilleras, Mateo no resistió la tentación de correr la plancha metálica de una de ellas para echar una ojeada a la tierra de nadie. Vio por todas partes cráteres de bomba, proyectiles y granadas sin explotar, cascos de acero acribillados y máscaras de gas que le miraban con sus grandes ojos de cristal enlodazados, como seres de otro planeta.

Su batallón se encontraba sobre una elevación que dominaba la orilla sur del lago de la Casa de Campo. Los fascistas controlaban las orillas norte y oeste. En el centro quedaba el lago con sus legiones de mosquitos, que daban las mismas preocupaciones a los sanitarios de uno y otro lado. Con las altas temperaturas del pasado mes de febrero y al encontrarse casi vacío a causa de la sequía, el lago se había convertido en un foco de paludismo, del que se acababa de dar un caso en la brigada.

Mateo y sus compañeros supieron por los veteranos que el paludismo no era lo peor cuando empezaba el buen tiempo, ni tampoco el mal olor que invadía a todas horas las trincheras por la cercanía de las letrinas. Lo que hacía verdaderamente insoportable la vida en aquel sector era la lucha extenuante contra las nubes de mosquitos, tan negras como las alas de los bombarderos Junker. Nubes que no daban descanso, que se abatían sobre uno durante horas, como una maldición bíblica.

Los hombres acababan agotados, sin poder dormir ni de noche ni de día bajo aquella amenaza diminuta pero enloquecedora. Afortunadamente, la plaga de mosquitos no coincidía con la de los piojos, porque estos casi desaparecían con el calor. La que no sabía de estaciones era la sarna, porque a esta le daba igual el frío que el calor con tal de que el soldado llevara puesta siempre la misma ropa, llena de miseria.

Al principio, Mateo se mostró desconfiado ante los veteranos. Su padre le había dicho que en el frente no se fiara de nadie y no abriera la boca hasta conocer con quién había ido a parar. Pero a las pocas horas, aquellos hombres le acabaron pareciendo inofensivos, como los internados de una cárcel o un manicomio a los que nadie había ido a visitar desde hacía tiempo, y que se alegraban de ver caras nuevas.

La piel de los veteranos parecía impregnada del tono pardo de la tierra de la Casa de Campo, como si hubieran pasado toda su vida en aquellas líneas atrincheradas, salpicadas de casamatas, chabolas y refugios de tropa. Sus rostros estaban consumidos por la tensión de primera línea y los rigores de la intemperie. Vestían prendas militares y civiles en una abigarrada mezcla que les daba una triste apariencia de vagabundos. Lo que más le sorprendió a Mateo es que no hablaran de la guerra. Ni siquiera comentaron la anulación de los permisos para ir a Madrid o la suspensión de la entrega y recogida de cartas. Tampoco les extrañó que el mando ordenara la entrega de todas las radios de galena bajo amenaza de castigos rigurosos a quienes las conservaran.

Mateo y sus compañeros sólo supieron por los veteranos que llevaban dos meses sin recibir la soldada y que la semana anterior se habían suspendido por falta de combustible las duchas de agua caliente. También les comentaron que estaban sufriendo una epidemia de encías escorbúticas por la falta de frutas y verduras en el rancho, aunque el mando estaba intentando atajarla doblando el racionamiento de naranjas. Pero no consiguieron sonsacarles nada más sobre la situación militar en aquel frente. Cuando les preguntaron si no creían que hubiera un propósito deliberado para aislar a la brigada y mantenerla al margen de algo que se pudiera estar cociendo en Madrid, los veteranos se encogieron de hombros y se miraron unos a otros con una media sonrisa. Luego cambiaron de conversación preguntando a los novatos si tenían novia, si jugaban al fútbol o si sabían leer y escribir.

A la hora del crepúsculo, bajo las nubes cárdenas que pasaban sobre las copas de los pinos, Mateo y el joven de los ojos verdes saltones se quedaron a solas con uno de aquellos soldados. El veterano sobrepasaba la treintena y tenía la cara huesuda, con la piel de los pómulos reseca y amoratada. Estaba sentado sobre una caja de madera, con una manta polvorienta sobre los hombros. Vestía un pantalón gris atado a la cintura con una cuerda de esparto. Se liaba un cigarrillo tras otro con unas hojas resecas que, al prenderlas, olían a rastrojos quemados.

—¿Os ha contado alguien lo de los colectores? —dijo de pronto ante la extrañeza de los dos reclutas.

Después miró hacia ambos lados de la trinchera para asegurarse de que nadie le oyera y siguió hablando en voz baja.

—Los colectores son la forma más segura para volver a Madrid. En caso de que Franco desencadene un bombardeo masivo sobre la línea del Manzanares, no se os ocurra ir hacia las pasarelas o lo que queda de los puentes sobre el río. Se colapsarían en caso de desbandada y la artillería y la aviación fascistas provocarían una escabechina sin gastar demasiada munición. La única alternativa es utilizar las alcantarillas.

A medida que escuchaba al veterano, Mateo fue llegando al convencimiento de que en caso de ataque lo mejor era escapar bajo tierra. Pensaba que podría utilizar el colector que discurría paralelo a la margen derecha del Manzanares y que llegaba a la Puerta de Hierro. Según el veterano, allí enlazaba con los que venían de la plaza de la Moncloa y de la Ciudad Universitaria. Otra alcantarilla arrancaba de las posiciones del Paseo de la Florida y se unía al metro en la estación del Norte, por lo que le pareció la vía de escape más segura. Incluso le permitiría llegar a su casa a través de los túneles del metro, para esconderse a la espera de que terminara todo. Nadie tendría por qué saber que había estado unos días en el frente con una brigada de los comunistas. Sólo su familia y él, y si acaso el carnicero, don Melchor, pero este era buena gente y seguro que no lo iba a denunciar.

—Y ni se os ocurra pegaros un tiro en la mano o en el pie para volver a casa —continuó el veterano con gesto grave—. Los jefes se saben ya todos los trucos para disimular las inutilizaciones voluntarias. Al principio, los más espabilados se descerrajaban el tiro poniendo un trozo de pan entre la mano y la boca del fusil, para que el pan absorbiera la pólvora del disparo. Así no les quedaba tatuada la pólvora en la piel, que es lo que siempre delata a los automutilados. Aquellos tipos fueron muy afortunados, porque al menos tenían pan de sobra. Vosotros tendréis que elegir ahora entre comeros el único chusco del día o utilizarlo de esponja para la pólvora cuando os disparéis el fusilazo… Si decidís hacer esto último, ya os digo que os pillarán de todas las maneras y os mandarán al paredón por cobardes…

El veterano les mostró después dos octavillas facciosas que llevaba escondidas en el forro de su guerrera.

—Estos panfletos nos los tiran con cohetes de vez en cuando, para invitarnos a desertar a sus filas. Pero no les hagáis caso. Aquí todos parecen cansados de la guerra, pero siempre hay un centinela celoso o militante que no pestañeará a la hora de mataros por la espalda si intentáis pasaros a los fascistas.

—¿Y tú las llevas encima para que te sirvan de salvoconducto al llegar al otro lado? Porque sirven de salvoconducto, ¿verdad? —dijo el joven de los ojos saltones con una naturalidad que desconcertó a Mateo.

—¿Pasarme yo? Para lo que va durar esto, ya no me la juego —respondió el veterano sin alterarse—. Ya tendré tiempo para decirles a los fascistas que a mí me trajeron aquí a la fuerza, con mi quinta. Que ni rojo ni blanco, vamos. Si acaso un desgraciado…

—Pues ya somos dos —remató el compañero de Mateo encogiéndose de hombros.

En una de las octavillas Mateo leyó «¡Miliciano!, te pasas… o ¡pasamos!». La otra rezaba «Con los vencidos o con los vencedores. Aún estás a tiempo de elegir», y tenía dibujado un mapa de España con la situación de los dos campos después de la pérdida de Cataluña. En el leal, sombreado a rayas, aparecía una mujer famélica y harapienta abrazando a sus hijos al lado de su marido muerto. Detrás de ellos, la muerte alzaba su guadaña para segarles también la vida. La zona facciosa, casi tres cuartas partes de España, estaba representada en la octavilla con camiones del llamado Auxilio Social y fábricas de humeantes chimeneas. Una mujer cosía una prenda de ropa, y a su lado un niño sostenía un carromato de juguete entre las manos. A su espalda, un hombre araba un campo junto a la imagen de una espiga de trigo y un racimo de uvas.

Mateo se conmovió por el destino de la España leal, tan crudamente representado en aquella propaganda. Al fin y al cabo, los que habían destruido su casa, los que bombardeaban Madrid a diario, los que hundían los barcos con víveres para las mujeres y niños hambrientos, eran los de enfrente. Pasarse a sus filas, además de peligroso, era como otorgarles un premio por todo lo que habían hecho, y él no estaba dispuesto a dárselo.

Cuando se retiró a dormir a segunda línea, en la chabola que le habían asignado junto al camino de la Puerta del Ángel, Mateo deseó con todas sus fuerzas volver a casa cuanto antes. Pero en la oscuridad de la chabola, mientras se relamía del sabor de la carne rusa que había compartido para cenar, empezó a pensar que en la 42.ª Brigada Mixta se abría un horizonte insospechado para su vida. Si la guerra se prolongaba, podría aspirar a su meta más deseada, con la que siempre soñaba despierto: mostrar al mundo su genio futbolístico, que había provocado la admiración de todos en su barrio.

Al verlo jugar al fútbol durante los descansos de la instrucción en la Pradera de San Isidro, el sargento Zanza le había animado a formar parte del equipo de la brigada, que había cosechado grandes triunfos en el Trofeo Defensa de Madrid, un campeonato que disputaban todas las brigadas del Ejército del Centro. En el ejemplar del periódico El combatiente que llevaba en el zurrón había un artículo ilustrado con dos fotografías de un partido del equipo de la brigada en el estadio de fútbol del Madrid, en Chamartín. Lo había releído tantas veces que casi se lo sabía de memoria:

«Con motivo de estar disputándose entre las distintas unidades del Ejército del Centro el Trofeo Defensa de Madrid, queremos resaltar la existencia en la 42.ª Brigada —seguramente ignorada por muchos— de un magnífico equipo de fútbol, que tan alto deja en todas las competiciones el nombre de nuestra unidad. Los que somos asiduos concurrentes a los encuentros en que toman parte, hemos podido comprobar que nuestro equipo de fútbol goza de un prestigio bien ganado y es mirado por todos con respeto. Este equipo está compuesto por soldados de los distintos Batallones de la Brigada, verdaderos deportistas y entusiastas, que ponen por encima de todo el nombre de su Brigada. Creemos que no sería mucho pedir a todos los componentes de la Brigada que fijaran su atención en estos once anónimos y bravos muchachos que, además de cumplir con sus deberes militares a satisfacción de sus jefes, ponen sus facultades al servicio y en honor de la Brigada a la que se honran pertenecer».

El sargento Zanza le había explicado que tendría que pedir un permiso especial al mayor Mercadal, jefe del batallón, antes de solicitar una prueba para la admisión en el equipo. Los nuevos reclutas no estaban autorizados a formar parte de él hasta transcurridos tres meses de servicio en la brigada.

—Tú eres una figura, Linares, y harás un buen papel en el equipo, aunque a lo mejor no hay guerra para tanto —le había dicho Zanza.

Arrebujado en la manta, entre los ronquidos de sus camaradas, se le aparecieron en la oscuridad de la chabola las imágenes de la tierra de nadie y de los colectores del Manzanares, como las piezas de un rompecabezas absurdo en el que tenía que colocar forzosamente su vida. Y entonces, alentado por su sueño, eligió situarse en el centro del campo del Madrid, en Chamartín, luciendo la camiseta a franjas blanquiazules, el pantalón azul y las medias blancas, que era la vestimenta del equipo de su brigada.

Encendió un fósforo para mirar su reloj. Eran las tres de la madrugada. Sopló la cerilla para apagarla y, repentinamente, como si el final de la llama hubiera servido de señal, el silencio de la noche se quebró con un eco de disparos y explosiones. Se calzó las botas a toda prisa, sin atarse los cordones, y salió de la chabola. Una figura se recortaba bajo la luz de la luna, a la entrada del refugio. Reconoció al joven de los ojos verdes saltones.

—¿Nos están atacando los fascistas? —le preguntó.

—¿Pero es que no te das cuenta?

—No me doy cuenta de qué… —dijo él aguzando el oído.

—Pues de que la batalla es en el centro de Madrid. De ahí vienen los tiros y las explosiones.

Mateo oyó las detonaciones como si formaran parte de una pesadilla, mientras la silueta misteriosa de Madrid parecía temblar bajo la luna, sacudida por los ecos de la batalla. Pensó en sus padres y sus tres hermanas, atrapados en la ciudad, y le entraron ganas de llorar.