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No tenía que ir al despacho de su jefe hasta las nueve de la mañana siguiente, pero sabía que los de seguridad trabajaban veinticuatro horas al día. Era casi medianoche cuando cruzó las puertas de la Fiscalía del Estado en Dade.

El guardia de seguridad tras el cristal blindado estaba leyendo una novela de Carl Hiaasen y riendo. Pero en cuanto la vio, hizo una mueca.

—Dios mío, señorita Terry. ¿Qué diablos le ha pasado? —Señaló con la cabeza el brazo escayolado en cabestrillo.

—Un accidente de coche —mintió—. Estamos en Miami. El otro conductor no tenía seguro, por supuesto. Se saltó un semáforo en rojo.

—Menudo desastre.

—Ya le digo. Y si le parece que esto es malo —comentó señalándose el brazo—, tendría que ver cómo me quedó el coche. Siniestro total. —Esperaba que no comprobara su nombre y viera la indicación de que estaba suspendida. Tenía que mantenerlo distraído—. ¿Y qué? ¿Hay alguien más haciendo horas extra gratis?

—Sí —sonrió el guardia—. Todavía hay unos cuantos. El equipo que trabaja en el caso de ese gran fraude bancario y un par de fiscales encargados de encerrar a esos cabrones que allanan domicilios. Los demás ya se han ido a casa.

—No tardaré mucho —indicó ella sin dejar de sonreír y procurando actuar como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo—. Solo he de comprobar unos documentos antes de una vista de mañana por la tarde. Ya sabe cómo van estas cosas: estás en casa mirando la tele y atiborrada de analgésicos —dijo señalándose el brazo—, repasando lo que tienes que decir en el juzgado, y de repente crees que se te ha olvidado algo, que se te ha pasado algo, o qué sé yo, que la has cagado en algo…

Mientras decía todo esto se sacudió un poquito el cabello y soltó una risita al tiempo que se dirigía con paso firme hacia la entrada. «Vamos —pensó—. No compruebes nada. No hagas tu trabajo. Estás cansado y aburrido; no prestes la atención debida durante una noche rutinaria».

El guardia anotó en una tablilla que había entrado en el edificio, algo que Susan sabía que haría pero no había sabido cómo evitar, y pulsó el dispositivo de entrada para que accediera a los despachos. El sonido del cierre electrónico fue discordante pero la alegró oírlo. Contaba con que su jefe no comprobaría los registros del horario nocturno, o que, por lo menos, no lo haría hasta tener una razón de peso.

Seguramente tendría esa razón en unas horas.

En cuanto cruzó la puerta, se escondió entre las sombras, junto a unos archivadores altos que había contra la pared. Las luces de techo, normalmente brillantes, estaban atenuadas. La fiscalía estaba tranquila, fantasmagórica. Estiró el cuello y le pareció oír voces procedentes de un ala del edificio. Se agazapó, lo que hizo que el brazo le doliera horrores, ya que los demás fiscales sabrían que estaba suspendida y, naturalmente, sentirían curiosidad si la veían.

«Puede que recelen. Me preguntarán amablemente qué estoy haciendo aquí, pero tendrán dudas. No se creerán la pobre excusa que les dé. Alguien enviará un correo electrónico que irá ascendiendo por la cadena de mando y se acabó. El jefe se pondrá furioso… Bueno, más que furioso. Ahora ya está furioso. Montará en cólera, con la cara colorada y la mandíbula apretada».

Dudó un momento. La había invadido una sensación de pérdida. Los escritorios metálicos y los despachos cerrados que la rodeaban eran impersonales y espartanos, pero eran su hogar más que su propio piso. Este era el sitio donde se había sentido más feliz y más estresada a la vez, un sitio lleno de ansiedades y logros. Todas aquellas contradicciones eran tan dolorosas como las punzadas del brazo.

Entonces se deshizo de todas estas sensaciones casi con la misma rapidez con que la habían asaltado, se concentró y recorrió sigilosamente el trecho que la separaba de su despacho. La moqueta amortiguaba las pisadas de sus zapatillas deportivas. Escuchó su propia respiración con la esperanza de que fuera regular, aunque le parecía dificultosa.

Esa noche iba a llevarse algo de allí.

Su nombre seguía en la puerta. Eso la tranquilizó. Rogó que no hubieran cambiado las cerraduras. Sabía que después de despedirla las cambiarían, pero cuando su llave abrió, suspiró aliviada.

Pensó que no estaba forzando una entrada ni robando nada, pero sí violando el acuerdo al que había llegado con su jefe, y eso rozaba lo delictivo.

Se preguntó si algún fiscal clarividente que examinara sus actos vería hechos constitutivos de delito. «Probablemente. Puede. Posiblemente». No lo sabía. Se preguntó si ella los vería. La respuesta era «sí, por supuesto», pero el miedo, mezclado con la determinación, dio como resultado lo que podría resumirse con un improperio: «¡A la mierda!». Solo sabía que estaba inmersa en algo y que en ese momento, en plena noche, dependía de ella obtener una solución.

Debía encontrar a un asesino, lo que tal vez podría asegurarle el empleo.

Todo lo que había hecho y lo que iba a hacer parecía un pequeño precio que pagar si lo lograba. No quería imaginarse la alternativa: inhabilitada para ejercer la abogacía, detenida, procesada. Y peor aún: humillada, consciente de que había sido incapaz de impedir que un asesino se fuera de rositas.

Al entrar cerró la puerta de su despacho con sigilo. No encendió la luz de techo, pero bajo el brillo tenue de la ciudad que se colaba por la ventana, veía lo suficiente para desenvolverse en aquel espacio desocupado. Pensó que todo estaba vacío. La única forma de volver a llenarlo era hacer lo que estaba haciendo. Se situó detrás de su mesa y encendió el ordenador. «Código de acceso». Rogó que su suspensión no hubiera afectado a su nombre de entrada ni su contraseña. Cuando la pantalla se activó, se sintió aliviada, aunque pensó que era un flagrante fallo de seguridad.

Tecleó un poco. El ruido del teclado la hizo moverse, nerviosa. Esperó que nadie la oyera.

Apareció el sitio de la Administración de Seguridad en el Transporte.

Sabía que no había forma de ocultar que era Susan Terry quien buscaba información. Cada pulsación y cada contraseña eran suyos exclusivamente, de modo que constituían una prueba tan contundente como una firma en un papel y podrían llevar hasta ella. Cualquier investigador competente averiguaría qué había buscado, dónde y cuándo. Podría intentar borrar el disco duro con algún programa especial, pero sería inútil. En lo que a informática se refiere, los investigadores iban muy por delante de ella.

No le importaba realmente, pero sabía que eso limitaba el tiempo de que disponía. Podía oír el tictac inexorable del reloj. Un segundo. Dos segundos. Tres segundos. Un minuto. Una hora. Un día. ¿Cuánto tiempo tenía para encontrar a un asesino?

Se inclinó hacia la pantalla.

—Maldita sea, Timothy Warner, espero de todo corazón que tengas razón —susurró—. Estaría bien echar a perder toda mi carrera haciendo lo correcto para variar, aunque sea completamente ilegal.

Le pareció gracioso. Con cuidado, sacó el brazo derecho del cabestrillo.

Por un instante se imaginó que era un criminal que buscaba a otro criminal.

Tecleó rápidamente, unas veces con una mano y otras obligando al brazo derecho a moverse a pesar del dolor para así recorrer más deprisa los mundos informáticos de la policía.

Moth contemplaba a una Andy Candy dormida.

Estaba hundido en la silla de su escritorio con el ordenador encendido delante. El bolso de Andy estaba cerca, y sabía que dentro estaba el Magnum 357, pero de momento no lo tocó.

Sabía que Andy estaba exhausta. Una vez, hacía años, después de un sudoroso revolcón adolescente, se había quedado dormida de golpe a su lado. Estaban en el asiento trasero de un coche, sitio tópico por excelencia, pero era donde aquella noche habían podido gozar de intimidad. Andy estaba desnuda y él se pasó los minutos que ella dormitó intentando memorizar todas las curvas y todos los pliegues de su cuerpo. La había contemplado entonces igual que hacía ahora. Pensó que no tenían ninguna oportunidad de seguir juntos, que lo único que los unía ahora era solo algo oscuro y mortífero, que al final la luz brillaría para ambos y volverían a separarse. Eso lo entristecía y angustiaba. Perderla sería más doloroso de lo que podía imaginar, lo que no era una idea demasiado madura. Pero sentía que lo coartaba todo lo que ser adulto había incorporado a su vida. La bebida. La desesperanza. Casi la muerte. La salvación a través de su tío. Se preguntó si vengar el asesinato de su tío, un concepto que parecía prácticamente de la época napoleónica, le costaría la presencia de Andy.

Suponía que sí. Eso hizo que se moviera en su asiento. Deseó poder acostarse a su lado en la cama, pero estaba esperando.

Su correo electrónico avisó de un mensaje entrante.

«Será ella», pensó. Se preguntó si tendría que despertar a Andy. Sabía que le iría bien su forma de ver las cosas. Pero la dejó dormir. «Un poco más». Abrió el mensaje:

No aparece Blair Munroe.

20 posibles vuelos. Algunos de enlace.

Te envío todas las listas.

Nos vemos en tu casa a las 7.

Vaciló un momento y empezó a abrir los documentos adjuntos para moverlos a su escritorio.

Sonó otro correo electrónico.

Lo abrió inmediatamente.

Rezaba:

¿Muerto?

No creo.

Era la fotografía del carnet de conducir de la Dirección de Tráfico de Massachusetts correspondiente a Blair Munroe, ampliada a pantalla completa.

La imprimió y la sostuvo entre sus manos.

Se lo quedó mirando, esperando ver la palabra «asesino» reflejada en sus ojos, en la forma de su quijada, tal vez en su corte de pelo o en el contorno de sus labios. Pero no había nada tan obvio ni tan útil. Se estremeció, pensó en despertar a Andy para enseñárselo, pero se dijo que eso podía esperar. Si ese era el hombre al que tenía que matar, no había ninguna prisa en arrastrarla hacia ese acto. Pensó dejarla disfrutar un rato más de su sueño inocente. Pero nada más.