El trayecto desde el motel cercano al aeropuerto en las afueras de Hartford, en Connecticut, hasta Charlemont, en Massachusetts, duró casi dos horas, pero más que el tiempo invertido, fue el cambio de zona urbana a rural lo que mantuvo los ojos de Andy Candy puestos en el paisaje que recorrían. Los últimos veinte minutos habían seguido en paralelo el río Deerfield, que relucía al sol matutino. Moth conocía la historia de una famosa matanza ocurrida cerca de aquel lugar a principios del siglo XVIII: los indígenas de la zona habían acabado de forma desagradable con algunos colonos, y fue a mencionarlo pero cayó en la cuenta de que sacar a colación sangrientas emboscadas centenarias tal vez no fuera lo más alentador en aquel momento.
Pasaron por colinas ondulantes cubiertas de frondosos grupos de altísimos abetos. Las montañas Green de Vermont se elevaban a lo lejos. Era la antítesis de Miami, dominada por las luces brillantes de neón, el hormigón, las palmeras y el ambiente dinámico. Aquel era un Estados Unidos muy distinto, diferente incluso de las tierras de labranza y el bosque que habían visto en Nueva Jersey cuando visitaron a Jeremy Hogan. Este paisaje parecía muy antiguo. Andy Candy no habría sabido decir en qué se diferenciaba exactamente, pero el aislamiento en que se adentraban tenía algo extraño. Pensó que era un buen sitio para esconderse, lo que la hizo moverse en su asiento con una tensión creciente.
La ciudad de Charlemont era más pequeña de lo que se esperaban. Una estación de servicio destartalada. Una pizzería. Una tienda. Una iglesia. Carecía de la mayoría de las cualidades de los núcleos urbanos típicos de la romántica Nueva Inglaterra. No había parques públicos ni señoriales casas de madera blanca construidas a principios del siglo XIX. Se extendía a ambos lados de una carretera, cerca de un impetuoso río, con algunas tiendas de ropa deportiva y una modesta estación de esquí cercana que fuera de temporada ofrecía recorridos en tirolina. Era un sitio más que tranquilo.
Susan Terry iba al volante. Entró en el aparcamiento de un edificio de ladrillo rojo con un gran y anticuado campanario en el centro. Un letrero indicaba: OFICINAS MUNICIPALES.
—Seguidme la corriente —pidió mientras aparcaba.
El interior estaba fresco y sombreado. Un directorio municipal los dirigió a la Policía Local de Charlemont. Susan Terry vio que solo contenía cuatro nombres y que uno de ellos estaba asignado a la «patrulla fluvial». Supuso que sería el agente encargado de ocuparse de quienes tuvieran problemas en el agua al practicar piragüismo sin chaleco salvavidas.
Había dos agentes en las dependencias policiales, ambos de uniforme, una mujer y un hombre de mediana edad. Los dos alzaron la vista cuando entró Susan Terry, seguida de Andy y de Moth.
—¿Podemos ayudarlos? —preguntó el hombre amablemente. Andy supuso que estaría acostumbrado a ayudar a forasteros con problemas nimios. Seguramente en otoño aquello se llenaba de personas que iban a contemplar y fotografiar los bosques teñidos de hermosos colores.
Susan sacó su placa. Sonriente y simpática, pero concentrada.
—Lamento presentarme sin avisar —dijo—. Soy de la Fiscalía del Estado en el condado de Dade. Un vecino de su bonita población es un probable testigo de un delito cometido en Florida. Podría mostrarse reacio a prestar declaración, y creo que necesitaremos que nos acompañe un agente a su casa para poder interrogarlo adecuadamente.
Mintió con facilidad. Moth pensó que aquella habilidad iba de la mano del consumo de drogas y el alcoholismo. Cuando estás acostumbrado a mentirte a ti mismo, no te cuesta nada mentir a los demás.
El policía asintió.
—No solemos recibir esta clase de petición —comentó—. ¿Seguro que no prefiere a un policía estatal? Hay un cuartel bastante cerca.
—La jurisdicción local es mejor desde el punto de vista legal.
—De acuerdo. ¿De qué clase de delito estamos hablando?
—Homicidio.
Esto hizo que ambos agentes vacilaran.
—Aquí nunca hemos tenido ningún asesino, por lo menos que yo recuerde —aseguró el hombre—. Y no sé si alguna vez hemos tenido a nadie relacionado con un asesinato.
—En Miami no cesamos de tenerlos —aseguró Susan como si fuese lo más normal del mundo.
—¿Quiénes son estos jóvenes? —quiso saber el policía, señalándolos.
—Los otros testigos. Es importante que vean al que está aquí.
—¿Es sospechoso?
—No exactamente. Solo es una persona importante para mi caso.
—¿Espera tener problemas?
—Nadie está deseoso de ayudar en esta clase de delitos —respondió Susan con una sonrisa tras encogerse de hombros—, especialmente cuando es de otro estado. Por eso he venido sin avisar.
Los dos agentes asintieron. Aquello tenía sentido.
—O sea que quiere que nosotros…
—Nos lleven hasta allí. Llamen a la puerta conmigo. Me apoyen si lo necesito. Favorezcan que hablemos. Simplemente un poco de autoridad.
Hizo que no pareciera más complicado que una discusión sobre el impago de unas multas de aparcamiento. Las posibilidades bullían en su cabeza. Pensaba en una huida. O tal vez en una negativa rotunda a abrir la puerta. En la posibilidad de un tiroteo. En realidad, no sabía qué esperar, pero ir acompañados de un uniformado sería útil. Una parte de ella habría preferido un destacamento de marines. Se había enfrentado a muchos delincuentes pero siempre con ventaja, en el tribunal o cuando ya estaban entre rejas. Creía que gracias a la sorpresa y la superioridad numérica llevaba la delantera. No se le ocurrió que podría equivocarse en ese aspecto.
—De acuerdo. ¿Adónde vamos?
—El apellido de este hombre es Munroe, vive en…
—En las viejas caravanas estáticas de la carretera Zoar —terció la mujer policía—, cerca del tramo de pesca de truchas. Sabemos dónde queda.
—¿Lo conocen?
—Bueno, en realidad no. —El hombre recuperó la voz cantante sin titubear. Andy Candy supuso que eran marido y mujer—. Lo vemos de vez en cuando en su camioneta. Esto es una ciudad pequeña, de modo que llegas a conocer todos los nombres. No pasa demasiado tiempo aquí, lo que me hace pensar que tiene otra casa en alguna parte, aunque no parece tener dinero para mantener más de una. Es muy reservado. No recuerdo haber tenido que ir allí para nada.
El hombre se giró hacia la mujer, que ladeó la cabeza.
—Yo tampoco —dijo ella—. Detesto esas viejas caravanas estáticas. Trampas mortales en caso de incendio y grandes parabólicas. Una monstruosidad total para la comunidad. Ojalá el Ayuntamiento las declarara en ruina. Y cuando tenemos que ir, normalmente es por algún altercado doméstico, ya sabe, alguien que bebe demasiado y le da por pegar a su pareja o sus hijos. Gente muy pobre, la mayoría, y no es que esta comunidad sea rica como Williamstown.
—¿Cuándo quiere que vayamos?
—Ahora.
El policía asintió.
—Bueno, nuestro agente más reciente está de patrulla y seguramente ya se habrá aburrido. Lo llamaré. El joven Donnie lleva dos semanas en el cuerpo, y aunque solo somos cuatro, le irá bien la experiencia.
—Perfecto —dijo Susan, y pensó que el novato Donnie se llevaría las misiones más pesadas durante un tiempo.
Moth y Andy guardaron silencio.
No quería acabar así, pero después de todo lo sucedido, parece razonable. Nada fue CULPA MÍA. Pero ya me he encargado de los verdaderos culpables.
El estudiante 5 había escrito laboriosamente cada palabra con la mano izquierda antes de dejar el papel en el salpicadero de su camioneta. Dudaba que engañara a un verdadero grafólogo forense, pero también dudaba que la policía local dispusiera de fondos para contratar a un experto de una gran ciudad. Antes de volver a la casa, se había dedicado también a esparcir un puñado de pastillas rojas de seudoefedrina en el suelo del vehículo y había dejado una caja de bicarbonato medio vacía en el asiento del copiloto.
Una vez dentro, oyó una tos apagada en el dormitorio. No se volvió hacia allí, sino que siguió con los ojos puestos en la calzada que conducía a su casa. Había tratado de inventar un sistema de alerta precoz, pero como no se le había ocurrido nada fiable, se había visto obligado a hacer guardia, a pesar de que estaba cansado y le dolían los músculos debido a la tensión y al trabajo extenuante.
Sabía que era vital actuar en el momento oportuno.
Tres minutos. Quizá cuatro. Puede que algo menos. No era probable que fuera más tiempo. «Llegarán. Se detendrán. Saldrán del coche. Inspeccionarán la parte delantera. Se acercarán. Un segundo, dos segundos, tres…». Contaba mentalmente el tiempo, imaginando la escena que tendría lugar.
Repasó todos los detalles. Era un poco como organizar una jugada de fútbol americano. Este jugador va hacia aquí mientras este otro va hacia allá, y todos siguen un plan específico. Éxito atacante. Confusión defensiva. Sonrió. Los entrenadores de fútbol siempre indicaban a sus jugadores lo que tenían que hacer. El tópico era que todos debían remar en la misma dirección.
El estudiante 5 había ensayado cada paso, cronometrando cuidadosamente cada movimiento hasta lograr hacerlo todo en cuatro minutos. Estaba un poco nervioso porque no había margen para nada inesperado, y si asesinar le había enseñado algo, era que siempre había que contar con lo inesperado.
«Lo has preparado muy bien —se tranquilizó—. Ocurrirá como imaginas».
El día anterior había comprado siete bombonas de propano, de las utilizadas para barbacoas de gas. También había adquirido seis bidones de plástico para gasolina de veinte litros, tuberías de plástico y botellas de cristal. Lo había dispuesto cuidadosamente todo en distintos puntos de la caravana estática donde no pudiera localizarse de inmediato. El gran ventilador que había comprado haría circular los olores y los combustibles por la casa.
«La casa se convierte en un aparente laboratorio de metanfetaminas. Y este se convierte en una bomba. Simple. Efectivo. La clase de plan básico que se le puede ocurrir a cualquiera que viva en este mundo decadente». Recordó de repente al gran Jimmy Cagney en Al rojo vivo, encaramado a un depósito de petróleo en llamas: «¡Mamá, estoy en la cima del mundo!».
Cuando alzó la vista, vio que se acercaban dos vehículos. El primero era un coche patrulla de Charlemont; el segundo, un turismo de alquiler. En este alcanzó a ver tres siluetas.
«¡Vamos allá!», se animó.
Sin dudarlo, entró en acción.
El joven Donnie era un lugareño salido hacía menos de un mes de la academia de policía después de dos estancias en Afganistán. No estaba seguro de haber tomado la decisión adecuada al incorporarse al cuerpo de su ciudad natal, en lugar de esforzarse por ser un policía estatal, cuyas tareas eran más importantes y emocionantes. El trabajo en la policía local de Charlemont consistía básicamente en expedir multas por exceso de velocidad a conductores que no se fijaban en que el límite de la población era de 40 kilómetros por hora, en desalojar a los chavales de secundaria de detrás de la iglesia, donde se reunían a fumar hierba, y en hacer de árbitro en alguna que otra discusión entre marido y mujer propiciada por la cerveza. Pensaba en su futuro y se veía en una casa modesta, con barriga, casado con una trabajadora de un centro sanitario y con dos hijos, y haciendo lo mismo todos los días. No le gustaba esta idea.
Por eso se alegró cuando recibió por radio la orden de acompañar a una fiscal de Miami al domicilio del testigo de un caso de homicidio. Esta tarea encajaba mucho más con lo que él esperaba que conllevara ser policía.
Nunca había estado en Miami. Imaginaba que siempre estaría soleado, haría calor y habría delitos de todos los colores, drogas, armas, delincuentes desesperados y policías que desenfundaban con frecuencia. Tiroteos, supermodelos y persecuciones a alta velocidad, una versión televisiva de la ciudad que, aunque no fuera del todo precisa, tampoco era lo que se dice falsa. De modo que decidió preguntar a la fiscal por las oportunidades de trabajo de policía en el condado de Dade cuando terminara de hablar con el hombre de aquella caravana estática. «Deja este pueblo aletargado y sal al mundo», se decía.
Conducía despacio el coche patrulla para que los tres ocupantes del coche que llevaba detrás pudieran seguirlo bien.
Por la radio llamó a las dependencias policiales:
—Sargento —informó con tono formal—, estamos llegando al lugar requerido.
—Diez, cuatro —fue la breve respuesta.
Desde luego, aquello era lo más interesante que le había pasado desde hacía días.
«Enciende el ventilador y que oscile a un lado y otro.
»Vacía los bidones de gasolina. El líquido se extiende por el suelo.
»Abre bien las bombonas de propano. Sisean al salir el gas.
»Apaga las luces piloto de la cocina. Arranca el tubo flexible que lleva propano desde el viejo depósito exterior. Inminente explosión en la cocina.
»Corre al dormitorio con una jarra de vodka de cincuenta grados y rocía al indigente. Abre la bombona de propano que el indigente no ve desde su posición, atado a la silla. Vierte gasolina en la ropa de cama, en el suelo, en las paredes.
»¡Rápido, rápido, rápido!».
—Muy bien, mendigo, ha llegado el gran momento —anunció el estudiante 5. Antes de que el hombre contestara, le metió un trapo empapado en vodka en la boca para amordazarlo. «Ahora comprenderás que no tienes escapatoria. Jamás la tuviste». No quiso ver el pánico en el semblante del hombre, aunque sabía que estaba ahí.
Encendió cuatro velas votivas con una cerilla mientras rogaba que las emanaciones que habían llenado la habitación no explotaran de inmediato. Soltó un pequeño suspiro de alivio al ver que no lo hacían. Colocó las velas en las piernas temblorosas del hombre.
—Yo no las dejaría caer al suelo —le aconsejó.
Claro que era una sugerencia imposible. Caerían. Era inevitable.
Encendió la grabadora.
Los gritos de auxilio llenaron la habitación.
Entonces tomó el sedal atado al gatillo de la escopeta y lo ató al picaporte de la puerta, que cerró al salir.
«¡Corre! —se dijo—. Ya se estarán acercando a la puerta principal».
Un minuto. Dos. Tres. Había perdido la noción del tiempo y esperaba que lo que había practicado se aproximara a la realidad. Se sintió un poco como un velocista en una competición de atletismo: horas, días, meses y años de entrenamiento para diez segundos de recorrido.
Una vez que hubo salido por la puerta de la cocina, no volvió la vista atrás.
Se marchó por la parte trasera haciendo el menor ruido posible. Sin movimientos reveladores de la puerta. Sin pasos apresurados en la terraza. Sigiloso. Aquel era el único momento que temía realmente. Dudaba que a las visitas se les hubiera ocurrido cubrir la salida por detrás. Cualquier profesional lo habría hecho. Pero no un estudiante de Historia y su exnovia. «No son asesinos. No son policías». La fiscal tal vez lo haría, si llegara a la casa con un ejército de policías. No era el caso.
«Cruza el jardín. Métete entre la maleza. Mantente a la derecha. Ve agazapado. No hagas ruido. Permanece fuera de la vista». Recordó el oso que había visto en el jardín. «Evita todo aquel ruido de avanzar pesadamente». Las ramas de los árboles y las espinas se le enganchaban en la ropa, pero siguió avanzando. «Encuentra el kayak donde lo ocultaste entre los arbustos, a orillas del río. Rema aguas abajo hasta la zona de picnic donde aparcaste el coche alquilado. Pásate toallitas perfumadas para eliminar todo rastro de olor a combustible. Mete toda tu ropa y los zapatos en una bolsa de plástico con cierre. No te olvides de tirarla en el gran contenedor del McDonald’s cerca de la interestatal; lo vacían todos los días. Ponte el traje azul de raya diplomática que tienes en la maleta del asiento trasero. Aléjate despacio en el coche, sin olvidar saludar a los coches de bomberos que pasarán pitando en dirección contraria.
»Adiós, señor Munroe. Fuiste una buena persona durante muchos años, pero te ha llegado la hora. Has arribado al final. Estás caducado. Has vuelto la última página de tu historia.
»Adiós, vieja y triste caravana estática. Y adiós, sobrino, novia y fiscal. Me voy para siempre de lo viejo.
»Hola a lo nuevo».