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Resistió la tentación de abrir el sobre al instante y esperó hasta llegar al piso de Moth.

Lo dejó caer con una formalidad extraña sobre la mesa.

—Muy bien, señor Warner. Aquí tiene lo que me pidió.

Vio que Andy Candy palidecía un poco. Susan era consciente de que el contenido del sobre comprendía desde lo totalmente irrelevante hasta lo sumamente peligroso. Abrirlo podía llevarlos a emprender un camino que tal vez no pudieran abandonar. Se dio cuenta de que, como era la mayor y la única verdadera profesional presente en lo que a delitos y penas se refería, tenía que hacérselo notar.

—¿Estás seguro de querer mirarlo?

—Es de lo que se trataba desde un principio, ¿no? —dijo Moth tras dudar un instante.

—Sí. Es solo que hasta ahora nadie ha quebrantado ninguna ley (admito que puede que las hayamos forzado un poco), pero ¿hemos hecho algo que un fiscal pueda denunciar en un juzgado? No. Creo que no. Todavía no.

—Y ahora es cuando dices «pero».

—Sí. Si abres este sobre y haces lo que has dicho que harías, todo cambiará radicalmente. Me viene a la cabeza la palabra «conspiración», por ejemplo.

Susan utilizó el mismo tono que había usado la primera vez que Moth fue a su despacho.

El joven no contestó. Se quedó mirando el sobre.

La fiscal suavizó su voz, lo que contradijo gran parte de la dureza de lo que estaba diciendo.

—Mira, Timothy, sé lo que has dicho que quieres hacer, pero ¿te lo has pensado bien? No creo que seas un criminal, y tampoco creo que quieras convertirte en uno. Pero estás a punto de hacerlo. ¿No tendríamos que encontrar alternativas?

—Las alternativas casi nos matan a todos —respondió Moth.

—Solo quiero que pienses en… —empezó Susan, pero él la interrumpió:

—¿No es eso lo que hacemos siempre, Susan? —preguntó en voz baja—. Cada día. ¿Voy a seguir limpio hoy? ¿O voy a recaer?

Ahora fue Susan quien se quedó callada.

—Estoy cansado de ser quien soy —añadió Moth—. Quiero ser diferente.

Le tembló un poco la mano al coger el sobre, y no era la clase de temblor que le era familiar: el de la mañana después de haberse pasado la noche empinando el codo. Miró a Andy Candy, que parecía paralizada en su sitio, porque lo que había sido un desafío intelectual, un rompecabezas con sus cien piezas esparcidas en una mesa esperando a ser encajadas, se había transformado en algo de otra categoría.

—Andy —dijo Moth en voz baja—. Veo dónde quiere ir a parar Susan. Puede que este sea el momento de locura del que hablamos. Si quieres irte, ahora sería un buen momento para salir por esa puerta y no volver la vista atrás.

Decir esto casi le dio náuseas. Vislumbró varios futuros. «Se va, me quedo solo. Se queda, ¿y qué hacemos?».

Las ideas se agolpaban en la cabeza de Andy.

«Vete, vete, vete, vete —pensó. Y después—: Ni hablar».

No estuvo de acuerdo consigo misma. «Estás siendo idiota. ¿Y? ¡Menuda novedad! Has sido idiota desde el principio. ¿Por qué ibas a dejar de serlo ahora?».

Cuando sacudió la cabeza, Moth sintió un inmenso alivio. Sin dar explicaciones, ella le quitó el sobre de las manos.

—Veamos qué podemos averiguar —dijo sin confiar demasiado en su voz—. A lo mejor no está aquí. O a lo mejor sí. A lo mejor no podemos estar seguros. Entonces podremos tomar algunas decisiones.

La postergación aparente de sus propósitos delictivos renovó su confianza. Buscó la foto del carnet de conducir de Blair Munroe. Que estuviera muerto o no era algo que estaban dilucidando a muchos kilómetros de allí los forenses de Massachusetts. El hombre tal vez muerto parecía muy lejano. El hombre que la había llamado por teléfono y la había aterrado parecía mucho más cercano. Dejó la foto del hombre tal vez muerto en la mesa y abrió el sobre de papel manila. De una forma semejante a la de una presentadora de un concurso televisivo, sacó una hoja.

Los tres miraron las fotos que Andy Candy puso una al lado de otra.

«Un hombre de las afueras de Hartford, en Connecticut».

—No —sentenció Susan—. ¿Timothy?

—Coincido contigo. No es él.

Otra fotografía.

«Un hombre de Northampton, en Massachusetts».

—No —soltó Moth—. El pelo y los ojos son distintos. Y también la estatura.

—Cierto —corroboró Susan.

Una tercera fotografía.

«Un hombre de Charlotte, en Carolina del Norte».

Este retrato hizo que todos se inclinaran hacia delante. Había ciertos parecidos, disimulados por unas gafas. Andy contuvo el aliento, pero soltó el aire despacio al darse cuenta de que no era el hombre que estaban buscando.

—Sigue —pidió Moth—. Otra.

Andy pensó que era un poco como aquel juego infantil en el que se ponen cincuenta y dos cartas boca abajo y hay que girarlas de dos en dos e intentar recordar dónde están las ya levantadas para formar parejas de caras iguales. Metió la mano en el sobre y sacó otra fotografía.

«Un hombre de Cayo Hueso, en Florida».

Soltó un gritito ahogado, aunque en realidad quiso chillar a pleno pulmón, desahogarse hasta quedar agotada. Pero se limitó a dejar a un lado el sobre con las restantes veinte y pico hojas, acercarse al fregadero y llenar un vaso de agua. Se lo bebió de un trago, incapaz de distinguir si estaba fría o tibia.

Moth no supo muy bien cuánto tiempo se quedaron los tres callados. Pudieron ser segundos. Pudieron ser horas. Fue como si hubiera empezado a deslizarse por el tiempo. Cuando habló, tuvo la sensación de que su voz resonaba, o de que procedía de un lugar lejano o de otra persona: un desconocido.

—Dime, Susan, ¿cómo puedo salir impune de un asesinato? —preguntó en voz baja.

Andy Candy recordó una lectura de su clase de Literatura en su tercer curso universitario. «Un año sin violación», pensó. Muchos debates en clase sobre obras existenciales. «La única verdadera elección es suicidarse o no». Trató de recordar: ¿Sartre? ¿Camus? Era uno de aquellos escritores franceses, de eso estaba segura. Miró a Susan. «Bueno, podría aplicársele lo de estar entre la espada y la pared, ¿no?». Era casi un chiste, y reprimió una sonrisa. No se atrevió a mirar a Moth. Intentó imaginar lo que sería para él ver al verdugo de su tío retratado en algo tan corriente como un carnet de conducir. Tuvo la extraña sensación de que las cosas empezaban a cobrar forma, como si en lugar de crear confusión, todo empezara a ponerse en su sitio, a juntarse, a enlazarse como los eslabones de una cadena. Miró de soslayo la foto del asesino, pero mentalmente la sustituyó por el rostro sonriente del chico que la había follado por la fuerza, la había preñado y la había abandonado. «Hay que matarlos a todos», pensó.

Un breve silencio.

—No puedo responder a eso, Timothy —soltó Susan Terry.

—¿No puedes o no quieres? —preguntó Moth.

—Lo que tendríamos que hacer es llamar a mi jefe —aseguró Susan sin hacer caso a la pregunta de Moth—. Entregárselo todo a los investigadores. Dejar que preparen un caso procesable. Que hagan una detención. Es complicado, desde luego, pero no imposible. Vamos, Timothy, no seas tonto. Dejemos que alguien experto se encargue de esto.

Moth tardó un instante en hablar.

—Cuando te ocupas de casos de asesinato —dijo pausadamente—, al prepararlo todo antes de ir a juicio, seguro que piensas que si quitaras algo, un detalle, una prueba, todo el caso se derrumbaría. Quien mejor puede saber cómo evitar ir a la cárcel no es el delincuente, porque está inmerso en sus fechorías, sino la policía y los fiscales como tú, que lo ven todo a posteriori.

—Sí —asintió Susan Terry—. Lo que dices es razonablemente exacto. —Parecía una catedrática de Derecho.

—De modo que es lógico pensar que una experta como tú sepa, intelectualmente hablando, cuáles son los peligros que puede haber y los errores que pueden cometerse.

Susan asintió de nuevo. Se sentía un poco como si acabara de despertar en un planeta desconocido, donde se hablaba de crímenes y asesinatos como si fueran temas de un trabajo universitario.

—Muy bien —prosiguió Moth, ganando algo de fuerza—. Hablemos hipotéticamente entonces.

A Susan no le costó ver dónde quería ir a parar. No lo detuvo, aunque algo en lo más profundo de su ser le gritaba que lo hiciera.

—Hipotéticamente y hablando en general —prosiguió Moth con una voz fría que a duras penas reprimía la furia—, ¿cuáles son los aspectos concretos en que un asesino falla y por eso acaba en chirona?

«Bueno, no se puede contener la marea», pensó Susan, inspirando hondo, de modo que respondió:

—Por la experiencia que tengo, y hablando hipotéticamente, son los vínculos. Las relaciones. ¿Qué relaciona al asesino con la víctima? Normalmente, se conocen o tienen algo en común. Lo que la policía busca son puntos de coincidencia.

Moth se inclinó hacia delante, de modo casi agresivo.

—O sea que el asesinato más difícil de resolver…

—Es aquel en el que la relación no es aparente ni obvia. O permanece oculta. O es fortuita. O no hay testigos de la misma. O algo impide verla. Mierda, Timothy, llámalo como quieras. Es cuando no está claro el móvil del asesinato ni cómo la persona A llegó al mismo sitio que la persona B. Con un arma.

Moth pensaba deprisa. Susan podía ver cómo le daba vueltas al asunto.

En ese momento intervino Andy Candy.

—¿Quieres decir como cuando alguien acecha y mata a los miembros de un grupo de estudio de la Facultad de Medicina años después de que hicieran lo que fuera y todo el mundo haya pasado página menos el asesino?

Había mucho cinismo en su voz. La propia Andy lo percibió y, de hecho, le gustó. Era como abrir la puerta de una cámara frigorífica.

Susan procuró ignorarlo y dijo:

—Mira, también hay vínculos forenses. No subestimes lo que pueden hacer los laboratorios policiales. No es como vemos en la tele, ya sabes, un resultado al instante por aquí, un resultado al instante por allá y, ¡bingo!, ya sabemos quién es el asesino. Pero pueden comparar huellas dactilares, analizar cabellos, ADN, de todo. Tardan el tiempo que sea necesario y no podrían ser más fiables. Y la balística es una ciencia muy avanzada.

Moth miró las dos fotografías que había sobre la mesa. Tomó la de Blair Munroe en el carnet de conducir de Massachusetts.

—Sé lo que me relaciona con este hombre —afirmó despacio.

Volvió a dejar la fotografía en la mesa.

Sujetó la otra fotografía y la observó un momento. «Stephen Lewis. Calle Angela, Cayo Hueso».

—Pero ¿qué me vincula a esta persona? —preguntó.

—Solo yo, y lo que he hecho —respondió Susan en voz baja tras dudar un instante.

—¿Y qué supones que relaciona a este hombre con este otro? —preguntó Moth sosteniendo las dos fotografías en alto.

Susan inspiró con fuerza. Fue como si en aquel instante pudiera ver un asesinato. No sabía si Moth también lo veía.

—Seguramente nada, si es tan listo como pensamos —respondió.

Moth sonrió.

—Vale, Susan —soltó—. Creo que hoy tendrías que ir a Redentor Uno. Sí, sin duda. Tendrías que asegurarte de estar allí esta tarde. Y de hablar. Cuenta detalladamente todos tus problemas y haz que todo lo que dices sea memorable. No querrás que ninguno de los presentes en la reunión olvide que estuviste en ella, por si alguien llegara a preguntarlo.