¿Traidor? No, él no era un traidor. Se tenía por hombre de palabra y jamás había dudado a la hora de cumplir su promesa de fidelidad a la República. El capitán Luis Masip quería que la guerra terminara cuanto antes, eso era todo. Igual que cuando se jugaba la vida en el campo de batalla. Sí, también había desafiado el tableteo de las ametralladoras enemigas al frente de sus hombres para que la guerra acabara lo antes posible. En el fondo, él no había cambiado, salvo por su vestimenta y su cojera. Había sustituido el casco de acero y el mono de campaña por una boina bien ceñida a la frente, guardapolvos beige, guantes de cuero, pantalones bombachos y botas altas de cordones, con los que recorría ahora las calles de Madrid como oficial de enlace, a lomos de su vieja motocicleta Royal Enfield, que siempre parecía que fuera a descomponerse al rodar sobre el adoquinado.
A aquellas horas del amanecer, Madrid siempre le resultaba más vulnerable, como si se desprendiera con recelo de la protección de la noche, temerosa de la luz que la descubriría un día más ante los sitiadores. Los escasos transeúntes caminaban como seres fantasmagóricos por las aceras, al resguardo de los edificios. Los cables de los tranvías tendidos sobre las calles parecían los hilos que les guiaban a través de un laberinto sin salida.
Al enfilar el paseo del Prado, el capitán Masip pensó que esa mañana la niebla iba a dar un respiro a la ciudad. La artillería propia había celebrado la aparición de aquel manto protector con diez cañonazos que le habían sobresaltado cuando sacaba la motocicleta de su portal. Los disparos procedían de una de las piezas de la batería del diez y medio que tiraba contra la Casa de Campo desde Las Vistillas, a unos centenares de metros de su casa. Se había quedado inmóvil en el umbral, con la boca repentinamente seca y los latidos del corazón golpeándole las sienes. Contó los disparos, bajo los cuales la niebla vibró como si fuera a deshilacharse.
Había pensado muchas veces en trasladarse a un barrio más seguro, pero sentía un gran apego por aquella casa de la calle de Don Pedro, junto a la iglesia de San Francisco el Grande. Había sido su casa desde niño, cuando le adoptó un tío materno después de que a sus padres, con los que vivía en Barcelona, se los llevara la gripe española. Su tío, que trabajaba en una joyería de la calle Mayor, se había marchado de Madrid al principio del asedio, cuando empezaron los bombardeos y la joyería fue saqueada por los milicianos.
Abandonar aquella casa significaba dejar indefensos todos sus recuerdos de infancia ante las bombas fascistas. La mayoría de aquellos recuerdos estaban ligados al ama de Trujillo que le había criado y a la que hacía responsable directa de su carrera militar, porque desde que tenía uso de razón aquella buena mujer le había llenado la cabeza de hazañas guerreras. De niño se había pasado las tardes en el pasillo de la casa de su tío luchando briosamente contra imaginarias legiones romanas, hordas bárbaras, guerrillas incas, mesnadas almohades, tropas napoleónicas o tribus rifeñas.
Al ingresar años más tarde en la Academia de Toledo logró transformar aquellas heroicas ensoñaciones en una extraordinaria aptitud para los estudios militares. Pero al comienzo del asedio, mientras dudaba entre marchar al frente o permanecer en su destino del Ministerio de la Guerra, trabajando en la llamada a filas de las primeras quintas movilizadas por Largo Caballero, prendió de nuevo en él aquella propensión a pensar que la guerra podía ser distinta a como era en realidad. Así, se había llegado a figurar a veces que la amenaza que pesaba sobre la capital era la de una turba de mugrientos tártaros de las estepas, acampados bajo los pinares de la Casa de Campo y los encinares de El Pardo. Había imaginado también masas de africanos que adornaban sus frentes con cabezas de grandes felinos, mientras hacían arder grandes hogueras en las cimas de la sierra de Guadarrama. Y en ocasiones inventaba multitudes de cobrizos aztecas emboscados en los montes de Guadalajara.
Con el paso de los meses, su imaginación había sido vencida por la certeza de que aquella guerra abominable apenas dejaba resquicio para la épica o el honor. En Madrid, se había asesinado a miles de personas por odio, codicia y venganza, incluso por el simple gusto de matar, mientras otros miles de inocentes habían sido muertos o heridos por los bombardeos contra la ciudad, incluidos centenares de niños, masacrados como si fueran combatientes. Apenas quedaba nada de heroico para él en aquella lucha entre españoles, salvo el sacrificio de quienes morían en las trincheras y de quienes se esforzaban por paliar los sufrimientos de los civiles.
Al enfilar la calle Alcalá, después de rodear el búnker de ladrillo que protegía la fuente de la Cibeles, adelantó a un tranvía coronado por un cartel de Agua de Cestona que subía hacia la Puerta del Sol. Su mirada se cruzó fugazmente con la de una mujer que apoyaba su frente en una de las ventanillas. Había visto aquella mirada muchas veces. Era la mirada de un cadáver sobre la ciudad sin alma, extenuada. No, él no era un traidor, volvió a pensar. No era un traidor por aborrecer aquella mirada, aquella guerra.
Redujo la velocidad de la motocicleta ante la verja del Ministerio de la Guerra y alzó el puño para saludar a los dos centinelas de la entrada, inmóviles como estatuas dentro de sus tabardos, con las viseras de sus gorras impregnadas de humedad, brillantes. Después aceleró para subir la cuesta y se detuvo ante la fachada del palacio de Buenavista, bajo los grandes cedros del jardín. Aún seguía montado sobre la motocicleta cuando salió a su encuentro un teniente coronel a quien conocía de su destino en el ministerio en tiempos de paz. Era un hombre alto y grueso, con una papada que le rebosaba del cuello de la guerrera como un pequeño abdomen hinchado. Tenía una mirada astuta que parecía siempre interrogarle, como si desconfiara de él. Aquel oficial se había dedicado a perseguir desertores de la llamada a filas y desenmascarar a los útiles para el servicio que se habían pasado la guerra en retaguardia enchufados por partidos y sindicatos. Ahora estaba involucrado en el mismo complot que él para acelerar el fin de la guerra.
—Masip, ya va con retraso. Aquí tengo su salvoconducto para la «Posición Jaca». Vaya con mucho cuidado. Los comunistas ya se están oliendo la tostada —susurró el oficial mientras le tendía un cartón sellado.
—Ni que fueran tontos —respondió secamente Masip mientras se ajustaba la boina sobre la frente.
—Nadie ha dicho que sean tontos. Pero tenemos que ser más inteligentes que ellos.
Masip frunció con preocupación sus labios y dio un acelerón a la motocicleta como para intentar disipar sus temores. Negrín y los comunistas iban a jugar sus últimas cartas para continuar la resistencia. Lo más seguro es que sospecharan ya de los intentos del coronel Casado para entablar negociaciones de paz con Franco. En los últimos días había pensado que Negrín no había ordenado detener y fusilar a Casado, aun conociendo sus manejos, porque sabía que el problema no era Casado. El problema era que todo el mundo estaba cansado de la guerra y, aunque el Ejército Popular siguiera en pie, era como un cadáver apoyado en un parapeto para simular.
Masip estaba al corriente de que Franco tenía veinticinco divisiones dispuestas para el asalto de Madrid, con cerca de trescientos mil hombres y una superioridad aplastante en aviación, artillería y blindados. El coronel Casado, como jefe del Ejército del Centro, sólo podía oponerle trece divisiones, con cien mil hombres mal armados. La falta de víveres debilitaba aún más la moral de las tropas, quebrantada ya por la pérdida de Cataluña. A pesar de ello, en la entrevista que habían mantenido en Madrid un mes atrás, Negrín le había pedido a Casado que prolongara la resistencia siguiendo el ejemplo de Madrid en noviembre de 1936, con el «¡No pasarán!». Según los cálculos del ministro de Estado, Álvarez del Vayo, los facciosos podrían fusilar al terminar la guerra a unas veinte mil personas, por lo que había que forzar a Franco a elegir entre una paz sin persecuciones ni represalias o continuar la guerra hasta el último hombre.
—O todos nos salvamos o todos nos hundimos en la exterminación y el oprobio —había sentenciado Negrín.
Masip estaba convencido de que Casado lograría un acuerdo más ventajoso con Franco para poner fin a la guerra que un jefe de gobierno como Negrín, rehén de los comunistas. Sabía que el jefe del Ejército del Centro había establecido ya contactos con agentes de Franco a través de su médico personal, el capitán Medina. Para Masip, no dejaba de ser un cruel sarcasmo que junto a la cabecera de la República se encontraran dos galenos, el capitán Medina y el doctor Negrín, de opiniones muy distintas sobre la conveniencia de alargar o acortar su agonía.
Casado esperaba conseguir de Franco la promesa de que dejaría salir de España a todo el que lo deseara, a cambio de entregar todo el territorio republicano sin lucha. Aspiraba a acordar una paz sin represalias, en la que unos y otros se perdonaran mutuamente las atrocidades cometidas y unieran sus brazos para la reconstrucción de España. Tenía previsto incluso un final de la guerra apoteósico en Madrid, en el paseo de la Castellana, con la entrada a caballo de Franco a la cabeza de sus fuerzas, mientras las tropas del Ejército Popular le rendían honores. Casado pensaba que España daría un gran ejemplo al mundo con aquel desfile. Su única condición era que en Madrid no entraran moros ni italianos, sólo unidades españolas.
—Esta mañana ha habido cañoneo desde Las Vistillas contra las líneas rebeldes —dijo Masip para ahuyentar de su mente la visión de aquel desfile triunfal.
—Lo sé. Algunos comunistas se sirven de la artillería para recordar a Franco que están dispuestos a afrontar el duelo final. Siempre será mejor que apunten los cañones contra los facciosos, y no contra nosotros. Pero váyase, Masip, se le está haciendo tarde —y el oficial le dio la espalda sin despedirse.
Masip rodó con la motocicleta por la cuesta del jardín y se sintió aliviado cuando salió a Cibeles. Al dejar atrás la Puerta de Alcalá en dirección a la carretera de Aragón, vio a varias personas cargadas con hatillos y cestos caminando junto a la verja de El Retiro. Sabía que se dirigían al mercado de trueque de la plaza de Manuel Becerra para intercambiar los objetos de valor y los enseres de sus casas por comida. Ante la visión de aquella gente volvió a reafirmarse en su voluntad de apoyar la conspiración para poner fin a la guerra.
Que la guerra estaba perdida, Masip lo sabía desde que un tiro en la rodilla izquierda le había dejado cojo, y ya iba para dos años que andaba renqueante por culpa de aquel disparo. Desde entonces, al comienzo de cada batalla, había creído que podía pronosticar la derrota del Ejército Popular por el dolor de su rodilla, y muy pocas veces se había equivocado.
El recuerdo del asalto en el que fue herido le llegaba siempre envuelto en el aroma penetrante de los setos de boj de los parterres del palacio de La Granja, al pie de la sierra de Guadarrama. Había sido el último día de mayo de 1937, en la ofensiva sobre Segovia, planificada para frenar el avance de las tropas rebeldes sobre Bilbao. Masip era entonces teniente y mandaba una compañía creada en Madrid por milicianos de artes gráficas, que después fue encuadrada en su unidad, la 31.ª Brigada Mixta, a la que había llegado como instructor.
Aunque podría haberse pasado la guerra instruyendo reclutas, consiguió que le concedieran mando sobre tropa en el nuevo Ejército Popular, una vez vencido el recelo de las milicias a servir en unidades regulares y bajo las órdenes de oficiales profesionales. Había pedido aquel nuevo destino llevado por la confianza en una victoria que parecía estar al alcance de la mano. Además, con su marcha al frente, se convertiría por fin, a sus treinta años, en el héroe que siempre había soñado ser, y podría impresionar a la mujer que amaba como habría hecho un chiquillo, con alguna pequeña cicatriz causada por un disparo afortunado.
Lo cierto es que había conseguido impresionar con su pierna vendada a Isabel Mercadal, cuando esta fue a visitarlo por primera vez a la habitación de la sexta planta del Hotel Palace, donde fue ingresado después del ataque sobre La Granja. Ella apareció en la puerta de la habitación con una rebeca azul y una falda gris, el pelo suelto como una colegiala, mirando a un lado y a otro de la estancia con una sonrisa triste. Los quince heridos que compartían la sala con él ya no dejaron de observarla durante todo el tiempo que permaneció allí.
Isabel no le pudo ocultar su conmoción al ver el Palace convertido en hospital militar. Lo primero que había descubierto al entrar fue una montaña de camillas ensangrentadas apiladas en el vestíbulo. La gran rotonda y los salones del hotel se habían llenado de médicos y enfermeras que caminaban con prisa, atareados en su lucha contra la muerte y el dolor. Madres y esposas apenas podían disimular su espanto al pie de la cama de sus hijos o maridos desfigurados y mutilados.
—¿Os han lanzado gases, Luis? ¿Han sido capaces? —le había preguntado, estremecida al ver a algunos heridos con la cara cubierta de vendajes.
—No, pero nos han hecho respirar plomo —le contestó en voz baja para no ser oído, intentando hacerla sonreír.
Después le había relatado el avance de su compañía por los jardines del palacio de La Granja, un escenario absurdo para la guerra, con parterres, fuentes monumentales, estatuas de personajes mitológicos y grandes secuoyas.
—¿Sabes una cosa? Cuando marchaba por aquellos jardines, te sentí a mi lado. Era como si estuvieras escondida entre los árboles, observándome, como en un juego. Al sentirte tan cerca, no tuve miedo —le había dicho.
Ella le había tomado entonces su mano derecha entre las suyas y se la había acariciado con seguridad. Masip, sorprendido por aquel gesto, se olvidó por primera vez del dolor de su rodilla, y se olvidó también, por un instante, de que acababa de mentirle por primera vez desde que se conocían. La verdad era que en aquellos jardines había tenido miedo, un miedo que le había retorcido el estómago hasta el punto de hacerle vomitar sobre un canal de aguas verdosas, con nenúfares y juncos, que desembocaba en un estanque donde se contorsionaban los dragones de una gran fuente. Se excusó ante sus hombres diciendo que le había sentado mal el rancho. Pero después volvió a delatarle el temblor de sus manos al observar con unos prismáticos el palacio, desde un promontorio coronado por un templete romántico.
Los rebeldes habían fortificado la fachada del palacio, cubriendo los balcones con sacos terreros, entre los cuales era fácil descubrir los cañones de las ametralladoras. Pensó en pedir refuerzos, pero luego desistió. Tenía órdenes de atacar aquel palacio con su compañía de linotipistas, componedores y cajistas. Así es que iba a hacerlo, aunque significara enviar a sus hombres al matadero. Se preguntó si en el fondo no era esto lo que les habían enseñado en la Academia de Toledo a él y a los oficiales facciosos contra los que ahora combatía: que podían mandar a sus soldados a una carnicería sin preocuparse mucho por ellos, porque vendrían otros quintos a reemplazarlos…
Isabel le había mirado fijamente. Él advirtió en sus ojos azules un temblor de emoción, como si se preparara para oír un relato heroico. Supo entonces que no merecía la pena que ella conociera la verdad de su bautismo de fuego ni que un puño de bilis le había golpeado de nuevo la boca del estómago al descubrir que sus hombres habían decidido atacar el palacio antes de que él diera la orden. Pero sí le contó cómo sus soldados empezaron a ser acribillados por los fascistas desde los balcones del palacio, y cómo vio caer a más de diez hombres, mientras el resto buscaba protección detrás de los árboles y de los pedestales de las estatuas. Los gritos de los heridos y el tableteo de las ametralladoras empezaron a taladrarle los tímpanos y entonces, sin pensarlo, se lanzó a socorrer a los que habían sido abatidos. Pero a ella nunca le diría que quizás, en realidad, había desafiado aquella lluvia de plomo deseando que le hirieran a él también para no volver nunca más al frente. Quizás, pensaba ahora, lo había hecho incluso para acabar de una vez por todas con la impostura: él nunca sería un héroe y odiaba aquella guerra con todas sus fuerzas, aunque eso significara ser un traidor.
Isabel le había soltado la mano para acercarle un vaso de agua y, de pronto, se había sentido desamparado. Se bebió el agua rápidamente, mientras veía con celos cómo ella miraba y sonreía a los otros heridos. En ese momento, un hombre con la cabeza vendada, que ocupaba una cama en el otro extremo de la habitación, empezó a gemir pidiendo ayuda, presa de un agitado delirio. Isabel se levantó y acudió a su cabecera, le puso su mano derecha en la mejilla y le dijo algo que Masip no llegó a descifrar. El herido se aquietó y pareció quedarse dormido.
—¿Qué le has dicho? —le preguntó cuando ella volvió a su lado.
—Nada, cosas que decimos las mujeres…
Masip siguió relatándole a Isabel que, nada más salir de detrás del templete para auxiliar a los heridos, sintió un martillazo en la pierna y cayó al suelo. Se echó la mano a la rodilla, palpó el roto que la bala había hecho en la pernera del pantalón y se le manchó la mano de sangre. Estaba sereno, como si el tiro le hubiera vaciado la mente, mientras las balas de los defensores del palacio seguían silbando por encima de su cuerpo e impactando contra las paredes rosadas del templete. Antes de que sus hombres consiguieran sacarlo de allí, sintió que todo el lugar era invadido por el fuerte olor de los setos de boj de los parterres.
Le atendieron en un puesto de socorro instalado en un lugar del bosque llamado La Cueva del Monje, al borde de una gran pradera encharcada donde se atascaban las ruedas de los camiones ambulancia. Mientras esperaba con otros heridos a ser evacuado hacia el puerto de Navacerrada, vio que en la cuneta de la pista forestal había decenas de cadáveres, como fardos de ropa alineados. La mayoría de ellos habían caído en el asalto al Cerro de Puerco, que dominaba el pueblo de Valsaín. A su lado, en una camilla, estaba tendido un joven de ojos castaños y pelo negro rizado, con la cara blanca como la leche, cubierto con un capote caqui empapado de sangre.
—Qué jodido es morirse en un sitio tan bonito —balbuceó de pronto el chaval, mientras bizqueaba de dolor.
A Masip no le dio tiempo a contestarle. Lo último que vio con vida en los ojos del joven fue el reflejo fugaz de la nieve en la cumbre de Peñalara…
Fue así, con esas mismas palabras, como le había descrito a Isabel la muerte de aquel muchacho. Ella había cerrado los ojos, como si rezara. Masip ya no había continuado su relato. Un puño de tristeza se había cerrado sobre su garganta. Entonces pensó que quizá la piedad compartida por la muerte de aquel joven desconocido había comenzado a unir sus vidas.
La noticia de la caída de Bilbao, a las dos semanas del fracaso sobre La Granja, redobló su convicción de que la República sólo podría demorar su derrota. Con la toma de Vizcaya, Franco había puesto en práctica la más importante lección de Clausewitz: el primer objetivo de una guerra es hacer que el contrario pierda toda esperanza de vencerla. Así lo fueron confirmando los dolorosos pronósticos de su rodilla ante las ofensivas de Brunete, Belchite, Teruel, el Ebro, Peñarroya…
A pesar del emplasto que los médicos del Palace le aplicaron en la rodilla, le había quedado una leve cojera que le podría haber garantizado la baja en el servicio y una modesta pensión de invalidez. Pero no se había resignado a ser, a sus treinta y dos años, uno de aquellos lisiados de guerra, reales o imaginarios, que poblaban las calles de Madrid. Gracias a la influencia de un amigo, había logrado que Casado le admitiera como oficial de enlace y le proporcionara una de las motocicletas del servicio.
Aquella Royal Enfield, con la que se dirigía ahora a la «Posición Jaca», se había convertido en el mejor alivio de su cojera y de su desánimo. Al circular por las calles se sentía liberado de algún modo de aquella amenaza invisible que cercaba su vida, como si lograra escapar de la visión de los edificios destruidos por los bombardeos, los carteles que señalaban la entrada a los refugios antiaéreos, las barricadas que protegían las calles más expuestas a las balas perdidas del frente, los sacos terreros que cubrían las entradas de los edificios públicos, de las bocas del metro, de las tiendas sin género, de los cines…
Sobre todo le gustaba circular por Madrid en las primeras horas de la tarde, cuando se suspendía el servicio de tranvías, al igual que el del metro, por las restricciones de electricidad, causadas por la avería de los generadores del Salto de Millares, en el río Júcar. La ciudad parecía sosegada, reconcentrada en sí misma, como si estuviera tomando fuerzas para seguir resistiendo. Aquellas medidas de ahorro de energía eléctrica eran obligadas a pesar de que la mayoría de los tranvías se hallaban inservibles por falta de piezas de recambio, y los pocos que circulaban no podían hacerlo en cuanto oscurecía, ya que no había bombillas para sus faros, como tampoco las había para el alumbrado de las calles. De noche, Madrid era una ciudad ciega, además de hambrienta, cada vez más hambrienta.
Si ahora estaba implicado en la conspiración era porque creía que sólo Casado sería capaz de salvar las miles de vidas expuestas a la inapelable victoria de los rebeldes. Sorprendentemente, el doctor Negrín había nombrado general a Casado en el último consejo de ministros celebrado en Madrid, antes de que el gobierno se trasladara a Alicante. El ascenso de Casado, aplaudido incluso por los comunistas, se había conocido por la prensa el domingo anterior, hacía seis días. Aquella mañana, Masip había salido a pasear con Isabel por los bulevares. Se habían sentado en un banco de la plaza de Santa Bárbara, al lado de un anciano de larga barba blanca, con boina y abrigo, que estaba leyendo El Sol.
—Machado se ha muerto de tristeza en Francia… A mí la tristeza me matará aquí —murmuró el hombre sin mirarlos.
Isabel le señaló a Masip con un movimiento de cabeza la primera página del periódico, donde aparecía la noticia de la muerte del poeta al otro lado de la frontera. Él pudo leer de soslayo que una radio francesa había informado del fallecimiento de Machado en un campo de refugiados españoles en las cercanías de Toulouse. No pudo saber más porque el viejo se levantó del banco con expresión desconfiada y se marchó sin decir palabra. Le impresionó pensar que el viejo poeta hubiera podido morir abandonado y así se lo dijo a Isabel.
Hacía semanas que en Madrid no se hablaba de otra cosa que de la tragedia de los exiliados. Las autoridades francesas decían estar desbordadas ante las más de cuatrocientas mil personas llegadas a través de la frontera con la caída de Cataluña. Sin embargo, habían impedido el regreso por barco, a Valencia o Cartagena, de decenas de miles de combatientes que habían cruzado la frontera. Lo cierto era que Francia no quería cargar sola con el problema de los refugiados y pedía que otras potencias, entre ellas Rusia, asumieran también el pago de los más de siete millones de francos diarios que costaba su atención.
A la vez que se comentaban las penurias de los refugiados en Francia, en Madrid corría la especie de que los dirigentes comunistas habían pasado la frontera con maletas cargadas de billetes y joyas. Masip no había dado ningún pábulo a aquel rumor. No se consideraba uno de aquellos anticomunistas de nuevo cuño que empezaban a salir de detrás de cada esquina. Sabía de muchos militares profesionales que se habían abrazado a la hoz y el martillo esperando hacer carrera a la sombra de la ayuda soviética. Ahora aquellos mismos militares eran los primeros en renegar del partido, al que achacaban todas las culpas de la derrota de la República, e incluso estaban ya ofreciendo sus servicios a los «quintacolumnistas» para garantizarse la inmunidad cuando Franco entrara en Madrid.
Sospechaba que algunos de esos militares trabajaban junto a Casado en la «Posición Jaca», cuartel general del Ejército del Centro, situado en la finca «El Capricho», cuya densa arboleda empezaba a ver al fin desde la carretera de Aragón. Al llegar a la entrada, se detuvo ante una barricada de sacos terreros para mostrar su salvoconducto a los carabineros de guardia. Después enfiló el paseo de los jardines y cayó en la misma zozobra que en La Granja al ver que la guerra contaminaba como la peste incluso los parajes más amenos.
Detuvo la motocicleta bajo las escalinatas del palacio. Otros carabineros vigilaban la entrada al búnker donde Casado tenía su puesto de mando. Con ellos estaba un joven y risueño teniente con la cara llena de pecas.
—Salud, capitán. ¿Cómo van las cosas por Madrid? —le preguntó el teniente con tono jovial.
—Hambre y más hambre, como siempre —respondió Masip distraído, como si hablara consigo mismo, mientras se desabotonaba el guardapolvo.
Entraron en el búnker y empezaron a descender sus escaleras. Apoyado en la barandilla para evitar un traspié por su cojera, Masip tuvo de nuevo la sensación de estar penetrando en las vísceras de una enorme criatura. Le sucedía siempre en aquel lugar, en el que se escuchaban constantemente los latidos de un motor que bombeaba el agua de una corriente subterránea para evitar que el búnker quedara anegado.
—¿Sabe que Casado se ha negado a volar hoy hacia Alicante para asistir a una reunión con Negrín? —le informó el teniente, mientras bajaban las escaleras
—No, no lo sabía. Habrá temido que fuera una trampa.
—Sí, de hecho Casado le ha devuelto la invitación a Negrín para que fuera el gobierno el que viniera a Madrid a reunirse con los jefes militares.
—Es decir, cada uno ha invitado cortésmente al otro a caer en su trampa, pero ambos han rechazado la invitación —sonrió Masip.
—Sí, de momento todo es cortesía. Ojalá que todo esto termine también así, de buenas maneras, pero lo dudo mucho. Ahora no puedo contárselo, pero hay noticias inquietantes de la base de la flota en Cartagena —remató el teniente con aire de misterio.
Cuando llegaron al final de las escaleras, descubrieron una insólita calma en el subterráneo. El pasillo central, que comunicaba con las diferentes estancias del búnker, estaba vacío. El latido de la bomba de agua hacía parpadear las luces, y el parpadeo se reflejaba débilmente en los azulejos blancos de las paredes.
En la primera sala encontraron a varios oficiales y enlaces conversando con unos guardias armados con pistolas ametralladoras que debían de pertenecer a la escolta de Casado. El teniente les preguntó por uno de los ayudantes de este, pero le dijeron que estaba reunido. Les invitaron a esperar en la sala de enfrente, donde estaba el servicio de telégrafos. El ruido del motor era allí mucho más intenso.
El teniente aprovechó la espera para ponerle al corriente de la reunión que Casado había mantenido aquella misma mañana con sus colaboradores para anunciarles la definitiva creación del Consejo Nacional de Defensa, la junta concebida por los anarquistas para sustituir el gobierno de Negrín. Contaría con figuras de gran prestigio, como el general Miaja, que sería su presidente, y el socialista Julián Besteiro. En el Consejo estarían representados todos los partidos y sindicatos del Frente popular, salvo el partido comunista.
Casado había dicho que las horas siguientes serían cruciales para España y para el mundo entero. Según el joven teniente, había sido un momento de intensa emoción patriótica, en el que Casado, debilitado por su dolencia de estómago y por los nervios, parecía haber estado a punto de llorar. Todos le habían jurado lealtad, desde su jefe de Estado Mayor, el teniente coronel Otero, hasta el último ayudante.
—¿Y qué me quería contar de la flota de Cartagena? —preguntó Masip, impaciente.
—Hemos recibido noticias confusas sobre una sublevación contra el gobierno en la base naval de Cartagena. Se dice que el teniente coronel Galán, recién llegado a Cartagena después de su nombramiento por Negrín como nuevo jefe de la base, ha sido detenido por sus propios oficiales. Se habla también de una rebelión de la «quinta columna», que se ha apoderado de la radio de la base para lanzar consignas a favor de Franco. Es todo muy confuso.
Masip sabía que la flota era clave para que llegara a buen fin el plan que había diseñado Casado en caso de que fracasaran sus negociaciones con Franco. Se trataba de una retirada escalonada hacia los puertos del Mediterráneo, donde embarcarían en los buques de la flota los dirigentes políticos y militares más comprometidos.
En aquel momento entró en la estancia un carabinero e invitó a Masip a seguirle. Le llevó hacia el fondo del subterráneo, hasta un cuarto de generadores donde le esperaba, con aire misterioso, un oficial con el grado de mayor que reconoció como uno de los ayudantes de Casado. Nunca había cruzado una palabra con él. Tenía la cabeza extrañamente cuadrada, cubierta por una densa mata de pelo negro peinada hacia atrás. Su cara inexpresiva era fácil de olvidar. El oficial le entregó sin preámbulos una cartera de cuero con el escudo de la República grabado en oro, al tiempo que le decía con una gravedad litúrgica:
—Capitán Masip, confío en que dará su vida antes de que estos papeles caigan en otras manos. Debe esconder esta cartera durante unos días. Si todo sale como esperamos, recibirá instrucciones en su momento para llevarla al Ministerio de Hacienda. Mucha suerte, capitán.
Masip no hizo preguntas y salió de la estancia. Supuso que Casado le había elegido a él pensando que un capitán inválido no despertaría sospechas. Imaginó también que habría más copias de aquellos documentos, y que por precaución se había decidido dejarlas en poder de personas como él, libres de seguimientos indeseables.
Al salir del búnker, pensó que era mejor regresar a Madrid con la luz del día. Le habría gustado despedirse del joven teniente, pero ya no lo vio. Cuando tomó de nuevo la carretera de Aragón, descubrió la ciudad en la lejanía, sumergida en un baño de oro con la caída del sol. Por el camino se cruzó con grupos de mujeres que marchaban a la capital, de regreso de las huertas del Henares, cargadas con cestas y sacos de provisiones.
Las mujeres eran para él las auténticas heroínas del asedio, como lo era Isabel, entregada siempre a los demás para hacerles más llevaderos sus sufrimientos. El coronel Casado medía en el ánimo de las mujeres el pulso de la República, pero después de la caída de Cataluña se había dado cuenta de que aquel pulso estaba exánime. Le había visto emocionarse al hablar de las madres que aguantaban el hambre y el frío en las colas del racionamiento, y que eran capaces de quitarse de la boca el pan y las omnipresentes lentejas con tal de que no les faltaran a sus hijos.
Recordaba la irritación de Casado cuando a finales de febrero él mismo le había entregado en su despacho un parte sobre varias detenciones realizadas por el SIM. En aquel parte, junto a albañiles, labradores, comerciantes y militares encarcelados por derrotismo, figuraban dos mujeres, una anciana y su hija, que habían sido detenidas por criticar al gobierno e insultar a la fuerza pública cuando esta intentaba disolver, por orden del Ayuntamiento, el mercadillo de trueque del metro de la Puerta del Sol. Indignado por la suerte de aquellas dos mujeres, Casado había dado instrucciones para que no se volviera a detener a nadie por manifestar la misma opinión del presidente de la República contra la prolongación de la guerra.
La suerte estaba echada, pensó Masip al entrar de nuevo en Madrid. Pero no le preocupaba solamente la suerte de España o de la República. Pensaba sobre todo en su destino junto a Isabel. La guerra le había dado una nueva oportunidad para conseguir lo que más había deseado en tiempos de paz. Ahora temía que, una vez acabada la guerra, la victoria de los rebeldes pudiera arrebatársela de nuevo.