35

Moth y Andy Candy estaban tendidos en la cama, acurrucados en la postura de las cucharas. Aunque se hallaban totalmente vestidos, se tocaban como si acabaran de practicar sexo. No lo habían hecho, aunque ambos lo habían pensado, lo que hacía que aquella posición fuera muy íntima. Andy sujetaba la mano de Moth entre sus pechos. Él tenía la cabeza apoyada en la espalda de ella. Sus respiraciones, ásperas y superficiales, obedecían al miedo no disipado. Se susurraban como los enamorados adolescentes que habían sido tiempo atrás, pero era una conversación que contradecía la forma en que se abrazaban.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Andy retóricamente, pues ya sabía la respuesta.

—Acabar lo que empezamos. ¿Qué otra cosa podemos hacer? —La respuesta también fue retórica.

Ninguno de los dos sabía en realidad qué querían decir. Ambos pensaban más o menos lo mismo: lo que había empezado como una bravata desmesurada y como un deseo de venganza se había vuelto cada vez más y más real. Habían visto morir a un hombre, y ahora sabían que moriría alguien más. Una cosa es decir «voy a matar a alguien» y otra muy distinta hacerlo. Ninguno de los dos, aunque no lo comentaran, creía que fuera capaz de matar a alguien. Había momentos en que suponían que sí que podrían, y en otros no tenían ninguna seguridad.

En un mundo que parece dar por sentada la violencia y el asesinato, eran inexpertos en cuanto a los métodos usados para matar. No tenían formación policial ni entrenamiento militar. Carecían de la cultura de la muerte de las mafias o los cárteles de la droga. No eran psicópatas ni sociópatas que pudieran abstraerse de la muerte como si fuera algo tan insignificante como un insecto. Eran personas normales, aunque el alcoholismo de Moth y la agresión que sufrió Andy Candy y su posterior aborto les hiciera sentir especiales. En su fuero interno, los dos anhelaban la simplicidad de la adolescencia pasada y la actitud despreocupada, alegre y temeraria de la juventud que les había sido arrebatada de golpe.

—Tenemos un arma —comentó Moth—. Y tenemos a alguien que sabe matar. Por lo menos intelectualmente.

Andy se puso rígida un momento, pero enseguida cayó en la cuenta de que Moth se refería a Susan Terry. «La formación de jurista. Y los conocimientos a posteriori que proporciona ser fiscal. ¿Podría Susan apretar un gatillo? Ni puñetera idea».

—¿Qué será de nosotros? —preguntó.

—Saldremos de esta —aseguró Moth mientras le acariciaba el pelo, sonriente—. Nos volveremos viejos, gordos y felices, y nunca volveremos a pensar en esto. Te lo prometo.

Se dejó la palabra «juntos». Y Andy Candy no se creyó la promesa.

—Bueno, sabemos qué pasará si no hacemos nada —insistió.

—¿De veras? —dijo Moth.

Los dos empezaron a separarse y, en unos segundos, estaban sentados, erguidos en el borde de la cama, como un par de niños rebeldes a los que se ha castigado a estarse muy quietos.

—A lo mejor cree que nos ha asustado tanto que guardaremos silencio.

—Eso sería perfecto —asintió Andy—. Pero ¿cómo saberlo? ¿Silencio durante cuánto tiempo? Tardó años y años en matar a los demás. ¿Quién nos asegura que de aquí a quince años, cuando llevemos una hermosa vida de clase media con nuestra familia, no vayamos a alzar la vista un día y tengamos una pistola delante? ¡Pum! Es lo que hizo a los demás. ¿De qué coño nos sirve el silencio, tanto a él como a nosotros?

Moth se levantó de la cama y empezó a andar arriba y abajo.

—Los grandes hombres de la historia que estudio siempre tuvieron que tomar decisiones importantes, ¿sabes? Nunca tenían una certeza absoluta de que el rumbo que fueran a seguir sería el correcto. Pero creían que dejar de intentarlo era peor que fracasar en el intento.

Andy Candy sonrió irónicamente mientras lo observaba moverse de un lado para otro, gesticulando con cada afirmación que hacía. Le recordó un poco el muchacho taciturno pero vigoroso de la secundaria, convertido de algún modo en alguien conocido aunque diferente. A Moth le gustaba hablar con tono didáctico. «Será un buen profesor —pensó—. Se le dará muy bien ponerse ante los alumnos en el aula, si sale vivo de esta».

—Pero ¿qué significa «fracasar» para nosotros?

La pregunta de Andy Candy dejó helada la habitación.

—En cierto modo lo mismo que para ellos —contestó Moth, obligándose a sonreír—. Ellos se enfrentaban a una pérdida. Tal vez a la humillación. La horca. El pelotón de fusilamiento. La cárcel. No sé. Había mucho en juego. Eso lo sabemos.

—No parece demasiado distinto a nuestro caso —indicó Andy—. Atropello con fuga. Falso suicidio. Accidente de caza.

—No, cierto.

—¿Qué supones que se inventará para nosotros?

Moth no respondió. Le dio vueltas a varias posibilidades, ninguna de ellas buena.

Otra pausa. Empezó a surgir la práctica Andy Candy:

—¿No tendría que estar aquí la señorita Terry?

—Sí.

Susan Terry se quedó sentada en el coche, delante del piso de Moth. Estaba al borde tanto de la rabia como de la desesperación, sin saber por cuál de las dos alternativas se decantaría.

Lo que más ansiaba era consumir otro poco de droga y olvidarse de todo lo que le había sucedido los últimos días. Esa mañana, tras la llamada del abogado, había apurado la coca que le quedaba, preguntándose solo una vez por qué no la habría tirado al retrete tras su suspensión y su visita a Redentor Uno con Timothy. Inspiró hondo. «Me da igual lo que prometí a aquellos gilipollas —se mintió con agresividad. El canto de sirena de la cocaína prometía un olvido indolente—: No tendrás que preocuparte por tu trabajo ni por tu carrera profesional. No tendrás que preocuparte por un asesino. Todas las promesas que hiciste a todo el mundo en todas partes se pueden ignorar y olvidar. Todo el dolor que sientes se puede borrar».

A su lado, en su bolso, tenía la semiautomática. «¿Me delataste, Timothy? ¿Por qué querías arruinarme la vida?».

Que aquello no tuviera sentido no disminuía su furia. Susan Terry mantenía el equilibrio entre la fiscal organizada y racional que recababa datos y pruebas, y la chica mala y medio delincuente drogada en la que denigrantemente se había convertido. Ignoraba cuál de las dos iba a salir victoriosa. Pero en aquel segundo, la ira prácticamente la dominó y tomó el bolso, salió del coche y se dirigió rápidamente a casa de Moth.

Moth hizo la tontería de abrir la puerta sin echar un vistazo por la mirilla.

Susan lo encañonó con la semiautomática. Estaba amartillada y cargada, y el epíteto «Hijoputa…» sirvió de escueto saludo. Moth se tambaleó hacia atrás, sorprendido, pero como la fiscal avanzó, siguió con el cañón de la pistola a pocos centímetros de los ojos.

—Espera, espera, por favor —soltó como pudo, pero no se le ocurrió nada más. Estaba desconcertado, aterrado; tampoco era que no se esperara que alguien lo matara, pero aquella persona no era la prevista. Pensó en tratar de alcanzar su arma y enfrentarse a Susan, pero estaba descargada encima de una mesa, sin ninguna utilidad.

—Quiero la verdad —espetó Susan con frialdad—. Se acabaron las gilipolleces.

Andy Candy soltó un gritito de sorpresa y se quedó paralizada en la cama. Tuvo más o menos la misma idea asustada: «Algo falla. Susan no es la asesina, ¿no?».

—¿La verdad? —repitió Moth. La boca se le había secado y sus palabras sonaron como el quejido del metal que se dobla bajo una inmensa presión. Sin darse cuenta, intentó levantar las manos, en parte a modo de rendición y en parte, para protegerse del disparo que, sin duda, iba a recibir. Sintió una punzada de miedo en el estómago que le cerró la garganta.

—¿Por qué me la jugaste?

Verla apuntándolo con el dedo en el gatillo le impidió deducir cómo podría habérsela jugado. Siguió reculando, pero se detuvo cuando chocó contra el escritorio.

—¿Qué dices? —logró decir mirándola.

Susan iba despeinada, tenía los ojos desorbitados, hablaba en tono crispado, le temblaban las manos, estaba frenética, dolida y colocada, y él cayó en la cuenta de que su posible vacilación en apretar el gatillo y matarlo se situaba en algún punto entre la razón y la droga. La apesadumbrada mujer que asistía a Redentor Uno porque quería mantenerse limpia había sido sustituida por una desconocida. Sin embargo, pensó que aquella Susan con la mirada desesperada y un arma en la mano no era ninguna desconocida. Lo que pasaba era que una misma persona podía ser, en realidad, dos. Sabía que aquello era igual de cierto para él.

Inspiró hondo y trató de recuperar el control. Fue consciente de que su voz era aguda debido al susto.

—Dime qué crees que he hecho —rogó.

—¿Por qué llamaste a la policía y les diste mi nombre y el de mi traficante? ¿Sabes lo que me has hecho?

Moth quiso tensar todos sus músculos y ordenar a su corazón que latiera más despacio.

—Yo no hice nada de eso —aseguró, erguido, procurando apartar los ojos del cañón de la pistola y mirarla a ella—. No sé de qué me hablas.

Susan quería usar el arma. Lo que más ansiaba en aquel momento era una muerte. Pero no sabía la de quién.

—¿Quién fue entonces? —preguntó mirándolo fijamente.

—Ya sabes quién —respondió Moth tras tragar saliva.

Susan notó que se le tensaban los músculos, especialmente los de la mano y el dedo con que rodeaba el gatillo. Había un ruido ensordecedor, como el del despegue de un avión, pero comprendió que la habitación estaba en silencio y que aquel estrépito procedía de lo más profundo de su ser. Alguien, puede que ella misma, le gritaba interiormente: «¡Toma una decisión!».

Moth hizo acopio de todas las tácticas que había oído en Redentor Uno y añadió en voz baja:

—¿Sabes qué estás haciendo, Susan?

Le costó un gran esfuerzo bajar el arma. «Decisión tomada».

—Lo siento —dijo—. Ha sido la presión.

Esta última palabra parecía una buena explicación para todo. Pero lo que realmente sucedía era que se estaban abriendo inexorablemente grietas y fisuras en su vida.

Durante la breve vacilación que se produjo, Andy Candy decidió actuar. Antes de darse cuenta, se había levantado y situado entre Moth y Susan Terry.

—¿Qué está pasando? —quiso saber.

«Soy yo quien tendría que estar aterrada —pensó—. ¡El asesino me llamó a mí! ¡Y después fue a mi casa! ¿Qué coño es todo esto?».

—Creo que necesito una bebida fría —anunció Susan Terry.

—Agua —dijo Moth—. Con hielo. Y le resultó extraña la fuerza que se puede imprimir a una palabra como «agua».

Novelas rosas con finales felices; literatura de la época victoriana, con reverencias y un entramado emocional infinitamente complejo; arrolladoras novelas rusas del siglo XIX como Guerra y paz; Hemingway y Faulkner, John Dos Passos y Las uvas de la ira de Steinbeck. Novelas costumbristas, novelas de espías que surgieron del frío, novelas sobre amantes desventurados. Andy Candy repasó mentalmente todos los libros que había leído para la asignatura de Literatura en busca de uno que la orientara sobre qué hacer.

No le vino ninguno a la cabeza.

Miró a Susan Terry. La fiscal estaba sentada con la espalda encorvada ante una mesa con las dos manos alrededor de un vaso reluciente de agua con hielo, el arma delante de ella y la mirada perdida.

«La mirada de los mil metros». Esta expresión, que había leído, si no recordaba mal, en unas memorias sobre Vietnam, le vino a la cabeza.

Moth estaba en su escritorio, revolviendo papeles. Pasado un momento, alzó la vista.

—Creo que el problema es que todo lo que sabemos de él pertenece al pasado. Y todo lo que él sabe sobre nosotros pertenece al presente.

—No del todo —lo contradijo despacio Andy, después de asentir—. Sabemos algo.

—Sabe quiénes somos. Dónde vivimos. Qué hacemos.

Susan seguía mirando al vacío.

Andy Candy se levantó y fue a recoger uno de los blocs que usaba para tomar notas mientras repasaba la información. Pero se trataba básicamente de una referencia para organizar sus ideas.

—Tenemos el nombre que vio mi madre, aunque sea falso. Y también vio su carnet de conducir. De Massachusetts.

—Y el prefijo telefónico. El 413. —Susan pareció volver a la realidad—. Y una gorra de la Universidad de Massachusetts.

Andy Candy no preguntó cómo sabía Susan esos detalles.

—El nombre de la ciudad que vio mi madre empezaba por Ch —prosiguió Andy.

—Chicopee. Chesire. Chesterfield. Charlemont —masculló Moth, leyendo estos topónimos en el ordenador.

—Charlemont —indicó Andy—. Era algo parecido a Charles.

—¿Por qué creéis que se ha ido a casa, si es que vive en una de esas ciudades? —preguntó Susan, sacudiendo la cabeza—. Ahora mismo podría estar aquí fuera. Al parecer, le gusta matar en Miami.

Los tres se quedaron callados un momento. Moth habló el primero:

—¿Por qué tendríamos que esperar a que nos mate?

Ambas mujeres lo miraron.

—Si vamos a darle caza, ¿no tendríamos que empezar por ahí? ¿Cómo, si no, podemos adelantarnos a él?

Susan asintió, aunque no sabía por qué.

Andy Candy se acercó a Moth y le apretó la mano. No lo consideraba un protector o un héroe, pero creía que siempre habían formado una pareja formidable. «Había una vez…». Esperaba no estar engañándose.

Pero al mismo tiempo, la literata que había en ella tomó el control: Basta de Dumas, de Edmond Dantès y de El conde de Montecristo. En su lugar, recordó Beowulf. El protagonista está primero al acecho de Gréndel. Sabe que costará vidas, puede que incluso la suya, pero no ve otra forma de luchar. Pero incluso después de la batalla campal y de una victoria difícil, existe una amenaza mayor que no había previsto. Y tiene que perseguir esa amenaza hasta su guarida.