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Naturalmente, no los creyeron del todo.

En realidad, apenas los creyeron. Sus historias estaban llenas de contradicciones, de aspectos que suscitaban preguntas en lugar de responderlas, de unas cuantas mentiras descaradas que generaban dudas y sospechas, y presentaban tantos agujeros que un sepulturero con una excavadora habría tardado horas en llenarlos.

Pero la policía estatal de Massachusetts no tenía motivos suficientes para retenerlos más tiempo. Los inspectores sabían que se habían cometido delitos, pero no encontraban nada que hubieran hecho ellos tres que infringiera la ley.

A Andy Candy se lo habían hecho pasar particularmente mal.

Los investigadores imaginaron que sería el eslabón más débil. Era la más joven y la única que no estaba herida, aunque las quemaduras de Moth sanaban rápidamente y no eran graves. Su relación con el hombre de la casa siniestrada era la más vaga. Por consiguiente, su interrogatorio había sido duro, desde el típico «queremos ayudarte» hasta el «sabemos que nos estás mintiendo y queremos que nos digas la verdad» o «¿sabes que ocultar información sobre un asesinato es un delito?; no querrás ir a la cárcel por proteger a tu novio y una fiscal suspendida».

—¿De qué creen que los estoy protegiendo? —preguntó ella.

—¿Y entonces por qué estás aquí? —insistieron.

Andy se sorprendió a sí misma al mantener una calma irritante que frustró a sus interrogadores, sin dejar de ceñirse a su burda historia:

—El hombre de la caravana podía estar relacionado con la muerte del tío de Timothy Warner, que fue un suicidio, pero como surgieron preguntas vinimos en busca de respuestas. Sin embargo, antes de que pudiéramos formular ninguna, todo saltó por los aires. Creo que fue porque el individuo vio al policía uniformado fuera y pensó que era una redada de narcóticos y que iría a la cárcel el resto de su vida, y por eso se inmoló y lo incendió todo, para mandarlos a todos ustedes al infierno. Eso es lo que creo. Me gustaría poder ayudarlos más. De verdad.

Pero no era cierto.

Delta Airlines les cambió el billete por uno de primera clase cuando la mujer del mostrador de la compañía vio el brazo derecho escayolado en cabestrillo de Susan Terry.

Permanecieron en silencio la mayor parte del vuelo al sur, de vuelta a Miami. Susan tomaba regularmente paracetamol, que apenas aplacaba el punzante dolor posquirúrgico. Estaba orgullosa de sí misma por haber evitado engancharse al instante, aunque habría preferido que le recetaran paracetamol con una buena dosis de codeína. Le pareció que las punzadas del brazo reconstruido le irían bien para combatir la adicción. Cada vez que no tomaba un narcótico se recordaba que estaba limpia, y eso, en conjunto, era bueno. Intentaba ignorar el dolor que le recorría el brazo y el sudor que le perlaba la frente.

Volvió la cabeza y miró a Andy y a Moth, al otro lado del pasillo. La luz era tenue y los motores zumbaban constantes. El hombre sentado a su lado se había dormido. Le resultaba incómodo moverse, pero se inclinó hacia ellos.

—¿Creéis que el hombre que murió allí era el que estabais persiguiendo? —preguntó. Omitió precisar: «¿El hombre que me hizo quedar mal ante mi jefe y me jodió la vida?».

Quería que fuera él. Quería que todo hubiera terminado. Quería poder ir la tarde siguiente a Redentor Uno, tomar la palabra y decir que todo se había acabado, y así poder reiniciar su vida. No creía que eso fuera posible.

No se daba cuenta de que estaba mezclando a aquel asesino anónimo con el hecho de avanzar, de recuperar su cargo y volver a ser la fiscal dura que acusaba a los malos en lugar de tomar narcóticos. Y al igual que a los policías de Massachusetts, todo aquello seguía sin convencerla. Pero no sabía encontrar la solución. Toda su formación en Derecho penal le indicaba que simplemente tenía que haber una piedra que pudieran levantar para dejar al descubierto algo que pudiera convertirse en una respuesta.

Andy Candy no contestó de inmediato. Miró el cielo por la ventanilla, al otro lado de Moth. Todo aquel vacío parecía increíble.

Moth miró primero a Andy y después a Susan.

—Ojalá lo fuera —dijo—. Si fuera él, facilitaría las cosas. —Hizo una pausa antes de añadir—: Nunca he tenido tanta suerte.

—¿Suerte? —se sorprendió Susan.

—Sí. Hay que tener suerte para obtener respuestas sencillas a preguntas complejas.

Esto hizo sonreír a Andy. «Este es, en pocas palabras, Moth», pensó.

—¿Qué hacemos? —prosiguió él, dirigiéndose a Susan—. ¿Esperamos a que hayan terminado la autopsia y hecho algunas comprobaciones de ADN, si es que pueden? Me temo que nunca lo sabremos.

Era una idea que lo aterraba. No sabía exactamente por qué, pero la incertidumbre era la clase de desencadenante que lo haría recaer en la bebida.

«¿Qué le sirvo, joven?».

«Un whisky con hielo y un alma llena de dudas, camarero».

No expresó esta conversación en voz alta, aunque supuso que tanto Susan como Andy sabían que la estaba manteniendo.

—Tenemos que encontrar una respuesta concreta —aseguró. Y fue consciente de que era mucho más fácil decirlo que hacerlo. Se volvió y siguió la mirada de Andy hacia el cielo que se extendía al otro lado de la ventanilla. «Vamos a ochocientos kilómetros por hora y me gustaría poder alargar el brazo y tomar con la mano lo que hay que hacer».

Andy, que vio que se estaba debatiendo, le tocó la mano. En ese momento no quería exactamente que todo hubiera acabado. Quería, pero no quería. Acabado significaba seguridad. También conllevaba el final para ella y Moth. «Él seguirá su camino. Y yo el mío. El mundo es así. Este es el final que siempre nos ha aguardado. Así fue nuestro primer final. El segundo será igual».

Susan se reclinó en el asiento y consultó su reloj de pulsera. Habían pasado noventa minutos desde sus últimos dos analgésicos, que no le surtían demasiado efecto. Hizo una señal a un auxiliar de vuelo y le pidió una botella de agua. Le quitó el tapón como pudo, usando finalmente los dientes para sujetarlo, y se tomó dos pastillas más. Esperaba que por la mañana la despidieran, y sabía que no había ningún fármaco sin receta que calmara ese dolor en concreto.

Cuando la caravana estática explotó, Susan perdió el arma, y el equipo forense que procesaba los restos carbonizados e inundados de agua no se la había devuelto. En el bolso llevaba el 357 de Moth, que había pasado por el control de equipaje mostrando su placa, y pensó que se lo tenía que devolver. En cuanto a ella, sabía que podría conseguirse otra arma en poco tiempo. Adquirir armas de fuego no es difícil en el sur de Florida.

Así que después de aterrizar y antes de separarse para dirigirse a sus diversos destinos, Andy y ella se metieron en el servicio de señoras para hacer un intercambio. Ninguno de ellos tenía la seguridad de que Moth necesitara el arma. Podía ser que sí, o que no. Andy Candy había decidido guardarla ella, por lo menos hasta que Moth volviera a Redentor Uno con regularidad.

El peso del revólver la asustaba casi tanto como lo que podría hacerse con él. Pensó que se necesitaría una fuerza especial para levantarlo, apuntarlo a alguien y apretar el gatillo, a pesar de toda la propaganda de los entusiastas de las armas en sentido contrario. Se lo metió en el bolso con el propósito de olvidarse de él, pero se dio cuenta de que eso sería imposible y, simplemente, cerró la boca.

Las dos salieron del lavabo de señoras y vieron que Moth estaba delante del mostrador de venta de billetes observando la cola de gente. Tenía la cara algo colorada y estaba como paralizado, como si hubiese visto una víbora a sus pies y tuviera miedo de que lo mordiera si se movía.

—¿Pasa algo? —preguntó Andy.

Moth sacudió lentamente la cabeza. No se volvió hacia ella, sino que se dirigió pausadamente a Susan:

—Sabemos que estuvo aquí, en Miami, ¿verdad?

—Así es —contestó Susan.

—Y sabemos que regresó a Massachusetts. Tuvo que hacerlo, ¿no? Tenía que preparar la explosión.

—Así es —repitió Susan, solo que esta vez arrastró las palabras.

—Supongamos por un momento que el que había en la casa no fuera él. Que fuera otro.

—De acuerdo, supongámoslo. Pero…

—Es un asesino consumado. ¿Qué sería para él otro cadáver?

—Nada. Muy bien. Continúa.

—Así pues, sabemos, vagamente pero lo sabemos, que tuvo que volar de vuelta al norte para llegar allí antes que nosotros.

Susan se sintió algo mareada. Y no era por el dolor ni por el paracetamol.

—Tenemos una cronología —susurró Andy Candy.

—Sí —corroboró Moth—. Y sabemos dónde se guardan las listas de nombres de los manifiestos de pasajeros. —Señaló el mostrador—. Si Blair Munroe está en una de esas listas, bueno, será un callejón sin salida. Y tendremos que pasar página. Pero si no está…

Susan pareció un poco desconcertada. Lo mismo que Andy Candy.

—¿Adónde quieres ir a parar? —preguntó esta.

Moth quiso mantener su voz serena, pero le fue cobrando fuerza.

—Todo el mundo busca siempre una relación clara. Pero en mi especialidad, a veces el indicio revelador es la ausencia de algo. —Señaló el mostrador de venta de billetes—. Un hombre que sabemos que estuvo en Miami compra un billete para volver a casa en avión. Esa casa pertenece a un hombre llamado Blair Munroe. Pero ¿llamó Munroe a Andy? ¿Dio él el chivatazo sobre el camello de Susan a la policía? ¿Amenazó él a mi tía? ¿O fue otra persona quien se embarcó en ese avión rumbo al norte?

«¡Qué irónico! —pensó—. Si ocultó su identidad, puede revelarnos quién es. Soy historiador —se dijo sonriendo para sus adentros—. Un investigador de la sutileza».