49

«Piensa como un asesino. Fácil de imaginar y difícil de hacer. ¿El joven que morirá hoy? Supongo que ese soy yo». De modo que Moth respondió con más bravuconería de la que creía poseer:

—Bueno, puede que sí y puede que no. Ya lo veremos, ¿no?

Los dos seguían juntos, con el cañón del revólver en la garganta del estudiante 5.

«Un asesino listo apretaría el gatillo y echaría a correr —se dijo Moth, pero decidió que no era así—. Puede que eso fuera exactamente lo que haría un asesino tonto». No lo sabía. La idea de que cada acto ofrecía múltiples posibilidades con diversos resultados deslumbró su mente académica. La fascinación y el miedo se mezclaron en su interior: pasión y frío gélido. Aun así, se ciñó al plan que había elaborado, sin tener demasiada idea de si tenía sentido desde el punto de vista del asesino. Pronto lo descubriría.

—Vamos adentro —ordenó de nuevo.

—¿Quieres que te invite a mi casa? —El estudiante 5 sonrió irónicamente—. ¿Crees que soy tan educado? ¿Por qué iba a hacerlo?

—No tiene alternativa —espetó Moth, imprimiendo toda la dureza que pudo a sus palabras.

—¿Ah, no? —replicó el otro, burlón—. Siempre hay alternativas. Diría que un estudiante de Historia debería saberlo mejor que la mayoría de la gente.

El estudiante 5 sonrió un poco. Con ello disimuló las vueltas que le estaba dando a la situación. Le costó unas cuantas respiraciones profundas superar su sorpresa inicial de tener un revólver en el cuello y de saber quién lo empuñaba. Gracias al yoga y a las enseñanzas zen logró reprimir la impresión y reemplazarla por calma. Sabía que tenía que descentrar urgentemente al sobrino y cambiar la dinámica de la muerte. Entonces ya discerniría cómo tomar ventaja.

Empezó a imaginar posibilidades, oportunidades y situaciones, visualizando las cosas como si estuviera viendo una película de miedo en el cine y los espectadores, alterados y frenéticos, gritaran, impotentes, instrucciones a personajes que no podían oírlos. Sabía algo con certeza: cada segundo que el sobrino esperara a apretar el gatillo, él se fortalecía y el joven se debilitaba. Por extraño que pareciera, sintió que lo invadía la confianza.

—¿Dónde tiene la llave de su casa? —insistió Moth.

—De acuerdo. Si crees que es lo que hay que hacer, ¿quién soy yo para impedírtelo? —dijo el estudiante 5 con un leve resoplido—. En el bolsillo delantero derecho.

Moth hizo un gesto con la cabeza a Andy, que se acercó para meter la mano en el bolsillo y buscar la llave.

—Cuidado, jovencita —soltó el estudiante 5 con una sonrisa sardónica—. No nos han presentado como es debido y esto es algo íntimo.

Andy oyó la voz del asesino mientras se hacía con la llave de la casa. Era un poco como oír cantar algo a lo lejos, y trató de recordar su anterior conversación.

—No es verdad —replicó con una voz apresurada y aguda que recordó una goma elástica muy tensa—. Antes se presentó por teléfono.

Se alejó de él con la llave en la mano.

—Puede que haya una alarma conectada a esa puerta —indicó el estudiante 5 cuando Andy fue a abrirla—. Si no introduces el código correcto, puede que la policía esté aquí en unos minutos. Eso arruinaría vuestro plan, ¿verdad?

Andy se volvió hacia él y sacudió la cabeza.

—No lo creo —dijo con fingida seguridad—. ¿Pedir ayuda a la policía? No sería propio de usted.

El estudiante 5 no respondió. Moth cambió de posición y, tras desplazar el cañón del revólver por el cuello del asesino, le dio un empujoncito en la espalda.

—Vamos adentro —repitió.

—Un planteamiento interesante —comentó el estudiante 5—. Pero no sabes lo que podría esperarte dentro, ¿no? —Era una referencia velada al falso laboratorio de metanfetamina de Charlemont, pero inmediatamente cambió la ansiedad por otros tipos de miedo—: A lo mejor tengo un perro de presa dispuesto a arrancaros la cabeza de un mordisco.

—No lo creo —repitió Andy con firmeza—, eso no es propio de usted. —Metió la llave en la cerradura—. Le gusta hacer las cosas solo.

Giró la llave y abrió la puerta, sin esperar respuesta. No vio cómo la ira ensombrecía un instante el semblante del hombre ni cómo cerraba de golpe el puño derecho. Al estudiante 5 no le gustaba que lo catalogaran y, menos aún, que lo catalogaran correctamente.

—Muévase —ordenó Moth, dándole un empujón en la zona lumbar. Todavía unidos por el cañón del revólver entraron en la casa tras cruzar el porche suavemente iluminado. Moth se preguntó si alguien podría verlos. No se había planteado que pudiera producirse un hecho fortuito al abordar así la situación. Si un transeúnte veía el arma y llamaba a la policía todo fracasaría. Le vino a la cabeza la vieja expresión: «Por un clavo se perdió una herradura».

Como el portero de un restaurante de lujo, Andy Candy sostuvo la puerta para que pasaran y les hizo entrar. Después siguió adelante mientras Moth presionaba el cuello del estudiante 5 con el revólver a la vez que le sujetaba un hombro con la otra mano.

—El salón está a la derecha —indicó el dueño de la casa—. Allí estaremos cómodos…

Para tener un arma en la nuca, su voz era sorprendentemente tranquila y compuesta. Puede que esta fuera la primera indicación que tuvo Moth de a quién se estaba enfrentando realmente. Empezó a debatirse entre la fantasía de que podía plantar cara a un asesino en serie y la pregunta «¿quién me creo que soy?». Aparte del arma, no tenía gran cosa que pudiera considerarse una ventaja.

—… hasta que alguien muera —soltó el estudiante 5 para terminar la frase.

Andy encendió las luces, se acercó a las ventanas y cerró los postigos de madera. «Intimidad —pensó—. ¿Qué más se necesita para matar?».

En Redentor Uno el revuelo había aumentado. Las voces alzadas y las preguntas atropelladas de los adictos y alcohólicos enardecidos bombardeaban a Susan Terry, que permanecía clavada delante de los asistentes como si fuera un mal cómico al que están abucheando. Se tambaleaba interiormente.

—Es que no entiendo cómo pudiste permitir que Timothy fuera a encararse con un asesino. Tú eres la profesional, coño. ¡Sabías el peligro que correría!

Esta recriminación procedía de un arquitecto sosegado que tenía predilección por los fármacos derivados de la morfina. Nunca había abierto la boca desde que ella llevaba asistiendo a las reuniones, pero ahora de golpe parecía verdaderamente indignado.

—Sí —corroboró un dentista—. ¿Tiene realmente Timothy idea de a qué se enfrenta? No puedo creer que…

—Es más hábil de lo que creéis —lo interrumpió Susan.

—Vaya, eso es fantástico. Claro que sí —soltó Fred con sarcasmo—. Estupendo. Genial. ¡Madre mía! ¡Qué excusa más pobre y más mala! —Se volvió en el asiento para mirar a los demás, y levantó una mano para señalarla directamente mientras añadía—: Si hubiera ido ella a enfrentarse con ese individuo, habría pedido que la acompañara un equipo entero de las fuerzas especiales.

Hubo respuestas del tipo «¡tienes razón!» o «¡y que lo digas!». El moderador quiso imponer un poco de calma.

—Escuchad, chicos… Susan no tiene la culpa…

—Sandeces —soltó la abogada Sandy cortando al comedido ayudante del pastor.

—¿Cuáles son —preguntó el profesor de Filosofía—, según tu opinión profesional, las probabilidades que tiene Timothy de sobrevivir esta noche? —Pronunció «profesional» con evidente desdén.

La pregunta, que iba directamente al meollo del asunto, silenció al grupo. Que procediera de un hombre tan dado a las interpretaciones indirectas de vaguedades le daba más importancia todavía.

Susan vaciló antes de responder.

—No muchas —dijo por fin.

Oyó cómo varios habituales soltaban un grito ahogado.

—Define «no muchas», por favor —pidió el profesor.

Los presentes se inclinaron expectantes. Susan notó cómo se electrizaba el ambiente, como si cada palabra que dijera se enchufara a la corriente. Vio sus miradas penetrantes y de pronto se dio cuenta de que Timothy Warner significaba mucho para cada uno de ellos, más de lo que ella jamás había imaginado. El poder de mirar a Timothy Warner y verse a ellos mismos reflejados en el espejo cuando eran más jóvenes era muy potente. Apenas era un jovenzuelo y ya se había extraviado, igual que ellos en su día. Su recuperación formaba parte de la de ellos. Su vida cotidiana les proporcionaba un significado y un incentivo añadidos. Aquello iba más allá de la lealtad y entraba en el extraño terreno de la devoción que provocaba la adicción. Si Timothy encauzaba su vida significaba que ellos podían seguir encauzando la suya. Que Timothy alcanzara el amor, una carrera profesional y satisfacciones sin necesidad de empinar el codo conllevaba que ellos habían logrado lo mismo, o reconstruido lo que habían sido. Que Timothy sobreviviera significaba que ellos también podrían hacerlo. Las pugnas de Timothy imitaban las suyas. Su juventud les daba esperanzas.

Y todo aquello estaba en peligro esa noche.

—Con «no muchas» quiero decir exactamente eso: no muchas. Se enfrenta a un sociópata listo, hábil, avezado y despiadado que ha matado tal vez a seis personas, aunque la cantidad puede ser objeto de discusión. En suma, a un asesino experto.

Los asistentes estallaron de nuevo.

—¿Me siento aquí? —preguntó el estudiante 5 de buen talante—. Es mi sillón favorito.

—Sí —contestó Moth.

—Espera —intervino Andy Candy.

Se acercó a un sillón tapizado. Levantó el cojín y comprobó lo que había debajo. Después inspeccionó el respaldo, se arrodilló y echó un vistazo por debajo. Ninguna pistola ni ningún cuchillo escondido. Había una mesita auxiliar con una lámpara y un jarrón con flores secas. Lo apartó para que el hombre no pudiera alcanzar nada si lo intentaba. «¿Puede usarse un jarrón de cristal a modo de arma?». Supuso que sí.

El estudiante 5 esperó con las manos levantadas.

—Una jovencita muy prudente —comentó al fijarse en lo que Andy estaba haciendo—. Previsora. Dime, Timothy, ¿de verdad has pensado detenidamente en esto?

Moth respondió con un gruñido.

—Muy bien. Siéntese —soltó.

—Moth, ¿estás seguro de que no va armado? —preguntó Andy.

«¡Maldita sea!», exclamó Moth para sus adentros. No se le había ocurrido comprobarlo.

—Regístralo con cuidado —dijo, sin apartar el arma de la garganta del hombre.

Andy se situó a su espalda y le metió las manos en los bolsillos. Tras sacar la cartera, lo cacheó, le comprobó los zapatos y calcetines y hasta le palpó la entrepierna.

—Ahora sí que estamos empezando a conocernos mejor —soltó el asesino con una carcajada, como si le estuviera haciendo cosquillas.

Andy deseó poder darle una respuesta ingeniosa que lo pusiera en su sitio, pero no se le ocurrió ninguna.

—Lástima que decidieras estar aquí hoy —prosiguió el estudiante 5—. ¿Sabes qué? Todavía estás a tiempo de marcharte. Puedes salvarte. Más vale prevenir que curar.

«Un asesino que se vale de un tópico. Extraordinario», pensó Moth. Pero no se atrevió a mirar a Andy Candy, por miedo a que aquello tuviera sentido para ella.

—No voy a… —empezó Andy.

—Piensa bien lo que estás haciendo —la interrumpió el hombre—. Las decisiones que tomes los siguientes minutos durarán toda una vida. —Señaló el sillón, y Moth le dio un empujoncito en esa dirección.

El estudiante 5 se sentó sin prestar atención al revólver que lo apuntaba. No apartaba los ojos de Andy.

—No pareces la clase de persona que ignora un buen consejo, Andrea, provenga de donde provenga —prosiguió. El uso de su nombre de pila con familiaridad fue frío—. Será mejor que lo tengas en cuenta. Todavía estás a tiempo.

«Una brecha entre los dos, por pequeña que sea, me favorece —pensó el estudiante 5—. Explota la incertidumbre. Esta noche sé lo que estoy haciendo incluso sin arma. Pero ellos no. De modo que ¿quién va realmente armado?». Este planteamiento le hizo sonreír.

Moth seguía apuntándolo con el Magnum. Andy se dio cuenta de que Moth seguía de pie, con aspecto de estar incómodo y fuera de lugar, así que fue a buscar una silla y la colocó delante del asesino para que Moth pudiera sentarse a unos metros de distancia.

Ambos hombres se miraron como una pareja en una primera cita que no va bien. «Cinta de embalar —pensó Moth—. Tendría que haber comprado cinta de embalar para atarle las manos y los pies. ¿Qué más se me olvidó traer?».

—En realidad —comentó pausadamente el profesor de Filosofía, como si estuviera en clase—, el tema urgente que se nos plantea es sencillo: ¿qué podemos hacer en este momento para ayudar a Moth?

La sala se quedó en silencio.

—Dondequiera que esté, sea lo que sea lo que esté haciendo —añadió el profesor.

El silencio persistió.

—¿Alguna idea? —preguntó el profesor.

—Sí, maldita sea, tenemos que enviar ayuda a Moth —saltó Fred, el ingeniero—. Ahora mismo, joder.

—No es tan fácil —intervino Susan sin entrar en detalles. Seguía de pie delante del grupo, pero ya no la acosaban con sus miradas, sino que se dirigían unos a otros para sugerir posibilidades.

—Llamemos ahora mismo a la policía —propuso Sandy—. No esperemos más. Seguramente Susan sabrá dónde enviarla.

Sacó el móvil de un gran bolso Gucci y lo sostuvo en alto.

—Detendrán a la persona equivocada —aseguró la fiscal en voz baja—. No lo entiendes.

—¿No entiendo qué? —preguntó la abogada, dubitativa, con el dedo sobre el teclado del teléfono—. ¿Qué quieres decir?

—Esta noche el asesino es Timothy.

De nuevo, los presentes empezaron a lanzar objeciones: «¡Qué dices!», «¡No digas tonterías!», «¡Menuda chorrada!». Fue un chaparrón de disensiones.

—Esta noche es Timothy quien empuña un arma, quien tiene intención de matar y quien infringe la ley. Con premeditación. Todos conocéis este agravante. Él, no el malo. Ahora mismo, ese hombre es inocente. ¿A quién creéis que detendrá la policía cuando se presente? ¿Al propietario de la casa o a la persona que forzó la entrada, va armada y es peligrosa? Eso suponiendo que Timothy se rinda por las buenas. Yo no lo daría por sentado.

—Bueno, tal vez —replicó Sandy—. Pero una llamada tuya dirigiría a la policía al hombre correcto…

—¿Sin pruebas? ¿Solo con suposiciones descabelladas? Les digo que no detengan al chico que está obsesionado con matar y vengarse, que detengan al otro, y ¿crees que lo harán? Y aunque lo hicieran, ¿cómo iban a retenerlo después de las cuarenta y ocho horas? Y si no pueden retenerlo, estoy segura de algo.

—¿De qué?

—De que desaparecerá.

—Eso es absurdo. Se le puede localizar, como hizo Moth.

—No, no necesariamente. Él lo logró con mucha perseverancia y con algo más que un poco de suerte. Y ese individuo no cometerá dos veces el mismo error. Se esfumará. Puede hacerse. Apostaría a que está preparado para hacerlo. De hecho, no es demasiado difícil. Así que contad con algo: pase lo que le pase a Moth esta noche, si el hombre que mató a su tío sigue vivo de aquí a unas horas, desaparecerá para siempre.

La sala se quedó otra vez en silencio. Susan oyó las respiraciones agitadas.

—Y eso suponiendo que quien enviemos llegue allí a tiempo —añadió en voz baja.

—Tenemos que llamar a alguien —intervino el dentista.

Otra pausa en la sala de Redentor Uno. Sus repentinos silencios parecían tener significado. Todos estaban barajando posibilidades.

—¿Y si vas tú? —sugirió Fred.

—Tuvo la oportunidad de incluirme en sus planes —respondió Susan, sacudiendo la cabeza—. No la aprovechó. De hecho, me dejó fuera. —Pensó que estaba siendo básicamente sincera, pero la palabra que le vino a la cabeza fue «cobarde». Esa sería una descripción precisa de su conducta al acabar esa noche. Captó la ironía. Lo mejor para ella era no hacer nada. Eso le daría excusas, la posibilidad de negarlo todo. Si tenía que salvar su carrera profesional y su futuro, era importante mantenerse al margen. Su vida estaba llena de delitos, y empezar a evitarlos era una prioridad. Sabía, por supuesto, que aquello podía implicar que alguien muriera esa noche.

—¿Y qué? Tendríamos que protegerlo, aunque sea de sí mismo. Eso es lo que intentamos aquí, ¿no?

Hubo un murmullo de aprobación.

—¿Y si vamos todos?

—Ya es demasiado tarde para eso —indicó Susan.

Otro silencio. Entonces habló el profesor de Filosofía con voz fría, muy dura:

—¿Qué podemos hacer para que no sea demasiado tarde?

—Creo que deberíamos confiar en que Timothy hará lo correcto —contestó Susan tras dudar un instante.

No dio a los reunidos ninguna definición de qué era «lo correcto». Por un instante pensó que tal vez tendría que marcharse sin más, pero antes de que pudiera moverse, otra oleada de palabrotas airadas y de indignación recorrió la sala.

Moth estaba sentado frente al asesino. Una ironía lo asediaba: «Es como estar sentado delante del tío Ed. La misma edad. Lo mismo en juego». El revólver le parecía más pesado que antes. Sabía que había completado la primera fase de su plan y que tenía que dar rápidamente el siguiente paso.

—Andy —dijo, procurando mantener la dureza y la determinación en su voz—, ¿por qué no registras un poco la casa a ver qué puedes encontrar?

—De acuerdo.

El estudiante 5 le sonrió. Profesor y alumna esforzada.

—No toques nada —dijo en tono afable.

Andy se detuvo y lo miró fijamente, como si no entendiera lo que sugería.

—Huellas dactilares —aclaró él—. ¿Estás sudando? Eso dejará un poco de ADN. Tendrías que llevar guantes de látex. Veo que llevas puesto ese bonito sombrero para protegerte del sol. No, no te lo quites. Podría caerte algún cabello. No querrás dejar ningún cabello por aquí, podrían usarlo para localizarte… —Se volvió hacia Moth—. Esas botellas te daban el aspecto del típico borracho de Cayo Hueso durmiendo la mona entre los arbustos. Me ha gustado ese detalle. Es inteligente. Demuestra iniciativa. Pero ¿y las huellas dactilares? ¿Pensaste en eso? ¿Y qué me dices de la tierra húmeda del jardín? ¿Dejaste alguna pisada en ella? Vaya, eso tampoco sería bueno. La policía puede identificar el dibujo de las suelas de prácticamente cualquier calzado, e imagino que el tuyo será muy corriente. ¿Y sabías que la composición de la tierra de Cayo Hueso es única y singular? Un científico forense que examinara las suelas de tus zapatos podría relacionarte con este lugar exacto.

El estudiante 5 sabía que esta última parte era una exageración, quizás incluso mentira, pero sonaba bien y con eso le bastaba. Supuso que la mayoría de lo que el sobrino y su novia sabían sobre el asesinato y las posteriores investigaciones procedía de las series de televisión, que no se distinguían precisamente por su exactitud.

Andy Candy se miró disimuladamente las manos. Se sintió como un soldado que recorre un campo de minas. Se preguntó si se delataría a sí misma o si delataría a Moth simplemente porque una gota de sudor le cayera al suelo. No sabía qué parte de su cuerpo, o del de Moth, podría arruinarles la vida. No hay miedo peor que el derivado de darse cuenta súbitamente de que uno está metido en aguas muy peligrosas y profundas. El miedo puede provocar un agotamiento brusco, una duda insistente, generar confusión. Todas estas sensaciones invadieron a Andy, que quiso gritar.

Moth no sabía qué decir, pero habló con mucha tranquilidad:

—No te preocupes, Andy. No pasará nada. Solo intenta asustarte. Echa un vistazo a la casa.

Eso la ayudó. No estaba segura de que Moth estuviera al mando, pero hablaba como si lo estuviera.

—De acuerdo —dijo, reprimiendo sus ganas de chillar—. Dame uno o dos minutos.

—¿O sea que vamos a quedarnos aquí sentados esperando? —preguntó el estudiante 5 con sarcasmo. Se encogió de hombros.

—¿Por qué no? —replicó Moth—. ¿Tiene prisa por morir?