Islamorada, Tavernier, Cayo Largo, Cayo Grassy, Bahía Honda, No Name Key y muchas más: desde el sur de Miami, al límite de los Everglades, hasta Cayo Hueso, la Overseas Highway serpentea por casi mil setecientas islas. La vista desde esta autopista es espectacular: el golfo de México a un lado y el océano Atlántico al otro, brillando al sol, que confiere a sus aguas cien tonalidades de azul. A Moth le gustaba el famoso puente de las Siete Millas, que en realidad no mide siete millas, sino que se queda en las 6,79. Su nombre es engañoso; parece verdadero y falso a la vez. Mide casi siete millas: ¿por qué no llamarlo así?
Andy Candy conducía. Era última hora de la tarde, pero no había demasiado tráfico. Iba con cuidado, no solo porque la autopista, que pasaba de cuatro carriles a dos y cruzaba centros comerciales y puertos deportivos, era peligrosa, sino porque el hecho de que algún policía del condado de Monroe los hiciera parar en un control de tráfico rutinario lo arruinaría todo.
En la mochila del asiento trasero llevaban algo de ropa que Moth había elegido cuidadosamente junto con el Magnum 357 cargado. También llevaban una gorra maltrecha, unas gafas de sol y un sombrero de paja de ala ancha de los que usan las señoras mayores que temen los efectos del sol.
No era precisamente un kit para asesinar.
Ofrecían el aspecto de una joven pareja que iba a hacer snorkel, parasailing o un crucero al atardecer. Pero no lo eran. Lo que no aparentaban era ser un par de asesinos.
Pararon cerca de Cayo Maratón. Mientras Moth entraba en una bodega, Andy Candy encontró un lugar húmedo y enlodado en un rincón del aparcamiento. Sacó algunas prendas que Moth había metido en la mochila y empezó a restregarlas por la tierra, zarandeándolas. Echó un vistazo alrededor para comprobar que nadie viera lo que estaba haciendo. Recordaba un poco a una mujer pobre haciendo la colada a mano, solo que al revés. Deseó poder disponer de algo apestoso, como sudor seco, orina, materia fecal o hedor de mofeta para añadirlo a la mezcla.
Cuando alzó la cabeza, vio que Moth se acercaba a ella. Cargaba una bolsa marrón, y oyó el repiqueteo de dos botellas entrechocando.
—Jamás creí que volvería a hacer esto —dijo él, intentando sonar seguro, pero a Andy le pareció tembloroso. No sabía si era por las bebidas alcohólicas que traía y todo lo que prometían, o por el plan, que prometía otra cosa.
No había salido del todo como había previsto.
El estudiante 5 se sirvió una cerveza fría y exprimió en ella una rodaja recién cortada de lima para intentar posponer el estado de ánimo que no le abandonaba desde la mañana: de repente se sentía aburrido.
Sol. Turistas. El estilo de vida relajado de la isla. No estaba nada seguro de encajar.
—Maldita sea —masculló.
Llevó la cerveza y la bolsa de patatas fritas empezada al salón bien amueblado. El interior estaba oscuro; Cayo Hueso, que adora religiosamente al sol, está diseñado para que haya sombras pronunciadas, lo que proporciona frescor en los sofocantes meses de verano. Entre el zumbido constante del aire acondicionado centralizado, la madera usada en las paredes y el suelo, y las frescas baldosas granates de la cocina, en su casa reinaba una sutil tranquilidad.
Por primera vez en años, el estudiante 5 se sintió solo. Había vivido mucho tiempo con quienes se convertirían en sus víctimas. Y ahora ya no estaban. Era como perder amigos y compañeros. Sintió la necesidad de abrir una ventana para notar el calor y oír el ruido de la calle, aunque cualquier sonido sería lejano. El estudiante 5 vivía al otro lado del cementerio de Cayo Hueso. El típico chiste de los agentes inmobiliarios: un vecindario silencioso. Había cien mil personas enterradas a unos metros de su puerta principal, o eso decían. Nadie estaba seguro de cuántas personas reposaban realmente en él.
Se tumbó en un sofá y se llevó el vaso de cerveza a la frente. Se enfadó un poco consigo mismo. «Tendrías que haberlo previsto. ¿Qué clase de psicólogo eres?».
Frunció el ceño. Se movió en su asiento buscando una postura cómoda, pero no lo logró. Se reprendió a sí mismo.
—¿Dónde estabas el primer día de Psiquiatría Básica? —soltó en voz alta—. ¿Te ausentaste sin permiso? ¿No prestaste atención? ¿Creías que no te quedaba nada por aprender?
Era la más sencilla de las ecuaciones emocionales, y tendría que haberlo sabido. Las fantasías sobre lo que haría con su vida habían sido simplemente yesca para que su fuego obsesivo prendiera. Su verdadera ocupación en la vida había sido la venganza; años de dedicación, de entrega a un solo objetivo, de perfeccionar su destreza. Y ahora todo aquello había desaparecido, junto con el estímulo intelectual y la intensidad de planificación que conllevaba.
Se sentía un poco como un viejo el primer día de su jubilación forzosa, tras haberse pasado décadas yendo todos los días a la misma oficina, sentándose ante la misma mesa, tomando la misma taza de café y el mismo almuerzo preparado en casa, a la misma hora, haciendo el mismo trabajo, hora tras hora, año tras año.
—Maldita sea —rezongó.
Pero él no recibiría una placa de agradecimiento, ni una fotografía enmarcada firmada por los compañeros de trabajo, ni un reloj bonito pero barato para conmemorar su jubilación. No le daría una palmadita en la espalda su jefe, ni un apretón de manos el joven que lo sustituiría en su puesto. No habría lágrimas de sus colegas más sentimentales.
—Maldita sea —repitió. El viejo de sus pensamientos se suicidaría de un tiro. Enseguida. No tenía la menor duda—. La madre que me parió —soltó. Se enorgullecía de ser una persona fría y realista tanto en lo que se refería a sí mismo como al asesinato, pero estaba deprimido. Y perdido.
Las últimas semanas habían estado llenas de energía. Primero, mientras atormentaba al sobrino, la novia y la fiscal. Eso había sido de lo más divertido. Estimulante y entretenido.
Después, mientras preparaba su salida de una de sus vidas. Eso también había sido artístico. No solo lo había liberado, sino que había sido un ejercicio imaginativo. Y había funcionado: cada pieza había ocupado su sitio como las cartas que baraja un tahúr profesional.
Había llegado a Cayo Hueso vigorizado, dispuesto a abrazar su nueva vida. Y casi al instante se había hundido en un vacío. Desde el momento en que vio explotar la parte posterior de la cabeza de Jeremy Hogan hasta entonces nada había sido como lo imaginaba.
No quería leer noveluchas ni ver culebrones televisivos. No quería pescar, navegar, nadar o hacer ninguna de las actividades turísticas que atraían a la gente a los cayos. De repente detestaba los grupos de cruceristas que voceaban en distintos idiomas y abarrotaban las calles, y los carísimos vendedores ambulantes que recaudaban el dinero que llegaba a diario. Todo aquello a lo que había esperado dedicarse se había empañado.
—¿Qué quieres hacer ahora que eres libre como el aire? —se preguntó bruscamente—. ¿Ahora que estás… jubilado? —Hizo que esta palabra sonara como una obscenidad.
Guardó silencio un momento.
—Matar —susurró. Y prosiguió en voz más alta—: Muy bien. Tiene toda la lógica del mundo. Pero ¿a quién? —Sonrió. La pregunta era de chiste—. Ya sabes a quién.
Una serie de desafíos totalmente nuevos. «Después de todo, ¿quién supone una amenaza? ¿Quién puede robarte la vida?». Sabía que la verdadera respuesta a esta pregunta era «nadie» debido a la forma en que había creado sus distintas identidades. Pero la mera idea de que alguien podía representar un peligro para él después de todo lo que había logrado era embriagadora. Empezó a elucubrar.
«La novia. No será demasiado difícil. Las jóvenes siempre están haciendo idioteces que las hacen vulnerables. La pregunta clave es cuándo hacerlo. ¿De aquí a un año? ¿Dos? ¿Cuánto tiempo tardará su sensación innata de seguridad y su ridículo exceso de confianza en afianzarse realmente y en dejarla a punto?».
Eran pensamientos fascinantes. Pasó enseguida a cavilar sobre Timothy Warner.
«El sobrino. Es alcohólico, y no se dejará llevar tan fácilmente por una falsa sensación de seguridad. Pero es joven y débil, lo que minimizará las precauciones que pueda tomar cuando esté sobrio.
»La fiscal…».
Sonrió.
—Eso sí que es un desafío —se dijo en voz alta—. Un auténtico desafío. Es complicada, pero a fin de cuentas, con o sin adicción, sigue siendo un miembro del sistema, y este protege bien a los suyos. Habrá que esforzarse para planear su muerte. Los riegos serán mayores, ¿no?
Respondió su propia pregunta.
—Cierto —dijo. Planificar la muerte adecuada para Susan Terry sería fascinante.
«¿Accidente? ¿Suicidio? ¿Sobredosis? Imagina los enemigos que se habrá ganado metiendo gente en la cárcel». Era un rompecabezas estupendo.
Bebió un buen trago de cerveza y se acercó al ordenador portátil. Se había montado una pequeña zona de trabajo en una habitación de invitados poco amueblada. En el suelo de un rincón había una impresora. El propósito lo llenó de energía y lo serenó. «Será mejor que empiece», se dijo. En unos segundos había tecleado «Fiscalía del Estado en el condado de Dade». Abrió la ventana de la información pública de su sitio web titulada «Quiénes somos». Después, imprimió la fotografía de Susan, su currículum, una breve biografía y la lista de sus principales casos.
Algo que estudiar. Lo suficiente para sentirse lleno de vida y hacer funcionar el cerebro. Simplemente por pulsar unas teclas y oír cómo las hojas se depositaban en el receptáculo de la impresora ya tuvo la sensación de estar haciendo algo. El retrato a todo color del sitio web de la Fiscalía del Estado fue lo último que salió. «Una bonita y larga cabellera negra. Sonrisa afable y cordial. Mandíbula firme, labios carnosos y ojos verdes. Realmente bonita», pensó.
—Hola, Susan —dijo en un tono cantarín. «Llegará un día en que desearás haber saltado por los aires en mi caravana estática».
Empezó a tararear para sus adentros un animado rock and roll, y no se paró a pensar por qué le había acudido a la cabeza aquella canción en concreto. Esta aparente canción de amor era más bien una canción de sexo, pero le cambió las palabras del estribillo al empezar a entonarla imitando burdamente la voz cavernosa del difunto Jim Morrison como si saliera de las tumbas situadas a pocos metros de su casa en lugar de la que ocupaba en el cementerio parisino de Père-Lachaise, a miles de kilómetros de distancia. Podía oír al vocalista de The Doors cantando: «Love me two times, I’m going away…»
El estudiante 5 cambió mentalmente el verbo «amar» por el verbo «matar»: «Mátame dos veces, porque me voy a ir…».