Dos llamadas telefónicas y una discusión, cada una inquietante a su manera.
La primera llamada fue la que recibió Moth a media mañana. Creyó que sería Andy Candy, justo cuando empezaba a preocuparle que llegara un poco tarde. Levantó el teléfono pero al ver que indicaba número desconocido, esperó a contestar. Su primera reacción fue pensar que el asesino que había llamado a Andy lo estaba llamando a él, e intentó preparar alguna respuesta. De repente se sintió desnudo, aunque fue incapaz de no contestar.
—¿Sí?
—¿Timothy?
Le sonó la voz pero no la situó al instante.
—Sí.
—Soy Martin, del despacho de tu tía. —Frío, inexpresivo, monocorde.
—Hola, Martin… —balbuceó Moth, desconcertado—. ¿En qué puedo…?
—Creía que tu tía había sido totalmente explícita cuando hablaste con ella.
—¿Explícita?
—Sí. Creo que se explicó con mucha claridad.
—Sí —respondió Moth, ya recompuesto—. No quería tener ningún contacto, especialmente si tenía algo que ver con Ed.
—Quería decir con Ed o con cualquier otra persona.
—Sí, claro, Martin, pero no entiendo…
Un profundo suspiro teatral, seguido de una voz gélida:
—A tu tía no le gusta que la amenacen.
—¿Que la amenacen? —repitió Moth, confundido.
—Sí. Que la amenacen.
—Martin, no te sigo…
El ayudante de marchante de arte, abastecedor sexual y factótum de su tía prosiguió en un tono indignado e irritado que indicó a Moth que había ensayado lo que iba a decir.
—Permíteme que te lo explique para que no haya la menor confusión. Esta mañana, poco después de abrir la galería, recibimos una llamada de un matón. Te repetiré exactamente sus palabras para que sepas lo enojados que estamos: «Diga a su sobrino Timothy que deje de joderme o yo le joderé a él, pero también la joderé a usted y a su puto negocio, y puede que haga cosas mucho peores. ¿Entendido?». Una bonita pregunta para terminar. Naturalmente la respuesta fue, y cito: «Entendido».
Moth se tambaleó hacia atrás. Quiso replicar al odioso ayudante, pero se quedó en blanco.
—De modo que tu tía Cynthia quiere que te comunique lo siguiente: sea cual sea el lío de borracheras o drogas en que te hayas metido, por favor, no la involucres a ella, porque, si no, tendrás noticias de sus abogados, que obtendrán una orden de alejamiento y harán que tu miserable vida sea todavía más miserable. ¿Te ha quedado claro?
En opinión de Moth, Martin no podía haberle lanzado aquella amenaza de una forma más pretenciosa. Era evidente el contraste con la otra amenaza. En esta no había lenguaje soez, sino abogados. Típico de su tía. Pero su amenaza era irrelevante. Él sabía quién la había llamado, aunque no alcanzaba a ver por qué. De repente, se sintió sumergido en un mar de peligro. Intentó recobrar la compostura, pensar sin dejarse influir por el pánico. Ojalá Andy Candy estuviera allí pues respetaba su enfoque racional y su capacidad de ver la perspectiva global de las cosas. Él se sentía ciego. «Todo esto forma parte de un plan. Es eso, sin duda». Esta idea no era tranquilizadora. Se reprendió a sí mismo: «Tienes que averiguar qué está pasando».
Inspiró hondo antes de responder:
—Sí, pero Martin…
—¿Te ha quedado claro?
—Sí.
—Entonces ya no hay más que hablar.
—Por favor, Martin, ¿hubo algún indicio de quién hizo la llamada?
El ayudante se quedó callado un instante.
—¿Quieres decir que hay más de una persona tan furiosa contigo que podría dedicarse a amenazar a gente inocente? —Su voz fingía incredulidad.
—Por favor, Martin. Ayúdame para que al menos pueda asegurarme de que ese tipo no vuelva a molestaros.
Era una promesa falsa. Por un malvado segundo, Moth deseó poder encontrar una forma de dirigir al asesino hacia su tía. «Jódelos como prometiste. Eso sería estupendo».
—Pues no, excepto por una cosa —respondió Martin, inseguro.
—¿Qué cosa?
—Su acento.
—¿Su acento?
—Exacto. Cabría esperar que esas palabras propias de un matón proviniesen de alguien distinto…
Moth sabía que Martin, a quien consideraba un auténtico racista, quería decir «negro» o «hispano» al usar la palabra «distinto». Deseó poder expresar todo el desdén que sentía por el ayudante de su tía y por su tía, pero se contuvo.
—Sí —dijo.
—No era de por aquí. Por su forma de pronunciar las a y las g me recordó… —dudó, y Moth adivinó que se estaba encogiendo de hombros antes de continuar—. Me recordó a cuando estudié en Cambridge. Tenía el acento típico de Nueva Inglaterra, ¿sabes? Parecía un personaje de una película violenta como Infiltrados o The Town. Ciudad de ladrones. Podría ser de Maine, New Hampshire, Vermont o Massachusetts, pero desde luego no era de Miami ni de ningún lugar del Sur. Espero que esto delimite tus opciones. Sea como sea, es tu problema.
Y colgó. Moth se imaginó la expresión petulante y autosuficiente que exhibiría aquel petimetre arrogante, pero esta imagen se disipó enseguida y empezó a andar por su piso sin rumbo, con los nervios de punta, dejando que una oleada de preguntas guiara sus pies.
La otra llamada telefónica fue igual de cortante.
Susan Terry acababa de salir de la ducha y se estaba secando el pelo sin saber qué le depararía el día ni cuál sería su siguiente paso en cuanto a Moth y Andy Candy o en cuanto a su adicción, cuando le sonó el teléfono. Contestó informalmente, como correspondía a su semidesnudez.
—¿Sí? Susan Terry al habla.
—Señorita Terry, soy Michael Stern. Represento a…
Sabía a quién representaba aquel abogado. Al hombre que le vendía droga y que había dado su nombre a la policía a cambio de su libertad.
—Oiga, este es el número de mi casa. —Se cuadró al instante, como un soldado en un desfile.
—Su despacho me informó de que le han asignado una tarea especial.
—No estoy autorizada a comentarle mi trabajo actual.
Era una frase destinada a cortar la conversación, aunque sentía cierta curiosidad por la razón que había llevado al abogado a llamarla esa mañana. El letrado vaciló, evidentemente molesto con su tono hosco.
—Tal vez le gustaría decirme quién es Timothy Warner —soltó—. Claro que, si lo prefiere, puedo ponerme en contacto con su jefe y preguntárselo a él. ¿Es Warner alguien de la Universidad de Massachusetts? ¿O simplemente le gustan sus gorras?
A Susan se le abrió la boca pero no le salió ninguna palabra. Pasaron unos segundos antes de que alcanzara a graznar:
—¿Qué? ¿Gorras? ¿De qué me está hablando?
—Timothy Warner. El informante confidencial que involucró injustamente a mi cliente en delitos graves, cuyos cargos ya han sido retirados.
—¿Cómo obtuvo ese nombre?
—No estoy autorizado a comentar mis fuentes —se burló el abogado.
—Yo tampoco, entonces —replicó Susan tras inspirar hondo. Se le ocurrieron muchas preguntas pero no formuló ninguna—. No me apetece seguir hablando con usted —dijo con una seguridad y una altanería totalmente fingidas, ya que se sentía exactamente al revés. «¿Cómo iba a saber Moth nada de mi traficante? ¿Cómo podría saber su nombre?». Intentó recordar si lo había mencionado alguna vez en Redentor Uno pero sabía que no lo había hecho. «¿Y por qué llamaría Moth a Narcóticos? ¿Qué ganaría él delatándome y destrozándome la vida?».
Maldita sea. ¿Y de qué coño iba todo eso de la gorra? ¿Y de Massachusetts?
Nunca había estado en Massachusetts. No recordaba conocer a nadie de Massachusetts. Pero estaba claro que era importante, aunque no alcanzaba a imaginar por qué. No se le ocurrió ninguna razón, salvo que ninguna razón podría ser tan reveladora como algo concreto y lógico. No pudo refrenar la furia.
La discusión, como tantas otras, empezó de una forma bastante inocente, con:
—He tenido un día horrible. Ha venido un bicho raro a que le diera clases.
La madre de Andy Candy lo dijo para procurar penetrar los gruesos muros emocionales que su hija había levantado. Estaba dispuesta a hablar de lo que fuera, de sus alumnos de piano, del tiempo, de política, si así podía introducir el tema de Moth, de la conducta reservada y nerviosa de Andy Candy, o de los planes que pudiera estar haciendo para terminar sus estudios universitarios y seguir adelante con su vida. Era consciente de que su hija estaba atrapada en algo, aunque felizmente ignoraba lo peligroso que era.
Por su parte, Andy se sentía aprisionada en una vorágine infernal, pero guardar silencio sobre todo lo relacionado con los asesinatos le parecía la única forma de proteger a su madre de cualquier peligro. Era como si al no hablar, pudiera bifurcar su vida. Dividirla en dos. Una parte segura: su casa, su madre, los perros, el mullido edredón de su cama, los recuerdos felices de la infancia. Una parte espantosa: la universidad, la violación, Moth, el asesinado doctor Hogan, un asesino fantasmagórico que parecía a tan solo una llamada telefónica de distancia. Mantener separadas estas dos vidas era lo único a lo que aspiraba mientras trataba de resolver los rompecabezas que cada una de ellas le planteaba.
—¿Qué quieres decir con lo de bicho raro? —Hizo esta pregunta, consciente de que desde la llamada del asesino, en su otra existencia, todo era electrizante. Notó un hormigueo en la piel.
—Un hombre me llama de repente, quiere una lección enseguida y cuando viene me miente sobre su experiencia con el piano y empieza a hacerme preguntas inadecuadas, como si vivo sola y si tengo algún arma. Y le pillo mirando la fotografía de ti que hay en la pared como si quisiera memorizarla. Me hizo sentir incómoda, pero no tienes por qué preocuparte, me negué a darle más clases.
«No tienes por qué preocuparte». Para Andy Candy, aquello iba más allá de la ironía.
—¿Quién era? ¿Cómo se llama?
—Oh, también me mintió sobre eso.
La joven explotó y, presa de la ansiedad y la furia, le lanzó una serie de preguntas para intentar determinar quién era aquel alumno peculiar. Con cada respuesta, su rabia se agudizaba y la sumía más en una incertidumbre que parecía un agujero negro que se abriera bajo sus pies.
Una vez que lo hubo oído todo sobre Munroe, el carnet de conducir y una ciudad del norte que empezaba por Ch, Andy Candy se marchó abruptamente de casa y condujo a toda velocidad hacia el piso de Moth, dejando a su madre confusa y llorosa. Mientras oía chirriar los neumáticos y se saltaba los stop, pensó que ya no estaría segura en su casa. No sabía si habría algún lugar seguro para ella. Y aunque sin duda Moth tomaría conciencia del peligro, no tenía ni idea de qué podrían hacer al respecto.
El estudiante 5 decidió volar al norte en primera clase. «Me lo merezco», pensó. Pagó el billete con una tarjeta de crédito a nombre de su identidad de Cayo Hueso. Fue un pequeño lujo que podía permitirse y suponía una recompensa por lo que consideraba un trabajo de primera. Todos los años de cuidadosa planificación de sus anteriores asesinatos le habían dado confianza para llevar a buen puerto las muertes que estaba planeando ahora a salto de mata. Pensó en un deportista que, tras pasar años perfeccionando la técnica y el moldeado adecuado de sus músculos, ya no necesita recordar todas las horas de entrenamiento realizado para lanzar una pelota o dar un pase. «Es algo que tienes interiorizado».
Nada de lo que había hecho indicaría nada concreto a la fiscal, la novia y el sobrino aparte de una cosa: «Que estoy cerca. Muy cerca».
Haría que discutieran entre sí, seguramente los confundiría y puede que incluso los asustara. Todo lo que experimentarían tenía como finalidad obtener un resultado: «Hacerles creer que saben lo suficiente para darme caza. No se les ocurrirá que soy yo quien les está dando caza a ellos».
Una azafata le preguntó si quería una bebida. La quería. Whisky con hielo. Su sabor amargo y seductor lo invadió. Le gustaba el whisky porque era una bebida implacable.
Un sorbo. Dos. El avión se elevó sobre el brillante horizonte urbano de Miami hacia su altitud de crucero, y el estudiante 5 se reclinó en el asiento y cerró los ojos. Le vino a la cabeza un recuerdo de uno de sus libros favoritos de la infancia, Los cuentos del tío Remus, relatos de pollo frito y tripas de cerdo de un sureño afable y despreocupado, políticamente incorrecto y con supuestos matices racistas.
Uno en concreto, psicológicamente astuto: un conejo con un fuerte acento sureño que en aquel momento se parecía curiosamente mucho al suyo, suplicaba lastimero a los cazadores que no hicieran lo que él quería exactamente: «Por favor, no me lancéis entre las zarzas».
Y otro, igual de sofisticado y puede que un poco más próximo a lo que él tenía intención de hacer: El muñeco de alquitrán.