—Atención. Atención. Habla la flota española de Cartagena… pasa a incorporarse a la España nacional… Franco, Franco, Franco… han sido liberados… abiertas todas las cárceles… Cartagena arde en entusiasmo, en el muelle pueden atracar normal… esperamos fuerzas… Franco, Franco… Arriba España…
El papel en el que estaba garabateado aquel mensaje, transmitido aquella misma mañana por la emisora de la flota roja en Cartagena, lo había traído de Móstoles un enlace del cuartel general de la división. Un telegrafista había captado la emisora en el momento en que radiaba la noticia de la toma de Cartagena por las fuerzas nacionales y, después de pasar el mensaje al jefe de la división, el coronel Eduardo Losas, se había dedicado a hacer copias para difundir la noticia por todo el frente.
El alférez Juan Costales estaba leyendo aquel mensaje en su chabola. Estaba escrito en una media cuartilla de papel arrugado y había pasado de mano en mano entre los hombres de su compañía, como si fuera la hoja de su licenciamiento. Y es que significaba tanto como eso. Todos, incluido él mismo, habían visto en aquel papel la noticia de su inminente vuelta a casa.
Se imaginaba tocando el timbre de la puerta, el corazón de fiesta, el uniforme limpio, la gorra de plato ladeada sobre la frente como los héroes. Ya haría calor en Sevilla, doblarían las campanas de la Giralda y el azahar perfumaría las calles y se esparciría con el vuelo de las faldas de las muchachas que pasarían alegres frente a la puerta de su casa. Pero se imaginaba como en una fotografía antigua, como si ya hubiera vuelto hacía muchos años y estuviera recordando el fin de la guerra.
Pensó que en el fondo aquellos tres años de guerra le habían velado para siempre la fotografía de su juventud, sin darse cuenta. Se había presentado a los cursos de alférez antes de su llamada a filas, pensando que así podría llevar mejor vida que la de simple soldado. La noticia de su alistamiento había disgustado a su padre, contable en una fábrica de aceites, al que había escuchado reprobar en su casa, a salvo de oídos ajenos, las alocuciones radiofónicas de Queipo. A su madre, sencillamente, su marcha a la guerra la había trastornado. No podía ver a su único hijo vestido con el uniforme, porque se figuraba que sería la mortaja con la que le enterrarían en cualquier campo de España, en una tumba sin nombre.
Llegó al frente de Madrid el mismo día que cumplía veinte años, lo que le pareció un buen augurio. Había disfrutado de un permiso que le concedieron al terminar su hospitalización por una herida en el codo. Fue un disparo de fortuna durante la batalla por la reconquista de Teruel. En el hospital de Zaragoza se había dejado bigote y perilla, para parecer de más edad, porque tenía aún los mofletes colorados de la infancia y los labios blandos y redondos de un lactante.
La nueva unidad a la que le habían destinado era el Batallón de Bailén, que llevaba clavado desde hacía meses en el mismo sector, junto al Puente de los Franceses, a menos de un kilómetro de las primeras calles de Madrid. Le asignaron el mando de una compañía del batallón, con un centenar de hombres. Muchos de sus soldados no sabían por qué luchaban ni tampoco les importaba saberlo, como la mayoría de los que tenían enfrente, pero demostraban una resistencia extraordinaria a aquella vida de rutina mortal y de muerte rutinaria que era la guerra de trincheras. Sus hombres vivían como lombrices, unas veces entre el barro que lo invadía todo en los días de lluvia, otras sobre la tierra dura y blanquecina que dejaban las mañanas de helada.
La mayoría eran labradores analfabetos de Castilla la Vieja, que parecían haber llegado allí por equivocación, como para una siega de trigo que nunca comenzaba. Los surcos de la Tierra de Campos, de tanto mirarlos empujando el arado, se les habían quedado marcados en la piel terrosa de sus caras. Algunos tenían más de treinta años y habían cumplido el servicio militar hacía más de una década, en el Marruecos ya pacificado.
Aquel 14 de agosto de 1938, día de su incorporación al asedio de Madrid, hacía ahora casi ocho meses, había hecho un calor infernal. Se había trasladado en la cabina de un camión de intendencia desde Móstoles hasta la plazoleta de la Casa de Campo. Desde allí había seguido a pie por los pinares hasta llegar a las ruinas de unas caballerizas, junto a la cuales estaba la chabola que le habían adjudicado, entre la carretera de Castilla y la vía del ferrocarril Madrid-Irún. Cuando llegó a primera línea, el río era apenas un hilillo de agua y apestaba a charca putrefacta, pero habría dado cualquier cosa porque los de enfrente le hubieran dejado bañarse en él sin freírle a tiros desde los nidos de ametralladoras que tenían al otro lado del Puente de los Franceses y el Puente Nuevo.
Antes de marchar a inspeccionar las trincheras de su compañía, como cada mañana, Costales dobló la cuartilla con el mensaje de la radio de Cartagena y se la guardó en el bolsillo de su mono de campaña. Se ajustó la boina y se santiguó dos veces, como hacía siempre que se dirigía a primera línea, aunque aquella mañana se sentía seguro bajo la protección de la niebla.
En uno de los túneles que cruzaba por debajo de la carretera de Castilla se encontró con cuatro soldados embozados en sus capotes, con los fusiles en bandolera.
—¿Qué están haciendo aquí? —les preguntó.
—Estamos esperando a los de fortificación para reforzar la escolta. Es por la niebla, mi alférez —le dijo uno de ellos, mientras ensalivaba un pedazo de pan en su boca desdentada.
Costales entendió que a aquellos hombres les habían ordenado sumarse a la vigilancia del batallón de trabajadores, formado por algo más de un centenar de prisioneros rojos, la mayoría asturianos, santanderinos y vascos apresados en la campaña del Norte. Cuando eran conducidos a primera línea a realizar labores de fortificación, siempre existía el riesgo de que pudieran pasarse al lado de sus antiguos camaradas. Muchos de quienes lo habían intentado habían muerto acribillados por los centinelas sin miramientos. El riesgo de fuga era mucho mayor en los días de niebla, por lo que se doblaba la escolta.
Además de los prisioneros, a la actividad de fortificación se dedicaban todos los días, incluido los domingos, dos compañías de zapadores y los hombres libres de servicio de infantería, artillería e intendencia. En las posiciones que cercaban Madrid se había levantado una nueva ciudad de sacos terreros, alambradas, vigas de madera y cemento, que se extendía también por debajo de la superficie, a través de galerías abiertas incluso a veinte metros de profundidad.
Costales aún no podía creer que, para reforzar las posiciones de la división, los zapadores gastaran en un mes más de veinte mil troncos y tablas de madera para los «caballos de Frisia», el suelo de las trincheras, el revestimiento de los pozos de tirador, las vigas de los refugios y las galerías de minas o el encofrado de los nidos de ametralladora. Llegaban a emplear también tres mil sacos de cemento, trescientos de cal y otros tantos de yeso, además de cuatrocientos rollos de alambrada.
Los trabajos de fortificación garantizaban una buena defensa frente al enemigo, pero Costales hubiera deseado que les protegieran también de las ratas, que eran las verdaderas dueñas de aquellos arenales del Manzanares. Cientos de ellas deambulaban con repugnante naturalidad dentro de las chabolas y en las trincheras, olfateando siempre con sus hocicos excitados entre los macutos, los platos del rancho, las mantas y los arcones de ropa. Las cazaban a palos o a tiros después de quemar la pólvora de unos cartuchos a la entrada de sus madrigueras, para que salieran aturdidas por el humo. Las ratas sólo desaparecían con el ruido de la guerra, para reaparecer en tierra de nadie olisqueando las piltrafas humanas arrojadas entre unas y otras trincheras por la explosión de un proyectil de artillería o la voladura de una mina.
Al llegar a la primera línea, salió a su encuentro el sargento de guardia, un chaval de Jaén con la cabeza rapada al cero y el casco colgado del cuello por el barboquejo. Bajo su enorme capote, tenía el aspecto de un monje ermitaño.
—Sin novedad, mi alférez —le dijo el sargento—. Los de enfrente están muy callados.
—Será que la toma de Cartagena les ha dejado mudos —respondió él, forzado.
Cuando emprendieron el camino por las trincheras, se oyeron varios morterazos, como para desmentir sus comentarios. Costales buscó instintivamente la protección del talud de la trinchera, con la cabeza entre las manos, mientras el sargento se quedó inmóvil, con la mirada clavada en la niebla.
—Han caído por la parte de la Casa de Velázquez y el palacete de La Moncloa —dijo este último después de las explosiones, sin inmutarse.
Apenas unos segundos después, se escuchó la réplica de los morteros propios. Era la partida de todos los días.
—Los nuestros han tirado sobre las facultades de la Universitaria —explicó de nuevo el sargento.
Costales no hizo caso. Estaba avergonzado de su reacción ante aquellos morterazos lejanos. El sargento no sólo había demostrado tener más experiencia que él, sino también más fortaleza de ánimo. Era esa entereza lo que más envidiaba de sus hombres. Para sobreponerse a su propio miedo, pidió al sargento que le acompañara a visitar las posiciones frente a los campos de polo, a orillas del Manzanares.
Al llegar saludó a dos centinelas, resguardados bajo el talud del parapeto. Quiso mostrarse ante ellos como un jefe con espíritu y coraje, y se asomó simulando despreocupación a una de las aspilleras abiertas a ras de suelo. Observó durante unos segundos el árido paisaje de la tierra de nadie. Más allá de los «caballos de Frisia», erizados de alambradas, se extendía un campo lunar con cráteres de bomba colmados de aguas pestilentes, en cuyos bordes se erguían, como coronas de espinas, los troncos astillados de las antiguas arboledas que crecían junto al río.
Al otro lado de la tierra sin dueño, a doscientos metros de aquellas posiciones, estaban los «rojillos», como les llamaban sus hombres. Llevaban tanto tiempo unos tan cerca de otros que se habían establecido una cierta familiaridad y solidaridad entre los soldados de una y otra trinchera. Dos años atrás, en aquellas mismas trincheras del Puente de los Franceses, había sido relevado un batallón después de que los soldados, ante la mirada atónita de los oficiales, hubieran salido a tierra de nadie a abrazarse con los rojillos como hermanos e intercambiar tabaco por papel y cartas para sus familiares en el otro campo.
El verdadero temor de Costales en aquellas visitas a las posiciones adelantadas era que la tierra se abriera de pronto bajo sus pies. La guerra de minas era para él la peor amenaza y la más enervante. En las trincheras, a los enemigos nunca se les veía la cara, pero se sabía que estaban allí, delante de uno. De los minadores, en cambio, sólo se sabía que habían estado debajo de uno cuando explotaba la mina, cargada con tantas toneladas de dinamita o trilita como para hacer saltar por los aires una completa líneas de trincheras, con todo un turno de centinelas dentro. En un abrir y cerrar de ojos, el paisaje conocido dejaba de existir, como si se lo tragara la tierra, y no era raro que, después de la explosión, llovieran cadáveres del cielo.
Costales sabía que a lo largo de casi tres años habían estallado doscientas minas propias y enemigas en la Ciudad Universitaria y el Parque del Oeste. Parecía una guerra entre dos ejércitos de topos enloquecidos. A lo largo de todo el frente se habían abierto centenares de pozos, desde los cuales se excavaban galerías de varios kilómetros de largo, que servían tanto para cargar minas bajo las posiciones del enemigo, como para detectar las que este preparaba bajo las propias.
El sector que más voladuras había sufrido era el del Hospital Clínico, donde el enemigo, aprovechando su dominio de la red de alcantarillado, había explosionado trece minas. Su guarnición había acabado por bromear a cuento de aquel peligro. A Costales le habían contado que, junto al embudo de una mina que había sepultado a cuarenta legionarios de la 6.ª Bandera, alguien había clavado un cartel que rezaba: «Gran Escuela de Aviación: se vuela gratis».
El segundo edificio de la Ciudad Universitaria más castigado por las minas rojas era la Escuela de Agrónomos, parte de la cual había quedado convertida en una montaña de ruinas. El mando rojo siempre había estado obsesionado con el sector de Agrónomos, contra el que había ordenado numerosos ataques con el fin de embolsar a todas las fuerzas nacionales desplegadas entre el Clínico y el Parque del Oeste. A cada mina estallada bajo Agrónomos seguía un asalto masivo de la infantería roja desde Odontología, que siempre era rechazado con el apoyo de las ametralladoras de la cercana Casa de Velázquez.
Hacía sólo diez días que los hombres de Costales habían descubierto que los rojillos estaban excavando una galería bajo sus posiciones en el edificio de Firmes Especiales, junto al Puente de los Franceses. Le habían despertado en plena noche para informarle de que un centinela había logrado escuchar los golpes de piqueta que los minadores rojos estaban dando bajo tierra. Al llegar a aquel lugar vio que el centinela estaba tendido en el fondo de la trinchera, con la oreja derecha pegada a una cantimplora apoyada en el suelo.
—Los rojos trabajan rápido, mi alférez. Al menos hay seis hombres dándole a la piqueta ahí abajo —dijo el centinela con extraña serenidad.
Cuando este se levantó del suelo, Costales reconoció a un marinero de Vigo que siempre le había llamado la atención por sus grandes orejas de soplillo. El marinero le invitó a escuchar a través de la cantimplora y él acercó su oreja derecha al frío latón. No tardó en percibir el sonido de las piquetas, que parecía venir del interior de la cantimplora, como si unos hombrecillos intentaran abrirse paso a través de ella.
—Hay que avisar a los asturianos —dijo sin despegar la cara de la cantimplora.
A Costales le gustaba llamar así a los hombres de la compañía de minadores creada durante el asedio de Oviedo. Al ser liberada Asturias, habían llegado al frente de Madrid para hacerse cargo de la guerra de minas en la Ciudad Universitaria, a las órdenes del coronel Petrirena. Todo el mundo reconocía que gracias a aquellos asturianos se había logrado aventajar al enemigo en la guerra subterránea. Eran los únicos capaces de medirse bajo tierra con sus paisanos del campo rojo, que habían sido mineros como ellos antes de la guerra.
A la mañana siguiente, los asturianos comenzaron a trabajar en el pozo 273, abierto junto al edificio de Firmes Especiales, para intentar localizar la galería roja. Por precaución, Costales hizo desalojar las posiciones hacia las que parecían dirigirse los minadores enemigos. Sobre las avanzadillas amenazadas sólo dejó algunos centinelas con la orden de que fueran relevados cada cuarto de hora.
Después descendió al pozo por una escala de cuerda para acompañar a los minadores. Al fondo de la galería, de apenas un metro y medio de alto por uno de ancho y con el suelo embarrado, descubrió a un alférez en cuclillas, de cara a la pared. A la luz de la lámpara de carburo parecía un ser viscoso, de piel macilenta, con ojos redondos y negros, de salamanquesa. Sostenía un fonendoscopio tan grande como un pandero, con el que podía percibir los golpes de piqueta de los minadores rojos y establecer con exactitud la distancia a la que se encontraba la galería que estaban excavando, así como la dirección que tomaba.
—Las bombas que tiramos sobre Madrid desde el cielo, los rojos nos las devuelven desde el infierno —oyó decir entre dientes al escucha.
Los minadores asturianos comenzaron a abrir dos galerías paralelas a la de los rojos, a cinco metros de profundidad, siguiendo las indicaciones del escucha. Cuando ya habían avanzado unos cien metros, empezaron a cavar dos túneles en perpendicular al del enemigo. Al final de la jornada habían logrado situarse a unos pocos metros de la galería roja. Entonces colocaron una carga de doscientos kilos de dinamita. A las doce y media de la noche la hicieron explosionar. La voladura provocó una sobrecogedora erupción de tierra y fuego que iluminó la noche como un volcán.
A la mañana siguiente, los asturianos lograron localizar entre los restos de la galería roja, excavada desde uno de los campos de polo a orillas del Manzanares, los cadáveres de ocho minadores enemigos. Costales fue testigo del momento en que los propios asturianos los sacaban de las entrañas de la tierra, como figuras de barro cocido, con los ojos y la boca cegados de arena, con el mismo respeto con el que hubieran rescatado a unos compañeros muertos en un pozo de carbón de su tierra.
Costales se estremeció al recordar aquella escena mientras seguía su recorrido por las trincheras de primera línea. Las cortinas de niebla habían empezado a rasgarse, dejando paso a efímeros torrentes de sol que se derramaban sobre la tierra de nadie. Cuando estaba a punto de regresar a su chabola, oyó al otro lado del río el ronquido metálico de un altavoz:
—Os habla la España leal… la República española tiene un nuevo presidente… actual presidente de las Cortes, Martínez Barrio, se ha hecho cargo de la presidencia de la República… mantenemos la voluntad de luchar por la independencia de la patria ante la invasión extranjera…
Pensó que lo de la dimisión de Azaña era una noticia conocida, y que lo de Martínez Barrio les importaba un comino a él y a sus hombres. Si se confirmaba que la flota roja había caído en manos nacionales, como aseguraba el mensaje captado a la emisora de Cartagena, a Negrín no le quedaría otra que rendirse, aunque tuviera un sustituto para Azaña.
Alguien dijo a su espalda que el altavoz debía de estar oculto en la colonia de la Fuente de la Teja. De pronto, como si sus sirvientes hubieran oído aquella indicación, la batería antitanque del edificio de Firmes Especiales abrió fuego contra las ruinas de la colonia. La batería hizo dieciocho disparos y el altavoz enemigo enmudeció.
El intercambio de propaganda siempre le había parecido lo más divertido de la guerra de trincheras. A veces llegaba a ser un espectáculo, como sucedía con los lanzamientos de globos y cohetes con octavillas, que alegraban a los hombres como si fueran chiquillos en las fiestas de un pueblo. Cada globo o cohete podía soltar mil papeletas, que caían como confeti sobre las posiciones. Lo de menos eran los mensajes de las octavillas, porque muchos de sus soldados no sabían leer.
Las octavillas que lanzaban los rojillos siempre invitaban a los oficiales a pasarse con sus soldados para «luchar juntos contra la dominación extranjera». Las últimas que habían tirado hablaban de la independencia de España y de la esclavitud a la que Alemania e Italia iban a someter a los españoles cuando terminara la guerra. Ellos, por su parte, les habían arrojado el día anterior panfletos con la carta de dimisión de Azaña, algunos de los cuales habían llegado a las líneas de su compañía a causa del viento.
Costales reconocía que los rojillos eran unos consumados maestros en el manejo de la propaganda del frente, sobre todo la de los altavoces. Todos los días dirigían hacia sus líneas una emisión que empezaba y terminaba con el himno de Riego, y en donde combinaban consignas, pasodobles, cante flamenco, cantos regionales, noticiarios y el parte oficial de su Ministerio de Defensa. Tenían también una sección que llamaban «Ellos y nosotros», con noticias y comentarios de hechos de uno y otro bando. La utilizaban para propagar todo tipo de bulos, como el que hablaba de que un millar de falangistas y requetés encarcelados en Pamplona por su oposición a Franco habían conseguido escapar de la prisión y estaban luchando en los montes de Navarra contra los moros e italianos que el Caudillo había enviado para someterlos.
En otra ocasión, un altavoz de los rojillos se dirigió a los «buenos católicos de la zona de Franco» para decirles que la República respetaba la libertad religiosa, razón por la cual miles de católicos luchaban en sus filas, mientras que Hitler perseguía a los católicos en Alemania, los alemanes eran anticristianos, los moros eran musulmanes y el Papa condenaba la persecución religiosa del fascismo. Algunos de sus hombres respondieron a aquella alocución con ráfagas de ametralladora y disparos de fusil, a la vez que les recordaban a gritos a los rojillos las novicias violadas y asesinadas por sus milicias.
Costales nunca había olvidado un episodio ocurrido en una fría noche de diciembre, con la luna emboscada en nubes tenebrosas. Había salido a inspeccionar las trincheras cuando una voz grave empezó a recitar, a través de un altavoz situado al otro lado del Manzanares, un poema que él conocía. Los versos llegaban entrecortados por el viento y por el ladrido de los perros:
—… en las últimas esquinas toqué sus pechos dormidos… ella se quitó el vestido, yo el cinturón con revólver, ella sus cuatro corpiños… sus muslos se me escapaban como peces sorprendidos… corrí el mejor de los caminos, montado en potra de nácar sin bridas… sucia de besos y arena, yo me la llevé al río… porque teniendo marido me dijo que era mozuela cuando la llevaba al río…
No faltaron los gestos soeces por parte de sus hombres, como el de un cabo que simuló desabotonarse el pantalón y cabalgar sobre su fusil ametrallador. Les dejó hacer. Sabía que, en el fondo, aquel poema podía hacer más daño que unas granadas de mortero entre unos hombres atrincherados en la orilla de aquel río de muerte, lejos de sus mujeres o sus novias. A él mismo le recorrió un escalofrío de emoción.
El enemigo, sin embargo, había elegido aquellos versos por otra razón, como pronto descubrió. El hombre de voz grave que los había recitado por el altavoz, comenzó a hablar de nuevo. Esta vez sus palabras llegaron nítidas a través de la noche:
—¡Eh, facciosos! ¿Os ha gustado el poema? ¡Pues al que lo escribió lo matasteis vosotros!
Costales advirtió que sus hombres se encogían de hombros. Muchos de ellos ni siquiera sabían quién era García Lorca. Cuando asesinaron al poeta en Granada, la mayoría de ellos estaba recogiendo la cosecha en los campos del amo. La recluta los había traído a estas trincheras y ahora, después de escuchar aquel poema, habrían dado cualquier cosa por estar lejos de allí, desabrochando camisas y levantando enaguas en cualquier otro lugar. Entonces, antes de que nadie pudiera evitarlo, uno de sus soldados se encaramó a lo alto del parapeto. Reconoció a un muchacho de Madrid pasado a sus filas al comienzo de la guerra, que le había contado una vez que su padre, refugiado ahora en la embajada de Cuba, había compartido celda con Muñoz Seca antes de que los rojos mataran a este. Por un momento pareció que iba a disparar contra las trincheras enemigas, pero se puso a gritar a pleno pulmón:
—¡Rojillos! ¿Y a Don Mendo? ¿Quién mató a Don Mendo?
La propaganda del enemigo se contrarrestaba con charlas en las que se insistía en que los dirigentes rojos sólo pretendían entregar España a los soviéticos, al igual que les habían entregado los ocho mil millones de pesetas en oro robados al Banco de España. A los rojos se les leían también las victorias de las fuerzas nacionales a través del parte de guerra del cuartel general del Caudillo, y se les animaba a desertar, diciéndoles que la guerra la tenían perdida, y que hasta Gran Bretaña y Francia, con su reconocimiento del gobierno de Franco, les habían abandonado, como harían al final sus dirigentes. Además, se les prometía que los que se pasaran no sufrirían represalias, siempre que no tuvieran manchadas las manos de sangre.
Desde su llegada al frente de Madrid, el goteo de deserciones enemigas había sido incesante. A veces se pasaban veinte hombres de golpe, oficiales incluidos. De noche, los desertores preferían cruzar las líneas junto a los campos de polo a orillas del río, porque era el sitio más cercano a las trincheras nacionales. Si se fugaban de día, preferían hacerlo al atardecer, sobre todo por el Cerro del Águila, aprovechando que el sol cegaba a sus propios centinelas.
Todos los jefes de compañía tenían orden de trasladar a los desertores al puesto de mando del batallón, situado en la Casa de Vacas, junto a la línea del ferrocarril Madrid-Irún. Allí, los mandos les interrogaban por la salud de Negrín o de La Pasionaria, por cómo se veía la situación internacional en el campo rojo o por el paradero en Madrid de los polvorines y talleres de fabricación de proyectiles, preguntas a las que la mayoría de aquellos pobres desgraciados no sabía responder.
A los jefes de compañía les habría interesado más saber, a través de los desertores, el emplazamiento de la ametralladora que peinaba la coronilla a sus hombres a todas horas o la localización del mortero que les encogía el estómago a la hora del rancho. Pero en el puesto de mando nadie preguntaba a los pasados por estas cuestiones y, después de haberles interrogado sobre mil y una zarandajas, les despachaban a un campamento de Carabanchel habilitado como depósito para evadidos. Una vez allí, según su grado de afección a la causa roja, se les dejaba en libertad, se les incorporaba a filas o se les encarcelaba.
Al terminar su ronda de inspección de aquella mañana, felicitó al sargento de guardia por la perfecta organización de los puestos. Estaba seguro de que, un día más, se libraría de ser abroncado por el teniente coronel Broto, cuyas inesperadas inspecciones eran temidas en todo aquel frente, sobre todo si bajaba de su puesto de mando del cerro Garabitas con algunas copas de más.
Los jefes de compañía y de sección, sobre todo los jóvenes recién salidos de alférez como era su caso, temblaban ante Broto como unos escolares ante un maestro duro y exigente. Les imponía su físico algo brutal, la espalda cuadrada bajo aquel chaquetón de cuero negro, y su nariz aguileña, su frente ancha y esa mirada perdida que, sin embargo, podía clavarse fijamente en uno y hacerle sentir como si lo taladrara. Al temor que despertaba su aspecto se unían las leyendas que corrían sobre su ferocidad: se contaba que le había cortado la oreja de un sablazo a un oficial con el que se disputaba el amor de una mujer y que, estando en África, había mandado a sus padres en una caja de madera las cabezas de tres rifeños como recuerdo.
En sus inspecciones por la primera línea, Broto no perdonaba un descuido. Amonestaba siempre de una manera cortante, como si estuviera a punto de preguntarle a uno por su último deseo antes de fusilarlo. Tenía opinión sobre el estado de cualquier cosa y siempre ofrecía una alternativa para mejorarlo, y lo mejoraba realmente, ya fuera la ubicación de las cocinas, el emplazamiento de una ametralladora, la orientación de las letrinas o el encofrado de una nueva trinchera.
En una ocasión, Costales había visto excusarse a un jefe de compañía ante Broto por la mala colocación de una alambrada, argumentando que había sido tendida de noche como era habitual, para no atraer el fuego enemigo. Broto le había interrumpido bruscamente:
—Si sus hombres no saben tender una alambrada de noche, tendrá que ordenarles que lo hagan de día.
Algunos oficiales comentaban que Broto estaba perdiendo la cabeza. Decían que sus borracheras eran cada vez más habituales y que era frecuente verlo dando tumbos por la trinchera en sus visitas a primera línea. Las noches claras se las pasaba fuera de su puesto de mando, al resguardo de una encina, bebiendo coñac hasta bien entrada la madrugada. Otras veces asustaba a los centinelas de los puestos de avanzada con sus extraños paseos nocturnos, por lo que el día menos pensado se iba a llevar un tiro.
Al mes de llegar al frente de Madrid, Costales había sido testigo de una extraña historia protagonizada por Broto cuando a su regimiento le asignaron el flanco derecho de la Ciudad Universitaria. El teniente coronel que mandaba el otro flanco se ausentó unos días por un permiso y Broto se convirtió en jefe accidental de todo el sector. Como no conocía las posiciones del Hospital Clínico desde las que se dominaban las facultades de Medicina, Odontología y Farmacia, todas ellas en manos del enemigo, decidió hacer una de sus temidas inspecciones a la caída del sol.
La compañía de Costales servía de enlace con las fuerzas de aquel sector, por lo que tuvo que acompañar a Broto. Desde unas trincheras del Clínico situadas sobre el borde de un gran embudo abierto por una mina, Broto había comenzado a escrutar la fachada sur de la Facultad de Medicina con la gorra de plato del revés, la visera sobre la nuca, y un ojo puesto sobre una sola lente de sus prismáticos Zeiss. Repentinamente, sufrió un sobresalto, como si hubiera visto una aparición. Ante aquella reacción, todos los que le acompañaban se pusieron a mirar también los parapetos que cubrían los ventanales de Medicina, entre los que se adivinaban los puestos de ametralladora enemigos, pero no vieron nada extraño.
Broto, sin quitarse los prismáticos de la cara, preguntó entonces con serenidad:
—¿Habían visto ustedes a esa niña alguna vez?
—¿Qué niña, teniente coronel? —dijeron a coro todos los oficiales, mientras algunos se daban codazos de complicidad ante la absurda visión de su superior.
—La que yo estoy viendo ahora mismo en aquellos ventanales de Medicina. Alférez Costales, que nadie dispare un solo tiro, ni siquiera en respuesta al fuego del enemigo. El que lo haga se las verá conmigo.
Asustado por aquel posible ataque de enajenación de Broto, hizo pasar la orden de no abrir fuego. Después volvió a tomar sus prismáticos y se asomó de nuevo a la mirilla… No podía creerlo. Allí estaba, donde había dicho Broto. Era una niña con dos largas trenzas rubias. Vestía una blusa blanca y estiraba los brazos de cuando en cuando para coger algo de encima de los parapetos.
—La niña es de verdad —dijo sin pensarlo y enseguida se dio cuenta de su imprudencia—. Perdón, mi teniente coronel, quería decir que, en efecto, hay una niña.
No tardaron en verla todos los demás. Era una chiquilla de tez muy blanca, de unos diez años. Alguien dijo disparatadamente que podía tratarse de la hija de un «internacional», por su aspecto nórdico, pero los voluntarios extranjeros reclutados por los rusos hacía mucho que habían dejado las aulas y los laboratorios de Medicina. Allí se habían defendido como leones en noviembre del 36, entre los tubos de ensayo y las tablas de disección con los que enseñaba a sus alumnos el mismísimo Negrín, quien, según había oído Costales, había sido catedrático antes de meterse en política.
—Son libros, mi teniente coronel. La cría está cogiendo libros de los parapetos —dijo alguien.
El propio Costales pudo confirmarlo. La niña se alzaba sobre los parapetos de los altos ventanales para recuperar los libros que los milicianos habían sacado seguramente de la biblioteca de la facultad para reforzar sus puestos, como aventuró alguno de los presentes.
—Creo que pocos libros de medicina han debido de salvar tantas vidas como esos —comentó Broto, provocando las carcajadas de sus hombres.
Al rato descubrieron que la niña no estaba sola. Con ella había un hombre con traje y corbata y un niño también rubio. Llegaron a la conclusión de que el hombre del traje debía de ser el padre de los niños, quizá un bibliotecario o un profesor interesado en salvar de la destrucción aquellos volúmenes. Les impresionó que se hiciera acompañar de unos niños tan pequeños para llevar a cabo aquella labor.
Broto ordenó que vigilaran aquellos ventanales y mantuvieran el alto el fuego hasta que se marcharan los niños. Después, cuando prosiguió su inspección por las trincheras, se le oyó decir con voz ahogada:
—Ya saludaremos a esos pequeños valientes el día que entremos en Madrid, si es que entramos algún día.
Al recordar ahora aquella historia, mientras regresaba a su chabola, Costales deseó que algún día Broto le hiciera llamar a su puesto de mando en Garabitas, en las horas previas a la liberación de Madrid, para encargarle la misión de encontrar a aquellos niños. No sabía bien por qué, pero recibir aquella orden se había convertido en su mayor ilusión. Quizá porque eso significaría que la guerra estaba tocando a su fin. O porque así lograba ahuyentar de su mente la idea de que antes o después tendría que tomar Madrid al asalto, al frente de su compañía. Aquella idea le llenaba de zozobra, y sólo era capaz de liberarse de ella imaginando su encuentro con aquellos pequeños valientes después de que hubiera empezado el tiempo de la paz.