28

Observó cómo Andy Candy se quedaba esperando en el coche mientras Moth entraba en Redentor Uno.

El estudiante 5 pensó: «Vaya casualidad. Parece como si una deidad chulesca y decididamente psicópata asesina quisiera que los matara sí o sí».

Los había seguido desde que habían salido del piso de Moth aquella misma tarde, solo unos minutos después de que él hubiera llegado allí, es decir, al poco de que su avión aterrizara en Miami y antes de haberse registrado siquiera en el hotel de cuatro estrellas en el que había hecho una reserva. Estaba seguro de que seguían sin percatarse de su presencia.

Se hundió en el asiento de su coche alquilado y se dispuso a vigilar. Sin apartar los ojos de Andy Candy, una vez que Moth entró en la iglesia, dejó la mente lo más en blanco posible. Se dijo que debía deshacerse de prejuicios, ideas y opiniones preconcebidas. «Una chica que abandona misteriosamente los estudios universitarios y un muchacho enredado en un problema de alcoholismo. —Esto era lo que sabía de los jóvenes, desde luego no demasiado—. La gente siempre habla de lo importantes y acertadas que son las primeras impresiones. Sandeces». Se agazapó un poco más, algo incómodo por la forma en que tenía que esconderse. Estaba a unos veinte metros de Andy Candy, no demasiado lejos de la entrada de la iglesia. Si alguien le preguntaba algo, pensaba decir que había ido a la reunión, pero que no acababa de decidirse a entrar, lo que bastaría para satisfacer a cualquier curioso. Pero no esperaba necesitar dar esta explicación. «Los drogadictos y los alcohólicos son inestables e inseguros por naturaleza. Y no es algo difícil de imitar», pensó.

Desde donde estaba aparcado, veía que Andy Candy revisaba unos papeles. La curiosidad lo consumía. Quería acercarse más. Siguió observándola, haciendo acopio de paciencia, pero consciente de que, fuera cual fuese la decisión que tomara, tenía que tomarla deprisa.

Dentro de la sala de reuniones de Redentor Uno, Moth buscó con la mirada a Susan Terry, pero no la vio. «Bueno, supongo que no dedica tanto esfuerzo a mantenerse limpia como dijo», pensó cínicamente. Ocupó su asiento habitual en un sofá, saludando con la cabeza a los demás habituales. La reunión empezó con la bienvenida pausada de costumbre. Luego, el moderador señaló a la primera persona que tenía a su derecha en la especie de círculo que formaban. Era la abogada de mediana edad. Se alisó la falda de diseño al levantarse.

—Hola, me llamo Sandy y soy alcohólica. Llevo ciento ochenta y dos días sin beber.

Moth se unió a los demás para saludarla.

—Hola, Sandy —dijeron todos al unísono, como las respuestas corales de un oficio religioso. Todos los presentes conocían a Sandy y sus problemas y sintieron alivio al oír que seguía por el buen camino.

—He logrado ciertos progresos con mi ex y mis hijos —afirmó—. Van a llevarme a cenar a un restaurante esta semana. Es como una prueba, creo. Van a ponerme una botella de vino tinto delante para ver qué hago: ignorarla o soplármela.

Lo dijo con una sonrisa irónica. Hubo algunos aplausos.

—Podría pasar cualquier cosa —prosiguió Sandy. Vaciló y miró a Moth—. Pero creo que lo que todos queremos realmente es oír a Timothy.

Dirigió una mirada alentadora a Moth al volver a sentarse. Hubo un largo silencio en la sala. Varias personas se movieron nerviosas. El ingeniero se levantó.

—Me llamo Fred y llevo doscientos setenta y dos días limpio. Estoy de acuerdo con Sandy. Timothy, te toca.

El moderador, un ayudante del pastor que era exalcohólico y vestía camisetas oscuras de cuello alto a pesar del calor que hacía en Miami, intervino:

—Eso lo decidirá Timothy. No hay que obligar a nadie a…

—No importa —aseguró Moth y se levantó, aunque sí que importaba. Echó un vistazo alrededor e inspiró hondo para presentarse despacio—: Me llamo Timothy y llevo treinta y un días sin beber, aunque hace treinta y cuatro que mataron a mi tío.

Se detuvo y volvió a mirar en derredor. Los asistentes se inclinaban hacia él. Notaba su interés.

—Allá donde voy, muere alguien —añadió.

Susan Terry estaba arrodillada en la alfombra junto a la mesa de centro del salón de su piso. Tenía tablero de cristal y, justo en el centro, al lado de una botella medio vacía de Johnny Walker etiqueta roja, había dos finas líneas de polvo blanco. Se aferraba a los bordes de la mesa con ambas manos, como si un terremoto estuviera sacudiendo el edificio y ella se esforzara por no caerse.

«Hazlo. No lo hagas.

»Fue la sangre. Había muchísima sangre».

El sudor se le acumulaba en las axilas y las sienes. Se preguntó si el aire acondicionado del edificio había dejado de funcionar de repente, pero fue consciente de que el sudor era la manifestación física de una decisión terrible.

En un alarde de fortaleza, apartó la mano derecha del borde de la mesa y la metió en la cartera. Sin apartar los ojos de las rayas de cocaína, hurgó en ella hasta que encontró por fin la automática del calibre 25 que habitualmente llevaba cuando acudía a la escena de un crimen o cuando tenía que quedarse en su despacho hasta después del anochecer. El arma sería importante para cumplir lo que se repetía a sí misma: «No seré una víctima más como las personas que veo en los juicios».

Respirando con fuerza, como alguien que ha estado bajo el agua unos segundos de más, puso una bala en la recámara de la pistola. Después, la dejó delante de ella, junto a la cocaína.

«Sería mejor que te mataras más deprisa», se dijo. Todavía medio inmóvil, contempló las dos alternativas.

«Dispara a los perros». Estas palabras le acudieron a la cabeza y las repitió en voz alta.

—Dispara a los perros, maldita sea. Dispara a los perros. Dispárales ahora mismo. A los dos. Ve cómo mueren. —Se balanceó, insegura, y susurró una y otra vez—: Dispara a los perros, dispara a los perros, dispara a los perros.

La última escena del crimen a la que había tenido que acudir, a primera hora de la mañana, justo antes del alba, después de que la sacara de la cama la voz monótona de un inspector de Homicidios que no había podido disimular su rabia apesadumbrada, había tenido como consecuencia dos cosas: una papelina de cocaína y la seguridad de tener pesadillas. Era una escena del crimen que le había hecho perder la compostura y su imagen de fiscal dura cuidadosamente equilibrada.

—¿Señorita Terry?

—Sí. Dios mío, ¿qué hora es?

—Falta poco para las cinco. Soy el inspector González, del Departamento de Homicidios de Miami. Nos conocimos en…

—Lo recuerdo, inspector —le interrumpió Susan—. ¿Qué sucede?

—Tenemos un asesinato poco corriente. Creo que debería venir. Estamos en Liberty City…

—¿Drogas?

—No exactamente.

—¿Qué, pues?

Lo preguntó mientras sacaba los pies de la cama y buscaba unos vaqueros y una chaqueta pensando en un café.

—Ataque mortal de unos perros —respondió el inspector.

Los últimos zarcillos negruzcos de la noche seguían envolviendo la ciudad cuando partió hacia Liberty City. Subió por la interestatal, pasado su desvío habitual hacia la fiscalía del condado, y bajó por el carril de salida hacia una de las partes más pobres del condado de Dade, una zona que había alcanzado la fama unas décadas atrás debido a una serie de disturbios. Lo curioso de Liberty City, como la mayoría de los residentes sabía, era que sus tierras eran las más firmes en kilómetros. Solo era cuestión de tiempo y del ascenso del nivel del mar que los promotores inmobiliarios descubrieran que era el lugar más seguro donde construir. Y aquello reorganizaría la zona. Puede que en cien años fuera muy probable que, si Miami quería perdurar, se expulsara de allí a los pobres para que se instalaran los ricos.

La noche impedía ver lo peor de la pobreza. En Miami, el final de la noche produce una sensación envolvente; entre el calor, la humedad y la riqueza de los tonos negros del cielo, es un poco como el recubrimiento holgado de una mortaja.

Susan condujo por calles tranquilas con casas modestas de ladrillo y edificios baratos. Había escombros en las calles, coches apoyados sobre bloques de cemento, electrodomésticos estropeados esparcidos aquí y allá, barrotes en las ventanas y alambradas por todas partes. Era como si toda esa parte de la ciudad estuviera oxidada.

Ni siquiera con la pistola en la cartera a su lado habría conducido sola por esas calles por voluntad propia. «Nos gusta imaginar que no nos importa el color —pensó—, pero si venimos aquí solos, lo primero que nos acude a la cabeza es la raza».

Vio el brillo de las luces estroboscópicas a dos manzanas.

Cuando se acercó, reconoció el vehículo del forense, seis coches patrulla y varios camuflados, pero inconfundibles, de inspectores delante de dos casas de ladrillo contiguas, separadas solo por una de las omnipresentes alambradas. Un grupo de curiosos se agolpaba en las sombras. También había una furgoneta amarilla del servicio veterinario aparcada dentro del perímetro policial, y observó que había dos empleados de Medio Ambiente vestidos de verde hablando con algunos policías de uniforme.

Nadie la paró cuando estacionó y se acercó. «¿Una joven blanca que no es policía? Tiene que ser de la fiscalía». Localizó al inspector González y caminó con decisión hacia él.

—Hola, Ricky, ¿qué ha pasado?

—Señorita Terry. Siento haberla despertado a mitad de…

—No hace falta que se disculpe. También es mi trabajo. ¿Qué tenemos?

El inspector sacudió la cabeza.

—Creía que lo había visto todo —dijo con hastío, y señaló la parte trasera de la furgoneta del servicio veterinario. Hizo un gesto con la mano y uno de los empleados de verde abrió las puertas de atrás para dejar al descubierto las dos jaulas metálicas reforzadas que había en su interior. Las jaulas estaban diseñadas para contener panteras rebeldes y caimanes agresivos.

O pit bulls. Dos. Muy musculosos, con la cara llena de cicatrices y el pecho profundo que, echando espuma por la boca, gruñendo más que feroces, se lanzaron al instante contra los barrotes de la jaula aullando como locos, zarandeando la furgoneta con su ímpetu, desesperados por liberarse.

—Dios mío. —Susan retrocedió un paso y exclamó—: ¡Qué coño…!

Y entonces el inspector González le contó una historia. Era una historia con un toque de Poe o Ambrose Bierce y típica del sur de Florida.

Un solitario hombre mayor con una pierna deforme, debido a un accidente laboral que lo había dejado cojo unos años antes, y cuya principal fuente de ingresos era adiestrar ocasionalmente perros para peleas clandestinas, vivía por desgracia al lado de una familia cuyos dos hijos pequeños se burlaban de él despiadadamente. Harto, el hombre había ideado un dispositivo de apertura rápida en la zona enjaulada en la que mantenía a los perros y dejó de encadenarlos como era debido. Nudos corredizos y eslabones endebles. Los chiquillos se plantaron delante de su casa la noche anterior, decididos a lanzar piedras a los perros, que creían bien encerrados, y tiraron también piedras a las ventanas del hombre. Lo despertaron. Lo insultaron. Era solo un ejemplo de la maldad local en una noche demasiado calurosa, demasiado húmeda y destinada a presenciar algo terrible.

El hombre supuso que la alambrada delantera contendría a los perros y accionó el dispositivo de apertura para liberar a dos de los animales. Imaginó que ver a los dos perros de treinta kilos cruzando el patio como una exhalación enseñando los dientes asustaría convenientemente a sus torturadores. La alambrada detendría a los perros, los críos se llevarían un susto de muerte y él tendría cierta satisfacción sin tener que molestarse en abordar la situación del modo habitual en el condado de Dade, es decir, blandiendo un revólver.

Se había equivocado en todas sus suposiciones.

Los dos perros se abalanzaron sobre la alambrada, que se curvó y cedió, y se abrieron paso por el hueco.

Los dos perros atraparon fácilmente a los aterrados niños.

Los dos perros segaron rápidamente la vida de los chiquillos antes de que el hombre pudiera controlarlos.

Fin de la historia. Susan sintió un escalofrío. «Terrible. No trágico. Solo morboso».

—No le aconsejo que vea los cuerpos —añadió González.

—Tengo que hacerlo… —empezó ella, atragantándose al pensar en los niños destrozados.

—Los perros, ¿son como armas que tengamos que incautar? ¿Qué clase de homicidio es este? ¿Estamos hablando de una especie de defensa propia legal? Después de todo, los críos estaban tirando piedras a una vivienda particular. Pero estos perros, no sé, ¿son pruebas? Hay varios aspectos jurídicos a tener en cuenta, letrada. Si por mí fuera, les dispararía aquí mismo. Pero quería consultárselo antes.

Susan asintió. Sabía lo que quería decir al inspector: «Tiene toda la razón. Dispare a los perros. Será un poco de justicia callejera instantánea». Pero no lo dijo.

—Incaute los perros. Que el servicio veterinario lleve un registro constante, como si fueran un arma de fuego o un arma blanca de la escena del crimen, para que dispongamos de la cadena adecuada de pruebas en el juicio. Asegúrese de tomar una declaración jurada a los técnicos sobre lo peligrosos que son esos perros y de grabar en vídeo un poco de eso. —Señaló la parte trasera de la furgoneta, donde todavía se oía a los perros zarandeando las jaulas—. Detenga al propietario, léale sus derechos y acúselo de asesinato en primer grado. Pida a la policía científica que conserve intacto el dispositivo de apertura para que podamos presentarlo en el juicio. Saque fotografías de la alambrada por donde escaparon los perros… —Inspiró hondo. La fiscal metódica que había en ella estaba muy alterada—. Dios mío —añadió.

—He visto cosas horribles —aseguró González—, pero esta se lleva la palma. Los perros fueron directamente a la yugular. Son asesinos entrenados, peor y más eficientes que un sicario profesional, joder. Esos críos no tuvieron la menor posibilidad. La gente piensa que no es demasiado difícil ahuyentar un perro. No tiene ni idea.

La tomó del brazo y la condujo hasta el lugar de los hechos. Un cuerpo estaba en el patio lateral. El otro estaba justo delante de la puerta principal. Susan inspiró hondo otra vez. «Ese de ahí casi lo logró», pensó. Se detuvo cuando vio a un ayudante del forense. Incluso bajo las luces centelleantes, le pareció que estaba pálido. Estaba agachado junto a un cuerpo menudo. Miró la camiseta azul fuerte del niño, no su garganta. Después se obligó a alzar los ojos.

Así había sido la mañana de Susan.

Niños atacados, medio devorados; le había tocado una fibra sensible y había tropezado. Dado un traspié. Caído. Recaído. «El mal es constante y rutinario», pensó.

Cualquier adicto sabe dos números a los que llamar cuando ve algo, hace algo o se entera de algo que le hace tambalear al borde del precipicio que creía lejos, pero que realmente está siempre a sus pies. Cuando ocurre algo que de repente derriba la fachada de normalidad y restablece todo el dolor que permanece agazapado en su interior. Uno de los números es el de un tutor que le persuada de no hacer lo que tiene ganas de hacer. El otro es el del traficante que le proporcionará la alternativa.

«No lo habría llamado si no hubiera sido por los perros y los cadáveres de esos críos. Pensaba que lo tenía superado, que volvía a ser la fiscal dura con una superficie granítica y acerada, que las cosas me resbalaban. Eso creía. Ya no lo deseaba. Salvo por lo de hoy, por toda la sangre de esos niños».

Susan creía que si fuera realmente lista, podría repasar su vida y decirse a sí misma: «Mira, no me amaron lo suficiente de niña y por esta razón soy drogadicta». O: «Me pegaron y me abandonaron y por esa razón…». O: «Fui débil cuando tendría que haber sido fuerte, estaba perdida cuando tendría que haber sabido dónde estaba, lastimada cuando tendría que haber estado sana, y por esta razón…».

Si era consciente de sus circunstancias, estaría armada para defenderse de sí misma.

No funcionaba así.

En lugar de eso, estaba en casa horas después, bebiendo mucho y contemplando las opciones que tenía ante ella en la mesilla de cristal. Arma y cocaína. Cocaína y arma. «Dispara a los perros. Dispárate a ti misma».

Una muerte o la otra.

Cuando el teléfono sonó detrás de ella, se sobresaltó.

Primero hubo un silencio.

Moth miró a los demás presentes en Redentor Uno y dudó que jamás hubieran oído una historia como aquella. No era una historia sobre las clases de compulsión con que estaban familiarizados.

No pasó demasiado rato antes de que el grupo soltara una ráfaga caótica de preguntas, comentarios, temores y sugerencias. Era como si lo zarandeara un fuerte viento. El habitual decoro y orden con que se compartían las ideas en Redentor Uno había saltado por los aires. Se alzaban voces. Las opiniones electrizaban el ambiente. Argumentos, valoraciones sarcásticas e incluso dudas temblorosas retumbaban en la sala.

—Llama a la policía.

—¿Quieres decir a Emergencias? Menuda tontería. Se presentará algún policía que no sabrá qué hacer.

—¿Y qué tal los policías que investigaron el suicidio de Ed?

—Sí. Llámalos y diles lo idiotas que fueron. Ya verás qué bien.

—Bueno, ¿y si contratas a un detective privado?

—Mejor aún, consíguete un abogado que contrate a un detective privado.

—Eso tiene más sentido, solo que ¿cuántos abogados conocéis que puedan encargarse de un asesino vengativo? ¿Cómo buscas esta especialidad en el listín telefónico? ¿Dónde? ¿Entre los abogados especializados en accidentes de tráfico, divorcios y herencias?

—Tienes que hablar con la familia y la pareja de Ed. Tienen que saber lo que has descubierto.

—Ya. ¿Y cómo van ellos a ayudarlo?

—¿Por qué no llamas al Herald de Miami? Habla con algún reportero de investigación y ponlo sobre la pista de esta historia. O a un programa como 60 Minutes. O a alguien que pueda investigarlo independientemente.

—No digas sandeces. La prensa solo la cagaría. ¿Has leído el Herald últimamente? Te aseguro que no es lo que era hace veinte años. A duras penas recogen como es debido los detalles de las reuniones de la junta municipal. Yo aconsejo que vuelva a Nueva Jersey y entregue todo a la policía de ese estado.

—¿Y qué hará la policía de allí? No tiene jurisdicción aquí. Además, Timothy carece de pruebas, solo tiene conexiones. Suposiciones. Deducciones y posibilidades. Tiene un móvil para el asesinato, pero suena bastante descabellado. Y tiene varias coincidencias. ¿Qué más?

—Tiene más que eso.

—¿Seguro? ¿Cosas que tendrían validez en un juicio? No lo creo.

—Timothy tendría que escribir un libro.

—Eso le llevará uno o dos años. Lo importante es qué tendría que hacer ahora.

—Ojalá estuviera aquí Susan, la fiscal. Ella se dedica a estas cosas y sabría qué hacer.

Moth respondió este último comentario.

—Puedo llamarla. Me dio su tarjeta, con el número de su casa. —Sacó de la cartera la tarjeta de visita.

Eso hizo que la sala volviera a quedar en silencio. Todos asintieron expresando conformidad.

Sandy, la abogada, sacó un móvil del bolso.

—Ten —dijo—. Llámala ahora mismo, con todos nosotros aquí. —Hizo esta sugerencia con insistencia maternal. También reflejaba la idea generalizada en Redentor Uno de que la promesa de llamar a alguien no era lo mismo que llamarlo realmente.

Moth empezó a marcar el número, pero se detuvo cuando el profesor de Filosofía de la Universidad de Miami, que hasta ese momento había estado extrañamente poco comunicativo, se inclinó por fin hacia delante con la mano levantada como uno de sus alumnos.

—Timothy —dijo—, se me ocurre algo en lo que, al parecer, los demás no se han fijado. Creo que te han hecho buenas sugerencias y que tendrías que seguirlas, la verdad —aconsejó en el mismo tono que utilizaría en una reunión del cuerpo docente—. Pero mi temor es otro.

—¿Cuál, profesor? —preguntó Moth.

—Si esta persona, este exestudiante de Medicina que has identificado y que, al parecer, es un asesino tan competente… (se le da tan bien matar que ha cometido, ¿cuántos?, cinco asesinatos sin que lo pillaran). —Hizo una pausa de modo pedante—. ¿Qué te lleva a pensar que no sabe nada de ti?

Silencio.

Los habituales de Redentor Uno se quedaron petrificados.

—Ya, pero ¿cómo…? —balbuceó Moth.

Iba a formular una pregunta que ni él ni nadie más podría responder satisfactoriamente.

Otro silencio.

—Marca ese número —dijo la abogada con voz áspera y fría.

Moth echó un vistazo a la sala. Los asistentes estaban inclinados hacia delante en sus asientos, expectantes y briosos.

«Hoy no es la típica reunión de siempre, desde luego», pensó Moth con ironía.

Siguió marcando mientras el profesor añadía:

—Y si sabe de ti, Moth, ¿qué hará al respecto?