32

Al acabar la jornada, el estudiante 5 estaba muy cansado, acalorado y un poco aburrido de seguir al sobrino, la novia y la fiscal por todas partes. Como el cielo vespertino estaba despejado, el sol caía a plomo sin la menor tregua. Además, no creía que estuvieran haciendo nada relevante. Se pasaron un buen rato en el piso de Moth. Hubo una salida a una tienda de material de oficina y otra a una farmacia. Más tarde, Andy Candy había salido y vuelto con dos bolsas de provisiones. Comida para llevar. Todo era de lo más previsible.

No obstante, se recordó que era necesario ser como un perro de caza, implacable cuando ha captado el olor de un zorro. De modo que cuando los tres objetivos, que era como estaba empezando a pensar en ellos, llegaron a Redentor Uno para la reunión de la tarde, aparcó el coche entre las sombras, lejos de donde sabía que lo haría la novia.

Esperó a que el último adicto o alcohólico entrara, echó un vistazo a la novia, que estaba hundida en su asiento como si se estuviera escondiendo, y salió del coche. Cruzó rápidamente el aparcamiento en penumbra, rasgando la noche como un cuchillo caliente la mantequilla, y para satisfacer su curiosidad siguió un camino semejante, aunque él no lo sabía, al de Andy Candy.

El estudiante 5 ignoró la religiosidad sombría de la iglesia, hizo un pequeño gesto con la mano hacia la figura de Jesucristo que encabezaba los bancos, como para decirle cínicamente «mira quién ha venido» y «no puedes detenerme», y se dirigió hacia la parte trasera, donde la reunión ya estaba empezando.

Como Andy Candy, dudó en la entrada, se asomó y trató de memorizar las caras.

Se volvió de golpe al oír pasos detrás de él.

Era el ingeniero. Llegaba tarde y venía con un poco de prisa. Se detuvo y sonrió al estudiante 5.

—La puerta está abierta para cualquiera que tenga un problema —dijo—. ¿Quieres entrar?

El estudiante 5 sonrió. «Compórtate como un adicto».

—Creo que me quedaré aquí a escuchar —comentó.

—Podemos ayudarte —insistió el ingeniero—. El primer paso es el que más cuesta. Todos lo sabemos.

—Gracias —dijo el estudiante 5—. Deja que me lo piense. Adelante, no me esperes.

—Muy bien, de acuerdo. Pero si quieres ayuda, tienes que cruzar la puerta —advirtió el ingeniero. Animado. Esperanzado. Optimista. Cordial.

—Ya lo sé.

Cuando el ingeniero pasó por su lado, el estudiante 5 retrocedió un poco hacia una sombra cercana. «Lo sé muy bien —pensó—. Sí, ese primer paso es el que más cuesta. Para matar». Le pareció una ironía deliciosa.

Decidió que no tenía que oír o ver nada más. Con sigilo, volvió sobre sus pasos.

Para cuando llegó a su coche, las ideas se le arremolinaban en la cabeza. En el cuento, Hansel y Gretel dejan un rastro de migas de pan por el bosque para poder encontrar el camino de vuelta a casa. Pero el rastro desaparece cuando los pájaros que lo siguen se las comen. «Esta es la clase de rastro que tengo que dejar: tiene que ser lo bastante evidente como para que lo vean, pero tiene que esfumarse».

Miró alrededor como si pudiera ver más allá de los árboles y arbustos, más allá de las calles, los edificios y las personas, la totalidad de la ciudad. «No puedo actuar aquí. Es donde los conocen, donde tienen la fortaleza que les queda. Familiares. Amigos. Policías. La gente de esa reunión, coño. Todos estos elementos suponen recursos.

»¿Dónde carecen de recursos?

»En mis mundos. Pero ¿en cuál?».

Fue consciente de que aquello seguramente conllevaría tener que renunciar a una de las vidas que se había creado con tanto esmero, y eso no le gustó.

Estaba claro que tenía que descartar Nueva York, a pesar del delicioso anonimato cotidiano que la ciudad proporcionaba. «Matar allí es un gran error». Invitar a una escena del crimen realmente única a un inspector verdaderamente sofisticado, como alguno de apellido italiano o irlandés, con toda la sofisticación forense de la que disponía aquel cuerpo de policía, era muy mala idea. «Los policías de Nueva York saben lo que se hacen. Han visto muchas cosas. Han hecho muchas cosas. Hay pocas cosas que los desconcierten. Son decididos, expertos, y es muy difícil engañarlos». Y le encantaba la ciudad. «Ruido. Energía. Seguridad. Éxito. Esto es lo que ofrece Nueva York. No puedo renunciar a eso».

El problema era que sus demás hogares también le encantaban. Acababa de remodelar a lo grande la cocina de Cayo Hueso y de instalar unos ecológicos paneles solares en el tejado. Cuando todo acabara, quería tomarse allí unas vacaciones.

Así pues, solo le quedaba la opción de los osos y la destartalada caravana estática.

A pesar de lo mucho que le gustaba vivir allí, Charlemont era un buen sitio para matar a alguien. La policía local solo tenía experiencia en casos de borracheras adolescentes, conducciones temerarias y robos de motonieves. Para cuando llegaran investigadores profesionales de la Policía Estatal de Massachusetts ya haría mucho que él se habría ido.

Lamentaba un poco tener que elegir, pues le parecía de lo más injusto, de modo que cargó las culpas al sobrino, la novia y la fiscal. Sabía que eso le permitiría odiarlos. «Matar es así más fácil».

—Los tres me habéis jodido la vida —soltó con amargura—. Pero ahora voy a joderos a vosotros.

Dirigió la vista hacia donde estaba aparcada la novia. Apenas distinguía su perfil.

—Muy bien. Tiremos la segunda miga. Gracias, Hansel y Gretel.

Tomó uno de los muchos móviles desechables que había comprado y marcó un número. «No te llamo a ti esta vez. Esa fue la primera miga, aunque no fueras consciente de ello en aquel momento. Migas interesantes en el camino».

—Hola —dijo en tono afable cuando le respondieron—. ¿Tendría alguna hora libre mañana?

Mientras hablaba, echó un vistazo a la novia y de repente sintió una gran agitación. «¡Está saliendo del coche! ¿Por qué hace eso?».

Pero mantuvo la voz lo más regular, firme y alegre que pudo mientras terminaba su conversación telefónica y observaba cómo Andy Candy se acercaba a él en medio de la penumbra.

Dentro de Redentor Uno, la reunión se había convertido en una serie de debates para terminar en alboroto.

—¡Hostia! —había casi gritado Fred, el ingeniero—, ¿te das cuenta del peligro que corréis?

—O podrían correr —lo corrigió alguien a viva voz—. Eso no lo sabes.

—Ninguno de nosotros lo sabe, por el amor de Dios.

—Pero tienen que tomar precauciones, joder.

—¿Como cuáles?

—Por favor —pidió el ayudante del pastor, que moderaba las reuniones con el ceño fruncido y las manos levantadas a modo de súplica—, procurad recordar dónde estáis.

Se refería a la iglesia y a que seguramente lo incomodaban las palabrotas y que se mentara el nombre de Dios de aquella forma, pero su ruego pasó desapercibido.

Susan seguía de pie delante de su asiento. Moth estaba a su lado. Había empezado la sesión ella con el habitual:

—Hola, me llamo Susan y soy drogadicta. Llevo un día limpia… bueno, a duras penas veinticuatro horas…

—Así que cuando te llamamos la otra tarde —la interrumpió el profesor de Filosofía, lo que estaba mal visto en estas reuniones, pero que dadas las circunstancias parecía lo indicado.

—Estaba colocada —asintió Susan, avergonzada—. O me estaba colocando. Pero eso no importa ahora. Lo que importa es que es muy probable que Timothy tenga razón sobre la muerte de su tío…

Esta afirmación provocó un murmullo, que se convirtió en un atento silencio en cuanto Susan prosiguió.

—De modo que sí, es muy posible que haya un asesino en serie suelto. —Hizo una larga pausa, pensando que era un asesino en serie muy peculiar en todos los sentidos, tanto que ella nunca había visto nada parecido, y continuó como una actriz que, en el escenario, procura imprimir el máximo efecto a sus palabras—: Y yo no puedo hacer nada al respecto.

Esta conclusión fue lo que provocó el alboroto. En una sala dedicada a compartir amablemente los problemas, expresados con paciencia por turnos, todo el mundo quería hablar a la vez.

—Eso no es verdad.

—Claro que puedes.

—¿No puedes avisar a la policía?

—Eso no tiene sentido.

—No puedes quedarte de brazos cruzados y dejar que un asesino mate de nuevo.

—¿Por qué crees que no puedes hacer nada?

Esta última pregunta fue la que Susan decidió responder.

—Porque recaí y me han suspendido en el trabajo. No se me permite tener ningún contacto con nadie de las fuerzas del orden. Hasta que me desenganche.

Otro silencio.

—¿Tal vez alguien de aquí quiere hacer esa llamada? —preguntó tras mirar alrededor.

Más silencio. Duró unos segundos que arrastraron a Susan a una especie de oscuridad, como si las luces que la rodeaban se fueran atenuando lentamente.

—¿No tienes ningún amigo en Homicidios con el que puedas hablar extraoficialmente? —dijo, por fin, el profesor de Filosofía.

Susan sacudió la cabeza.

—Ahora mismo, los únicos amigos que tengo están aquí —contestó, aunque ni siquiera estaba segura de eso.

El profesor, rubio, con unas anticuadas gafas de montura metálica, alto y larguirucho pero con aspecto de no saber coger una pelota de baloncesto si alguien se la lanzaba, asintió como si estuviera de acuerdo con un alumno universitario de repente brillante.

—O sea, que estáis solos.

—Estamos solos.

Con el rabillo del ojo, Susan vio que Moth asentía.

El profesor se inclinó hacia delante y habló con Susan, aunque en realidad se dirigió a todos los presentes:

—Bueno —dijo con una sonrisa irónica—. Esto es un grupo de apoyo. Así que ¿cómo podemos apoyaros? Yo tengo un par de ideas. —Bajó la voz sin apartar los ojos de Susan, observándola atentamente—. Hay dos conceptos importantes a tener en cuenta —sentenció.

Susan miró alrededor y vio que los demás la miraban con la misma intensidad. Fue consciente de que no podía esconderles su adicción.

Moth se había levantado y estaba de pie a su lado.

—¿Cuáles son esos conceptos? —quiso saber con brusquedad.

—El primero es mantenerse limpio. No dejar que las drogas o el alcohol le hagan el trabajo a un asesino en serie —explicó el profesor. Puede que fuera un tópico, pero en Redentor Uno solía repetirse con absoluta convicción.

Moth asintió y oyó el murmullo de aprobación que recorrió la sala. No se atrevió a volverse para ver la reacción de Susan.

—Y el otro concepto —continuó el profesor. La sala se quedó en silencio—. Estar dispuestos a matar antes de que os maten —soltó con crudeza.

Fue como si la cascada de respuestas inmediatas se le viniera encima, pero en todas ellas, por más confusas que fueran, Moth advirtió con ironía: «Justicia al estilo del Salvaje Oeste de un filósofo académico». Suponía que Susan también lo captó, aunque no confiaba que fuera capaz de actuar. Por lo menos, de la misma forma que él.

«Hace un calor agobiante», pensó Andy Candy. Fue la excusa que le sirvió para escapar de la jaula en que se había convertido su coche.

Unos tenues conos de luz procedentes de unas farolas dispuestas desordenadamente iluminaban el aparcamiento de la iglesia. Lo rodeaban arbustos y árboles que proyectaban un foso de sombras. Era un lugar que habría resultado inquietante y peligroso, pero la puerta de la iglesia estaba muy iluminada, lo que sugería seguridad.

Avanzó con decisión, como resuelta a llegar deprisa a un destino concreto. De pronto se paró, titubeó, se giró hacia la derecha y luego hacia la izquierda, como si de repente se sintiera perdida y hubiese avanzado en la dirección equivocada.

«Deja de pensar», se ordenó. Quería ponerse unos auriculares y oír rock duro a todo volumen para amodorrarse el cerebro. Una parte de ella quería correr arriba y abajo por el estacionamiento, regateando una farola tras otra, hasta que el esfuerzo la dejara exhausta. Se planteó contener el aliento como un submarinista. Un minuto. Dos minutos. Tres… Una cantidad imposible de tiempo que se apoderara de todos sus sentidos, sentimientos y aptitudes y anulara todos los miedos que retumbaban en su interior.

Otra parte de ella deseaba asistir a la reunión que se celebraba dentro de la iglesia. «Allí están seguros», pensó, aunque sabía que, por el mero hecho de ir, cada uno de ellos reconocía el gran peligro que corría.

«Pero es otra clase de peligro. Ellos se temen a sí mismos. Yo temo a otra persona».

Casi se cayó de rodillas, débil de repente. Para no perder el equilibrio, se apoyó con una mano en el maletero de un coche. Todo lo que había en su vida exigía entereza.

Sabía que la tenía en alguna parte. No sabía si lograría hallarla. E ignoraba si podría usarla eficazmente si la encontraba. Quería valor y decisión. Pero querer y tener eran cosas distintas.

De golpe, miró alrededor. Le fallaron otra vez las piernas, que casi le cedieron. Tuvo la sensación de estar perdida.

Inspiró hondo. Notó que el pulso se le aceleraba como si se enfrentara a una amenaza. Pero en la oscuridad que la rodeaba no parecía haber nadie. O sí. No estaba segura.

En aquel segundo comprendió que ya no tenía alternativa.

Eso la inquietó, pero soltó una repentina y estrepitosa carcajada, pese a que no había nada gracioso. Fue una simple liberación. Cuando alzó los ojos vio que Moth salía de Redentor Uno y sintió una oleada de alivio.

El estudiante 5 también vio a Moth salir de la iglesia.

«¿Ya has expiado todos tus pecados?». Adoptó un aire despectivo.

Estaba a unos pasos de Andy Candy. Por el retrovisor veía la mano que ella tenía apoyada en su coche. Se quedó inmóvil en el asiento, conteniendo las ansias abrumadoras de extender un brazo para tocarla. «Solo hay una cosa más íntima que el amor —pensó—. La muerte». Que ella no lo hubiera visto parecía milagroso. «Un milagro del dios del asesinato», pensó. Sin apenas respirar, observó cómo Andy se separaba de su coche alquilado y se dirigía hacia Moth. «Como enamorados que corren a abrazarse después de una larga separación». A cada paso de Andy Candy, él soltaba un poco más de aire, hasta que el corazón volvió a latirle con normalidad. Cuando pudo, olió el aire de la noche. La humedad del sereno ambiente le llenó la nariz de fragancias de flores y de vegetación almizclada. Pensó que el aroma inconfundible del asesinato pasaría desapercibido entre tantos olores diferentes.