39

En el coche, Susan Terry amartilló su pistola.

Sentía una mezcla de furia justificada, derivada en parte por cómo el hombre de aquella destartalada caravana estática le había jodido la vida, y en parte por la maravillosa sensación de estar a punto de acorralar a un asesino implacable que de momento se mantenía impune.

—Quedaos detrás de los coches —ordenó—. Permaneced agachados, pase lo que pase. Si este individuo ha hecho lo que suponéis, sabe disparar de lejos con precisión. No os pongáis en su línea de visión.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Andy Candy con aspereza.

—Averiguar quién es en realidad. Y después detenerlo. Y entonces la presión le afectará.

Aunque no fuera exactamente un plan, Moth se seguía dejando arrastrar por algo que él había iniciado. Ahora que iba a volverse más real de lo que jamás había imaginado, no sabía muy bien qué decir o hacer. Empezó a repasar los momentos decisivos de grandes hombres para imaginar cómo Washington, Jefferson, Lincoln o Eisenhower habrían reaccionado. No le fue de ninguna ayuda ni lo tranquilizó.

—Una cosa más —dijo Susan con la voz crispada—. Si todo sale mal, usad la radio del coche patrulla para pedir ayuda. Pase lo que pase, no dejéis que este cabrón se escape. —Los miró a ambos a los ojos—. ¿Entendido? —preguntó de una forma que implicaba que no era una pregunta, sino una orden.

Salieron del coche de alquiler.

Donnie, el policía, ya estaba al lado de su coche patrulla, observando la puerta de la caravana estática. En silencio, parecía vacía y abandonada. No obstante, sustituyó esta idea con una actitud alerta aprendida en Afganistán. Se volvió hacia Susan y vio que empuñaba una pistola.

—Pero… —gruñó—. ¿Qué coño…?

—Este hombre puede ser peligroso.

—Creía que era un testigo…

—Sí. Eso. Y puede que más cosas.

Donnie desenfundó su arma. Él también la amartilló.

—Tendría que pedir refuerzos si espera que haya problemas. ¿Tiene una orden judicial?

Susan sacudió la cabeza. «Esto es asunto mío y no estoy dispuesta a dejar que nadie más se meta. En unos minutos, toda mi vida volverá a estar encarrilada. O pasará otra cosa».

—Vamos a llamar a la puerta. A ver qué pasa. Pero vaya con mucho cuidado.

—No lo veo claro —refunfuñó Donnie, sacudiendo la cabeza con los ojos bien abiertos.

—Estamos aquí y vamos a hacerlo —aseguró Susan—. Si nos marchamos, puede que nunca volvamos a tener una oportunidad así.

Sabía, por experiencia, que los asesinos rara vez querían salir de una situación comprometida a tiros si podían hacerlo hablando. Esta idea estaba respaldada por el hecho de que este sabía que había pocas pruebas en su contra. Lo que, a su entender, lo volvería arrogante.

Y locuaz.

Se sentía amparada también por la creencia de que él jamás esperaría verlos delante de su casa.

—Muy bien —dijo—. Vamos.

Miró hacia atrás y vio que Moth y Andy permanecían agazapados tras el coche de alquiler. No pudo ver si Moth tenía el Magnum 357 en la mano, pero esperaba que así fuera.

Donnie, el veterano de Afganistán, fue de repente consciente de que allí no había dónde ponerse a cubierto, lo que no le gustó nada. Estaba acostumbrado a misiones claras, bien definidas, dirigidas por militares profesionales muy bien entrenados, y de pronto todo lo que hacía le parecía idiota, pueblerino y de una inexperiencia absoluta.

Tampoco le parecía tener otra opción. Quería impresionar a Susan Terry y actuar como imaginaba que haría un policía veterano de Miami. Lo único que hizo que tenía sentido fue llamar a su sargento a las dependencias policiales.

—¿Sargento? Soy Donnie…

—Adelante.

La radio que llevaba al hombro era pequeña y se oía mal debido a las interferencias, lo que enmascaraba parte del nerviosismo que impregnaba su voz.

—Podría ser algo más complicado que hablar con un testigo reacio —informó.

—¿Estás pidiendo refuerzos?

—Vamos —dijo Susan, impaciente. Observaba la casa en busca de cualquier indicio de actividad.

Donnie asintió y dijo al sargento:

—Estad preparados. —Era un hombre que obedecía órdenes y acababan de darle una.

Los dos se acercaron con cautela a la puerta. Susan se preguntó si habría un rifle apuntándole al pecho. ¿Esperaba morir? Por una parte, le parecía bien. Pensó que el tío de Moth sabría que su conducta temeraria era un impulso suicida. Pero no llegó más lejos en su reflexión. Suprimió estos pensamientos para concentrarse en el hombre de aquella casa. «Un asesino. El final de todo. Para alguien».

Estaba tranquila a pesar de no tener motivos para estarlo.

Por su parte, Donnie notaba un sudor frío bajo los brazos y medio imaginaba que estaba otra vez en combate, acercándose a una choza polvorienta de arcilla y ladrillo en algún lugar dejado de la mano de Dios en medio de la nada, sin saber si algún niño sonriente asomaría la cabeza por la puerta en busca de una golosina o si un AK-47 abriría fuego de golpe. Pero se iba serenando con cada paso que daba; tenía todas las terminaciones nerviosas en estado de alerta, y el oído, la vista y el olfato agudizados. «Has recibido entrenamiento —se dijo—. Esto no es distinto». Eso le dio cierta seguridad.

Se acurrucó a un lado de la puerta. «No permitas que nadie te dispare al pecho a través de una puerta». Iba a llamar cuando oyó: «¡Socorro! ¡Ayuda, por favor!».

Las palabras eran inconfundibles, aunque débiles, y procedían de algún punto del interior. Miró a Susan Terry. Ella también había oído la súplica y se había inclinado estirando el cuello.

—¡Aquí! ¡Ayuda, por favor! —oyeron de nuevo.

—La madre que lo parió —soltó Donnie.

En lugar de llamar, cogió el pomo de la puerta.

No estaba cerrada con llave.

Lo giró y la abrió unos centímetros. Recordó sus clases en la academia de policía.

—¡Policía! —gritó—. ¡Salgan!

La única respuesta fueron las súplicas apagadas.

Abrió un poco más la puerta.

—¡Policía! —Procuró pensar en algo más que decir, algo contundente, pero no se le ocurrió nada—. ¡Déjense ver! —fue lo máximo a lo que llegó.

Abrió totalmente la puerta. Entonces fue cuando notó el olor. Gasolina y huevos podridos. Al principio, creyó que era el hedor acre de un cadáver dejado al sol después de acabar achicharrado en una explosión, pero enseguida supo que era algo más doméstico: una fuga de propano.

—¡Dios mío! —exclamó.

—¡Ayuda! —gritó la voz.

Donnie miró a Susan.

—No entre —advirtió.

—Ni de coña —contestó la fiscal. Se tapó la boca y la nariz con una mano mientras sujetaba el arma con la otra.

Medio agazapado, con la pistola entre las dos manos, Donnie se metió en la casa. Vio el ventilador oscilando, pero aquel no era el movimiento que intentaba detectar. Movimiento humano: un arma que se levantaba, un cuchillo que se blandía…

—Por favor, por favor, por favor… —siguieron los gritos.

Vio que venían de lo que supuso que era el dormitorio. Todavía agazapado, se acercó a la puerta, pasando junto al desorden y los desechos, prácticamente atragantándose con el olor.

Puso con precaución la mano en el pomo. Con la pistola, indicó a Susan que se situara detrás de él. Y abrió lentamente la puerta.

Un disparo.

Y una explosión.

Andy Candy soltó un alarido gutural. Moth se puso tenso, casi petrificado en su sitio, pero se agazapó para intentar cubrir a Andy con su cuerpo.

Una segunda explosión rasgó el aire con pavorosa violencia.

Moth fue consciente de que estaba gritando una retahíla de improperios espoleado por la impresión y el miedo. Su primera reacción fue encogerse y cubrir a Andy, la segunda fue alzar la cabeza, fascinado: lo que estaba ocurriendo ante sus ojos era casi como una película.

Vio nubes de humo que se elevaban de la parte trasera de la caravana estática y llamas que salían por el techo. Las ventanas quedaron hechas añicos.

Vaciló, casi hipnotizado.

—¡Quédate aquí! —gritó entonces, sorprendiéndose a sí mismo al levantarse y abandonar la seguridad relativa que le proporcionaba el coche para correr hacia la caravana ardiendo. Se tapó la cabeza con las manos, como si esperara que le cayera una lluvia de escombros debida a las explosiones.

Andy Candy no sabía qué hacer. En cuanto Moth salió disparado, corrió agazapada hacia la puerta del pasajero del coche patrulla y la abrió. El micrófono de la radio colgaba delante de ella. Se tendió encima del asiento, lo sujetó, pulsó el interruptor como había visto muchas veces en el cine y la televisión, y empezó a gritar:

—¡Necesitamos ayuda! ¡Auxilio!

—¿Quién habla? —le preguntó al instante una voz por la radio.

—Estuvimos allí esta mañana… Estamos con el agente en una caravana estática junto al río… —Habló de forma desordenada, pero su tono era inconfundible.

—¿Qué ha pasado? —Era una voz de mujer, pero parecía muy tranquila, lo que sorprendió a Andy.

—Una explosión. Hay un incendio. Oímos un disparo…

—¿Dónde está el agente?

—No lo sé. Sigue dentro.

Una tercera explosión sacudió el entorno.

—¿Hay heridos?

Andy Candy no lo sabía, pero tenía que haberlos.

—Sí, sí. Manden refuerzos.

—Quédese donde está. La policía, los bomberos y la ambulancia van para allá —le informó la voz incorpórea.

Andy alzó los ojos. Vio a Moth abriéndose paso entre las llamas que rodeaban la puerta de la caravana.

—¡No! —gritó al verlo desaparecer, pero no había nadie que pudiera oírla.

La primera explosión lanzó a Susan Terry hacia atrás, haciéndola chocar brutalmente contra una mesa. El impacto le fracturó el brazo en dos sitios, lo que la dejó aturdida. La segunda explosión abrasó el aire, ya de por sí recalentado por las llamas, y convirtió el interior de la caravana en un horno. Tenía unos dolores horribles y estaba tumbada boca arriba. Todo lo que veía daba vueltas, oscurecido por el humo y el fuego. Al principio pensó que el policía estaba muerto, a pocos metros de ella. Intentó tender la mano hacia él, pero no pudo mover el brazo derecho, y el aire le agitaba el izquierdo, inutilizado. Se preguntó si se estaría muriendo.

Las cosas iban a cámara lenta, y vio que el policía se movía, como si volviese en sí. El joven se puso de rodillas, lo que a Susan le pareció de una fortaleza asombrosa, ya que ella no podía hacerlo. Quiso cerrar los ojos y rendirse al calor y al estrépito creciente que le retumbaba en los oídos. Trenes de mercancías y motores a reacción.

Cuando Donnie gateó hacia ella, le costó entender lo que estaba ocurriendo. Sabía que estaba en estado de shock, pero no lo que eso significaba. Se atragantó con el humo, tosió, pensó que ya no podía seguir respirando y se preguntó si habría chillado. Vio moverse los labios del policía, que le gritaba algo que le resultó imposible distinguir, como si dijera cada palabra en un idioma distinto.

Y entonces notó que se movía.

Esto la confundió, ya que había sido incapaz de dar ninguna instrucción a sus brazos, sus piernas y su cuerpo. Sus músculos no respondían. Se sentía sin fuerzas, acartonada, como si la potencia de la primera explosión le hubiera seccionado cada tendón de su cuerpo, e imaginó que quizá ya estaba muerta.

Tardó un instante en percatarse de que Moth le había sujetado la espalda de la camisa y tiraba de ella hacia la puerta. De repente el dolor del brazo se le agudizó, como si alguien le clavara estacas afiladas, y soltó un alarido. El dolor repentino, mezclado con sus gritos, aumentó cuando Donnie la cogió por los hombros y casi como un socorrista que rescata a un nadador exhausto atrapado en las olas, la arrastró hacia un lugar seguro. Susan no veía la puerta. Lo único que alcanzaba a ver eran las llamas rojas y amarillas recorriendo velozmente el techo como una lluvia de meteoritos: un Jackson Pollock de fuego.

«La muerte puede ser hermosa», pensó.

No comprendía que en ese instante, de hecho, le estaban salvando la vida.