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El estudiante 5 estaba tendido en el suelo de una suite ejecutiva del hotel Biltmore de Coral Gables. Faltaba muy poco para la medianoche, no podía pegar ojo y estaba desnudo, haciendo flexiones con un brazo en la moqueta. «Diez con el derecho. Diez con el izquierdo. Diez con el derecho. Diez con el izquierdo». El sudor le escocía los ojos. El hotel albergaba una convención de nuevas empresas de tecnología, y en una terraza un grupo de rock interpretaba versiones de los sesenta para amenizar a los jóvenes directivos. La música le parecía fuera de lugar. Lo que tendría que haber sido rap o hip-hop moderno se había convertido en reliquias de Jefferson Airplane, Steppenwolf y los Rolling Stones. El aire transportaba chirridos de guitarra y voces potentes a su habitación, que daba a la amplia piscina del hotel y al contiguo campo de golf.

Entre jadeos, escuchó y habló en voz alta, siguiendo el ritmo de la música con los movimientos esforzados de las flexiones:

—Los Rolling tienen toda la razón. Está clarísimo que no puedo tener ninguna satisfacción. —«Una disyuntiva», pensó. «Esta es una buena palabra para describir mi situación».

La palabra le provocó ganas de escupir.

Siempre le había gustado considerarse un asesino intelectual, alguien que conocía todos los pormenores psicológicos del asesinato, que veía las profundas simas emocionales que se explo-raban al matar a otra persona. «Matar es como hacer espeleología —pensó mientras seguía haciendo flexiones—. Cuevas oscuras, misterios, y cada paso te adentra más en lo desconocido».

Matar por venganza no solo lo había liberado, sino que lo había hecho psicológicamente superior. Se imaginaba medio budista, un maestro zen de la muerte, medio James Bond, el espía literario, no el protagonista cinematográfico, que facilitaba las decisiones con una Walther PPK. Matar era, para él, un proceso importante, no algo improvisado o apresurado. «A mí no me van los disparos desde un coche en marcha, ni matar al dependiente de un 24 horas, una gasolinera o una bodega durante un atraco». Era algo artístico, como esculpir una forma a partir de piedra o llenar de color un lienzo. Las muertes que él había creado tenían su razón de ser, no obedecían a algo tan prosaico como el dinero, el poder, la locura o la crueldad. Por ello se repetía que sus asesinatos no podían catalogarse fácilmente y, en realidad, no eran auténticos asesinatos. Pensaba que todo lo que había hecho se incluía en una definición especial que era única y de lo más apropiada.

«Otros harían lo mismo. Si pudieran, claro. ¿Cuántas veces ha dicho alguien “mataría a aquel tipo…” y era algo completamente razonable, y después no ha hecho nada al respecto? ¡Qué estupidez! Te puedes pasar la vida incapacitado por lo que los demás te hacen. O asumir el mando».

Arriba, abajo. Arriba, abajo. «Treinta y una, treinta y dos, treinta y tres. No pares».

Al llegar a las cincuenta, se dejó caer al suelo respirando con dificultad.

Solo tardó unos minutos en levantarse, con una sensación de ardor en los músculos, para sentarse ante el portátil. Google Earth le ofreció una imagen a vista de pájaro de tres direcciones: la del sobrino, la de la novia, la de la fiscal.

Esta última información había sido fruto de una inteligente búsqueda informática después de haber observado que la mujer, que ahora sabía que se llamaba Susan Terry, entraba en su bloque de pisos. La había seguido en la penumbra nocturna, algo sorprendido por la evidente compra de droga que había hecho antes de regresar a casa. Había anotado la dirección, la había comparado con los datos del registro de la propiedad y había obtenido un nombre. Después había averiguado que Susan Terry aparecía mencionada más de una vez en el Herald de Miami.

«Vaya, parece que tienes una mala racha en los juzgados, jovencita —se había dicho tras leer varios artículos—. Tienes que hacerlo mejor para los contribuyentes porque somos nosotros quienes te pagamos el sueldo. ¿Crees que un subidón de coca te va a ayudar a ganar los casos?».

Delitos graves. Este era el departamento en que ella trabajaba, y supuso que, aunque fuera incompetente y drogodependiente, no podía ser idiota del todo. Él nunca tendría esa suerte, y prefería no fiarse. Tampoco era de aquellos asesinos soberbios que dan por sentado que todos los inspectores de policía son cortos e incompetentes hasta el momento en que tienen a uno sentado al otro lado de la mesa con un bloc, una grabadora y la arrogancia de saber que dispone de pruebas concluyentes en su contra.

Se dirigió a la ventana y contempló la noche. Las luces de Coral Gables y South Miami brillaban tenuemente a lo lejos, más allá de la extensión tenebrosa que constituía, como él sabía, el campo de golf, pero que en medio de aquella negrura semejaba un océano. Abajo, la música dejó por fin de sonar. «Don’t you want somebody to love…? Don’t you need somebody to love?», fueron los últimos versos que distinguió, y observó cómo se dispersaba la fiesta.

—No —dijo, respondiendo la pregunta de la canción—. No necesito a nadie a quien amar.

«Te iría bien dormir un poco —pensó, aunque sabía que no era cierto. Nada de dormir hasta haber tomado algunas decisiones. Así que se aconsejó—: Asume el mando. Resuélvelo. Analiza minuciosamente lo que sabes».

—Si matas al sobrino, aunque parezca un accidente, ¿qué pasará?

—Una investigación policial a fondo. Sin demoras. Sus sospechas sobre la muerte de su tío cobrarán al instante total credibilidad. Inevitable: titulares de prensa y televisión.

—Si matas a la novia, ¿qué pasará?

—Lo mismo. Además, el joven Timothy se obsesionará más conmigo.

—Si matas a la fiscal, ¿qué pasará?

—Todo el peso de los servicios de investigación de Miami caerá sobre ese crimen. El FBI se involucrará en el caso. Y la novia y el sobrino les dirán dónde empezar a investigar exactamente. Esos policías y esos agentes jamás descansarán hasta encontrarme.

—¿Y si simplemente desapareces?

—Eso tengo que hacerlo de todos modos. —Siguió con la mirada unas gotitas de sudor que le resbalaban por el pecho—. Jamás tendría la certeza total de haberme librado. Tendría que estar constantemente pendiente de lo que hacen esos tres, maldita sea.

Tras pensar mucho, empezó a perfilarse una idea en su cabeza: «Muerte por muerte».

—Haré que se acerquen. Lo suficiente para provocar su muerte.

—¿Y cómo lo harás?

—Miedo y debilidad. La gente cree que el miedo hace que una persona huya y se esconda, pero en realidad ocurre lo contrario.

Se situó ante el espejo del baño, se miró a los ojos y asintió para expresar su conformidad.

Veía peligros por todas partes, y se preguntó si tendría tiempo suficiente para planearlo todo debidamente. Idear una muerte repentina era algo que le gustaba y enorgullecía. Una idea deliciosa le vino a la cabeza. Lo relajó, y creyó que ya casi era la hora de acostarse por fin. El día prácticamente se había acabado.

Andy Candy tenía la sensación de llegar tarde, a pesar de que no habían quedado en ninguna hora concreta, de modo que circulaba lo más rápido que podía en medio del tráfico de la hora punta, cambiando cada dos por tres de carril en la carretera South Dixie. Imaginó que si la paraba un coche patrulla, Susan Terry podría quitarle la multa que le pusieran. Esta sensación repentina de impunidad automovilística la hizo sonreír, por lo que casi se carcajeaba cuando le sonó el móvil.

Como tenía manos libres, pulsó la tecla, suponiendo que sería Moth para hablarle de la siguiente reunión programada con Susan Terry:

—Hola, voy de camino —informó con alegría—. Enseguida estaré ahí.

—Puede que pienses que vas de camino, Andrea —soltó con frialdad una voz desconocida—, pero no llegarás al destino que quieres.

Casi se salió de la carretera.

—¿Quién llama? —preguntó, alzando la voz.

—¿Tú qué crees?

—No lo sé.

—Sí que lo sabes. Estuvimos muy cerca hace solo unos días, en casa de nuestro amigo común Jeremy Hogan.

El frío la invadió al mismo tiempo que el calor se disparaba a su alrededor. El corazón se le aceleró de golpe. Por un instante, pensó que el coche hacía trompos sin control, pero se percató de que la carretera estaba seca y que lo que daba vueltas era su cabeza.

—¿De dónde ha sacado…? —balbuceó.

—No fue difícil.

De repente, a Andy se le secó la garganta. Se le formaban palabras en la boca, pero se le disolvían en la lengua.

—Tengo que hacerte un par de preguntas, Andrea —prosiguió la voz—. ¿O debería llamarte «Andy Candy» como tus amigos íntimos?

Ella soltó una especie de gruñido. «Mi apodo. Sabe mi apodo». Miró frenéticamente los coches que atestaban la carretera, como si alguien pudiera ayudarla. Se sintió inmovilizada, clavada en su asiento. Aplastada.

—Primera pregunta, muy sencilla y fácil de responder. ¿Habías hablado antes con un asesino?

A Andy le costaba respirar. Se sentía como si una serpiente constrictora se le enroscara al pecho y empezara a aplastárselo.

—No —soltó con dificultad, y la palabra le arrasó la garganta. «¿Es esta mi voz? Ha sido como si hablara otra persona».

—Ya me lo imaginaba. De modo que todo esto es nuevo para ti. Muy bien, segunda pregunta, bastante más difícil: ¿Estás dispuesta a morir por tu antiguo novio?

La muchacha casi se atragantó. Los coches de delante reducían la velocidad y tuvo que obligarse a pisar el freno en el último momento para evitar por unos centímetros embestir al automóvil de delante con un chirrido de neumáticos. Se sentía mareada, acalorada y afiebrada. Cuando el coche se paró dando un bandazo, tuvo la sensación de que se seguía moviendo y que, de hecho, ganaba velocidad y corría como un loco por la carretera. No supo qué contestar. «Sí. No. No lo sé».

—¿Por qué? —empezó, pero se dio cuenta de que su interlocutor había colgado—. ¡Espere! —dijo al tono de marcar. Tras ella, los coches empezaron a tocar el claxon. No sabía si reanudar la marcha o quedarse allí parada.

Tuvo el impulso de gritar y se le abrió la boca. Por un instante pensó que tal vez ya había gritado y no había sido capaz de oírse, sorda de repente. Se sentía totalmente insegura.