El estudiante 5 era plenamente consciente de que se hallaba inmerso en una partida a vida o muerte, pero estaba entrenado para ello. Un asesinato requiere psicología elemental, tan complejo como una partida de ajedrez, tan simple como las damas. Hay un trasfondo emotivo en cada fase hasta el acto en sí. Puede ser brusco o sofisticado. Puede ser improvisado e impulsivo o estar minuciosamente planeado. Puede deberse a la psicosis o al trastorno por estrés postraumático. Posee tantas variaciones como personas e iras. Era algo que había aprendido como asesino y como estudiante de Psiquiatría.
Sabía que tenía que jugar mejor que el historiador en ciernes que tenía sentado delante. «A veces la gente mira el cañón de un arma y sabe que es inevitable, que es imposible evitar la bala. Pero hoy no es así. Hoy habrá una muerte. Puede que dos, cuando mate también a la novia».
Imaginó la lucha y cómo el arma caía al suelo. Se figuró la sensación de empuñarla y el explosivo tirón hacia arriba al apretar el gatillo: un recuerdo familiar y feliz. Después se lo tomaría con calma y, sujetando el arma con las dos manos y adoptando la postura de un tirador, pondría fin a la noche. Su convencimiento, su instinto y su anhelo recrearon la escena que sin duda tendría lugar.
Ya se estaba organizando la salida.
«Déjalo todo atrás salvo la muerte. Despídete de Stephen Lewis, como hiciste con Blair Munroe. Conduce veloz hacia el norte. Toma un avión en Miami. Ve a algún lugar diferente e inesperado. Cleveland o Minneapolis y toma allí otro vuelo. ¿A Phoenix? ¿A Seattle? Quédate uno o dos días en un hotel. Deléitate con las vistas y con más de una buena comida antes de regresar sin prisas al este, a Manhattan. Deja que Nueva York te engulla. Comienza a trabajar inmediatamente en una nueva colección de identidades de reserva. Vuelve a empezar. California estaría bien. San Francisco, no Los Ángeles».
Moth no podía controlar su imaginación desbocada. Era como si le temblaran las ideas. Como temía que el cuerpo se le contagiara, puso el dedo índice en el guardamonte del gatillo. No quería disparar el arma sin querer. De todos modos, tenía el dedo agarrotado, como la pieza rota de una maquinaria, y dudaba que le respondiera. Tenía los músculos como acartonados. Durante todos aquellos días, kilómetros y obsesiones, solo se había concentrado en identificar al hombre que había matado a su tío, en encontrarlo, encararlo y desenfundar antes que él, como si se tratara de una emboscada en un desfiladero del polvoriento Salvaje Oeste.
Un asesinato casi siempre tiene que ver con el pasado, pero este también tenía que ver con el futuro. Había sido fácil yacer en la cama a oscuras pensando: «lo mataré, lo mataré, lo mataré».
Ahora que había llegado el momento de matarlo, Moth se percató de que todo lo que había hecho había sido para llevarlo hasta ese punto, pero no más allá. Recordó la advertencia de Susan Terry: «¿Crees que podrás apretar el gatillo?».
«Creo que sí. Espero que sí.
»Puede».
Y este era un problema que le inmovilizaba la mano del revólver de un modo insuperable. Inspiró hondo, bajó un poco el arma con un ojo entornado para apuntar al pecho del hombre.
—¿Por qué mató a mi tío? —preguntó. Necesitaba una respuesta, porque ella le indicaría qué hacer a continuación.
Se sumió en un torbellino de incertidumbre. Aquel hombre habría podido decirle que ese no era un ambiente propicio para matar a alguien.
Los exabruptos y la rabia empezaron por fin a amainar alrededor de Susan Terry, como las últimas gotas de un chaparrón. Se mantuvo callada hasta que se hizo un hosco silencio en Redentor Uno.
—Bueno —dijo por fin—. Lo único que podemos hacer es esperar a ver qué pasa.
Sabía que esperar rozaba lo delictivo. Lo correcto era notificar de inmediato a las autoridades. También era lo incorrecto. Susan estaba al límite de la culpabilidad legal. Ni siquiera quería pensar en la culpabilidad moral.
—O sea que, basándote en tu formación jurídica, tu conocimiento de Moth y de la situación en que está metido, así como en los demás factores relevantes, ¿propones que nos quedemos sentados a ver qué pasa? —resumió el profesor de Filosofía con su estilo didáctico.
—Podría decirse así —respondió Susan.
El profesor se puso de pie, como si fuera a empezar a hablar de su adicción, solo que esta vez se dirigió de otra forma a los asistentes.
—Eso es sencillamente inaceptable —soltó, y añadió—: ¿Hay alguien que discrepe?
Un murmullo recorrió la sala: palabras imperceptibles que equivalían a un sencillo «no».
—Si no podemos ayudar a Moth esta noche —prosiguió el profesor—, tendremos que ayudarlo cuando sobreviva.
La sala se llenó de sonidos de aprobación.
—Y creo que sobrevivirá —prosiguió el profesor con un timbre de confianza infundada en la voz—. Al igual que todos nosotros superaremos los demonios y errores que nos trajeron hasta aquí.
Susan echó un vistazo alrededor. Nadie discrepó del profesor. Pensó que la situación tenía cierto aire de campaña de exaltación religiosa.
—Moth es responsabilidad nuestra —afirmó el profesor—. Nos guste o no. —Lanzó estas últimas palabras a Susan como puñales—. Del mismo modo que él ha estado a nuestro lado, nosotros tenemos que estar a su lado —añadió con firmeza—. Esta es la razón de ser de Redentor Uno. Aquí es donde estamos a salvo de nuestros problemas, donde nos apoyamos unos a otros. De modo que creo que Redentor Uno y lo que significa para todos va mucho más allá de las paredes de esta sala.
—Tienes toda la razón —dijo Sandy—. Bien dicho.
El profesor inspiró hondo, se ajustó las gafas y se humedeció los labios.
—Si sale vivo de esta, hemos de encontrar la forma de protegerlo —dijo, y todos asintieron—. Tenemos ciertos recursos —añadió.
—¿Recursos? —se sorprendió Susan.
—Sí —respondió, volviéndose de golpe hacia ella y señalándola con el dedo—. Tú, por ejemplo.
La fiscal no supo qué decir. Sandy se puso de pie para intervenir:
—O formas parte de estas sesiones o no. Lo de aquí dentro es recuperación. Lo de allá fuera… —señaló la puerta— no. Tienes que decidirte. ¿Eres adicta o exadicta?
Susan dudó.
—¿Quieres volver a venir aquí? —la apremió Sandy.
A Susan las ideas se le arremolinaban. No se le había ocurrido planteárselo de esa forma.
Fred, el ingeniero, se levantó y desde su sitio, al lado del profesor, tomó la mano de la abogada.
—Para empezar —dijo con una sonrisa irónica—, creo que podemos estar todos de acuerdo en algo. —Hizo una pausa para mirar a cada uno de los asistentes antes de fijar los ojos en Susan Terry—. Si algún policía nos preguntara, todos diremos que Moth estuvo hoy aquí con nosotros.
Nadie respondió, pero todos los miembros del grupo se pusieron de pie, incluido el moderador.
Andy Candy quería sentarse o apoyarse en la pared, incluso deslizarse hacia el suelo de madera noble y cerrar los ojos. Al mismo tiempo, quería correr sin moverse del sitio, hacer flexiones y abdominales, dar brincos o saltar a la comba mientras cantaba una tonada infantil: «Al pasar la barca me dijo el barquero: “Las niñas bonitas no pagan dinero”». Estaba exhausta pero vigorizada, aterrada pero tranquila.
Se movió sigilosamente por la cocina y no vio nada especial. Entró en el baño y tampoco vio nada especial. Era una casa pequeña, apenas más grande que un piso, que solamente tenía dos habitaciones y un pasillo sin ventanas. Abrió armarios; el único que contenía algo estaba en la habitación principal: un discreto surtido de prendas en perchas. Usó pañuelos de papel para cubrirse los dedos al abrir los cajones para echar un vistazo. «La ropa interior de un asesino, camisetas y calcetines». No sabía si los pañuelos de papel evitarían que dejara ningún rastro de su presencia. Lo dudaba, pero como aficionada que era, no se le ocurrió otra cosa.
Intentaba no sentirse asustada, pero cada minuto que pasaba su miedo iba en aumento, no solo porque llevaban mucho rato en casa de un asesino, sino porque no encontraba nada que dijera algo sobre quién era realmente el hombre sentado en su sillón favorito en el salón.
No sabía muy bien qué había esperado encontrar. ¿Tal vez un armario lleno de armas? ¿Una pared con cuadros dedicados a asesinos, de Calígula a Vlad el Empalador pasando por John Dillinger y Ted Bundy? No tenía ni idea de lo que estaba buscando, aunque sabía que su registro era de algún modo necesario. Rebuscó en su memoria imágenes de películas, novelas de éxito, programas de televisión y obras de teatro, pero no pudo recordar ninguna cuya acción se situara en la casa de un asesino y mostrara objetos suyos que revelaran de manera inequívoca quién era y qué hacía. «Por favor, tiene que haber algo». No era como ver libros de Derecho en la mesa de un abogado, o libros de Medicina en la consulta de un médico. No había ningún título de Arquitectura enmarcado en la pared. Ni siquiera la carta de algún restaurante colgada en un lugar destacado.
La última habitación estaba dispuesta como cuarto de invitados. «¿Invitan los asesinos a sus amigos a alojarse en su casa?». Entró con cautela. Había un futón con una colcha estampada en vivos colores, un pequeño escritorio y una silla. Tenía tan pocos muebles que era casi monástica. Estaba a punto de irse cuando se fijó en el ordenador portátil. «Eso es algo», pensó. Miró alrededor y vio una impresora inalámbrica en un rincón, en el suelo. Junto a la impresora había unas cuantas hojas.
Se acercó a ellas como si estuvieran afiladas y fueran peligrosas.
—¿Por qué maté a tu tío? ¿Qué te hace pensar que lo hice?
—No me fastidie. Dígame la verdad.
—¿Me crees capaz de asesinar pero no de mentirte?
—Diría que la gente a la que encañonan con un Magnum no suele mentir —respondió Moth.
—Pues te equivocas, Timothy. Es entonces precisamente cuando la gente miente. Con entusiasmo y de manera flagrante. Rogando y suplicando. Mentiras, mentiras y más mentiras. Pero, dejando eso a un lado, ¿por qué crees que la verdad te serviría de ayuda?
El hombre hablaba con un desconcierto patente en la voz. Avanzó ligeramente en el asiento, hasta quedar sentado en el borde del sillón. Esto puso nervioso a Moth y aumentó su ansiedad. Notó que le sudaba la nuca. Intentó imprimir frialdad a sus respuestas para disimular su debilidad.
—Soy yo quien hace las preguntas —soltó. Movió un poco el revólver para subrayar sus palabras. Pensó que hablaba como si estuviese en un western de John Ford de los años cuarenta. «No debiste hacer eso, forastero».
Los dos estaban sentados a unos metros de distancia. La única luz de la habitación procedía de una lámpara de sobremesa que dejaba gran parte de la estancia en penumbra. Moth tenía la impresión de que cada palabra dicha acrecentaba la oscuridad. Un ventilador de techo giraba perezosamente sobre ellos, removiendo un aire que parecía naturalmente en calma.
El estudiante 5 lo miró fijamente. Mantenía los ojos por encima del cañón del arma, casi como si así pudiera ignorarla y hacerla desaparecer.
—Muy bien —dijo—. Yo no maté a tu tío.
—No mienta, sé que…
—¿Qué sabes, Timothy? —lo interrumpió el hombre recalcando cada sílaba del nombre de Moth con una dureza repentina—. Tú no sabes nada. Te lo diré de un modo sencillo, tanto como para que pueda entenderlo un estudiante de Historia. O como para que pueda entenderlo un borracho: yo no maté a tu tío.
Moth pensó que se estaba mareando porque la habitación le daba vueltas.
—Piénselo de este modo: esa explicación es lo único que lo separa de la muerte —soltó.
Una vez más, la determinación de su voz sorprendió al propio Moth. No tenía ni idea de dónde le salía, un poco como si hablara otra persona. Era totalmente falsa.
—Tu tío se suicidó —dijo el estudiante 5.
Susan Terry contempló el grupo de alcohólicos y adictos que la rodeaban, hombro con hombro, algunos tomados de la mano, en lo que un observador externo hubiera considerado una plegaria, pero que, como ella sabía, no tenía nada que ver con pedir ayuda al Todopoderoso. Sabía que le estaban pidiendo que tomase una decisión. Podía unirse a ellos o marcharse, pero tenía que decidirse. Era como si hubiera dos vidas antagónicas expuestas ante ella. Las dos altamente imperfectas. Las dos igualmente peligrosas. Las dos llenas de compromiso y dolor. Tenía que permitirse ser débil. Tenía que intentar encontrar su fuerza. Así de simple. Así de complejo.
Inspiró con fuerza.
«¡Decídete ya!», se gritó a sí misma.
—Eso es una estupidez —farfulló Moth.
—¿Crees que me comporto como un estúpido?
—No. Pero sé que usted mató…
El estudiante 5 se encogió de hombros, gesto que hizo que Moth dejara la frase inacabada.
—Estaba ahí. Puede que incluso apretara el gatillo. Pero tu tío se suicidó.
El estudiante 5 ocultó una sonrisa. Cualquier mínima confusión o duda que pudiera sembrar era un punto ganado en el juego psicológico. Recordó la escena de una película oscarizada rodada mucho antes de que Timothy Warner naciera. En The French Connection, Gene Hackman interpretaba a un inspector de policía llamado Popeye Doyle que preguntaba a los sospechosos: «¿Te has hurgado alguna vez los pies en Poughkeepsie?». Era una pregunta maravillosa, disparatada, totalmente incomprensible. Dejaba mudos a los asombrados interrogados, quienes, llenos de dudas, intentaban encontrar una respuesta a pesar de no haber estado nunca en Poughkeepsie, en Nueva York, y de no tener ni idea de cuál era el significado de hurgarse los pies.
El estudiante 5 estaba usando una variación del mismo tema.
—También mató a los demás —objetó Moth.
—No. Ellos también se suicidaron.
—Eso no tiene sentido.
—Depende del punto de vista. ¿Estarías de acuerdo en que cualquier acto tiene consecuencias?
—Sí.
El estudiante 5 levantó las manos en un gesto despectivo.
—Lo que me hicieron en el pasado determinó su futuro. Ellos me mataron. O acabaron con quien era y con lo que iba a ser. Es lo mismo que si hubieran cometido un asesinato puro y duro. Al hacerlo, firmaron su propia sentencia de muerte. Es lo mismo que si se hubieran suicidado, ¿entiendes?
Moth captó la lógica de la venganza y el asesinato. Entendía aquel razonamiento. Quiso discrepar pero no pudo.
—O sea que tu tío Ed simplemente pagó el precio de una obligación que había contraído años atrás. Ni más ni menos. Como psiquiatra, creo que lo comprendió del todo en sus últimos instantes.
Moth se sintió como si le hubieran dado un puñetazo. La lógica del asesino se había expresado con una precisión tan incuestionable que no supo qué responder. Se notó débil y más asustado incluso, no solo por lo que había hecho sino por lo que iba a hacer. Estaba a punto de dejarse dominar por la duda, lo que solía conllevar una visita al bar y el suficiente alcohol para olvidar por qué hacía lo que hacía. Supo que tenía que cambiar el rumbo de aquella conversación. «Si quieres matarlo —pensó—, lo mejor es pasar a otra cosa».
Mientras buscaba posibles respuestas, Andy Candy volvió al salón. Llevaba una hoja en la mano.
—Mátalo —ordenó temblorosa—. Mátalo ya.