El estudiante 5 se comió un sabroso filete de pargo regado con una copa de Chardonnay frío. Terminó esta comida con un postre dulce y ácido consistente en un trozo de tarta de lima y con un expreso descafeinado, sentado en una mesa al aire libre viendo pasar parejas. Hacía calor y el aire estaba húmedo. Captaba retazos de conversación: discusiones, comentarios graciosos, incluso chistes. Se oían algunas risas, y más de un «date prisa», aunque una de las virtudes de Cayo Hueso es que hay muy pocas cosas por las que darse prisa. De vez en cuando pasaban jóvenes en vespas de alquiler y se oían sus voces alegres por encima del zumbido de abeja enfurecida de las motocicletas. Le pareció la típica noche de un centro turístico: tranquila y relajada.
Pagó a la camarera y salió a la calle, medio deseando tener un puro para celebrarlo, sin saber muy bien si lo de la celebración no sería un poco precipitado. Recorrió despacio las manzanas que había hasta su casa, silbando, pensando que seguramente tendría que reservar aquella melodía para cuando llegara junto al cementerio. Las salamandras se escabullían a su paso. Estaba de lo más satisfecho con su decisión. De nuevo había dado un propósito a su vida.
Absorto en sus planes homicidas, el estudiante 5 apenas captó la sirena de niebla que sonó a cierta distancia detrás de él. Tres bramidos que se elevaron hacia el estrellado cielo nocturno.
Andy Candy se ocultaba tras una higuera de Bengala con la espalda apoyada en el tronco. Oyó los bramidos de la sirena disiparse a su alrededor. No sabía si el sonido llegaría lo bastante lejos como para advertir a Moth. Se suponía que sí, pero no estaba segura. Después contó pacientemente hasta treinta, para dar un poco de tiempo al objetivo para distanciarse en caso de que hubiese oído los bramidos de aviso y se hubiera vuelto a mirar con curiosidad. Tiró entonces la sirena de niebla en un contenedor que había delante de una casa, repleto de bolsas de basura y botellas de cerveza vacías. No se sentía del todo como una asesina, pero fue consciente de que se estaba aproximando a serlo.
Aceleró el paso y así, andando deprisa, esperó reducir silenciosa y anónimamente el espacio que la separaba de la muerte.
Los tres bramidos fueron como pulsadores. Le parecieron extraños sonidos lejanos de otro mundo, pero sabía lo que indicaban. «Viene hacia aquí y está casi en casa». Moth se puso en marcha, intentando concentrarse exclusivamente en sus movimientos. «No pienses en lo que estás haciendo. Limítate a hacerlo». Se dio órdenes tajantes como un sargento de instrucción frustrado con unos reclutas novatos:
«Pon la ropa limpia en la mochila. Escóndela junto a la tumba. Recuerda el nombre de la lápida, el número de fila de tumbas y la distancia hasta la entrada para poder encontrarla después. Date prisa.
»Vacía la botella de vodka en el suelo. Viértete algo de whisky en el pecho. Tira el resto para quedarte con las dos botellas vacías. No dejes que el olor del alcohol te embriague.
»Comprueba el Magnum. Que esté totalmente cargado. El seguro quitado. Sujétalo bien.
»Corre».
Esprintó entre las lápidas y recordó los entrenamientos de fútbol americano de la secundaria, cuando los impíos entrenadores añadían vueltas como castigo por los errores cometidos. Oía el ruido de sus pisadas y estuvo a punto de tropezar una vez. En una mano llevaba el arma y en la otra, las dos botellas ya vacías. Se dirigió a toda velocidad hacia la casa.
El bungaló del asesino tenía un pequeño porche delantero con cuatro peldaños. Delante había un pequeño jardín rodeado de una valla blanca que llegaba a la altura del muslo. Era una valla meramente decorativa; no estaba pensada para evitar que la gente entrara, pero creaba un reducido espacio oculto. Moth saltó por encima de ella. Un cono de luz tenue iluminaba el porche, pero alcanzaba solo hasta el peldaño superior. El jardín estaba lleno de helechos y grandes frondas. Moth se arrodilló y se acurrucó entre los arbustos en posición fetal. Se caló la maltrecha gorra hasta las orejas y se subió la braga de cuello para taparse la cara. Sostenía el revólver con la mano derecha, escondida a la espalda. Con la izquierda, extendida de cualquier modo, tenía la botella de whisky. Había tirado la de vodka unos metros más atrás, en el sendero de ladrillo que conducía a los peldaños.
«Bueno, no hay demasiada gente que haya hecho más audiciones para aparentar ser un borracho inconsciente que yo», pensó.
Y entonces esperó. Con el corazón acelerado, retumbándole en las sienes, la respiración superficial y la frente sudada, la noche caía sobre él como una enorme losa. Cerró los ojos porque imaginó que la ansiedad lo cegaba. Sin embargo, tenía el oído más aguzado que nunca.
Pasos que se acercaban.
Inspiró con fuerza y contuvo la respiración.
Oyó: «¡Maldita sea! Borrachos de mierda».
Sabía por experiencia que primero le daría un puntapié.
Aquella tarde los asistentes a la reunión de Redentor Uno parecían impacientes. Susan Terry se movió en su asiento cuando una de los habituales se levantó, anunció los días que llevaba sin beber y habló sobre sus últimos esfuerzos. Oyó los usuales éxitos y fracasos, la esperanza mezclada con la tristeza. Era una sesión típica excepto por el trasfondo de desazón. Pilló más de una vez a los demás observándola, a la expectativa del momento en que le tocara hablar.
Sandy, la abogada, estaba acabando una variación de su tema de siempre: si sus hijos adolescentes volverían a confiar en ella. «Confiar» era un eufemismo. Susan sabía que lo que se preguntaba era si sus hijos volverían a quererla.
El relato de la mujer se fue apagando, perdiendo fuerza e intensidad y finalmente llegó a un punto muerto. Susan vio que dirigía los ojos primero al profesor de Filosofía y después a Fred, el ingeniero, para acabar cruzando una mirada con prácticamente todos los presentes antes de posarla en ella.
—Basta de mis sandeces habituales —dijo entonces—. Creo que todos queremos oír hablar a Susan. —Hubo un breve murmullo de conformidad.
—¿Susan? —la invitó el ayudante del pastor que moderaba las sesiones.
La fiscal se puso de pie, algo insegura. Había preparado toda clase de explicaciones y excusas, incluso se había planteado incorporar un poco de ficción a su relato, todo ello para seguir el consejo de Moth y lograr que su intervención de aquel día fuera memorable. No había utilizado interiormente la palabra «coartada», aunque, como experta en Derecho penal, sabía que era exactamente eso lo que estaba haciendo. Pero al echar un vistazo alrededor, de repente se percató de lo ridículo que sonaría todo lo que había planeado decir.
Aun así, se vio obligada a empezar.
—Hola, me llamo Susan y soy adicta. Hace un par de días que estoy limpia, pero no sé si este tiempo cuenta, porque los analgésicos que me recetaron los médicos… —Se señaló el brazo roto.
—No tendrías que tomarte cualquier cosa. Si te duele, te aguantas —la interrumpió Fred, el ingeniero, con una dureza desconocida.
Susan no sabía muy bien cómo continuar. Cuando empezó a tener problemas para encontrar las palabras, el profesor de Filosofía le llamó la atención con un sonoro manotazo, como haría para restablecer el orden en una clase indisciplinada.
—¿Dónde está Moth? —preguntó con severidad.
Andy Candy echó a correr.
Pasara lo que pasase delante de la casa de la ahora oscura calle Angela, ella tenía que estar allí. Su imaginación se desbordó: el asesino al que perseguían seguramente estaría armado, el asesino al que perseguían era mucho más habilidoso, el asesino al que perseguían era astuto y experimentado, y era improbable que un par de aficionados al juego del asesinato pudiesen pillarlo por sorpresa. Visualizó a Moth ensangrentado, herido de bala. No, apuñalado. No, descuartizado miembro a miembro, exhalando su último suspiro. Pero ¡si era un estudiante de Historia, por el amor de Dios! ¿Qué sabía Moth sobre matar a nadie? Ella, por lo menos, había visto a su padre, que era veterinario, sacrificar a muchos animales, que era una forma suave de decir que los mataba, y había estado a su lado cuando le retiraron los tubos, cables y dispositivos del equipo que lo mantenía con vida.
Eso no era todo: hacía poco había estado tumbada bajo la luz brillante de una clínica, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos medio cerrados, sin oír apenas a las enfermeras y los médicos mientras le sacaban una vida de su seno. Entonces tuvo la súbita impresión de que era ella quien sabía qué había que hacer. «Tendría que haber estado yo al mando —pensó al borde del pánico—. Tendría que haberlo planeado todo yo». Tenía que llegar allí lo más rápido posible para guiar a Moth antes de que el asesino lo matara.
—Moth está… —Susan Terry vaciló. Echó un vistazo alrededor. Tragó saliva y dijo—: Moth está solo. Quiere enfrentarse con el hombre que cree que mató a su tío.
Se quedó inmóvil, pero los presentes estallaron. Recibió una avalancha de gritos, algunos tan indefinidos como el sencillo «¡Qué coño!», y otros tan mordaces como el acusador «¿Y tú se lo permitiste?».
Cuando el aluvión de reacciones empezó a remitir, Susan trató de responder:
—No me dejó demasiadas opciones. Yo quería que acudiese a las autoridades y le habría ayudado a llevar a ese hombre ante los tribunales. Pero él estaba empecinado y resuelto, y me dejó al margen de la decisión… —Esto último sonó decididamente flojo.
—¿Resuelto? —dijo Fred con voz fría e implacable, y su pregunta de una sola palabra implicaba muchas cosas distintas.
—¿No has aprendido nada sobre la adicción viniendo a estas reuniones? —comentó Sandy con voz de madraza.
Susan pareció desconcertada.
—Todos dependemos de la sinceridad y de contar unos con otros. No es la única forma de superar la adicción, pero es una forma eficaz de hacerlo. ¿Y tú abandonaste a Moth? ¿Le dejaste ir solo? ¿Por qué no le diste una botella o le preparaste un par de rayas? Lo matarían igual —soltó Sandy con repentino desdén.
—Si venimos aquí es precisamente para ayudarnos unos a otros a evitar riesgos —aseguró Fred con severidad, poniendo énfasis en «evitar»—. ¿Y dejaste que Moth, uno de nosotros, por el amor de Dios, completamente solo? ¿En qué estabas pensando?
Susan iba a decir algo sobre Andy Candy, pero creyó que la necesidad de Moth de vengar la muerte de su tío era exclusivamente suya.
—Timothy tiene razón —dijo con voz temblorosa—. Procesar con éxito a este hombre, a este asesino, es casi imposible. Así de sencillo. Esta es mi opinión profesional. Y perseguir a este hombre… bueno, ha logrado mantener a Timothy alejado de la bebida. Es…
Se detuvo. Lo que estaba diciendo podía ser tan cierto como falso. Ya no lo sabía.
El profesor de Filosofía intervino entonces.
—¿Qué crees que le está pasando a Moth en este momento? —quiso saber.
—¿En este momento? —De pronto fue consciente de que estaba sudando. Era como si una luz muy intensa la estuviera cegando. Susurró su respuesta—: Se está enfrentando con un asesino.
Los presentes estallaron de nuevo.
El primero fue un golpecito con la punta del zapato.
«No te muevas. Solo gruñe un poco. Espera a que lo haga».
El segundo puntapié fue más fuerte.
—Levántate, coño. Largo de mi casa.
«Otro gruñido fingido. El dedo en el gatillo. Dos opciones: me dará un tercer puntapié o se agachará para zarandearme. En cualquier caso, estate preparado».
—Venga, vamos…
«Una mano en mi hombro. Un tirón fuerte».
Moth se giró de golpe y pasó de ser un borracho acurrucado en el suelo a ser un asesino decidido. Dejó caer la botella de whisky vacía y con la mano izquierda, ya libre, sujetó al asesino por la pechera de la camisa para desequilibrarlo y dejarlo con una rodilla en el suelo. El hombre gruñó sorprendido, pero Moth adelantó rápidamente el brazo derecho y le puso el revólver bajo la barbilla.
—No se mueva —ordenó en voz baja. A pesar de lo tranquila que sonó su voz, tenía la boca seca y el miedo le recorría el cuerpo.
El hombre trató de recular, pero Moth lo sujetaba con fuerza.
—He dicho que no se mueva —repitió, y su voz siguió reflejando más dominio de sí mismo del que realmente tenía.
Con el rabillo del ojo vio que Andy Candy se acercaba corriendo. Sin apartar el revólver del cuello del hombre, se puso de rodillas y luego de pie. Los dos parecían una pareja de enamorados en una pista de baile al empezar a sonar música lenta.
—Vamos adentro —indicó Moth. Por primera vez, miró a los ojos al asesino. El hombre tenía una ligera expresión desconcertada—. ¿Me reconoce? —preguntó Moth.
—Ya lo creo —respondió el estudiante 5 en voz baja, sin alterarse, y sin el menor miedo o pánico a pesar de tener el cañón del revólver bajo el mentón—. Eres el joven al que ya tendría que haber matado, pero que morirá esta noche.