No se consideraba una persona demasiado cruel, aunque tenía la certeza de que, a raíz de todo lo que había hecho, los hijos, familiares y puede que hasta amigos de sus víctimas habían vivido momentos emocionales difíciles. Era psicología básica, y quería ser empático. «Nadie sufrió demasiado; funerales con lágrimas, bonitas elegías y sombrías ropas negras. Poca cosa más».
Pero al recordar a Timothy Warner se enojaba, con el pulso algo acelerado, la cara encendida y los dientes apretados, medio furioso. Con frialdad, sin perder el control, admitía que estaba a punto de explotar.
«Este maldito chaval no tiene derecho a ponerme en esta situación. Ya debería haber concluido los asesinatos y seguir adelante con mi vida.
»Idiota. Si no me hubieras perseguido, vivirías.
»Idiota. Estás arrastrando a tus amigas contigo.
»Idiota. Tendrías que haber sabido dejarlo correr.
»Idiota. Perseguirme equivale a suicidarse».
Le pareció que no podría odiar a Andrea Martine o a Susan Terry del mismo modo. Era una emoción fuera de su alcance. Pero estaba dispuesto a matarlas. Espectacularmente.
«¿Cómo lo llaman en el ejército? Daños colaterales».
Se dedicó a reunir cosas, a planear a toda velocidad. Lo que tenía en mente para el sobrino, su novia y la fiscal sería más elaborado que lo que hacía habitualmente. Se parecería más a una obra de arte que a un asesinato, aunque dudaba que alguien que no fuera otro asesino verdaderamente refinado pudiera ver la diferencia; respetaba poco a los demás asesinos, que en su mayoría le parecían gángsters, sociópatas y matones, y además despreciables.
A veces, cuando estaba en Nueva York, iba a espectáculos nocturnos o a cochambrosas galerías de arte de East Village, fuera de las rutas habituales, a ver actuaciones que mezclaban el teatro con la pintura, el cine con la escultura, formatos que utilizaban toda clase de posibilidades para crear una experiencia visual. «Muy moderno», se dijo. En otras ocasiones, conducía su vieja camioneta al Museo de Arte Contemporáneo de Massachusetts. Allí, con unos vaqueros desteñidos, el pelo despeinado y unas botas sucias de tierra, observaba algunas de las propuestas más exageradas de los artistas de vanguardia.
En Cayo Hueso asistía de vez en cuando a espectáculos de drag-queens en la calle Duval, donde bebía cerveza Key West Sunset Ale mientras disfrutaba no de las canciones cabareteras, los números de baile al estilo de Broadway y los atuendos exóticos, sino del hecho de que los espectáculos mostraban la capacidad de las personas de cambiar su personalidad por otra completamente distinta. «Camaleones cantando temas musicales. ¿Valorarían lo que voy a preparar?».
El estudiante 5 condujo deprisa para comprar recipientes en varias ferreterías esparcidas por el valle donde vivía. Siempre en efectivo. También hizo una visita a la cadena RadioShack para conseguir una anticuada grabadora. En su lista había incluido también una parada en un Home Depot para adquirir interruptores y cables eléctricos, un ventilador grande de pie, aerosoles para eliminar olores, cuerdas para hacer puenting, velcro y sedal con una resistencia de treinta kilos. Compras típicas de alguien que vivía en aquella zona rural.
Le preocupaba no tener tiempo suficiente para los preparativos, por lo que evitaba las conversaciones, incluso los cumplidos, mientras reunía las cosas. Llevaba una gorra encasquetada en la cabeza y gafas de sol. No le inquietaba que alguna cámara de seguridad pudiera grabarlo, pero sí tener en cuenta la preparación de su plan. No quería olvidar nada que pudiera desbaratar lo que tenía en mente.
En una tienda especializada en deportes de aventura, compró un kayak individual de segunda mano. Era naranja y le cabría fácilmente en la parte trasera de la camioneta junto con el resto del equipo. En una tienda de caza, adquirió el modelo de escopeta más barato que encontró, y le pareció irónica la diferencia con el difunto Jeremy Hogan, que había comprado un arma de primerísima calidad que no le sirvió de nada.
Reservó un billete de avión. Hizo una reserva en una empresa de alquiler de coches que anunciaba «¡Le recogemos!» y pidió el vehículo más pequeño que tenían con el compromiso de dejarlo en el aeropuerto.
Dos ideas lo atormentaban:
«¿Cuánto faltará para que lleguen?
»Otro yo tiene que recibirlos en la puerta; y ese otro yo se quedará con ellos para siempre».
Sabía que la respuesta a la primera pregunta era «pronto». Estaba seguro de que había dejado pistas suficientes en Miami para llevarlos a Western Massachusetts. «Vincularán el carnet de conducir caído, la gorra y el prefijo telefónico entre sí». La idea había sido sembrar el miedo, pero la clase de miedo hacia la que uno se siente inexorablemente atraído, no de la clase que provoca huir gritando.
«Enseñas a alguien una puerta y le invitas a entrar». Era psicología básica. «Es una compulsión».
Contaba con la incapacidad de Timothy Warner de parar cuando estuviera cerca. «Cree que te estás acercando. Cree que todas las respuestas que buscas están al otro lado de esa puerta. Cree que tienes que entrar sin importar el peligro que corras. Cree que estás a pocos pasos de triunfar.
»Lo estarás.
»Solo que no como te esperas».
Solo le preocupaba un elemento de su plan que conllevaba menos certeza. El otro yo era indudablemente un desafío. Pero sabía adónde ir a buscar lo que esperaba que sirviera como copia razonable de sí mismo.
Ninguno de los tres incluyó demasiadas cosas en el equipaje: una muda, un par de calcetines, un arma.
En el Aeropuerto Internacional de Miami, Moth tuvo la extraña sensación de que estaba siguiendo los pasos del asesino. Se preguntó si en el mostrador lo habría atendido la misma persona que a él. Y si habría adoptado la misma postura, mantenido la misma conversación: «¿Algo que facturar?». «No, nada excepto la razón y la inteligencia». A Andy, por su parte, la obsesionaba la sensación de que estaba dejando atrás mucho más que una ciudad, y de que cada paso que daba la adentraba cada vez más en un laberinto de incertidumbre.
Susan Terry, que se había aseado y recompuesto, se mostró práctica: enseñó su placa de la Fiscalía del Estado para explicar por qué llevaba dos armas, el Magnum 357 de Moth y su semiautomática del calibre 25 en su bolsa de viaje. Le sorprendió saber que Moth había vuelto de Nueva Jersey con el arma, lo que ponía de relieve que la seguridad que los pasajeros de los aviones suponían tener no existía en realidad. Susan no informó al personal de la compañía aérea de que estaba suspendida de su empleo, y se sintió aliviada al comprobar que este detalle no aparecía en una búsqueda informática superficial.
Embarcaron en el avión y se sentaron juntos en silencio. Moth pensó que era interesante que no hablaran, leyeran o miraran el diminuto televisor instalado en el respaldo del asiento de delante. Ninguno de ellos necesitaba ninguna distracción aparte de sus pensamientos.
Andy pasó todo el viaje mirando el cielo nocturno por la ventanilla. La oscuridad le resultaba misteriosa, llena de sombras de incerteza y de formas extrañas, irreconocibles. De vez en cuando, alargaba el brazo y tocaba la mano de Moth, como para asegurarse de que seguía a su lado. A mitad de vuelo, se dio cuenta de que lo amenazador no era la noche, sino todas las dudas que enmascaraba la negrura del cielo.
Más o menos al mismo tiempo que el trío embarcaba en Miami, el estudiante 5 estaba sentado en una colina cerca del aparcamiento de un restaurante de la cadena Friendly’s. Al otro lado del estacionamiento se encontraba el desvío que conducía a una gran tienda de comestibles. En el cruce con la carretera principal había un semáforo y una pequeña isleta.
La isleta era uno de los lugares donde más gustaba ponerse a los parados, los alcohólicos, los drogadictos y los indigentes. Allí mostraban cartones escritos a mano: «Hago trabajillos», «Una ayudita, por favor», «No tengo casa y estoy solo», «Que Dios le bendiga».
Aquella tarde había un hombre con un cartel que pedía limosna a los coches cargados de comestibles que pasaban por allí. El estudiante 5 lo observó atentamente. La mayoría de gente lo ignoraba. Algunos bajaban la ventanilla y le daban unas monedas o un billete de dólar.
«Hay sitios como este en todas las poblaciones, grandes y pequeñas, de todos los países del mundo», pensó.
Esperó a que el tráfico procedente de la tienda disminuyera. La luz se iba apagando al acabar el día, pero no tanto como para que lo que iba a decir careciera de sentido. Regresó a su camioneta. En el suelo del asiento del copiloto llevaba una botella de whisky y otra de ginebra de poca calidad. También el paquete de seis cervezas más barato que había encontrado. Se dirigió hacia donde el hombre con el cartel se resignaba al fracaso y empezaba a preguntarse dónde encontraría un lugar caliente para dormir.
—Hola —dijo el estudiante 5 tras bajar la ventanilla—. ¿Quiere ganarse cincuenta pavos?
—Ya lo creo —soltó el indigente, sorprendido—. ¿Qué quiere que haga?
El estudiante 5 sabía que aquello abría la puerta a cualquier cosa, desde cortar el césped hasta hacerle una felación. Era normal que aquel hombre estuviese dispuesto a todo. Ya era una víctima de la sociedad, de sus propias necesidades, de una enfermedad mental o quizá simplemente de la mala suerte, lo que lo volvía vulnerable.
—Cargar leña en la trasera de mi camioneta. Me he pasado todo el día cortándola y los hombros me están matando. Serían una o dos cargas. ¿Acepta?
—Eso está hecho, jefe —confirmó el hombre. Tiró el cartel al suelo, se acercó a la puerta del copiloto y subió.
El estudiante 5 vio que se le ponían los ojos como platos al fijarse en las botellas de alcohol. Echó un vistazo alrededor y vio que estaban solos. «No hay cámaras de seguridad en el cruce —pensó—. Y tampoco nadie cerca que preste atención».
—Oiga, si quiere una cerveza o dos, sírvase usted mismo —lo invitó, afable.