33

Gire las muñecas.

Flexione los dedos.

Espalda erguida. Sentado derecho.

Los dos pulgares tienen que tocar ligeramente el do central: primero toque la escala de do con la mano derecha y después haga lo mismo con la izquierda.

El estudiante 5 escuchó diligentemente las instrucciones y siguió cada indicación con el mayor cuidado, al mismo tiempo que valoraba, observaba y asimilaba todo lo que podía sin ignorar las amables recomendaciones de la madre de Andy Candy.

—¿Y dice que es la primera vez que toca el piano? —le preguntó la mujer.

—Pues sí —mintió. Habían pasado años desde las lecciones de la infancia, pero que hiciera tiempo no significaba que no hubiese tocado nunca.

—Estoy impresionada. Lo está haciendo muy bien.

Probó una simple escala, y le asombró un poco que aquello sonara a música. Era como la sencilla banda sonora del plan de un asesinato. No una numerosa orquesta como la de John Williams, sino sonidos únicos, mortíferos. Tonalidades genéricas para matar. Las verdaderas notas no eran las interpretadas al piano, estaban en las fotografías de la pared, la distribución de la casa, una cuidadosa valoración de los orígenes de Andy Candy y de quién parecía ser. También había sostenidos y bemoles que indicaban dónde esperaba llegar, pero el estudiante 5 sabía que esos serían discordantes.

—¿Vive sola? —soltó de golpe.

Esta pregunta estaba pensada para que resultara totalmente inapropiada. Inquietante. Oyó cómo la madre de Andy Candy inspiraba con fuerza.

—Concéntrese en las notas. Intente que sus manos se muevan con fluidez.

—Supongo que cuando eres profesora de piano, tienes que abrirle la puerta como quien dice a cualquiera —comentó con una ligera risita en un tono sutilmente desagradable mientras se inclinaba hacia la partitura de una sola hoja que tenía delante—. Aunque sea Ted Bundy o Hannibal Lecter quien quiera recibir clases.

No tuvo que mirar a la mujer para imaginar el impacto que tenían aquellos nombres. Le bastó con notar la forma en que se movía incómoda en la banqueta del piano.

—A mí no me gustaría estar solo con desconocidos tanto rato —aseguró el estudiante 5—. Me refiero a que es imposible saber quién puede entrar por esa puerta. No sería extraño que ciertos asesinos quieran aprender música.

Le gustaba parecer amable y se inclinó hacia el teclado.

—Porque ¿qué la protege? No mucho, supongo. —Señaló con la cabeza el crucifijo de la pared—. Diría que ni siquiera la fe.

No esperaba respuesta a una pregunta tan provocadora. Dudaba que hubiera algo que pudiera añadir para poner más nerviosa a la madre de Andy Candy, excepto esta última pregunta mientras recorría las teclas con los dedos:

—¿Tiene algún arma en casa?

La oyó toser. De nuevo no hubo respuesta. No le sorprendió, aunque imaginaba que las ideas se le arremolinaban en la cabeza: «Sí, tengo todo el rato un revólver del 44 Magnum a mi lado», «No, pero mi vecino es policía y está pendiente de mí», o «Mis perros son muy fieros y están adiestrados para atacar cuando se lo ordene».

Era divertido.

La clase duró treinta minutos. Al acabar, el estudiante 5 estrechó la mano de la madre de Andy Candy, que le entregó un libro titulado Aprende a tocar el piano y varios ejercicios manuscritos para su siguiente clase, pero le comentó, titubeante:

—No suelo dar clases a adultos, ¿sabe? Mis alumnos son principalmente niños y adolescentes. Si quiere puedo recomendarle a alguien que sí que podría tomarlo como alumno. —Le indicaba y prácticamente lo empujaba hacia la puerta.

—¿Seguro que no puede? Me lo he pasado muy bien este rato. Creo que hemos conectado. Me gustaría volver a verla.

—Ya —contestó la mujer—. Lo siento. Creo que mi siguiente alumno ya está aquí.

—Pero en Internet, en su página pone «Niños y adultos»… —insistió él cínicamente.

—Creo que usted necesita a alguien con más experiencia que yo —aseguró la madre de Andy Candy, procurando mostrarse tajante. Cuanto más severo era su tono, más nerviosa estaba. Esta era precisamente la sensación que él había querido provocar. «Migas».

—Muy bien —dijo despacio—. Pero creo que empezábamos a conocernos. —Hizo hincapié en «conocernos» y pensó: «No se puede ser más horripilante».

Se rebuscó bruscamente la cartera, un movimiento rápido que hizo que la madre de Andy Candy retrocediera un paso, como si él fuera a sacar un cuchillo o una pistola y a torturarla, violarla y matarla allí mismo. Pero todo formaba parte de su prestidigitación. «Houdini sonreiría», pensó.

Al sacar tres billetes de veinte dólares, el estudiante 5 dejó caer su carnet de conducir de Massachusetts, a los pies de la mujer. Como cualquier persona educada, aunque estuviera asustada, ella se agachó y lo recogió. Lo que fuera con tal que se marchara rápido de su casa. Pero él se quedó hurgando un poco más en la cartera con la cabeza agachada, sin prestar atención al carnet que ella le tendía, para darle tiempo de mirar el documento. El tiempo suficiente para que viera su nombre y se fijara en la ciudad de Charlemont.

—Massachusetts está muy lejos, señor Munroe —comentó la madre de Andy Candy con los ojos clavados en el documento—. Creía que me había dicho que se llamaba… —Se detuvo de golpe antes de añadir—: Creía que me había dicho que era de aquí…

Él le arrebató el carnet de la mano como si quemara. De nuevo, la mujer dio medio paso hacia atrás.

«Qué actorazo estoy hecho. En Broadway habría triunfado».

Al acabar la jornada, el estudiante 5 aparcó a media manzana de su destino. Era un barrio modesto de casas de ladrillo con la azotea embaldosada roja y la misma cantidad de vallas que de palmeras.

Esperó.

Lo primero era asegurarse de que no hubiera policías cerca. No quería que nadie captara su voz con un micro colocado en una lámpara de techo o un teléfono intervenido, ni que ninguna cámara de infrarrojos empezara a disparar al detectar su calor corporal. Quería unos momentos en privado.

Esperó pacientemente con los ojos puestos en una sola casa.

«Si yo traficara con drogas, ¿qué haría para garantizar mi seguridad? Especialmente después de que me detuvieran y me dejaran en libertad como si nada.

»Tendría cámaras de vídeo para controlar la puerta principal y la trasera, y un sistema de alarma de alta tecnología. Sin duda, habría hecho instalar barrotes de acero templado en puertas y ventanas, así como un interfono de última generación. Mucho equipo electrónico para una casa modesta y corriente.

»¿Qué más? Diversas armas situadas en puntos clave del interior. Una pistola. Una escopeta del doce. Tal vez un AK-47, bueno para todas las situaciones.

»¿Guardaespaldas? ¿Matones?

»No para las transacciones corrientes. Tendría algunos nombres en marcación rápida por si se presentara alguna ocasión en que necesitara refuerzos, algún problema con un suministro o un cobro y me fuera necesario contar con alguien intimidante a mi lado. Pero para las operaciones rutinarias, confiaría en mi equipo electrónico y en mi moderno sistema de alarma».

Se preguntó si algo del sistema de alarma habría sido incautado o dañado cuando la policía entró la otra noche, siguiendo su chivatazo anónimo. «Seguramente. Pero no cuentes con ello. Y los servicios de reparación de Miami que se ocupan de esta clase de necesidades trabajan las veinticuatro horas del día».

Echó un vistazo calle arriba y calle abajo, como midiendo la profundidad de la oscura noche. Se colocó una peluca barata en la cabeza. Luego, para mantener la peluca en su sitio, se encasquetó una gorra granate con el logo UMASS, la Universidad de Massachusetts, con un emblema que representaba un miliciano blandiendo un mosquete. Finalmente, se puso unas grandes gafas de aviador.

La calle donde había aparcado estaba vacía. Salió del coche y se dirigió con paso resuelto hacia la casa del traficante. Al llegar a la puerta, llamó al timbre y esperó.

Tardaron un momento en responder desde el interior.

—El negocio está cerrado en este momento.

—No he venido a eso —respondió el estudiante 5.

—Deme su nombre, quítese la gorra y las gafas de sol y mire hacia la cámara que hay sobre su hombro izquierdo —le ordenaron pasado un instante.

—Ni hablar.

—Pues entonces saque el culo de…

—¿No quiere saber quién lo delató?

Un señuelo que no podía ignorarse.

Otra vacilación. Una respuesta metálica por el interfono:

—Le escucho.

—Llame a este número: 413 555 61 61. Hágalo desde una línea segura, que no haya intervenido la policía. Dé por hecho que todas las líneas que tiene, incluidas las de los móviles que ha comprado hoy en el centro comercial, están pinchadas. Por cierto, haga la llamada desde fuera de la casa. Tiene treinta minutos para hacerlo.

Suponía lo de la compra de móviles. Sin levantar la cabeza, el estudiante 5 se alejó deprisa de la puerta principal.

«No irá lejos a hacer la llamada.

»Hay muchos tipos de traficantes de drogas. Los de estilo hip-hop, con cadenas de oro y un séquito completo de parásitos callejeros; los farmacéuticos de bata blanca a los que les gusta ganarse algo de dinero extra, y el tipo de este individuo, de clase media y salido de una escuela de administración de empresas que cree que puede ganar mucho dinero y pasar desapercibido viviendo modestamente y manteniéndose alejado de los coches lujosos, las mujeres despampanantes y las ostentaciones. Sean del tipo que sean, todos ellos son lo bastante listos como para ir armados. Una Glock de 9 mm en la cinturilla de los vaqueros. No es cubano, pero aun así llevará una guayabera para esconder esa pistola, la preferida de un traficante de drogas.

»Será precavido. Pero estará intrigado».

En un mundo que dependía de los móviles desechables como el del número que le había dado, tener que buscar un teléfono público podía ser complicado. Aquel día el estudiante 5 había dedicado algo de tiempo a explorar un área de diez manzanas alrededor de la casa del traficante y había localizado cuatro lugares donde todavía había anticuados teléfonos públicos funcionando. «Irá a la estación de servicio Mobil de la calle Ocho o al McDonald’s de la calle Douglas. Ambos sitios están bien iluminados y concurridos, incluso por la noche. Se sentirá seguro en cualquiera de los dos».

Esto le hizo sonreír. La situación estaba invertida. «El delincuente armado sentirá que corre peligro. El señor servicial, que soy yo, está al mando».

Pensó un poco más y fue con el coche hacia la gasolinera. Era probable que el McDonald’s atrajera a los policías en busca de café.

Su suposición fue acertada. Aparcó en una calle lateral después de ver que el traficante entraba en la gasolinera. A los pocos segundos le sonó el móvil. Lo dejó sonar dos veces, sonriendo. «No se le escapará el prefijo 413. El de Western Massachusetts».

—Le escucho —soltó bruscamente el traficante—. Esta línea es segura. Así que nada de sandeces.

—¿Qué obtengo yo de darle el nombre? —preguntó el estudiante 5.

—¿Qué quiere?

—Dinero y algo de mercancía.

—¿Cuánto de cada?

—¿Cuánto vale ese nombre para usted?

—Quiero el nombre. Pero ¿cómo sé que su información es correcta?

—No lo sabe. Pero lo es.

—Y una mierda. No le creo. Me ha hecho salir para nada.

El estudiante 5 ya estaba disfrutando la conversación. Era una batalla intelectual poco común. El traficante era listo en cuanto a los aspectos prácticos de la delincuencia, pero no tanto como el estudiante 5.

—Para nada, no —lo contradijo.

—¿Es de la policía?

—Una pregunta idiota —soltó el estudiante 5—. Puedo decir que no. Puedo decir que sí. No se creerá ninguna de las dos respuestas.

—La ley dice que tiene que identificarse si…

—No cumplo demasiadas leyes —comentó el estudiante 5—. Claro que eso podría ser cierto para toda clase de personas. Personas buenas. Personas malas. Hasta policías corruptos.

—Muy bien —dijo el traficante tras vacilar un momento—. Dígame sus condiciones.

El estudiante 5 esperó un instante, como si estuviera pensando, aunque ya había decidido lo que iba a hacer: fingir que era codicioso.

—Cincuenta gramos y cinco mil en efectivo.

—Pide mucho.

—No lo creo. La cantidad de cocaína es irrisoria. Aun en caso de que lo esté engañando, puede recuperarla fácilmente cortando con un poco más de cuidado la siguiente partida. Lo mismo puede decirse del dinero. No es una gran suma. En un negocio legal sería un gasto deducible, como llevar a unos ejecutivos a una cena lujosa y pedir una botella de vino cara, y el gobierno le acabaría devolviendo una tercera parte en la declaración de la renta. Piense que es lo mismo. Y puede permitírselo, aunque yo le estuviera mintiendo. Que no lo estoy haciendo.

—De acuerdo. Si accedo, ¿cómo vamos a…?

—En el mismo sitio donde está. En veinte minutos. Yo le llamaré.

—Veinte minutos no son suficientes…

—Claro que sí. Supongo que tiene esa cantidad de efectivo en su casa, qué menos. Y no cometa la estupidez de traer a alguien con usted, aunque pueda sacar a algún matón de la cama y llevarlo ahí en veinte minutos. Vaya a casa sin demora. Coja la coca y el dinero. Vuelva corriendo. La transacción durará diez segundos. Usted me da un sobre y yo le digo un nombre. Después, no volveremos a vernos nunca.

El traficante titubeó un instante.

—Esto me huele a timo.

—Usted decide. No obstante, ¿cuánta gente sabe que lo detuvieron y después lo dejaron en libertad tan deprisa que los ojos todavía le hacen chiribitas? No mucha, seguro. Aparte de la policía, del individuo que lo delató y de mí, ¿quién más sabe que su actividad comercial lo llevó de visita a la cárcel del condado de Dade? Sospecho que preferirá mantener en secreto este contratiempo. Sería muy fácil para su clientela decirle «adiós muy buenas» y buscarse a alguien que no esté en el punto de mira de la policía.

Era un argumento que, en opinión del estudiante 5, parecería acertado. Era el aspecto económico del tráfico de drogas en Miami: siempre había alguien dispuesto a ocupar un sitio vacío.

—Le diré qué vamos a hacer —comentó el traficante con cautela—. Mil dólares. Sin mercancía. Usted me dice el nombre, y si es cierto, luego le entregaré el resto.

—¿Quién tiene que confiar ahora en quién? —repuso el estudiante 5.

«No es tonto. Pasar tanta cocaína es un delito grave y todavía cree que podría ser policía o un informante de la DEA. Entregar efectivo no es delito».

—Mi abogado conseguirá el nombre del delator.

—Si pudiera, ya lo habría hecho. ¿Sabe qué? —dijo el estudiante 5—. Veinticinco gramos. Dos mil y se acabó. Suficiente para una fiestecita.

—No puedo darle mercancía —aseguró el traficante—. Debería saber que cuando la policía se presentó, me la incautó toda. Me dejó sin nada. De modo que solo puedo darle dinero.

El estudiante 5 titubeó para dar la impresión de que estaba pensando, cuando en realidad ya se lo esperaba.

—De acuerdo —dijo despacio—. Dos mil. Y un poquito. De oxicodona o de hierba. Algo para una fiesta.

—¿Dónde nos encontramos?

—Donde está ahora.

—En veinte minutos —confirmó el traficante—. Mil doscientos y lo que pueda reunir, y trato hecho.

El poquito sería una cantidad muy pequeña de algo que se parecería a la oxicodona, pero que no lo sería. Seguramente antihistamínicos de venta libre. Le daba igual.

—Hecho —aceptó—. El tiempo empieza a contar a partir de ahora.

Cuelgas.

El traficante sube al coche. Un Mercedes negro, tan habitual en Miami como las palmeras. Se marcha deprisa, pero no tanto como para llamar la atención.

Esperas siete minutos.

Cruzas la estación de servicio Mobil. Te acercas al teléfono exterior por donde el único dependiente que hay dentro, tras el mostrador, no puede verte.

Dejas la gorra en el suelo, bajo el teléfono.

Te vas.

El traficante tardó veintidós minutos en regresar. Desde su punto de observación, el estudiante 5 lo vio correr hacia el teléfono público. Entonces marcó el número y vio que el traficante descolgaba.

—Llega tarde —advirtió el estudiante 5.

—No es cierto —replicó el traficante.

—No vale la pena discutir por eso. Haga lo siguiente: mire al suelo… ¿Ve esa gorra?

—Sí —afirmó.

—Muy bien, va a dejar las cosas que acordamos bajo esa gorra, para que queden tapadas. Pero antes levante el dinero para que pueda verlo. Y piense que, desde donde le estoy observando, hasta puedo leer el número de serie de los billetes.

El estudiante 5 vio la sonrisa del traficante.

—Es como si ya lo hubiera hecho antes —comentó—. Me da la impresión de que es una camama.

—No haga ninguna estupidez, como dejar las cosas en la gorra y, una vez que le dé el nombre, recogerlo todo e intentar marcharse. Eso me enfadaría mucho, y tengo ciertos recursos.

—¿Me está amenazando?

—Ajá.

El traficante soltó una risita.

—¿O sea que no vamos a conocernos?

—¿Quiere que nos conozcamos?

Vio que el traficante sonreía de nuevo.

—La verdad es que no.

El traficante sacó un sobre del bolsillo. Abrió en abanico unos cuantos billetes delante de su pecho. Eran de cien dólares.

—¿Qué tal?

—Bien —respondió el estudiante 5—. Póngalos en la gorra.

«No se le puede escapar el emblema de delante. No se ven demasiados emblemas con milicianos de la Universidad de Massachusetts en el Sur de Florida. Muchos ibis de la Universidad de Miami, aligátores de la Universidad de Florida y seminolas de la Universidad Estatal de Florida, pero no milicianos. Es difícil olvidar ese emblema».

—Ya está. —Vio cómo el traficante empujaba la gorra con el pie hacia la penumbra—. ¿El nombre? —exigió entonces.

—Timothy Warner.

Un instante de silencio.

—¿Quién? ¿Quién coño es? Nunca he oído hablar de él.

—Deje caer ese nombre a Susan Terry, esa clienta suya que es fiscal, a ver cómo reacciona —dijo el estudiante 5, convencido de su enorme talento.

Colgó y observó al traficante. Era evidente que estaba indeciso; no quería dejar la droga falsa de turno y el dinero verdadero en la acera. Se preguntó si sería la clase de hombre que cumple un trato.

Para su sorpresa, lo era. Tras una ligera duda y una sola mirada atrás, regresó a su coche y se marchó rápidamente.

El estudiante 5 contempló cómo los tres coches siguientes entraban en la gasolinera a llenar el depósito para comprobar si alguno de los conductores vigilaba la gorra abandonada. «Posible. Pero irrelevante».

Encendió su coche alquilado y empezó a alejarse despacio. Jamás había tenido la menor intención de obtener nada del traficante, pero le había gustado todo aquel ir de acá para allá.

«Alguien se llevará una bonita sorpresa —pensó—. Puede que la vea el dependiente mal pagado de la gasolinera». Le daba igual.

«No llamará a la fiscal hasta mañana por la mañana, pero no esperará mucho más. Buscará antes el nombre en el ordenador, como hice yo, y encontrará muchas de las mismas cosas que yo sobre el joven Timothy. Puede que después llame a su abogado para ver si sabe algo de ese nombre antes de llamar a la fiscal. Y mientras lo hace, yo tendré tiempo de dejar otro rastro de migas antes de volver a casa».