El teniente coronel Broto despertó bruscamente cuando los chillidos de una rata atravesaron su sueño. Estaba tumbado sobre el catre, con la cazadora de cuero abierta y la camisa impregnada de la fría humedad del búnker. Se incorporó con un sobrepeso de amargura, como siempre que despertaba desde hacía meses, mientras fijaba su primera mirada en el haz de luz eléctrica que entraba en su dormitorio por debajo de la puerta. Alguien deambulaba por la sala principal del puesto de mando y sus movimientos provocaban el parpadeo de aquella luz en la oscuridad del dormitorio. De pronto, se entreabrió la puerta y una vaharada de café penetró con fuerza en la estancia. Vio aparecer el turbante caqui de Ahmed, que no tardó en asomar su cara morena por el resquicio.
—Siñor, su cafí y sus galetas.
Quiso decirle algo, pero el último trago de coñac de la noche parecía haberle dejado la lengua pegada al paladar. Carraspeó para sacudirse la mudez y ensalivar sus primeras palabras del día:
—¿Has matado a esa rata?
—Sí, siñor. La morí con la gumía —dijo el moro, mostrando una enorme rata gris trinchada en la punta de su daga, por cuya hoja resbalaba un hilo de sangre.
Ahmed se retiró con su trofeo y luego volvió a entrar en la estancia con una taza de café y un plato de latón con galletas, que dejó en la mesilla, junto al catre. Después apartó la plancha metálica que cubría una aspillera abierta en la pared de hormigón y dejó al descubierto un estrecho vano por el que entró una tenue luz.
—Haber mucha nibla, siñor. No virse Madrid.
Se oyó a lo lejos un toque de diana. Miró su reloj. Eran las seis y media de la mañana. Los rojos habrían madrugado más que ellos, porque vivían con una hora de adelanto. Siempre pensaba que era una de las ventajas de ir ganando la guerra: poder levantarse una hora después que el enemigo.
Al saber que había niebla, decidió que aquella mañana no iría al observatorio de artillería de Garabitas, situado junto a su puesto de mando. Allí solía pasar las horas contemplando la ciudad sitiada. Desde Garabitas podía ver desplegada, como la ilustración de un abanico, toda la cara oeste de Madrid, asomada a la vega del río Manzanares, desde la Cuesta de las Perdices hasta la iglesia de San Francisco el Grande, con la mole del Palacio de Oriente dominando los jardines del Campo del Moro.
Tumbado en el catre, con los ojos cerrados, mientras mordisqueaba una de las galletas, comenzó a reproducir en su mente, como si se tratara del cuerpo de una amante, el paisaje de Madrid que se dominaba desde aquel cerro de la Casa de Campo. Podía recrear aquel paisaje, tocarlo con los dedos, acariciar los edificios devastados, palpar las ruinas de Madrid y sentir al mismo tiempo los estragos de la guerra en su propio ser.
A lo largo de aquellos dos años de servicio en el asedio de Madrid, había llegado a amar y a odiar la ciudad con la misma fuerza. Acababa de cumplir cuarenta y cuatro años, pero aquellos dos últimos años de ansiedad, de espera, de incertidumbre ante la vista de la capital inalcanzable, le habían envejecido como veinte. Sí, a veces pensaba que era demasiado viejo para la vida de las trincheras, demasiado viejo para mandar un regimiento de dos mil hombres, demasiado viejo para ser el responsable de aquel sector del cerco de Madrid, desde el Puente de los Franceses hasta el lago de la Casa de Campo.
A su llegada a aquel frente, en diciembre de 1936, había abrigado la ilusión de una pronta entrada en Madrid. Pero al final había acabado por dar la razón a su ayudante, el teniente Ferrer, que decía que la capital había dejado de interesar al Caudillo desde el momento en que salió de ella el último lingote de oro del Banco de España.
Abrió los ojos y miró con desasosiego la luz grisácea que entraba por la aspillera de su dormitorio. La visión de Madrid se había quedado incrustada en algún lugar remoto de su memoria, como un cristal frío. Ahmed volvió a abrir la puerta. Traía una escudilla con la brocha y la maquinilla de afeitar.
—Siñor, ¿afito la barba?
—No, hoy no…
Su mirada se quedó fija en la fotografía enmarcada que tenía encima de una mesa, junto a su pistola. Era la imagen de una mujer siempre entrevista y deseada en la lejanía, como el panorama de Madrid que observaba a diario: una joven de cabello rubio con un elegante traje de noche. La joven ocultaba su rostro con una máscara bajo la que resaltaban sus labios, vivamente dibujados sobre su tez pálida. A la izquierda de ella estaba él, vestido de esmoquin, lleno de energía y fortaleza física, con el cabello engominado y peinado hacia atrás, como no había vuelto a llevarlo nunca más durante la guerra, y que resaltaba su frente ancha, sus rasgos angulosos y su nariz prominente. Al otro lado de la mujer aparecía el teniente Masip, un joven subordinado suyo, también de esmoquin, intimidado, empequeñecido por la belleza de ella.
La fotografía, amarillenta y combada por la humedad, era su único recuerdo de Madrid en tiempos de paz. Había sido tomada en el baile de carnaval del Casino de la calle de Alcalá, en febrero del 36. Todo en aquella imagen era demasiado lejano, demasiado irreal, como de otra vida. Él era entonces capitán y trabajaba en la inspección de cajas de recluta en el Ministerio de la Guerra, junto a la plaza de Cibeles. Aún creía conservar el atractivo de sus mejores tiempos, cuando a la vuelta de África, en los últimos años de la monarquía, participaba en San Sebastián en los concursos organizados en verano por la Sociedad de Tiro Nacional. Bromear a cuento de la buena puntería demostrada con las dianas, pero también con las Victorias, Marías y Luisas de la ciudad donostiarra, era una costumbre entre los compañeros al volver del concurso en el rápido de Madrid.
Se consideraba un buen conversador y un animado bailarín, salvo cuando se excedía con la bebida, lo que le sucedía la mayor parte de las veces. Entonces se esfumaban sus expectativas de conquista entre las mujeres de la sociedad madrileña, y terminaba siempre entre los brazos de una prostituta, una costumbre que conservaba de sus años en África, donde había contraído aquella sífilis que por suerte no le había dejado secuelas.
Durante su destino en el Ministerio de la Guerra, había seguido ejercitando sus dotes para el galanteo. Ante las jóvenes de buena familia siempre sabía sacar partido a su uniforme de capitán, sobre el que lucía orgullosamente las medallas de la campaña de África. Le gustaba sobre todo presumir del distintivo de observador de aviación en la escuadrilla de Larache. Había conseguido aquel empleo después de realizar un curso en el aeródromo de Cuatro Vientos, donde estaba destinado su hermano Alfonso, capitán de Aviación, del que tampoco había vuelto a saber nada desde el comienzo de la guerra.
En aquel baile de carnaval, cuando el teniente Masip le presentó a la joven Isabel Mercadal, pensó que los cuerpos de aquella pareja no estaban hechos el uno para el otro. Pero, a pesar de ello, envidió profundamente a su subordinado. Aquel oficial tenía por delante todo el futuro que a él se le estaba escapando entre los dedos. En aquel momento habría dado cualquier cosa por ser Masip, con tal de zafarse de su destino y poseer a aquella mujer de ojos azules intensos, cuya belleza simbolizaba todo a lo que él ya nunca podría aspirar. Aquella misma noche supo que con Isabel todo en su vida podía ser distinto. Cuando se dispuso a elegir alguno de los muchos papeles que podía llegar a interpretar ante una mujer, descubrió que la naturalidad de Isabel le ofrecía, por vez primera, la oportunidad de ser él mismo sin tener que pagar por ello.
Bailaron dos veces y al final de la velada se atrevió a invitarla al cine el domingo siguiente. En la sala Capitol le propuso visitar la Casa de Campo, el antiguo cazadero real, convertido en parque público al proclamarse la República. Y en la Casa de Campo se dieron su primer beso junto al lago, donde les distrajo el salto repentino de un enorme pez oscuro. Acababa de relatarle a Isabel su actuación en el Rif, doce años atrás, cuando bajo las órdenes del laureado teniente coronel Claudio Temprano, muerto en la acción, participó en una carga de caballería sobre el río Misal, poniendo en fuga a los rifeños que hostilizaban las columnas que se retiraban de Xauen. Ella siempre había oído decir a Masip con admiración que aquella carga evitó un nuevo desastre de Annual y por eso le pidió a Broto, llena de curiosidad infantil, que se la contara.
«De Xauen a Dar Akobba, de Dar Akobba a Xeruta, unos las pasan moradas y otros las pasamos putas», se había atrevido a recitar él al recordar aquella acción, ante la sonrisa de ella. Nunca habría imaginado que su galopada sobre el río Misal, bajo un diluvio de balas rifeñas, pudiera abrirle la puerta, tantos años después, a la etapa más feliz de su vida. Lo achacó con superstición al hecho de haber conservado las espuelas que utilizó aquel día, guardadas ahora con su equipaje personal en un arcón de su puesto de mando en Garabitas.
En aquella primavera del 36, antes de que estallara la guerra, su único afán era adelantar su hora de salida del Ministerio de la Guerra para estar junto a Isabel, hasta el punto de descargar sobre el teniente Masip sus propios quehaceres. Nunca habló con su subordinado de su nueva relación con Isabel, pero en la mirada huidiza de aquel teniente apocado adivinó una férrea voluntad por ocultarle su condición de pretendiente despechado.
Isabel Mercadal vivía con su madre y un hermano en la calle de Sagasta. El padre, abogado de La Unión y el Fénix, había fallecido el mismo día que se proclamó la República. El hermano, Francisco, era un joven compositor de ideas políticas «avanzadas», como decían entonces de quien profesaba el credo marxista. Broto había coincidido con él alguna vez, cuando iba a buscar a Isabel. Siempre que veía juntos a los dos hermanos Mercadal, altos, rubios, de ojos azules y piel clara, le parecían un joven matrimonio nórdico de visita en Madrid.
Ahora, asediado por la nostalgia, dentro del búnker de su puesto de mando, mientras le llegaban los ecos de algunos disparos lejanos, sintió en su desesperación el aguijonazo del recuerdo de la última excursión que había hecho con Isabel el fin de semana anterior al alzamiento, antes de que la guerra les separara. Había conseguido que un amigo, oficial del parque automovilístico del Ministerio de la Guerra, le facilitara un coche, con el que al amanecer recogió a Isabel en su casa de Sagasta. Salieron por el paseo de la Castellana hacia la sierra. Una vez pasado el pueblo de Manzanares, dejaron el coche y subieron a pie por un sendero a orillas del río, provistos de una cesta de picnic.
Al cabo de una hora, se detuvieron junto a una gran poza. Aunque era temprano, hacía mucho calor. Él se acercó a un recodo del río para refrescar una botella de vino en el agua y al regresar a la poza vio cómo Isabel, con un bañador azul, nadaba hacia una roca que sobresalía en medio de la corriente, lograba encaramarse a ella y se sentaba con las piernas recogidas, rodeadas por su brazo izquierdo, mientras con la mano derecha acariciaba la corriente cristalina.
Así era como mejor la recordaba, aislada en medio de la corriente, invitándole entre risas a no temer nada, a atravesar las aguas del joven Manzanares y unirse a ella en aquella roca solitaria. La guerra había querido que ese mismo río fuera el que marcara, a su paso por Madrid, aquella línea infranqueable entre sus vidas, erizada de alambradas, minas, trincheras y nidos de ametralladora. Pero ahora prefería no volver a pensar en ello…
Se había preguntado también muchas veces qué habría hecho la guerra con aquel apocado de Masip. No le conocía inclinaciones políticas, aunque en el Ministerio de la Guerra los oficiales derechistas e izquierdistas le habían intentado captar para sus filas, como hacían con todos los militares jóvenes. Confiaba en que Masip hubiera seguido su consejo de no involucrarse en aquellas conspiraciones de cuarto de banderas y mantenerse al margen de las batallas políticas.
De quien sí había vuelto a saber era de Francisco Mercadal. Fue después de la toma de Cataluña y la salida a Francia de Azaña y del gobierno rojo, que habían multiplicado las deserciones del campo enemigo. Todos los días interrogaba en su puesto de mando a los rojos que se pasaban por su sector. Uno de aquellos desertores, con la cabeza rapada al cero y la boca salpicada de pústulas, dolencia que atribuían al hambre que sufría el campo rojo, le dijo que pertenecía a la 42.ª Brigada Mixta y que su jefe de batallón era un comunista, el mayor Francisco Mercadal.
La descripción que hizo el desertor de aquel mayor Mercadal le confirmó que se trataba del hermano de Isabel. A pesar de encontrarse frente a frente, en trincheras opuestas, fue incapaz de ver como a un enemigo a aquel joven al que ya respetaba antes de la guerra, aun sabiendo que era miembro de las milicias del partido comunista. Con todo, no pudo evitar cierta satisfacción al comprobar su superioridad frente a Mercadal cuando supo por el desertor que este mandaba un batallón rojo, con unos quinientos efectivos desmoralizados, mal vestidos y peor alimentados, mientras que él tenía bajo sus órdenes a tres batallones, con dos mil hombres bien pertrechados, capaces de lanzarse al asalto de Madrid a una orden suya, para terminar la guerra.
Terminar la guerra… Apartó bruscamente la mirada de la fotografía de Isabel. Tomó la taza que le había traído Ahmed y se bebió el café de un trago. Buscó sus botas a los pies del catre y se las calzó con rapidez. Al salir de su dormitorio, vio al alférez de transmisiones sentado ante la mesa de uno de los escribientes, mojando sus dedos en una taza sobre la que escurría un pedazo de pan blanco empapado en café. Pensó de nuevo con repugnancia en la rata que había atravesado Ahmed con su gumía, preguntándose cómo había podido entrar en el búnker.
—Buenos días, mi teniente coronel. Sin novedad —dijo el alférez poniéndose en pie, con una mirada servil y extenuada por la noche en vela.
No respondió al saludo y se dirigió hacia la salida del búnker. Abrió la pesada puerta metálica, se detuvo en el umbral y respiró profundamente. Dejó que la brisa gélida le acariciara la frente para borrar sus pensamientos. Oyó el piar de unos gorriones en las encinas y, entremezclada con este, la algarabía con la que los artilleros de la batería de Garabitas saludaban la llegada de los rancheros como si fueran a recibir la paga.
Los cañones Schneider, emplazados a un centenar de metros de su puesto de mando, apuntaban hacia Madrid, en dirección a la torre de la Telefónica, en la Gran Vía. Sus bocas parecían bostezar bajo las redes de camuflaje. Junto a ellos pasaban en aquel momento los centinelas que volvían de su turno de guardia, envueltos en las mantas con las que habían intentado protegerse del frío del amanecer.
Siempre había pensado que si los proyectiles de artillería dejaran un hilo tras de sí, todo Madrid y sus arrabales estarían atrapados bajo una enorme tela de araña. Los duelos de la artillería desde una y otra orilla del Manzanares formaban parte de la rutina del frente. Los rojos tenían la mayoría de sus cañones en La Dehesa de la Villa, la Plaza de España, el Palacio Real y Las Vistillas, mientras que la artillería propia se camuflaba en la Casa de Campo, desde Garabitas a El Batán.
Los disparos de sus baterías no habían dejado de estremecerle desde su llegada al frente de Madrid. Admitía la necesidad de mantener a raya los cañones enemigos que les hostigaban a diario, pero cuando sus baterías tiraban sobre el corazón de la ciudad, haciendo lo que llamaban «fuego de castigo» como represalia por la voladura de una mina o un bombardeo rojos, no podía evitar que algo en su interior se lo reprochara, como si él fuera el responsable de aquellos cañonazos. Así era la guerra, se decía entonces para acallar aquella voz, pero nunca lo lograba, porque reconocía en ella el eco de todo cuanto amaba en aquel Madrid inalcanzable. Había sentido aquel reproche por última vez a mediados del pasado febrero, cuando se supo que Negrín había regresado a Madrid después de salir a Francia por la frontera catalana. Aquellos días, por órdenes de Burgos, hubo una frenética actividad en todas las baterías de la Casa de Campo, incluida la de Garabitas. La capital fue bombardeada durante varias horas para que los madrileños identificaran la presencia de Negrín en la ciudad como un peligro para sus vidas…
Así era la guerra, pensó Broto al recordarlo, mientras le llegaba entre las encinas el ruido del Citroën que traía desde la plazoleta de la Casa de Campo a su ayudante, el teniente Ferrer, y a los artilleros del observatorio. Decidió alejarse del puesto de mando para no tener que saludarles. Cada vez era más brusco y seco con sus subordinados y más retraído y desconfiado con sus superiores. En el fondo, les consideraba responsables del estado sombrío en el que estaba sumido. Se sentía cada vez más atrapado en aquel escenario de guerra, como una figura en el paisaje de un cuadro inacabado.
Al asomarse a la cara norte de Garabitas, vio que la niebla comenzaba a levantar. A sus pies, abandonada como una vieja muda de serpiente, discurría entre los pinares la línea del ferrocarril Madrid-Irún, que cruzaba el Manzanares por el Puente de los Franceses, junto al Puente Nuevo. Más allá avistó el hipódromo y los dos campos de polo, con las posiciones que protegían las antiguas pasarelas, ahora convertidas en el Puente del Generalísimo, reforzado con muros de hormigón, por el que se abastecían las fuerzas que defendían el Hospital Clínico, la Ciudad Universitaria y el Parque del Oeste.
Ya en la otra orilla del Manzanares, la niebla dejó al descubierto las ruinas del Stadium de la Universitaria, ante cuya vista recordó otro estadio, el Metropolitano, junto a Cuatro Caminos, que sabía también destruido. Al evocar la imagen del Metropolitano, oyó en su memoria el clamor de los veinte mil espectadores que cubrían sus gradas en aquellas tardes de fútbol en las que, vestido de civil, se sentía parte de un tiempo jubiloso, como cuando asistió a un partido del Athletic Club de Madrid en el que Elícegui, el «expreso de Irún», fichado al Real Unión, le metió cuatro goles al Español. Se preguntó dónde estarían ahora aquellos españoles despreocupados. En qué trincheras les habría tocado luchar. Cuántos habrían muerto, cuántos estarían mutilados. Cuántos estarían deseando ahora asistir de nuevo a los partidos de la Liga de fútbol, suspendida por la guerra.
Más allá del Stadium de la Universitaria vio las ruinas de la Casa de Velázquez y de las Escuelas de Arquitectura y Agrónomos, defendidas por fuerzas de su división. A su lado se levantaban las Facultades de Medicina y Farmacia y la Escuela de Odontología, que el enemigo había mantenido en su poder desde los combates de noviembre del 36, cuando fracasó el intento de tomar Madrid.
La niebla se retiraba también de las alturas del Hospital Clínico, el punto más avanzado del cerco sobre la ciudad, guarnecido siempre por legionarios y convertido por las minas y los bombardeos en el esqueleto astillado de un animal prehistórico. A los pies del Clínico se abría la plaza de la Moncloa, bajo la chimenea de la fábrica de las perfumerías Gal. Junto a los siniestros muros de la cárcel Modelo y del Cuartel del Infante Don Juan se empezaban a revelar las primeras casas de Madrid, como las piezas de un tablero infinito de ajedrez, sumidas como él en la tensa espera del final de una partida interminable. Aquel dédalo de tejados negros, grises y rojos, de cúpulas y campanarios, de torres y bloques de hormigón, parecía una ciudad abandonada, silenciosa y vacía, como si de ella hubiera huido la vida. Sólo el reflejo del sol fundido en el cristal de miles de ventanas hacía pensar en un Madrid vigilante, que les miraba a ellos, los sitiadores, con miles de ojos enfurecidos.
Ante la vista de aquel Madrid impenetrable, Broto se sentía un impotente Menelao a las puertas de Troya, suspirando por una Helena que la guerra le había arrebatado y que en los momentos más sombríos pensaba que se habría olvidado de él en brazos de otro hombre. No tenía noticias de Isabel desde hacía tres años, y en el fondo se culpaba de ello, ya que no había querido enviarle nunca una tarjeta de la Cruz Roja para decirle que estaba vivo. No quería que nadie supiera que dentro de Madrid se encontraba la mujer que amaba. Temía, con la inapelable certeza de un miedo infantil, que su amor se interpretara como una deslealtad a su bando.
Era como si Isabel y él vivieran en dos mundos diferentes, tan lejos y a la vez tan cerca, tan a la vista y al mismo tiempo tan invisibles el uno para el otro. Sufría al comprobar cómo Madrid podía ser una ciudad tan opaca para sus sentimientos, mientras que para los servicios de información de su división llegaba a ser tan transparente. A través de los datos que proporcionaban los desertores y los falangistas y militares emboscados en la capital, a los que Mola había llamado la «quinta columna», conocían la ubicación de los puestos de mando de cada división, brigada o batallón enemigos, los parques de automóviles, los talleres de munición, los depósitos subterráneos de gasolina, las centrales de transmisiones, los almacenes de intendencia o los hospitales. Sabían de la existencia de polvorines en el Teatro Real, las ermitas de San Antonio de la Florida, el campo de fútbol del Madrid en Chamartín o el Casino de Bellas Artes donde había conocido a Isabel. Tenían noticias de que en el ramal del metro entre la estación del Norte y la plaza de la ópera funcionaba un convoy hospital para retirar a los heridos desde el Manzanares, y que el batallón de minadores que reventaba las trincheras bajo sus pies tenía sus depósitos de dinamita y trilita en la Casa de las Flores, en la calle de Hilarión Eslava.
En la lejanía se oyó de pronto una sucesión de cañonazos. Las explosiones le llegaron a Broto entre la niebla como un redoble. Fueron diez disparos que imaginó procedentes de las baterías enemigas de Las Vistillas. Después de los cañonazos, volvió a adueñarse del amanecer un silencio aún más profundo y tétrico, punteado por los ladridos lejanos de unos perros, asustados por los disparos. Cuando se disponía a regresar al puesto de mando, vio venir hacia él al teniente Ferrer, con sus andares marciales, el capote recién estrenado y las botas relucientes, a las que parecía sacar brillo a cada momento. Siempre le había impresionado el parecido de aquel joven valenciano, estudiante de leyes antes de la guerra, con el rey Alfonso XIII.
—Mi teniente coronel, sabía que le encontraría aquí. Le traigo algo que le va a gustar —le dijo Ferrer, mientras le tendía un papel que Broto reconoció enseguida como una octavilla de propaganda—. Es la carta de dimisión de Azaña. Vamos a lanzarla esta mañana con los cohetes de propaganda sobre las trincheras rojas.
Habían sabido unos días atrás de la renuncia de Azaña como presidente de la República, después de que Gran Bretaña y Francia hubieran reconocido al gobierno del Caudillo. En la carta reproducida en la octavilla, Azaña aseguraba que el general Rojo, el mayor estratega del Ejército Popular, había dado la guerra por perdida. Aquella declaración, pensó Broto, suponía un mazazo para la moral de los defensores de Madrid.
Se encaminó de regreso hacia el búnker de su puesto de mando sin cruzar una sola palabra con su ayudante, mientras veía aparecer, más allá de Humera y Pozuelo, la silueta gris de la sierra de Guadarrama. Se sintió aún más abatido: en el fondo, la renuncia de Azaña podía no significar nada. Sabía que Negrín había vuelto a España hacía menos de un mes para defender la consigna de la resistencia, esperando que el inminente estallido de la guerra en Europa pudiera cambiar las tornas de la contienda. Si Negrín lograba convencer a sus jefes militares de que merecía la pena continuar la guerra, él terminaría de pudrirse en aquellas trincheras de Garabitas.
Al entrar de nuevo en el búnker, se sintió definitivamente vencido por la angustia a la vista de los escribientes recién llegados, que un día más se disponían a retejer en sus máquinas, a golpe de tecla, la malla que lo aprisionaba dentro de aquel escenario inmutable a las puertas de Madrid. Para su desesperación, la guerra había terminado por convertirse en una actividad rutinaria, ajustada a unos horarios fijos, como en su antiguo destino en el ministerio.
La artillería roja solía ser la más madrugadora y rompía el fuego al amanecer, como aquella mañana, para recordar que Madrid seguía dispuesta a vender cara su piel. Las baterías propias tiraban contra la mole urbana a capricho, para recordar a su vez que las fuerzas nacionales seguían a las puertas de la ciudad, listas para el ataque definitivo. Los morterazos, que caían en las trincheras a todas horas, marcaban el paso del tiempo como las campanadas de un reloj enloquecido. El anochecer era la hora de los desertores y la madrugada, la de los golpes de mano. Sólo la aviación, que ya era casi siempre la propia, aparecía en escena sin sujeción a horario alguno. De hecho, los únicos sonidos que llegaban a sus posiciones desde el corazón de la ciudad eran los de las baterías antiaéreas y las sirenas de alarma que cruzaban el aire como la respiración de un moribundo. La aparición de los aviones se avisaba en Madrid con toques de sirena largos, y su marcha, con toques cortos. Cuando los aviones descargaban sus bombas sobre la ciudad, las explosiones resonaban en las trincheras del Manzanares como portazos en grandes habitaciones vacías.
Aquella actividad mortal era después mecanografiada sin parar por los escribientes en cientos de partes, notas e informes. Todo se recontaba al final de la jornada. Los disparos de los cañones y los morteros propios y del enemigo. Las toneladas de dinamita o de trilita utilizadas en las minas que estallaban bajo unas y otras trincheras. Los aviones que sobrevolaban la capital. Los camiones y automóviles que se veían pasar entre Madrid, Puerta de Hierro, El Pardo y Fuencarral. Los desertores de las filas contrarias. Las bajas propias por muerte, heridas, enfermedad, permisos, licenciamientos o cursos de capacitación para suboficiales, y las altas por llegada de nuevos reclutas y por regreso del hospital, de los permisos o de los cursos de especialistas en lanzallamas o minas. Se llevaba también a rajatabla el registro de las cantidades de munición empleadas. Los dos mil hombres de su regimiento podían consumir, en un día tranquilo, seis mil cartuchos de fusil y cinco mil de ametralladora, así como doscientas granadas de mortero y cincuenta de mano.
Cruzó la sala principal del puesto de mando sin saludar a los escribientes, que se habían puesto en pie al verlo llegar. Antes de entrar en su dormitorio, el teniente Ferrer le preguntó si tenía pensado hacer alguna visita de inspección a la primera línea.
—No, hoy no…
Cerró la puerta de la habitación tras de sí y se dejó caer sobre el catre. Después alargó el brazo por debajo de este y tiró de un pequeño arcón. Con la mirada perdida en la fotografía de Isabel, abrió el arcón y palpó el cristal frío de una botella de coñac, que agarró por el cuello para llevársela a la boca. Empezaba a beber por las mañanas, pero era sobre todo a la caída de la tarde cuando más lo hacía, para celebrar el crepúsculo, la derrota del día.
A veces, apoyado en el tronco de una vieja encina, rodeado de la más completa oscuridad, conseguía incluso que Madrid llegara a comunicarse con él, a través de claves que aún no había sabido interpretar, como aquella visión que había tenido el mes pasado y que se había jurado no contar a nadie para que no lo tomaran por loco. Había salido de madrugada a la puerta de su puesto de mando, atraído por un extraño resplandor. Al mirar hacia la ciudad, vio sobre la montaña del Príncipe Pío una nube atravesada por el fulgor de la luna llena. De pronto, el lúgubre perfil de las edificaciones de Madrid semejó una gigantesca pila de cadáveres, de hombres y mujeres, de viejos y niños, entre los cuales, con la fuerza de una premonición, aparecieron también los rostros de sus padres, de su hermano y de los oficiales y soldados con los que convivía todos los días en aquel frente. Desde entonces, todas las madrugadas, enfundado en su cazadora de cuero negro, tenía por costumbre subir al observatorio del Cerro Garabitas para descubrir si su cadáver también estaba allí, tendido sobre las ruinas de Madrid.