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Mientras recorrían los últimos kilómetros desde el Refugio del Venado de los Cayos, pasando por el puerto deportivo de Stock Island y la entrada del centro universitario, Moth repasó mentalmente los detalles. Eso le permitió concentrarse en lo que podría necesitar en lugar de plantearse lo que tenían intención de hacer. Casi daba risa: un par de chicos en edad universitaria que conducían hasta Cayo Hueso para convertirse en asesinos.

Lo único verdaderamente bueno sobre sus vacaciones homicidas era que estaba con la única chica a la que había amado y, curiosamente, por primera vez desde hacía años, no había pensado en tomar un trago, a pesar de que comprar dos botellas, una de whisky y otra de vodka, lo había alterado.

A su lado, Andy Candy conducía suavemente, con prudencia, aunque cuanto más se acercaban a Cayo Hueso, más convencida estaba de que tendría que zigzaguear bruscamente por la carretera. Debía eludir cualquier cosa que llamara la atención y les impidiera hacer lo que iban a hacer. Era su lado racional. El irracional, que seguramente era el correcto, la obligaba a conservar la calma, a mantenerse en su carril y respetar todas las señales de tráfico.

Encontraron un aparcamiento en una calle tranquila cerca de la avenida Truman, a solo dos manzanas del cementerio. Su coche se sumó a una hilera de vehículos típicos de los cayos: algunos Porsche y Jaguar de lujo, nuevos y relucientes, y varios Toyota viejos, oxidados y abollados, con la pintura desconchada y cubiertos de adhesivos para parachoques que proclamaban: «¡Que viva la República de la Concha!» y «¡Recicla ya!».

Moth se cargó al hombro la mochila con la ropa que Andy había ensuciado tanto, las botellas de bebidas alcohólicas y el revólver. Juntos se dirigieron a una tienda de alquiler de bicicletas, de las muchas que salpican Cayo Hueso. La música reggae con que los bombardeaban unos altavoces al aire libre les anunciaba que todo iría bien. Era Bob Marley cantando Every little thing’s gonna be all right. El dependiente con rastas les alquiló encantado dos bicicletas algo destartaladas. También les enseñó dónde dejarlas si decidían devolverlas aquella noche, puesto que Moth le había dicho que no estaban seguros de si iban a quedarse uno o dos días. Andy Candy permaneció en un segundo plano, procurando pasar desapercibida. Moth pagó en efectivo.

Cruzaron la ciudad en bicicleta y entraron en una tienda West Marine. Moth compró una pequeña sirena de niebla, de las típicas que llevan los veleros que zarpan al Caribe desde Cayo Hueso. En The Angling Company adquirió un par de bragas de cuello. Esta prenda, que gusta mucho a los pescadores, puede usarse para taparse la cabeza y la cara o simplemente para evitar el sol en la nuca. Andy Candy se quedó una rosa y él, una azul.

No se le ocurrió nada más. Fue muy consciente de la minuciosa planificación que había dedicado a los asesinatos el verdugo de su tío, y pensó que sus esfuerzos eran endebles y poco sistemáticos. Esperó que fueran suficientes. Se sentía un poco como un cocinero novato intentando preparar una complicada receta francesa para una comida de vital importancia en que su carrera profesional y su futuro penderían de un hilo en cada bocado de los comensales.

Los dos pedalearon hasta la playa de Fort Zachary Taylor, donde se sentaron en un banco deteriorado de madera bajo unas palmeras a unos veinte metros de las aguas inmaculadas. Estuvieron unos minutos observando a una familia que daba por finalizado un día de ocio. Los padres intentaban acorralar a los niños rebozados de arena y tostados por el sol, recoger las neveritas y sombrillas y marcharse. Era una estampa inauditamente inocente. El contraste entre la familia de vacaciones y ellos dos abrumó a Andy. Pensó que tendría que decir algo, pero se quedó callada mientras Moth se levantaba de golpe, corría hasta un vendedor ambulante que también se estaba preparando para irse y le compraba dos botellas de agua.

Ella bebió el líquido frío con ansia.

—Andy, no creo que podamos simplemente acercarnos a él y dispararle. Podría vernos demasiada gente. Haríamos demasiado ruido. Tenemos que acorralarlo en algún lugar apartado —comentó Moth en voz baja. Una vez había asistido a clases de Historia cinematográfica. Esto era más o menos lo que hacía Al Pacino en la primera parte de El padrino. Pero eran otros tiempos—. Es tanto una confrontación como un asesinato —añadió. Estas palabras sonaron extrañamente huecas.

—No jodas —respondió Andy en tono gélido.

—Solo se me ocurre un sitio.

—Su casa —soltó Andy. Le sorprendió la frialdad repentina que había adquirido su voz. A pesar de lo aterrada que estaba, era organizada. No le pareció demasiado lógico.

—Me preocupa que tenga algún sistema de seguridad. Tenemos que evitar posibles cámaras y alarmas.

—No jodas —repitió Andy.

—No podemos forzar la entrada. No podemos llamar a la puerta y pedirle que nos invite a entrar.

—No jodas —insistió Andy.

—De modo que solo hay una forma de entrar.

Andy notó que su respiración se volvía más superficial. Asmática.

—Mira —prosiguió Moth tras vacilar un instante—, si todo sale mal debes irte. Coge el coche y conduce al norte. Lárgate de aquí y haz exactamente lo que Susan dijo. Ella te ayudará.

—¿Y tú qué?

—Llegados a ese punto, seguramente dará lo mismo. —No dijo «estaré muerto», aunque sabía que esta frase les había venido a ambos a la cabeza. Entonces se preguntó si había hecho una especie de extravagante viaje suicida desde el momento en que había visto el cadáver de su tío y tomado conciencia de que lo único que lo mantenía alejado de la bebida, cuerdo y a salvo estaba muerto.

—Pues no voy a hacer eso —aseguró Andy—. No pienso huir. Nunca fui de las que se retiran o se rinden.

—Lo sé —sonrió Moth—. Pero esto es distinto.

—No te dejaré solo. No después de todo lo que ha pasado.

—Claro que lo harás.

Andy Candy asintió. De repente no sabía si estaba mintiendo o diciendo la verdad.

—Está bien, lo haré. Pero con una condición… —Se detuvo, presa de una furia repentina—. Si te mata, lo mataré, Moth. Si me mata a mí, asegúrate de matarlo.

—¿Y si nos mata a los dos?

Lógico, frío y directo.

—Entonces ya no tendremos de qué preocuparnos y tal vez Susan lo meta en la cárcel.

A Moth le pareció que todo aquello era tan absurdo y descabellado que tendría que dar risa. Sacudió la cabeza y se encogió de hombros con una sonrisa en los labios.

—Muy bien. Te lo prometo. ¿Y tú?

—Te lo prometo también.

Estas promesas fueron como el juramento de lealtad eterna de un par de quinceañeros: del todo improbable.

—Andy, hay muchas cosas que quiero decirte.

—Y muchas que seguramente yo te diría —aseguró Andy. Alargó el brazo y estrechó la mano de Moth. Después rio, nerviosa—. Supongo que nunca ha habido un par de enamorados, no enamorados, exenamorados, amigos, excompañeros de secundaria o lo que seamos, como nosotros.

—No. Supongo que no. —La sonrisa que esbozó Moth se extinguió enseguida—. Puede que pertenezcamos a otra categoría: parejita homicida de la secundaria. Suena bien. Daría pie a un artículo realmente estupendo en un sitio web de cotilleos, como TMZ. —Inspiró hondo y consultó el reloj de pulsera—. Muy bien —dijo—. Es hora de marcharse. No podemos dejar que nos vea. No creo que nos reconociera o siquiera que espere que estemos aquí. Pero no vamos a correr riesgos. Y, pase lo que pase, no uses el móvil. La torre repetidora de Cayo Hueso registraría cualquier llamada.

Dicho esto, le dio la braga de cuello, que Andy se puso como si fuera la máscara de un salteador de caminos del siglo XVIII. Después le pasó el sombrero de paja de ala ancha de señora mayor y la sirena de niebla. Andy se metió la sirena en el bolso y se colocó el sombrero. Fue consciente de que le quedaba ridículo.

—No estamos aquí ahora. No estaremos aquí después. Nunca estuvimos aquí. Recuérdalo.

Andy Candy asintió.

—Vamos a mirar tumbas —indicó Moth.

Aparcaron las bicicletas en la calle y entraron sin ser vistos en el cementerio mientras empezaba a oscurecer. Ángeles con túnicas holgadas, las alas extendidas y la trompeta en sus fríos labios de piedra, sonrientes querubines desnudos, flores marchitas y lápidas desvaídas. Era un sitio desordenado; muchas criptas eran elevadas y creaban un laberinto de rectángulos. Había un monumento en memoria de la tripulación del acorazado Maine, una parte dedicada a los combatientes por la libertad de Cuba, y tumbas pertenecientes a miembros de la Armada confederada. Algunas lápidas hacían gala de humor negro: «Solo estoy descansando los ojos» y «Ya te dije que estaba enfermo», mientras que otras afirmaban simplemente: «Dios fue magnánimo conmigo».

«No sería tan magnánimo contigo si acabaste aquí», pensó Moth.

El cementerio quedaba algo fuera de la ruta turística, pero también era un sitio donde algún que otro indigente borracho se quedaba inconsciente a la sombra junto a una cripta de mármol blanco o algún expaciente mental sin medicación contemplaba fascinado el interminable catálogo de nombres de difuntos. La calle Angela, donde vivía su objetivo, disponía de un carril poco transitado que colindaba al oeste con el cementerio.

Se agazaparon cerca de una cripta perteneciente a un capitán de barco y dejaron que la penumbra nocturna los envolviera. Esperaban que apareciera la policía de Cayo Hueso o algún guardia de seguridad del cementerio; Moth imaginó que en el nombre de aquel empleo tenía que haber algo gracioso que sirviera para relajarlos. Pero no lo buscó.

Se pusieron tensos cuando vieron prenderse una luz en la casa. Andy respiraba con dificultad. Agachada como estaba, notó que las piernas se le agarrotaban y de repente tuvo miedo de que no le respondieran. Le pareció de lo más estúpido. Se estaba sumiendo en un tipo de incertidumbre catatónica en la que todas las dudas que había en su vida amenazaban con hacer de ella una pelota y lanzarla de un puntapié a una masa informe. Ojalá hubiera algo sólido en su vida, algo que no fuera complicado, confuso o incluso inaprensible. Lo habría cambiado todo por un momento de normalidad.

Miró de soslayo a Moth y se dio cuenta de que eso no era verdad. Curiosamente pensó que tendría una vida de lo más extraña: sería catedrático, enseñaría historia en la universidad, asistiría a reuniones de la facultad y escribiría biografías que podrían figurar en las listas de best sellers, formaría una familia y alcanzaría todo tipo de logros y de fama, y todo el tiempo guardaría silencio sobre la noche en que mató a un hombre. Esperaba que justificadamente. Eso, suponiendo que pudieran quedar impunes.

Y suponiendo que él no recayera en el alcoholismo.

Esto era algo que no podía saber. Tampoco alcanzaba ya a imaginar qué sería de su propia vida. Lo único que veía era un final que tendría lugar esa noche. Morir la asustaba, pero no tanto como matar.

Moth, por su parte, no se atrevía a mirar a Andy. Quería que se largara. Quería que se quedara a su lado. Ya no sabía qué estaba bien ni qué estaba mal. Solo podía aguardar a que el velo de la noche se volviera un poco más tupido, húmedo y oscuro a su alrededor. Para ocuparse en algo, porque la espera le daba ganas de chillar, empezó a sacar la ropa sucia de la mochila.

Oyó que Andy inspiraba con fuerza.

—Mira —susurró—. ¡Dios mío!

Moth vio la silueta de un hombre, seguramente su hombre, recortada contra la luz que salía por la puerta principal del pequeño bungaló. Observó cómo salía y cerraba la puerta con llave.

—Es él —dijo con frialdad. Era lo que había esperado.

Notó que la boca se le secaba. Se animó a sí mismo: «¡Muévete! ¡Piensa! ¡Es nuestra oportunidad!».

—Ciñámonos al plan —indicó con voz ronca—. Síguelo. No dejes que te vea. Cuando vuelva, hazme una señal cuando esté a una o dos manzanas de aquí.

Moth no estaba seguro de si era más peligroso observar a un asesino o esperarlo. Era consciente de que no podía hacer otra cosa.

Andy se levantó sigilosamente, y con la gracilidad de una bailarina de ballet recorrió las tumbas, siguiendo en paralelo al hombre que bajaba por la calle Angela. Moth apenas alcanzó a ver un momento el objetivo al doblar la esquina hacia la ciudad. Despreocupado. Unos segundos después vio que el sombrero de paja lo seguía a una distancia prudencial, avanzando entre las sombras, escondiéndose tras las gruesas higueras de Bengala, cuyos troncos retorcidos custodiaban cada acera. Entonces empezó a desnudarse.