—Ponla por el altavoz —pidió alguien.
—Susan, nos están oyendo todos —dijo Moth en voz alta.
—¿Por qué no has venido hoy? —preguntó el profesor de Filosofía sin rodeos.
La fiscal no contestó esta pregunta. Con el teléfono en una mano, se llevó la otra a la frente para frotarse la sien, como si aquel movimiento pudiera eliminar los miedos expuestos en la mesilla de cristal. Por un momento, imaginó, nerviosa, que todos los que estaban en Redentor Uno veían lo que tenía delante con una expresión de desaprobación. Se había dejado caer al suelo, con la espalda apoyada en un sofá barato e incómodo. Llevaba una camiseta sin mangas blanca manchada de sudor y unos pantalones de chándal grises. «Ropa de esnifar —pensó—. Ropa con la que huir». Tenía el cabello oscuro enmarañado, pegado al cuello. Sabía que se le había corrido el maquillaje alrededor de los ojos, lo que le confería el aspecto de un mapache. Iba descalza y movió los dedos de los pies, como una persona que teme haberse lastimado la columna vertebral, para asegurarse de que todavía podría levantarse.
—He tenido trabajo a primera hora de la mañana —explicó. Eso era verdad—. Estaba agotada y me quedé dormida. —Eso era mentira.
Sujetando el móvil como una reliquia religiosa para que todo el mundo pudiera oír a Susan, Moth miró alrededor. No sabía muy bien cuántos creían a Susan en aquel momento. Cada reunión mezclaba capas de incredulidad con una aceptación ciega, una combinación que, por lógica, no tendría que funcionar, pero que de algún modo lo hacía.
Susan notó que le sudaba el canalillo. Lo tenía empapado. Pero adoptó el tono de fiscal profesional y compuesta. Se preguntó dónde habría ido a parar esa persona. No sabía si podría soportar la sensación de que la juzgaran, porque no daría la talla.
—¿Por qué me llamas? —preguntó con brusquedad.
Moth iba a contestar, pero se le adelantó Sandy, la abogada.
—Te llama porque nosotros insistimos para que lo hiciera. Todos nosotros —aseguró en voz bastante alta y clara, como una madre que ordena a sus hijos que se sienten a la mesa. Hizo un gesto con la mano para animar a los demás, y hubo un murmullo general de asentimiento.
—Nos ha estado explicando todo lo que le lleva a creer que su tío fue asesinado —terció Fred, el ingeniero—. Creemos que sus argumentos son convincentes. Muy circunstanciales, lo admitimos, pero aun así convincentes. Fascinantes, en realidad. Tú eres la única persona a la que todos estuvimos de acuerdo que había que recurrir.
Las voces que le llegaban por el teléfono eran débiles, casi alucinatorias. Susan se recostó en el sofá, dubitativa. «Caso cerrado. Quizá. Dudas. Caso abierto. Quizá. Dudas».
—El suicidio de su tío fue investigado a fondo y el caso está cerrado. Timothy y yo lo hemos comentado ampliamente… —empezó.
—Él no ha sido el único —la interrumpió Moth bruscamente. Observó a los presentes en la sala y pensó que a veces el silencio se puede reflejar en los ojos de las personas.
Susan se movió un poco en el suelo, apoyó la cabeza en el sofá, como si estuviera exhausta, mientras notaba que se le espesaba la lengua. Lo que quería era inclinarse sobre la mesa, esnifar las rayas de cocaína y abandonarse a todo lo que aquello significaba, o bien empuñar la automática y acabar de una vez con todo. «Me estoy muriendo —pensó—. Estoy sola y siempre estaré sola». Cerró los ojos, pero oyó una voz que sonaba extrañamente como la suya hablando con firmeza, casi como si hubiera otra Susan en la habitación.
—Crees que ha habido otros suicidios…
—No. Suicidios no. Asesinatos —aclaró Moth—. Asesinatos planificados para que parecieran otra cosa. Como accidentes y errores.
Redentor Uno guardaba silencio. Nadie se había movido de su asiento, pero Moth tenía la sensación de que todos se agolpaban para empujarlo hacia delante, casi como si pudiera notar las manos en su espalda. Por primera vez en muchos días, de repente deseó que Andy Candy estuviera allí para presentársela a todos los presentes. Sabía que era una locura y la descartó sin más. Era un lugar para adictos, y ella no era lo que se dice una adicta.
—Muy bien —dijo Susan despacio—. Volvámonos a ver, Timothy. Podemos repasarlo todo otra vez y tú contarme lo que has averiguado. ¿Podrías venir mañana a mi oficina? —«Es decir, si llego a mañana», pensó.
Moth miró a los demás. Sandy, Fred, el profesor de Filosofía y los otros negaban con la cabeza.
—Hoy —susurró Sandy.
Todos empezaron a asentir.
—Nada de demoras —dijo Fred—. Todos sabemos qué pasa cuando pospones algo importante. —No estaba hablando de otra cosa que no fuera la adicción.
—Hoy —soltó Moth.
—De acuerdo —aceptó Susan, y pensó: «Supongo que viviré un poco más». Cuánto, no lo sabía.
Tras colgar, se obligó a ponerse de pie, ya que tenía que asearse un poco para reunirse con Moth. Miró las dos rayas restantes de cocaína. «No bastarán», pensó. Tenía el móvil en la mano, así que hizo avanzar los contactos por la pantalla hasta encontrar el nombre de su traficante. «Verme con Moth. Verme con el traficante». Siguió mirando la pequeña cantidad que le quedaba. De repente no supo si tenía que dejar la cocaína en la mesa o dejar el arma. O tal vez llevarse las dos cosas. Para una mujer que se enorgullecía de su capacidad de tomar buenas decisiones oportunamente, esta duda era tan violenta como cualquier ansia.
Tenía en el regazo las notas manuscritas de Jeremy Hogan.
Como buen científico, el psiquiatra había intentado organizarlas de una forma fácilmente comprensible, pero Andy Candy no era médico y le resultaban difíciles a la vez que fascinantes. Cada conversación que el anciano psiquiatra había tenido con su asesino iba seguida de encabezados, y en las páginas había también palabras clave garabateadas, junto con análisis abreviados e inacabados. Algunas frases estaban subrayadas, otras marcadas con un asterisco y unas cuantas rodeadas con un círculo. No tenían una estructura determinada, lo que le recordó a cuando leyó los cantos de la Divina comedia de Dante en un curso de Literatura renacentista. De repente, los estudios le parecieron muy lejanos. Se le ocurrió algo curioso: «Estas notas son como poemas dedicados a la muerte».
Vio que su conversación inicial con su verdugo había sido breve. En la parte superior de una página había escrito «conversación inicial». Y debajo: «Culpa. Última cuenta pendiente».
Sus anotaciones seguían debajo de estas entradas:
¿Otros? Significa que formo parte de un grupo.
Comprobar: asesinos contra los que testifiqué. Actos individuales.
A no ser que el «grupo» incluya fiscales, policías intervinientes, jueces, jurados, especialistas forenses, cualquiera relacionado con el proceso penal.
Muy posible. ¿Cómo comprobarlo?
Comprobar: excolegas.
¿Algún odio o desaire académico de hace tiempo que pudiera incitar al asesinato?
Poco probable. Pero posible.
Comprobar: ¿Alumnos? ¿Suspendiste a alguien?
Ligera posibilidad. ¿Repasar expedientes académicos?
Probabilidad de encontrar así a esta persona: escasa.
Después, había anotado:
Fundamental: valorar qué clase de asesino es.
Esta era la última entrada de la primera página.
En la segunda, la letra del doctor Hogan parecía apresurada, y Andy Candy supuso que escribía mientras hablaba, sujetando el teléfono entre el hombro y la oreja, bolígrafo en mano.
Leyó:
Instruido. No se educó en la cárcel ni en la calle. No es autodidacta.
De una de las ocho mejores universidades del país, ¿como el célebre Unabomber?
Obsesión controlada. Domina sus compulsiones. Las utiliza a su favor. Interesante.
No está desorientado. Sin influencia del estado de ánimo en sus patrones del habla. Sin coloquialismos. Sin acento.
No es paranoico. Es alguien organizado.
Se detuvo y consideró una anotación subrayada y rodeada con un círculo:
Sociópata. Pero no es como ninguno que haya conocido.
La palabra «ninguno» estaba subrayada tres veces.
En la parte inferior de la página, Hogan había escrito en letras mayúsculas:
QUERRÁ MIRARME A LOS OJOS ANTES DE MATARME.
TENGO QUE PREPARARME PARA ESE MOMENTO. SERÁ MI MEJOR OPORTUNIDAD.
Andy Candy inspiró hondo. Recordó la imagen del cuerpo del doctor Hogan ya muerto golpeando contra la pared.
—En eso se equivocó, doctor —susurró—. Lo siento, pero se equivocó. —Vaciló. Una idea le vino a la cabeza—. ¿Se equivocó?
«A lo mejor ya había…».
Se detuvo. De repente hacía calor en el coche, mejor dicho, un calor sofocante, y le dio al contacto para bajar las ventanillas. Respiró el aire húmedo que se coló dentro, apenas diferente del aire viciado del interior. Era como si las distinciones de la noche se hubieran disipado a su alrededor. Tenía el mismo desasosiego incontrolable que cuando leía una inquietante novela de suspense o veía una película de terror. Estaba segura de que si alzaba los ojos y contemplaba la noche, incluso en la seguridad de aquel aparcamiento, empezaría a ver formas amenazadoras que se transformarían en asesinos fantasmagóricos. Así que, en lugar de mirar fuera, bajó la vista hacia las notas de Hogan.
Se saltó páginas hasta la última.
Leyó una y otra vez la última entrada de Hogan, absorta:
Ya ha ganado. Ya estoy muerto.
—Timothy, cuéntale a Susan lo que nos has explicado. Cuéntaselo igual. Te creerá.
—O, por lo menos, creerá lo suficiente para dar el siguiente paso, sea cual sea. Es funcionaria pública. Querrá cubrirse las espaldas, coño.
—Pero ten cuidado, Timothy. No sabes a lo que te enfrentas.
Con las recomendaciones zumbándole en los oídos, Moth bajó con agilidad los peldaños de entrada de Redentor Uno y recorrió presuroso las sombras del aparcamiento. Vio que Andy Candy levantaba la cabeza al verlo acercarse al coche. Tenía una expresión extraña, pero pareció aliviada de verlo.
—Hoy tenemos otra reunión —comentó al sentarse en el asiento del copiloto.
Andy asintió, arrancó el coche y salió marcha atrás. A su alrededor otros coches, desde el pequeño híbrido del profesor de Filosofía hasta el gran Mercedes de la abogada, también se iban. No prestó atención al coche que siguió la misma dirección que ellos.
—No —indicó Susan Terry a la camarera—. Agua con hielo para todos. —También pidió sushi aunque tenía la certeza de que el pescado crudo le revolvería las tripas.
La camarera se marchó, seguramente calculando la propina sin incluir las bebidas, y Susan se volvió hacia Moth y Andy Candy.
—Muy bien —dijo—. Explicádmelo. —Les dirigió la mirada más dura que pudo para añadir—: Nada de sandeces. Esto no es un juego ni un trabajo universitario. No me hagáis perder el tiempo.
Moth sabía que aquello era pura pose, pero no dijo nada. Andy miró el fajo de notas manuscritas de Jeremy Hogan que llevaba en la mano. Moth se movió en su asiento. Los dos veían que Susan tenía un aspecto horrible. El cambio de fiscal estirada y compuesta, al mando y organizada, que habían visto en su despacho, a persona pálida y ligeramente temblorosa, con vaqueros y el pelo revuelto, que tenían delante era sorprendente. Que Susan pudiera seguir interpretando su papel con una voz regular y exigente simplemente realzaba todavía más el contraste. Moth supo de inmediato lo que implicaba aquel cambio. Andy tuvo una idea terrible: «Tiene el aspecto que debía de tener yo al salir de la clínica donde aborté».
Hubo un breve silencio mientras Moth intentaba organizar sus palabras. Finalmente dijo algo que causaría el máximo impacto:
—Hace cuatro días, en la zona rural de Nueva Jersey, Andy y yo presenciamos un asesinato.
Como el estudiante 5 detestaba el sushi, después de ver que el trío se sentaba a una mesa, se dirigió a un restaurante de comida rápida cercano y pidió un sándwich para llevar. Era raro que un fanático de la comida saludable como él tomara algo preparado o frito en un mostrador, pero las cosas le parecían extrañamente distintas aquella noche, como si de golpe tuviera que hacer muchos cambios, y eso lo angustiaba.
Se sentó en un banco que había al final de la calle del restaurante de sushi, desde donde podría verlos perfectamente al salir del local. Hacía un calor húmedo y notó que le faltaba el aliento. Desde allí no alcanzaba a ver a Andy Candy y Moth ni a la mujer con quien estaban, pero tenía una idea bastante clara de lo que estaban hablando. Todavía no sabía a quién se lo estaban contando, pero su instinto le aconsejaba seguir a aquella mujer. Necesitaba saber quién era mientras se decidía. «Quienquiera que sea seguramente es peligrosa», pensó.
La comida le supo rara en la boca, como si cada loncha de embutido, cada tomate y cada trozo de lechuga se hubieran estropeado, el pan estuviera rancio y el refresco light estuviera aguado y sin gas. Tiró el sándwich después de un par de mordiscos.