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Moth se quedó dormido un par de horas antes del amanecer. Cogió una almohada de la cama y se tumbó en la moqueta junto a Andy Candy. Antes de quedarse en ropa interior y cerrar los ojos tuvo una idea curiosa sobre el pudor y sobre no molestarla.

Andy, por su parte, se despertó cuando los primeros rayos del día entraban en el piso. Vio a Moth en el suelo, junto a ella, se levantó y saltó por encima de él con cuidado. Preparó café haciendo el menor ruido posible, se lavó la cara en el fregadero de la cocina y se dirigió al ordenador para leer las cosas en que Moth había estado trabajando. Vio la información que había enviado Susan y que él había imprimido, y al recoger la fotografía del carnet de conducir de Blair Munroe tuvo pensamientos similares a los que Moth había tenido unas horas antes. Después se llevó el café al escritorio y repasó las listas de pasajeros de los vuelos.

Lo primero que hizo fue descartar los nombres de mujeres.

A continuación eliminó las parejas. «Adiós señor y señora del mismo apellido».

—Tú no tienes esposa, ¿verdad? —susurró a la fotografía—. No hay a tu lado ninguna mujer a lo Bonnie y Clyde que sea coautora de tus asesinatos, ¿no? —Dejó estas preguntas suspendidas ante la pantalla antes de dar su propia respuesta—: No. Me lo imaginaba. Empezaste solo y vas a acabar solo.

Solo estaba especulando, porque realmente no sabía demasiado sobre asesinos, aunque ya no se sentía del todo inexperta en este ámbito concreto del conocimiento.

«Has aprendido algo sobre asesinatos, ¿verdad?», se dijo.

Las listas de la Administración de Seguridad en el Transporte que tenía en la mesa incluían la fecha de nacimiento. Cualquiera demasiado joven o demasiado mayor dejó de ser de su interés. Usó un margen de quince años, porque creía que el hombre que perseguían se situaba en esa franja de edad. La foto del carnet de conducir era vaga en ese sentido: alguien que podía tener distintas edades. Un aspecto ambiguo. Mayor que ella y Moth. Mayor que Susan Terry.

«La edad de Ed. O muy parecida».

Las posibilidades se reducían.

Hombres que viajan solos. De entre cuarenta y cinco y sesenta años.

Siguió hablando en voz baja consigo misma:

—¿Fingiste ser un empresario cerrando un negocio importante? ¿Un turista cansado tras participar en alguna actividad ilícita en South Beach? ¿O tal vez un hijo solícito que volvía a casa después de visitar a sus padres, ya ancianos, en una de las elevadas colinas del norte de Miami? ¿Quién querías mostrar al mundo que eras? Porque a nosotros no nos enseñaste ni siquiera una pequeñísima parte de la verdad, ¿no?

Tachó los nombres que iba descartando. Para cuando hubo terminado, su lista se había reducido a unos doce hombres que viajaban solos al norte y se ajustaban al perfil que había elaborado.

Uno de esos nombres correspondía al de un cadáver carbonizado en una caravana estática de una pequeña ciudad olvidada de Massachusetts o a un asesino que disfrutaba desahogadamente de su recién conseguida libertad.

Apostaba por lo de desahogadamente.

«Estuvimos cerca, pero nunca tanto como para que te mataras, ¿verdad?». Las preguntas le retumbaban en la cabeza. «Fuiste lo bastante inteligente para planear la muerte de otras personas. ¿Por qué no ibas a planear la tuya?». Imaginó que los asesinatos se cometían en un escenario delante de ella. Como un actor, el asesino al que buscaban saludaba y se marchaba entre aplausos atronadores. Por la izquierda.

Le pareció que Moth se despertaba. Lo miró y vio que se movía con modorra.

—Buenos días —le saludó alegremente—. Hay café.

Moth gruñó. Se puso de pie y se metió en el cuarto de baño. Una ducha caliente y un enérgico cepillado de dientes eliminaron algo del aturdimiento que le provocaba la tensión, la falta de sueño y una creciente ansiedad. Cuando salió, Andy se fijó en que tenía el pelo mojado.

—Creo que te imitaré. ¿Hay alguna toalla seca?

Moth asintió.

—Mírate esto mientras me ducho —pidió Andy empujando la lista de nombres hacia él.

Moth se sentó con una taza de café para echar una ojeada a lo que había hecho Andy, pero oía el ruido del cuarto de baño y tenía que esforzarse para no abstraerse en los recuerdos que tenía de su silueta desnuda. En su opinión era una mañana como la que podía tener cualquier matrimonio, con una pequeña diferencia: una conversación. Asearse. Café recién hecho. Comenzar la jornada a ritmo moderado. Empezar a planear el asesinato de alguien.

Hacía tiempo que no sentía la energía vengativa que lo había dominado cuando recuperó cierta apariencia de vida tras la muerte de su tío. Pero al mirar la lista, notó que renacía en él.

—¿Dónde estás? —preguntó a cada nombre de la lista—. ¿Quién eres? —Y añadió—: ¿Cómo puedo encontrarte?

Su tono era más bajo y más ronco al susurrar cada pregunta.

Susan Terry dudó antes de llamar a la puerta de Moth. Recordó que unos días antes había estado en aquel mismo lugar empuñando una pistola, dispuesta a dispararle porque, con las ideas nubladas por el colocón, había creído, al borde de la histeria, que aquel estudiante de Historia alcohólico la había delatado a la policía y le había jodido la vida que ella se esmeraba tanto en mantener equilibrada.

Se encogió de hombros y llamó.

—No dispongo de demasiado tiempo —se limitó a decir por todo saludo cuando Moth abrió la puerta—. Tengo que aguantar un rapapolvo de mi jefe en su despacho a las nueve. Hay que decidir cuál será nuestro siguiente paso antes de entonces, porque creo que me van a dar la patada a las nueve y un minuto.

Moth la llevó hacia la mesa donde había esparcidos montones de papeles; todo lo acumulado a lo largo de las semanas posteriores a la muerte de su tío. Vio que Susan echaba un vistazo a aquella especie de desorden con el ceño fruncido. Le alargó la última lista de Andy justo cuando esta salía de la ducha, cepillándose el pelo mojado.

—Creo que es uno de estos —indicó—. Es la conclusión a la que ha llegado Andy tras revisar todo lo que enviaste. Por lo menos, puede que esté aquí.

Susan los observó. Sus relaciones habían sido castas hasta ese momento y olisqueó mentalmente el ambiente para ver si algo había cambiado. Como no detectó nada, lo descartó. Oyó una voz de alarma en su interior.

Pero no le hizo caso. «A la porra —pensó—. Encárgate de lo que te puedas encargar». Miró la lista de nombres.

—Hombres que viajaban solos. Todos en la franja de edad adecuada.

—Piensas como un policía, Andy —comentó tras asentir.

—Sí —sonrió la joven—. Pero es todo lo lejos que pude llegar. ¿Cómo la acotamos más aún?

Los tres se quedaron callados.

Moth recorrió los documentos con la mirada y posó los ojos en Susan y luego en Andy Candy, para dirigirlos de nuevo a los montones de papeles de la mesa. «¿Qué hace un historiador? ¿Cómo examina las distintas informaciones un historiador para decidir qué influencia tienen en los acontecimientos?».

Inspiró con fuerza, un sonido lo suficientemente fuerte como para que las dos mujeres se volvieran hacia él.

—Sé cómo hacerlo —aseguró.

«Un palo de ciego —pensó Susan mientras recorría rápidamente el laberinto de despachos hacia el del fiscal del Estado, situado en un rincón—. Pero en cuanto a palos de ciego se refiere, no está nada mal».

La secretaria de su jefe solía guardar la entrada como Cerbero y rara vez sonreía. Cuando Susan se acercó, levantó la vista del ordenador y sacudió la cabeza.

—Caramba, Susan, eso debe de doler. ¿Cómo lo llevas?

Susan pensó que la mejor forma de abordarlo sería bromear. Hacer que pareciera que aquello no era nada del otro mundo.

—Bueno, tendrías que ver cómo quedó el otro tipo.

La secretaria asintió con una lánguida sonrisa. Señaló la puerta del despacho.

—Te está esperando. Pasa.

Susan asintió, dio un paso y se detuvo. Era algo calculado, parte de su actuación. Tenía que hacerlo antes de que la despidieran, si ese iba a ser el resultado de la reunión.

—Me pregunto si… —empezó titubeante—. Bueno, seguramente no servirá de nada, pero…

—¿Qué pasa? —preguntó la secretaria.

Susan cazó la ocasión al vuelo.

—Tengo una lista de nombres de la Administración de Seguridad en el Transporte. Necesito el carnet de conducir de cada uno de ellos —explicó, señalándose el brazo en cabestrillo—. Pero ahora me cuesta mucho teclear en el ordenador…

—Ya te lo haré yo —se ofreció la secretaria—. No me llevará más de un par de minutos. ¿Forma parte de tu investigación?

—Por supuesto —respondió Susan. Al parecer, la mentira de su jefe sobre una investigación había corrido por la oficina. Muy útil. Sonrió. La secretaria tendría acceso a las bases de datos de las fuerzas del orden de todo el país—. Vaya, no sabes cuánto te lo agradezco.

Le entregó la lista que había elaborado Andy Candy. Ahora solo tenía que evitar que la despidieran durante los siguientes minutos.

Alternó eficazmente las invenciones y las contradicciones a un ritmo trepidante.

—Sé lo que me dijiste, pero era un caso cerrado en el que surgieron preguntas, y con los problemas de adicción que he tenido, los asuntos pendientes en el trabajo pueden desencadenar algunas de las conductas que estoy intentando superar —contó a su jefe.

Dejó que las palabras fluyeran con rapidez de sus labios. Quería ser convincente, lo que exigía velocidad, pero no quería parecer maníaca, pasada de vueltas o enganchada. Eso requería más actuación por su parte.

—Los jóvenes que me acompañaron estaban involucrados en el caso y habían planteado ciertas dudas probablemente justificadas sobre nuestra investigación.

Dirigió una mirada a su jefe para escudriñar su rostro en busca de pistas que le indicaran que su perorata estaba causando impacto. Ceño fruncido. Cejas arqueadas. Asentimientos y negaciones con la cabeza. Siguió adelante, embalada y esperanzada.

—Sé que no soportas que la gente tenga dudas sobre un caso oficialmente cerrado, pero se trataba de que fuera terapéutico para mí. Ya sabes, un viaje rápido para hablar con el posible testigo y obtener una declaración. Cerrar definitivamente bien el caso, sin flecos por ninguna parte. Y ya está…

Observó una sonrisa compungida. Su jefe sabía lo poco probable que era un caso sin flecos y ya está.

—Ahora reanudaré el ciclo de rehabilitación —insistió Susan—. He vuelto a tiempo para asistir a mis reuniones y acudir al psicoterapeuta como me pediste. —Se encogió de hombros—. Mira, no tenía ni idea de que el individuo al que iba a ver tuviera un laboratorio cutre de metanfetamina en su vieja caravana. Cuando nos vio llegar, creyó que era una redada y decidió acabar con su vida cubriéndose de gloria, como hizo aquel tipo en la televisión. Madre mía, podía habernos matado a todos, pero tuvimos suerte y el policía local que me acompañaba era muy bueno; tal vez tendrías que plantearte incorporarlo a nuestro equipo de investigadores…

Cada palabra que decía estaba calculada para convertir algo reprobable en algo elogiable. La satisfizo especialmente sugerir que había intentado asegurarse de que no se hubiera cometido ningún error en un caso. Como a cualquier cargo importante de la fiscalía, a su jefe le preocupaba que cualquier asunto de su competencia pudiera convertirse en una noticia de primera plana que incluyera la palabra «incompetente» cerca de su nombre.

—Ya sé que todo esto suena a cagada monumental, y no estoy negando que lo sea, pero mi intención era buena…

Su jefe se lo creyó.

Eso sorprendió a Susan.

Siguió simplemente suspendida, aunque con la advertencia de que no podía haber más incidentes que entorpecieran su programa de rehabilitación. Ella sabía que esta amenaza era verdadera.

«Una capa delgada de hielo se ha vuelto más delgada».

Pero mientras no hiciera movimientos bruscos, no se hundiría en las aguas gélidas.

De camino a lo que su jefe suponía la continuación de su tratamiento para mantenerse desenganchada, la secretaria le entregó un sobre grande. Susan notó las páginas que contenía casi como si sus dedos estuvieran atravesando el papel para llegar a un asesino.