31

Nueve de la mañana. Fiscalía del Estado en Dade.

Susan Terry, sentada ante su mesa, intentaba dilucidar qué le depararía aquel día. Llamaron a la puerta.

—Adelante —dijo.

—Hola, Susan.

De pie en un periquete. Un apretón de manos firme. No pasaba a menudo que el jefe de Delitos graves acudiera a su despacho.

—Hola, Larry. Perdona el desorden. Estaba trabajando y no esperaba que nadie…

Una mano levantada a modo de señal de stop.

—No estoy aquí por eso.

Un silencio. El stop se convirtió en un gesto para indicar que volviera a sentarse, y el jefe de Delitos graves se acercó una silla para hacer lo propio. Dudó un segundo, mirándola a los ojos, antes de continuar.

«La forma en que me está mirando tendría que decirme algo. O todo», pensó ella.

—Susan, ¿te has mirado en el espejo?

Lo había hecho, y supuso al instante lo que él había visto, pero no respondió nada.

—Ambos sabemos lo que está pasando, ¿verdad?

—Yo no… —balbuceó Susan.

—Ya se te advirtió la vez anterior. Esta fiscalía no puede, en ninguna circunstancia, permitir que sus funcionarios mantengan una actividad ilícita vinculada a las drogas. Lo sabes muy bien. ¡Por el amor de Dios, Susan, somos quienes perseguimos los delitos relacionados con las drogas y metemos a los malos en la cárcel! Comprenderás que me veo obligado a suspenderte del cargo. Lo siento.

—Por favor…

—Nada de súplicas. Nada de excusas. Nada de discusiones. Estás suspendida. Y tienes suerte de que no esté diciendo «despedida». Ayer por la noche los de Narcóticos recibieron un extraño chivatazo anónimo y detuvieron a un hombre al que creo que conoces, y muy bien por cierto, porque esas fueron las primeras palabras que salieron de su puñetera boca cuando los inspectores llegaron a su casa y lo pillaron cortando cocaína. ¿Acaso miente? No me contestes. No quiero oír tonterías. Y dijo que hacía poco te había vendido una papelina de diez dólares. Fue muy preciso al respecto. Y otra más ayer por la noche, lo que me indica que ya consumiste la primera. Eso es correcto, ¿verdad? Tampoco me contestes ahora. Eso fue lo que el muy cabrón dijo a los policías, que tuvieron la amabilidad de llamarme en plena noche antes de redactar un informe oficial en el que apareciera tu nombre en lugar destacado. Puedes agradecérselo.

—Eso es… —empezó Susan pero se detuvo. Sabía lo ridícula que sonaría cualquier cosa que dijera. Se preguntó quién habría llamado, pero cayó en la cuenta de que era irrelevante.

—¿Quieres conservar tu cargo?

—Sí.

—Muy bien. Pues o bien ingresas en un centro de rehabilitación, empiezas a asistir regularmente a reuniones y a ver a un psiquiatra especializado en adicciones, o encuentras un programa específico para tu adicción… Me importa un pimiento mientras sea un plan que puedas seguir y funcione. Tómate un tiempo de permiso. Un mes. O dos. Ya veremos. Después, podrás volver a trabajar bajo supervisión y con análisis de orina rutinarios por sorpresa. Es lo mejor que puedo ofrecerte. O renuncias ahora mismo y tratas de ejercer por tu cuenta a ver cómo te va. Quiero decir, a lo mejor hay alguien que quiera contratar a una abogada que se pasa el tiempo libre esnifando rayas de cocaína. No lo sé. O puede que acabes siendo una yonqui. A saber.

Su sarcasmo le atravesó la piel.

—Mis casos…

—Están reasignados. Tus colegas tendrán algo más de trabajo pero podrán con ello.

Susan asintió.

—No mantendrás contacto con nadie relacionado con esta fiscalía. Tendremos que ofrecer un trato muy ventajoso a ese traficante para que tenga la boca cerrada sobre ti, y no me gusta nada tener que hacerlo. Si la prensa llegara a enterarse… joder, sería un desastre; ya veo los titulares: «La Fiscalía del Estado encubre a una fiscal adicta». Dios mío. Pero bueno, tú lo que tienes que hacer es desengancharte y entonces veremos dónde estamos.

—¿Quieres que…?

—Te quiero fuera de aquí en una hora. Ya me inventaré algo para comunicárselo a todos. Como que te he encargado una tarea especial. Todo el mundo sabrá la verdad, pero será una mentira piadosa. Para cubrirnos las espaldas y salvar las apariencias.

Susan quiso decir algo, pero esta vez tampoco lo hizo.

—Eso es todo. Y Susan…

—¿Sí?

—Espero de todo corazón que logres superarlo. ¿Quieres los datos de algunos especialistas en rehabilitación? Te los puedo conseguir. Y quiero que te pongas en contacto conmigo cada semana. Con nadie más. Llámame a mi línea privada. Quiero tener noticias de tu plan de rehabilitación a finales de esta semana. A finales de la siguiente, quiero saber cómo te va. Y así sucesivamente. Y quiero el nombre de los médicos o tutores, lo que sea, para poder llamarlos y hablar con ellos personalmente. ¿Te queda claro?

—Sí.

—Susan, todos estamos contigo.

No añadió «no vuelvas a fallarnos, coño», pero Susan supo que estaba implícito. Deseó que su jefe hubiera parecido más enojado, indignado incluso, pero no fue así. Más bien pareció cansado y resignado durante toda la conversación.

Le llevó una hora guardar sus casos actuales en su escritorio de la forma más ordenada que pudo y dejar algunas notas para que su sustituto no anduviera perdido al principio. Después, tomó la placa y la pistola y las metió en su cartera. El único expediente que no dejó en su mesa fue el rotulado ED WARNER - SUICIDIO.

Al borde de la histeria, prácticamente presa del pánico, entre lágrimas, sudada y con la voz y las manos temblorosas, así estaba Andy. Moth vio el miedo en sus ojos, su rostro y su cuerpo, y le recordó el delirium tremens después de una borrachera, o el aspecto pálido y cadavérico de un cocainómano después de dos días de consumo compulsivo de crack. Estaba familiarizado con el aspecto que provocaban las sustancias adictivas, pero menos acostumbrado al aspecto que provocaba el terror.

—¿Qué hacemos ahora? Sabe quiénes somos. —La voz de Andy sonó lastimera, amedrentada. Hizo una pausa—. ¿Qué crees que hará?

Lo que quería decir era: «Mátalo, Moth. Mátalo por mí». Pero no lo dijo y no sabía por qué, ya que parecía razonable hacerlo.

Moth quería pasearse por su piso enérgicamente, como un general planeando un sitio, a la vez que quería sentarse al lado de Andy Candy, rodearla con un brazo y hacer que apoyara la cabeza en su hombro.

Andy ocultó la cara entre sus manos, deseando consuelo, aunque dudaba que Moth pudiera decir algo que la consolara. De hecho, estaba algo sorprendida de haber podido conducir las manzanas que la separaban de su casa con la voz del asesino zumbándole en los oídos. Se movía entre los sollozos de una crisis nerviosa y una resistencia fría y decidida. Su propia capacidad de resistencia la asombraba y le resultaba nueva. No sabía muy bien qué pensar, pero esperaba que no fuera pasajera.

Miró de golpe a Moth. «Tiene miedo por mí». Se le veía consternado, como imaginaba que se vería ella el día que diagnosticaron el cáncer irreversible a su padre. «Nada de palabras valientes, de todas esas tonterías de vamos a mantener el tipo, no perdamos de vista lo principal y lo superaremos —pensó—. Tenemos a un asesino en la puerta, dispuesto a entrar por la fuerza».

El cáncer, el aborto y el asesinato se fusionaron en su mente como si no fueran distintos momentos de sus veintidós años, sino que formaran de algún modo una sola cosa.

—Muy bien —dijo Moth con voz serena—. Hablemos con Susan Terry a ver qué dice. —Sonrió lánguidamente para animar a Andy Candy—. Llamemos a la caballería. Que vengan los marines. Lo que sea que nos mantenga a salvo. Susan sabrá qué conviene hacer.

Pero no lo sabía.

—Dios mío —soltó Susan.

Los tres estaban en el aparcamiento contiguo a la fiscalía en Dade. Era última hora de la mañana, casi mediodía, el calor estaba aumentando y el rumor del tráfico cercano salpicaba su conversación. Moth vio que a Susan empezaba a sudarle la frente. Le pareció pálida, como si estuviera enferma o no hubiera dormido. Quien tendría que estar pálida era Andy, incluso él. El peligro que corrían era real. Pero Susan temblaba, más aún que en el restaurante de sushi, como si algo anduviera terriblemente mal. Le pareció saber lo que ocurría, pero no dijo nada, aunque la palabra «esnifar» le acudió a la cabeza. No sabía si Andy veía los mismos elementos que formaban un único todo: la cocaína.

—Cuéntamelo de nuevo —pidió Susan, porque no se le ocurría otra cosa que decir.

—Me preguntó si había hablado antes con un asesino. Pues claro que no. Me dio un susto de muerte. —Andy Candy procuró reducir al máximo la desesperación de su voz. Quería aparentar dominio de sí misma aunque no lo sintiera en absoluto—. Todavía sigo asustada. ¿Qué hacemos, Susan?

Moth todavía no había dicho nada. Había disimulado su sorpresa cuando Susan le dijo de quedar fuera de la fiscalía.

—Mira, Susan —soltó por fin, imprimiendo exigencia en su voz—, necesitamos protección. Guardaespaldas las veinticuatro horas del día, por ejemplo. Necesitamos que la policía se haga cargo de esto, que se abra una investigación para encontrar a este individuo antes de que… —Se detuvo porque no quería sugerir lo que sería capaz de hacer aquel asesino anónimo.

—No sé si os puedo ayudar —comentó Susan tras asentir.

Hubo un breve silencio.

—¿Qué quieres decir? —se sorprendió Andy Candy.

Susan miró a ambos. «¿Les digo la verdad? ¿Me busco una buena mentira?». Tragó saliva con fuerza. «Timothy se dará cuenta. No puedes engañar a otro adicto».

—Me han suspendido —explicó—. Se supone que debo…

—… desengancharte —completó Moth.

—Exacto.

—Joder, lo sabía —refunfuñó Moth, volviendo la cabeza para que Andy no viera la frustración que sentía.

—Pero podrías llamar a alguien, ¿no? —sugirió Andy—. Alguien que pueda ayudarnos.

Esta sencilla petición no cuadraba a Susan. «¿Llamo a mi jefe y le digo… qué, exactamente? Lamento que me hayas suspendido pero hay un asesino, o puede que no porque es un caso que ya descarté como suicidio. De modo que la cagué más de una vez. La cagué al cuadrado.

»O quizá debería llamar a algún inspector de Homicidios que pensará que lo último que le apetece en este mundo es que una fiscal suspendida por cocainómana lo llame para pedirle un gran favor y que se me quitará de encima en un pispás. Soy radiactiva».

—No —dijo despacio—. Lo único que podemos hacer es encargarnos nosotros mismos del asunto. Por lo menos hasta que yo… —Se detuvo. «¿Hasta que yo qué?». Sabía que esta forma de abordarlo era una estupidez. Pero no veía ninguna alternativa.

—¿Cuál es nuestro siguiente paso, entonces? —preguntó Moth bruscamente, y vaciló antes de añadir—: Tendría que ser un paso que nos permita seguir con vida. —Se devanó los sesos intentando visualizar alguno.

—Claro —coincidió Susan, y se preguntó cuál podría ser ese paso.

A Andy las ideas se le agolpaban en la cabeza: «El doctor Hogan no estaba a salvo. El tío Ed no estaba a salvo. Ninguno de los demás estaba a salvo».

—Tendríamos que hacer lo que él ha hecho —soltó de golpe.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Moth—. No podemos dejar de ser quienes somos, como hizo él.

—No me refería a eso —aclaró Andy, mirándolo. Alargó el brazo y le tomó la mano como para abrazarlo. Quiso pronunciar con cuidado sus palabras, pero le salieron de carrerilla—. Lo que sabemos es que hace treinta años alguien fue a la Facultad de Medicina, sufrió un brote psicótico, lo echaron, lo hospitalizaron, le dieron el alta, supuestamente se suicidó en el East River, en Manhattan, solo que no lo hizo, y se dedicó desde entonces hasta ahora a provocar muertes que no parecían asesinatos. Lleva cinco víctimas. Así pues, este asesino tuvo que convertirse en alguien. Debe de haber un rastro, y tenemos que encontrarlo. Entonces podremos protegernos. En alguna parte ha cometido un error, tiene que haberlo cometido. Porque no hay ningún crimen perfecto ni ningún criminal que sea siempre imbatible. ¿Verdad, Susan?

La fiscal asintió, aunque tuvo la sensación de que hasta aquel pequeño gesto tranquilizador era falso.

Moth pensó que la idea de Andy resultaría difícil, puede que imposible de llevar a cabo, pero que era la acertada.

A dos manzanas de distancia, el estudiante 5 pensaba de modo muy parecido, solo que desde otro punto de vista. «Crea un rastro que puedan seguir y llévalos hasta tu puerta. Una tira atrapamoscas. Cuelga seductoramente del techo y parece el lugar ideal para que las moscas aterricen. Si no fuera porque las mata».