51

«No pienses. Apunta. Aprieta el gatillo».

No hizo nada.

Fueran cuales fuesen los motivos que la llevaron a decir aquello, sabía que Andy tenía razón. Tendría que disparar, tomarla de la mano y huir. Y jamás volver la vista atrás.

Enseguida lamentó no haber hecho al instante lo que Andy le había pedido. En el fondo sabía que tenía que actuar impulsivamente para matar. Aquel momento había llegado y pasado. No tenía la menor seguridad de poder recuperarlo. «¿Soy un asesino? Hombre, no hace demasiado se me daba muy bien matarme a mí mismo. Claro que no es lo mismo, ¿verdad?». En medio de sus pensamientos contradictorios, atisbó un temblor en la apariencia lánguida y relajada del hombre. El asesino que tenía delante se había asustado un momento. «Eso es algo», se dijo. Pero no sabía qué significaba ese algo.

Andy se adentró más en el salón. Avanzó despacio, como reacia a acercarse demasiado.

—Mátalo ya —repitió con un hilo de voz, solo que esta vez habló muy bajo, como si se desvaneciera bajo la mirada de aquel hombre.

—¿Qué pasa, Andy? —preguntó Moth.

Ella se situó junto a él y le puso el papel delante.

Era una impresión de una sola página, obtenida del «directorio de fiscales» de la Fiscalía del Estado en Dade. Delitos graves. Susan Terry, ayudante del fiscal. Una bonita fotografía a todo color, parecida a la que se incluía en los anuarios de la secundaria, acompañada de su biografía y una lista de sus casos más destacados. Era la clase de página que hay en casi todos los sitios web. No tenía nada de especial salvo un detalle: obraba en poder de un asesino.

—Se trata de Susan —dijo Andy, temblorosa. Y añadió—: Pero también de nosotros.

Moth comprendió las implicaciones. Algo que era una especulación se había transformado en una realidad.

—Dios mío —soltó mirando al asesino—. Ya ha empezado a planear más asesinatos.

Antes de responder, el estudiante 5 dedicó un segundo a evaluar la situación. «El sobrino duda. La novia se está desmoronando. Él se aferra a la duda. Ella está asustada. Conserva la calma. Tu momento llegará». Cuando habló, su voz había perdido parte de su fingida diversión. Ahora era gélida y cada palabra, afilada como un puñal.

—Me gusta saber a quién me enfrento —explicó.

Se produjo un silencio. Moth fue consciente de que Andy respiraba con dificultad a su lado.

—¿Sabéis siquiera quién soy? —añadió el estudiante 5.

A Moth le daba vueltas la cabeza. Pensaba que había averiguado mucho, pero ahora creía que no sabía nada.

—Su nombre es Stephen Lewis —balbuceó Andy Candy—. Ha matado a más de seis personas…

—Te equivocas —replicó sin alterarse el estudiante 5—. Stephen Lewis no ha matado a nadie.

Andy avanzó un poco, moviendo la mano como para desechar esa respuesta.

—Estábamos allí cuando la casa explotó y…

—Ese hombre está muerto. El hombre que vivía allí.

—Estábamos allí cuando disparó al doctor Hogan…

—El hombre que cometió ese asesinato está muerto.

—Cuando el tío de Moth murió…

—Todos muertos.

Andy pareció desesperarse.

—Todo esto son chorradas que no significan nada… —soltó agitando los brazos.

—Te equivocas, Andrea. Te equivocas por completo. Lo significan todo.

Andy se detuvo.

—El hombre que ves delante de ti no tiene la menor relación con ninguna de esas muertes. En este momento soy Stephen Lewis, un extraficante de drogas despreocupado e inofensivo que hizo una única operación, como más de uno por aquí, quedó impune y ahora vive de rentas en la calle Angela de Cayo Hueso y es, casualmente, un ciudadano del estado de Florida que respeta en todo la ley. Soy miembro de Greenpeace y contribuyo activamente a causas progresistas. No tenéis ningún derecho a matarme ni razón alguna para hacerlo.

—Sabemos quién es en realidad —aseguró Moth. Parte del tono frenético de Andy se había incorporado a su voz.

—¿E imaginas que eso justificará lo que estás haciendo?

—Sí.

—Piénsatelo dos veces antes de seguir, estudiante de Historia.

Ni siquiera podía pensárselo una.

La habitación se quedó en silencio hasta que el estudiante 5 anunció:

—Gané antes de que llegarais aquí siquiera. Gané en cada paso del camino, porque tenía razón en lo que hice, y tú no. No te queda ninguna alternativa, Timothy. El arma que sostienes no te sirve para nada, porque si aprietas el gatillo para matarme, acabarás con tu vida del mismo modo que con la mía. Hoy eres tú el criminal, no yo. En este estado todavía existe la pena de muerte. Pero tal vez solo irás a prisión el resto de tu vida. Es una mala elección.

Otro silencio. Moth se dio cuenta de que el asesino estaba diciendo casi exactamente lo mismo que había dicho la fiscal. Era la misma advertencia. De fuentes opuestas.

—Y ni siquiera te salvará afirmar en el juicio que me mataste por venganza. Bueno, seguro que oirás a alguien diciendo al jurado: «¿Qué derecho tenía de tomarse la justicia por su mano?», ¿no?

Moth reflexionó antes de responder:

—Usted se tomó la justicia por su mano.

—No, no lo hice. Las personas a las que perseguí no habían infringido ninguna ley. Eran culpables de algo mucho más importante. Tomaron sus decisiones y después saldaron su deuda conmigo. No es ese tu caso, ¿verdad, Timothy?

Moth tragó saliva. Había pensado mucho en aquella noche, pero no se había planteado mantener una conversación sobre las verdades psicológicas frente a las verdades legales. «Estoy perdido», se dijo, y tuvo ganas de esconderse.

—No, Timothy, la verdad es que, pase lo que pase, estáis jodidos. Lo estáis desde que llegasteis aquí.

—Si nos marchamos… —empezó Moth con escasa convicción.

El estudiante 5 sacudió la cabeza.

—Podemos informar de todo lo que sabemos a la policía —prosiguió Moth con menos convicción.

—¿Os ha servido de algo antes?

—No.

—Pero aunque investiguen lo que les contéis, ¿qué encontrarán si realmente escuchan vuestra descabellada historia? —Moth no respondió, y el estudiante 5 añadió—: Encontrarán indicios de un hombre inocente que ya no existe. Y ahí se acabará el rastro.

La habitación volvió a quedar en silencio. Fue Andy quien finalmente habló:

—¿Va a matarnos? —preguntó con voz ronca.

El estudiante 5 fue consciente de la naturaleza provocadora de esta pregunta. Era una pregunta crucial; la última. Si respondía que no, no lo creerían, por más que quisieran. Si respondía que sí, tal vez apretaran el gatillo, porque no tenían nada más a lo que recurrir, ninguna jugada más en el tablero de ajedrez de la muerte. Así que se decidió por la incertidumbre.

—¿Tendría que hacerlo? —preguntó, recuperando el tono despreocupado a pesar de tensar todos los músculos.

Moth tuvo la sensación de estar nadando, agotado, a duras penas capaz de mantener la cabeza sobre el agua de un tenebroso mar de dudas. Trató de recordar el cadáver de su tío con la esperanza de que aquella imagen le diera fuerzas para hacer lo que tenía que hacer, aunque fuera un delito grave y obedeciera a la misma maldad que lo había llevado hasta aquella habitación.

Andy Candy se sentía como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Nada era bueno. Nada era justo. Todo lo que alguna vez había imaginado para su vida se había esfumado. «Estoy rodeada de niebla —pensó—. Estoy atrapada en un edificio en llamas y unas enormes nubes de humo me impiden respirar». Su único futuro la estaba mirando desde el otro lado de la habitación.

—Mátalo —susurró sin convicción.

—No sois asesinos —objetó el asesino que tenían delante—. No tendríais que intentar ser lo que no sois.

—Mátalo —repitió Andy en voz todavía más baja. «¿Puede Moth disparar al cáncer que mató a mi padre? ¿Puede disparar al violador arrogante que me sumió en la desesperación? ¿Puede matar los pasados de ambos para que podamos empezar de nuevo?».

—Creo que esta velada, por más interesante que haya sido, ha tocado a su fin. Timothy, márchate y llévate a tu amiga Andrea contigo. Lo mejor será que jamás volvamos a vernos.

—¿Nos lo puede prometer?

—No vais a creer nada de lo que os prometa. Puede que queráis creerlo. Intentaréis convenceros a vosotros mismos, pero es una falsa ilusión. Lo único que podéis hacer es tener la esperanza de que sea así. Y esa esperanza… bueno, esa esperanza es vuestra mejor opción.

Moth miró el arma que sostenía. En todos sus estudios de grandes hombres y grandes acontecimientos había constatado la existencia de riesgos e incertidumbres. Nunca había nada seguro. Cada decisión tenía consecuencias imprevisibles. Pero la decisión de no hacer nada era la única paralizante.

Alzó los ojos.

—Permítame que le haga una pregunta, señor Lewis, o quienquiera que decida ser mañana. Si le mato ahora, ¿de quién será realmente la culpa?

Una pregunta existencial. Una pregunta psicológica. Exactamente la misma que el asesino había hecho a su tío.

El estudiante 5 sabía que la única respuesta verdadera era «mía».

Y en ese instante supo que las reglas del juego habían cambiado de golpe. Si respondía correctamente, daría a aquel historiador en ciernes licencia para matarlo. Y no había ninguna mentira útil para dirigir la pregunta a un terreno más seguro.

—¿De quién es la culpa? —repitió Moth.

Esperó la respuesta.

—Mátalo —insistió Andy por última vez, pero en esta ocasión añadió—: Por favor… —No creía que tuviera la fuerza suficiente para decirlo de nuevo. Las palabras le salían de la boca como si estuviera escupiendo grava. Su voz era débil, enfermiza, como si fuera a desmayarse.

Entonces Moth cometió su primer y peor error. Al oír el dolor acumulado en la voz de Andy, distraído por el torrente de emociones, se volvió ligeramente hacia la chica a la que había amado, a la que ahora amaba y a la que imaginaba que siempre amaría, y apartó los ojos del asesino.

El estudiante 5 se había enorgullecido siempre de su capacidad de actuar. A pesar de lo mucho que le gustaba planear, tramar y analizar las cosas, había momentos que exigían entrar en acción. Vio la oportunidad al instante: «Mirada desviada. Fallo de concentración. El dedo junto al gatillo, no en él». Se había entrenado física y mentalmente para aquel momento, lo había imaginado en más de una ocasión, y no vaciló.

Se levantó del sillón de un salto para cubrir la distancia que separaba su pecho del cañón del revólver.

Andy no soltó un alarido pero gritó del susto.

Moth también chilló, presa del pánico. Intentó obligarse a disparar, pero reaccionó con torpeza.

Y, de repente, el estudiante 5 se había abalanzado sobre él.

La silla donde estaba sentado Moth cayó hacia atrás y ambos hombres aterrizaron enredados en el suelo. Andy recibió las secuelas del brusco movimiento y el impacto la lanzó de lado contra la pared, donde quedó hecha un guiñapo. El pavor y una punzada de dolor se apoderaron de ella, y se tapó los oídos con las manos como si el estrépito de la pelea amenazara con dejarla sorda. Entre las sombras, Moth y el asesino le parecían un solo ser, una especie de hidra malévola que rodaba por el suelo. Podía distinguir patadas, puñetazos y golpes, pero había perdido de vista el revólver. El arma había desaparecido, atrapada entre los dos enzarzados.

Moth estaba debajo del asesino, sintiendo la presión de su peso. Lanzó puntapiés hacia arriba e intentó darle con la rodilla en la entrepierna, cualquier cosa que decantara la pelea a su favor. Sabía algo: no podía soltar el arma, aunque no sabía si todavía la sujetaba. Sus pensamientos eran como descargas eléctricas, chispeantes arcos voltaicos.

«El arma es mortal. Pase lo que pase, no la pierdas».

Apretó la empuñadura del revólver con la mano derecha; un aferramiento mortal en más de un sentido. Trató de liberar la mano izquierda para protegerse del aluvión de golpes que recibía. Al mismo tiempo, el asesino le cogió la mano con la que sostenía el arma y le retorció tan salvajemente el dedo índice que amenazó con rompérselo mientras intentaba llegar con el pulgar al guardamonte. Moth notó que el cañón se alejaba del asesino para apuntarlo a él en el pecho y fue consciente de que estaba a pocos milímetros de la muerte.

Intentó gritar, pero el estudiante 5 le propinó un puñetazo con la mano libre, y después empezó a estrangularlo.

Gracias a su carísima formación en taekwondo y yoga, el estudiante 5 era excepcionalmente fuerte y estaba muy versado en los puntos vulnerables, pero los músculos enjutos de Moth nivelaban extrañamente la pelea. El hombre luchaba con furia, intentando con una mano rodear la garganta de Moth para estrangularlo y con la otra arrebatarle el revólver. «¡Hazte con el arma! ¡Mátalos a los dos!».

Presionó a Moth con todo su peso. Al notar el metal del arma, supo que en unos segundos podría ponérsela en el vientre y disparar. Suponía que la bala lo heriría a él también, pero eso no le daba miedo. Era el precio de la victoria. No sentía ningún temor, solamente una fría determinación. Y sabía que estaba a punto de ganar.

Moth notaba que la oscuridad se apoderaba de él. Estaba a punto de perder el conocimiento. «Voy a morir». Se resistió y echó el resto, intentando concentrarse en el arma que aún sujetaba, pero todo se le escapaba. Se había enfrentado a tantos finales, botella en mano, que estaba convencido de que su muerte sería así. Pero no: iba a morir ahora.

Se le entornaron los ojos y quiso inspirar una última vez para llenar los pulmones, que le reclamaban aire a gritos.

Quiso chillar. «¡No, no, no! ¡No me merezco esto!». Pero no pudo.

En ese momento, un brusco movimiento lo sacudió con una fuerza inmensa.

Era Andy Candy, que había golpeado de lado al asesino. Lo hizo con el hombro, tal como haría un defensa de fútbol americano y provocó que los tres cayeran entrelazados de costado al suelo. Rodeó con los brazos el cuello del estudiante 5 para tirar de él hacia atrás, porque solo podía pensar que tenía que separarlo del único amor de su vida antes de que lo matara.

Entonces, de pronto la ecuación de la muerte cambió. El estudiante 5 lanzó un furioso gruñido, soltó la garganta de Moth y llevó esa mano hacia atrás para librarse de Andy. Pero solo alcanzó a rasgarle la blusa.

Moth jadeó. Salió de la tenebrosa inconsciencia dominado por una furia inmensa.

Sin dejar de rodearle el cuello con un brazo, Andy sujetaba la muñeca del asesino con la otra mano para retenerle el brazo derecho a la espalda. Tenía suficiente fuerza para evitar que él pudiera hacerse con el arma.

Los tres, tirando unos de otros, peleando entrelazados, abandonaron cualquier idea o plan. Eran animales. Prehistóricos. Simplemente luchaban para sobrevivir.

Por un instante dio la impresión de que todos estaban en equilibrio precario al borde de un precipicio. Dos contra uno: dos jóvenes inexpertos y confundidos; un hombre resuelto y avezado.

Moth notó que el arma cambiaba de posición, atrapada entre el asesino y él mismo. La empujó con todas sus fuerzas, procurando desesperadamente saber hacia dónde apuntaba. Ignoraba si aquel segundo sería su primera oportunidad, su única oportunidad o si no sería ninguna oportunidad. No sabía si disparar en aquel preciso instante; mataría a un asesino furioso, mataría a una exnovia o mataría a un alcohólico en recuperación. Pero, aun así, apretó el gatillo, temiendo la muerte, esperando la vida.

La detonación sonó como un mamporro. Los cuerpos entrelazados amortiguaron bastante el ruido.

Moth supuso que estaba muerto.

Andy Candy imaginó que sangraba sumida en un inmenso dolor.

El estudiante 5 alcanzó a pensar: «No puede ser».

La fuerza de la bala lo levantó unos centímetros al penetrarle a través de los intestinos, el estómago y los pulmones para alojarse finalmente junto al corazón. Simplemente le destrozó el abdomen.

Se sintió como una marioneta a la que han cortado los hilos. No le dolía, pero notaba el colapso en su interior. Tres respiraciones superficiales. Le borboteó sangre de la boca al instante. Acabó boca arriba en el suelo debido a un violento empujón que Moth le propinó con el último ápice de energía que le quedaba. Él y Andy se escabulleron rápidamente por el suelo como un par de arañas para alejarse del tembloroso asesino. El estudiante 5 alzó los ojos, vio el ventilador girando sobre él y pensó: «No puede ser; me han matado unos críos». Entonces se retorció y murió.

Andy Candy quería gritar o llorar pero permaneció en silencio. La violencia que se había desencadenado en la habitación había sido una avalancha de ruido y rabia mezclada con miedo y adrenalina.

Moth contemplaba la figura muerta en el suelo y lo único que pensaba era que jamás podría volver, aunque adónde no podría volver no formaba parte de su cómputo mental.

Los dos sabían que tenían que hacer algo. Reaccionar. Actuar. Pero de momento estaban petrificados.

«Piensa», se azuzó Moth interiormente. Tardó unos segundos que a ambos les parecieron una eternidad en hablar.

—Andy, tenemos que marcharnos —soltó por fin con voz ronca—. Enseguida. Puede que alguien haya oído… —Se detuvo. Era como estar atrapado en una película, transportado de repente a un mundo cinematográfico donde ya no conocían el argumento ni tenían memorizados los diálogos, y donde todo ocurría a una velocidad supersónica.

Andy apartó los ojos del cadáver tumbado delante de ella y los fijó en los de Moth. Sabía que tenía que responder que sí, pero no podía pronunciar siquiera aquella simple sílaba.

Finalmente Moth logró ponerse en pie. El silencio que rodeaba el cadáver amenazaba con aplastarlo. El ambiente que envolvía la muerte era tan pesado que parecía oprimirle el pecho. Quiso echar a correr sin más, pero sabía que tenía que conservar la poca compostura que le quedaba.

—Ven, Andy —dijo en voz baja—. Vámonos ya.

Se acercó a ella y le tomó una mano para ayudarla a levantarse. No pudo notar si su piel estaba caliente o fría.

Todavía sin hablar, la muchacha recogió la hoja con la fotografía y la información de Susan Terry. También se hizo con el portátil. Le pareció que se movía casi como un robot.

—Tenemos que irnos —repitió Moth, y advirtió—: No nos dejemos nada.

Andy Candy asintió y se detuvo. Le vino a la cabeza una idea, como si se la hubiera chivado una parte malvada de su ser.

—No solo eso —soltó—. Tenemos que hacer algo.

Y fue a la cocina. En la encimera había un bote con un par de bolígrafos y lápices al lado de un bloc, debajo de un teléfono de pared. Era la clase de disposición habitual en cualquier cocina.

Tomó un grueso rotulador negro y volvió al salón, donde Moth la esperaba tenso y pálido, todavía sosteniendo el revólver.

—Dijo que había sido traficante de drogas —susurró Andy—. Que la policía encontraría a un extraficante. —Se dirigió a una pared blanca vacía del salón. Con el rotulador, escribió en grandes letras mayúsculas: «Quien nos engaña lo paga. Scorpions».

La última palabra era el nombre de la única organización de narcotráfico que recordaba. Era mexicana y operaba en California, aunque no sabía si eso cambiaría algo.

Se guardó el rotulador en el bolsillo. Moth leyó la advertencia, asintió y se acercó al cuerpo inerte del asesino. Arrancó violentamente un trozo de la camisa ensangrentada del hombre. Con ella, subrayó en rojo la palabra «Scorpions» en la pared. Un toque artístico. Tal vez una firma. Se volvió hacia Andy y vio que alargaba la mano hacia él. De la misma forma que haría un náufrago hacia su rescatador.

Cogidos de la mano, salieron tambaleándose de la casa, apoyados el uno en el otro.

Un paso. Dos pasos. Tres.

La noche era agobiante, densa, asfixiante. Esperaban oír sirenas a lo lejos, acercándose. Nada. Esperaban oír voces desconocidas gritándoles: «¿Adónde vais? ¡Quietos! ¡Alto! ¡Manos arriba!». Nada.

Cuatro pasos, cinco.

Querían echar a correr.

No lo hicieron.

Seis. Siete. Ocho.

La oscuridad los envolvió.

—No mires atrás —alcanzó a decir Moth con voz ronca.

La tenue luz del centro de la ciudad coloreaba con su brillo amarillento el vasto cielo estrellado, pero la calle estaba en penumbra. Entraron en el cementerio, saludando las hileras de difuntos como si fueran viejos amigos, agradeciendo que las lápidas y las criptas elevadas los ocultaran. Moth encontró su mochila abandonada, metió el arma junto con las dos botellas vacías de whisky y vodka que el asesino le había advertido que no debía dejar allí. Tomó la hoja con la fotografía de Susan y el portátil y también los guardó dentro. Solo miró a Andy una vez, y se preguntó si estaría tan pálido como ella en medio de aquella oscuridad.

Ambos montaron en las bicicletas alquiladas que habían dejado junto a las tumbas y fueron hasta la tienda. Moth las encadenó diligentemente como el propietario con rastas les había indicado.

Fueron andando por calles laterales, pasando por delante de varias casas iluminadas, oyendo voces de cenas muy animadas. Se cruzaron con una señora mayor que paseaba sus dos doguillos, pero la mujer estaba más interesada en que los perros hicieran sus necesidades que en Moth y Andy.

A la muchacha le resultó sorprendente. Se sentía como si estuviera cubierta de sangre, aunque no era así.

Sin hablar volvieron hasta el coche de Andy, que se sentó al volante, sin saber muy bien si podría conducir. Lo hizo instintivamente. Tras pelearse un momento con las llaves, se ordenó a sí misma dejar de estremecerse a pesar de que las manos le temblaban y el cuerpo prácticamente se le convulsionaba, respiró hondo unas cuantas veces y se pusieron en marcha.

No fue necesario que Moth le recordara que tenía que conducir despacio y con cuidado.

Un kilómetro. Dos kilómetros.

No pudo obligarse a mirar por el retrovisor por miedo a ver las luces destellantes de un coche patrulla.

Cuatro kilómetros. Cinco. Seis.

Ni siquiera se atrevió a mirar de reojo a Moth.

A los veinte kilómetros vio un lugar junto a la carretera y paró. Abrió la puerta, se asomó fuera y vomitó repetidamente.

Aun así, guardaron silencio. Andy se limpió la boca, volvió a poner el coche en marcha y siguió conduciendo.

Cruzaron el puente de las Siete Millas. «Seis millas con setenta y nueve», pensó Moth. Vio la luz de la luna reflejada en las ondulantes aguas oscuras.

Una hora. Dos.

Un hombre frustrado en un BMW deportivo los adelantó zumbando en uno de los tramos de un solo carril por sentido, evitando por los pelos una furgoneta que venía de frente.

Al sur de Islamorada, pasaron por Whale Harbor y por el Bud and Mary’s Marina, en cuya entrada colgaba un enorme tiburón blanco de plástico. Por extraño que pareciera, Moth lo consideró adecuado: un falso pez que seguramente jamás visitaría aquellas aguas servía de invitación.

Tres horas.

Siguieron en silencio por el puente del Camello, bordearon los Everglades, donde la noche se confunde con el pantano, pasaron después por la ciudad de Homestead y finalmente descendieron hacia las luces brillantes que señalan la carretera South Dixie que lleva a Miami.

Moth quería decirle que no podría haberlo hecho sin ella, pero no le parecía bien. Quería decirle que todo se había acabado, pero temía que en realidad solo hubiera comenzado.

Andy Candy aparcó a media manzana del piso de Moth. Todavía sin hablar, los dos salieron del coche y avanzaron cogidos del brazo con paso vacilante por la calle. Era como si cada uno de ellos sostuviera al otro.

Subieron la escalera juntos. Moth encontró las llaves, abrió la puerta y la sujetó para que Andy entrara. Después, dejó caer la mochila en el suelo. Andy fue al baño y se quedó contemplándose en el espejo tres o cuatro minutos, repasándose hasta el último centímetro de la cara en busca de algún indicio de lo que habían hecho, o cualquier otro tipo de cambio extraño. «Dorian Gray mirando su retrato».

Sabía que ahora era diferente, y se contemplaba para encontrar algún signo externo, hasta que, finalmente, no del todo convencida de que un desconocido fuera incapaz de leerle en el rostro lo que habían hecho, se mojó frenéticamente la cara. No logró sentirse limpia. Al mismo tiempo, Moth se lavaba las manos en el fregadero de la cocina. Una vez. Dos. Una tercera para intentar quitarse la mancha del asesinato.

Se derrumbaron juntos en la cama de Moth con los brazos entrelazados. Por un instante Andy pensó que eran como una escultura conmemorativa de la lucha que se había librado antes, esa misma noche. Se percató de que había ciertos contactos más íntimos aún que el sexo. Cerró los ojos, agotada. El sueño se semejaría, sin duda, a la muerte. De todos modos, lo agradeció, así como la total incertidumbre de la vida.

Moth estuvo unos segundos oliendo el sudor de Andy, escuchando su respiración regular, acariciándole un brazo. Lo último que pensó antes de quedarse también dormido fue simple: no veía cómo podrían permanecer juntos y tampoco cómo podrían separarse jamás.