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Uno de los policías lo llamó héroe, pero él no creía serlo. Seguramente «tonto» se acercaba más a la verdad, aunque cuando tuvo un segundo para pensar en ello, Moth fue incapaz de ubicar el momento exacto en que había empezado aquella tontería. Era anterior, sin duda, al momento en que entró corriendo en la caravana ardiendo para ayudar a salir a Donnie y a Susan de las llamas. Pensó que quizá se remontaba a cuando había ido a ver a Jeremy Hogan, pero tampoco le pareció que fuera entonces. Por un instante decidió que su deriva hacia la ingenuidad se había iniciado cuando llamó a Andy Candy, pero aquello tampoco era del todo cierto.

Siguió repasando hacia atrás todo lo sucedido, y decidió que había empezado cuando encontró el cadáver de su tío y le faltó tiempo para recaer en la bebida. Esta idea le hizo sacudir la cabeza y, finalmente, se dijo que el principio de todo había sido cuando rompió con Andy Candy en la secundaria hacía tantos años. Fue entonces cuando la tontería arraigó y floreció en él, aunque pensó, con tristeza, que su tío Ed habría fechado su inicio mucho antes y culpado de ello a unos padres exigentes, ausentes e inconscientemente crueles.

Una joven y competente sanitaria con una sonrisa amable le vendó las manos y le dijo que, aunque no parecían demasiado lastimadas, fuera al médico porque no había que fiarse de las quemaduras.

Él dudó que lo hiciera, pero Andy Candy, que estaba a su lado, dijo:

—Me aseguraré de que vaya.

—Puede que te quede alguna cicatriz —advirtió la sanitaria.

De eso Moth estaba seguro. Sospechaba que sería la clase de cicatrices que no se veían en la piel. «La clase de cicatrices del tío Ed», pensó.

Cerca de allí, una ambulancia arrancó con la sirena aullando. En ella iba Donnie, que se había negado a marcharse del lugar hasta que su sargento se lo ordenó. Tenía quemaduras que sanarían y había inhalado humo, pero Moth lo vio sentado en el escalón de la ambulancia respirando oxígeno a través de una mascarilla y sonriendo abiertamente cuando los policías estatales, sus compañeros de la policía local, los sanitarios de las ambulancias y los bomberos se acercaban para palmearle el hombro y decirle que lo había hecho cojonudamente bien.

«No hay nada mejor que estar vivo cuando tendrías que estar muerto», pensó Moth. Una ambulancia transportaba ya a Susan Terry a Urgencias, y después seguramente tendrían que operarla para recomponerle el brazo.

Moth notó que Andy le rodeaba los hombros con un brazo en un gesto curiosamente posesivo. Inspiró con fuerza y se apoyó en el costado de un coche patrulla. Por un instante, cerró los ojos y deseó que fuera de noche para poder dormir, aunque era mediodía y el sol bañaba la zona. Al abrirlos, vio que se acercaban tres hombres. Uno de ellos llevaba el casco con visera blanca de un jefe de bomberos. Otro era el sargento de Charlemont a quien había conocido esa mañana. El tercero era un policía estatal que llevaba en la camisa, sobre la placa de identificación, otra pequeña placa que indicaba: HOMICIDIOS.

—Señor Warner —empezó despacio—, ¿se siente con ánimo como para contestar unas preguntas?

—Claro —respondió Moth.

—¿Sabe que hay un cadáver dentro?

El policía señaló el armazón humeante de la caravana estática.

—Pues no. ¿De quién?

—Seguramente del señor Munroe, el propietario. Pero el médico forense y la Científica tardarán cierto tiempo en identificarlo, suponiendo que puedan. El cuerpo está muy quemado. Y el agente local asegura que el disparo que oyó procedía de la habitación trasera, donde al parecer se declaró el incendio antes de que el propano y la gasolina explotaran. Jamás había visto un laboratorio de metanfetamina casero. Menudo desastre. De todos modos, es posible que se disparara a sí mismo.

—¿Cómo es posible saberlo?

—Encontramos una nota en su camioneta. La autopsia seguramente demostrará que se usaron perdigones del doce.

Moth asintió. ¿Todo había acabado? No lo creía. Era demasiado sencillo.

—¿Laboratorio de metanfetamina? —preguntó.

El policía estatal ignoró la pregunta.

—¿Y por qué ha venido aquí? —quiso saber. Miró a Andy Candy—. ¿Por qué han venido los dos aquí?

Preguntas. Respuestas. Dudas. Declaraciones. Mentiras y medias verdades. El procesamiento burocrático de la violencia es comparable al largo análisis forense de la escena de un crimen. Es como si la omnipresente cinta amarilla que indica POLICÍA - ESCENA DE UN CRIMEN - NO PASAR encerrara algo más que espacio y englobara una revisión y una clasificación en que lo que alguien dice se une a lo que un científico determina para crear un retrato de lo que pasó, de cómo pasó y de por qué pasó. Pero en estas representaciones siempre hay vacíos y puntos en blanco, y a menudo colores que no armonizan e imágenes contradictorias. De vez en cuando, la escena de un crimen se convierte en un inmenso trampantojo, donde lo que parece ser no lo es, y domina el engaño.

—Hola, Stephen.

Silencio.

—¿Qué tal, Steve?

Vacilación. Sonrisa pícara.

—Hombre, Steverino, ¿cómo te va?

«No está mal. Nada mal. Gracias por preguntar».

El estudiante 5 se estaba mirando en el espejo del lavabo de su casa totalmente reformada de la calle Angela, en Cayo Hueso. Estaba situada al otro lado del cementerio, que con sus poco más de tres metros sobre el nivel del mar, era uno de los sitios más elevados de la ciudad y proporcionaba a quienes vivían cerca cierta sensación de seguridad frente a los huracanes. El edificio era lo que los lugareños denominaban «casas de cigarreros», porque, cuando fueron construidas en la década de los veinte, habían alojado a refugiados cubanos que habían huido de una de las frecuentes agitaciones de la isla, emigrado alrededor de ciento cincuenta kilómetros y perfeccionado el arte de enrollar excelentes puros para el papá Warbucks del estado. Las casas eran pequeñas, estrechas, de un solo piso, hechas del pino local —relativamente inmune al clima y las termitas—; con el paso de las décadas, se habían vuelto muy populares entre los ricachones como casas de veraneo. Su precio superaba las siete cifras, pero el estudiante 5 la había comprado astutamente hacía muchos años y había hecho instalar un tejado de metal, aire acondicionado centralizado y encimeras de granito en la cocina, por lo que doblaría o triplicaría su coste si la ponía a la venta.

No tenía ninguna intención de hacerlo.

Se levantó el cuello de la camisa y se puso unas caras gafas de sol Ray-Ban. Llevaba unos shorts con los bordes deshilachados y unas zapatillas deportivas andrajosas que habían visto mejores días. Haría humedad y calor fuera, y sabía que estaría sudado en cuanto hubiera recorrido una manzana.

—Dime, Stevie, ¿te sientes seguro?

—Pues ahora que lo dices, sí, la verdad. Me siento muy seguro.

—Me pareció muy inteligente por tu parte dejar indicios de producción clandestina de drogas.

—A mí también.

—Y aquel cadáver…

Recordó una frase que decía Winston Wolfe en Pulp Fiction: «Nadie a quien se eche de menos».

El estudiante 5 creía haber dispuesto una cantidad considerable de elementos contradictorios en su caravana estática. Eso provocaría confusión; la policía no sabría qué clase de crimen estaba investigando. Y, para cuando aclarara algo, si llegaba a hacerlo, encontraría un fantasma: un hombre que no existía. Y nada relacionaba al ficticio y ahora difunto Blair Munroe de Charlemont, Massachusetts, con Stephen Lewis, un traficante de drogas retirado de Cayo Hueso, en Florida.

En el fondo había esperado que las explosiones acabaran con la vida del sobrino, la novia y la fiscal junto con la del mendigo. Había repasado las noticias locales, que seguían incluyendo relatos emocionantes de la conflagración y la información de que había por lo menos una víctima mortal y varios hospitalizados. Le asoló cierto disgusto: «Lástima. Mala suerte. Heridos pero no fallecidos. Ese es el problema de usar explosivos. Causan la destrucción necesaria, pero carecen de la intimidad y la seguridad de una bala».

Daba igual. Había dispuesto un final. Que fuera el segundo final que se había visto obligado a crear era solo una pequeña molestia. Había desaparecido y, como un recién nacido, estaba mirando el mundo por primera vez.

«Bueno, si sobrevivieron… —Una sonrisa para sus adentros—. Tendré algo en lo que pensar».

Echó un vistazo al reloj de pulsera. Tardaría entre quince y veinte minutos en sacar su oxidada bicicleta de piñón fijo, el medio de transporte preferido en Cayo Hueso, para dirigirse sin prisas al espectáculo vespertino de la feria en la plaza Mallory. Contorsionistas, faquires, guitarristas y cualquiera que intentase ganar dinero de un crucerista haciendo algo raro, como posar para las cámaras de fotos con una iguana colocada en un hombro y una boa constrictor en el otro, amenizaban la sensacional puesta de sol para los turistas.

Como la mayoría de residentes de Cayo Hueso, solía evitar este ritual nocturno. Un canto al kitsch y al proverbial laissez faire de Cayo Hueso: demasiadas personas apretujadas en un espacio reducido. El tráfico retrocedía por las calles laterales. Era un momento de serenidad expresado sonoramente. Pero aquella noche iba a participar. Era el mejor sitio que se le ocurría para despedirse de una persona inexistente que lo había tratado bien durante muchos años.

De modo parecido al sol poniente, un enorme y brillante disco de tonalidades rojas y amarillas que se hundía en una reluciente extensión azul, Blair Munroe estaba desapareciendo.

Tomaría un trago. Brindaría por el pobre Blair. Y pasaría página. Las posibilidades eran infinitas. Podía elegir a su gusto. El horizonte estaba despejado.

Un dolor intenso seguido del aturdimiento de los fármacos que tenían que camuflarlo. Una luz fuerte, implacable en los ojos. «La cuenta atrás». Dormir. Despertar. Más dolor. El goteo constante de una vía intravenosa. Remisión del dolor, como el volumen de un estéreo que baja. Dormir de nuevo.

Despertar después para verse metida en algo que era más que un embrollo y rozaba el delito. Cuando Susan Terry salió de la semiinconsciencia del postoperatorio, se alegró de estar viva. Quizá.

Una enfermera entró en la habitación y subió la persiana.

—¿Qué día es hoy? —preguntó Susan.

—Jueves por la mañana. Ingresó el martes.

—¡Dios mío!

—¿Le duele?

—Estoy bien —aseguró Susan, aunque era evidente que no lo estaba.

—Hay mucha gente que quiere hablar con usted —le dijo la enfermera—. Hay una cola que empieza con la policía estatal. Después está su jefe de Miami. Y también una pareja joven que ha venido a verla por lo menos seis veces, pero usted estaba inconsciente.

Susan se recostó en la cama. Notaba un ligero olor a desinfectante. Echó un vistazo a la vía que tenía introducida en el brazo. Tenía vendado el otro.

—¿Qué me están poniendo? —preguntó.

—Demerol.

—Es muy eficaz —dijo tras inspirar. Hizo acopio de cierta fortaleza interior y soltó—: Pero no puedo tomarlo. Tengo un problema de adicción.

—Avisaré a su médico —dijo la enfermera abriendo los ojos como platos—. Háblelo con él.

De repente Susan quería aquel goteo más que nada en el mundo. Quería disfrutar del aturdimiento de los analgésicos derivados de la morfina. Quería dejar que la sumieran en un semisueño y en el olvido. Quería mantener a cierta distancia a todas las personas que pretendían hablar con ella, puede que hasta impedir que llegaran a hablar nunca con ella.

También sabía que la mataría, seguramente de una forma más eficaz que la explosión de una bomba casera hecha con bombonas de propano y bidones de gasolina.

—Avise al médico, por favor —pidió, apretando los dientes. En cuanto la enfermera se volvió, se arrancó la aguja intravenosa del brazo. Pensó que era lo mejor que podía hacer en aquel momento.