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Andy Candy estaba recogiendo unos papeles en su espacio de trabajo improvisado en el piso de Moth. Los colocó en un montón delante de ella y empezó a teclear en el portátil. En la pantalla apareció un artículo de cuatro párrafos del New York Post, fechado casi dos años después de que un miembro del Grupo de Estudio Alfa tuviera que abandonar la facultad: «La policía busca en el río a un estudiante de Medicina desaparecido».

Otro par de clics la llevó a otro artículo, las necrológicas de la hemeroteca del New York Times: «Un cirujano y su esposa mueren en accidente de aviación».

Realzó una frase cerca del final que detallaba que un avión privado, pilotado por el cirujano, se había estrellado al aterrizar en una pista rural cerca de la casa de veraneo de la familia en Manchester, Vermont. La frase realzada rezaba: «El doctor Callahan y su esposa no tenían familiares directos. Su único hijo desapareció hace cinco años en un supuesto suicidio».

Andy siguió buscando entradas en diversos sitios, incluido el certificado de defunción de un tal Robert Callahan, hijo, del Tribunal Superior del Estado de Nueva York. Era una resolución adoptada cinco años después de su desaparición y que precedía seis semanas al accidente de aviación. Por lo que se desprendía del papeleo, sus padres habían solicitado que se declarara a su hijo legalmente muerto. Sospechó que tendría algo que ver con la planificación de su patrimonio. Se imaginó que el accidente de aviación también había sido un asesinato, pero no alcanzaba a ver cómo. Había encontrado un informe de la Administración Federal de Aviación sobre el accidente que lo atribuía a la inexperiencia y al error humano del piloto. Robert Callahan, padre, acababa de obtener su licencia de piloto unas cuatro semanas antes y le había faltado tiempo para comprarse un Piper Cub monomotor. La necrológica no destacaba la ironía de tanta premura.

Repasó con la mirada todas las ventanas abiertas en la pantalla del ordenador y pensó: «Muerte, muerte y más muerte. Todo está relacionado con la muerte». Preguntó:

—¿Qué sabemos hasta ahora?

Moth se inclinó para leer lo que aparecía en la pantalla.

—Sabemos quién —dijo luego—. Sabemos por qué. Sabemos un poco cómo, aunque no exactamente. Sabemos cuándo. Tenemos toda clase de respuestas —añadió en un tono casi desafiante.

—¿Y qué significa eso? —soltó Andy Candy.

Sabía la respuesta a esta pregunta: «Todo y nada al mismo tiempo».

Moth reflexionó un momento antes de contestar, casi como si pudiera leerle el pensamiento:

—No creo que tengamos que hacer todavía esta pregunta.

—Bueno —dijo ella, señalando las palabras que mostraba la pantalla—, lo que sí sabemos es que, según dicen, la persona que hemos identificado como el probable asesino de tu tío murió hace unos veinticinco años, más o menos cuando tú y yo nacimos, aunque jamás se encontró su cadáver. Así que, como no sea un fantasma o un zombi, no es alguien al que podamos encontrar en Internet. Olvídate del sitio web para encontrar a compañeros de clase. Porque, para conseguir esa declaración de las autoridades, alguien tuvo que investigar sin obtener ningún resultado. Hubo que firmar documentos, autenticarlos y hacerlo todo oficial.

Miró a Moth. Quería hacer algo sensible como tocarle el brazo, algo tranquilizador. Pero, en cambio, se movió en su asiento y añadió:

—Está muerto, muerto, muerto. Solo que no lo está, ¿verdad?

Moth asintió.

—¿Cuánto cuesta desaparecer en este país, Andy? —se limitó a comentar, y se respondió—: No mucho.

La joven dio golpecitos en la pantalla con el dedo índice. «¿Qué estamos haciendo?», pensó. Y tuvo otra idea aterradora: «¿A cuánta gente necesita matar Edmond Dantès para alcanzar su venganza?». Y otra, todavía peor: «Nunca se acabará». La última frase le retumbó en la cabeza, como un sonoro eco, «nunca se acabará, nunca se acabará», así que dijo en voz baja:

—Aquí se acaba todo, Moth. No sé qué más podemos hacer.

«Nos enfrentamos a un asesino fantasma», pensó. Por un instante tuvo la misma sensación que se había adueñado de ella en casa de Jeremy Hogan. «¡Corre! ¡Lárgate!». Recordó el cadáver del psiquiatra en el suelo, la sangre encharcada, la cabeza destrozada. Creía que había desterrado las imágenes más terribles a algún lugar lejano, como si no las hubiera visto, y todo aquello hubiera tenido lugar en un mundo que no era real ni onírico.

Intranquila, insegura, quiso aportar certeza:

—Se acabó, Moth. Lo siento. Se acabó. Estamos en un callejón sin salida.

Las palabras que eligió no eran demasiado diferentes de las que él había utilizado y lamentado, años antes, cuando rompieron.

El típico desengaño juvenil: él estaba ilusionado con su marcha a la universidad y a ella le faltaban dos años para seguirlo. Largas conversaciones telefónicas. Disculpas. Lágrimas. Crispación emocional y retortijones. Frustración y rabia. «¡No quiero volver a verte nunca!». Por supuesto, no era cierto. Al recordar el final de su historia de amor, le pareció tan común y corriente y tan prosaico que casi la asustó.

—Un callejón sin salida —repitió.

Moth, que apenas oía nada de lo que ella estaba diciendo, se sentía atrapado. Los hechos, los detalles, las relaciones, aquello que apuntalaba todo lo que lo había conducido hasta ese punto se desplegaba ante él, en el ordenador de Andy, en notas, en artículos, en sus propios recuerdos. El incipiente historiador que había en él sabía que había llegado el momento de reunirlo todo de forma coherente para entregarlo a las autoridades.

Era exactamente lo que haría una persona responsable y formal que no fuera alcohólica ni drogadicta: mirar todo lo que habían hecho, enorgullecerse un poco de lo que habían sacado a la luz, darse una palmadita en la espalda y desentenderse del asunto para dejarlo en manos de profesionales. Entonces podrían esperar con impaciencia el día que llegara a juicio, o quizás el día en que los entrevistaran en algún programa de televisión sobre crímenes nunca resueltos. La presentadora Nancy Grace le sacaría el máximo partido. Dejaría de tratarse del asesinato de su tío. Pasaría a formar parte de la cultura popular: una noticia. «¡Unos audaces estudiantes sacan a la luz treinta años de asesinatos motivados por una venganza! Lo veremos a las once; no se lo pierdan».

Esta idea fue como una puñalada. Alzó los ojos y vio que Andy se había vuelto otra vez hacia la pantalla.

Se dio cuenta de que iba a perderlo todo. A Andy. Al tío Ed. La abstinencia del alcohol. Todo parecía estrechamente ligado entre sí.

Pero al hablar contradijo todo lo que sentía:

—Tienes razón, Andy —coincidió, y después sacó más palabras de algún lugar oscuro de su interior—: Creo que tendríamos que reunir todo lo que hemos descubierto y llevárselo a la fiscal Terry. Detestaré hacerlo, porque me metí en todo esto porque me correspondía a mí averiguar la verdad sobre el asesinato del tío Ed… —Se le apagó la voz, pero la recuperó—: Habría sido lo correcto.

—Has hecho mucho —aseguró Andy.

—No lo suficiente.

—Y sabes la verdad —insistió ella.

—¿Crees que con eso basta? —preguntó Moth en tono profesoral.

—Tendrá que bastar.

Ninguno de los dos lo creía.

—Muy bien —prosiguió Moth—. Susan Terry sabrá cuál es el siguiente paso.

No confiaba en Susan Terry. Ni siquiera le caía bien. Pero no veía otra alternativa, porque era consciente de que si hubiera dicho otra cosa a Andy Candy en ese momento, podría haberse producido lo que había temido desde el comienzo. Una cosa era decir «lo mataré» cuando no sabía de quién estaba hablando, y otra muy distinta, decirlo ahora.

«Se lo dije al empezar: que en cuanto creyese que estoy loco, tendría que largarse».

Quería tenerla cerca un poco más y la palabra «matar» amenazaba con impedírselo.

Los dos trabajaron mucho el resto del día preparando lo que recordaba un poco un trabajo trimestral en grupo para la secundaria. Elaboraron una lista de todo lo que habían hecho, de todas las personas con quienes habían hablado. Incluyeron números de teléfono, direcciones, descripciones y todos los detalles que recordaban de cada conversación. Establecieron una cronología e imprimieron artículos de periódico. Fueron lo más organizados que podían ser un par de buenos estudiantes. Se esforzaron por darle un enfoque que se basara únicamente en los hechos, ya que, como no dejaba de decir Moth, de otro modo Susan Terry no les haría caso.

Al final de la tarde, Andy Candy estiró los brazos.

—Tendríamos que tomarnos un descanso —indicó—. No he trabajado tanto desde el colegio.

—Ya casi estamos —respondió Moth.

—Bueno, despejémonos un poco y acabaremos con más ímpetu.

—¿Es lo que harías en la universidad?

—Sí —sonrió.

—Yo también —dijo Moth con otra sonrisa—. ¿Damos un paseo, entonces?

—Nos irá bien un poco de aire fresco.

Los dos se separaron de sus ordenadores y papeles. Andy bajó la vista al levantarse. Señaló el bloc garabateado de Jeremy Hogan.

—No lo hemos revisado a fondo —comentó.

—Se lo daremos a Susan a ver si ella encuentra algo —dijo Moth sacudiendo la cabeza. Acto seguido, se encogió de hombros y añadió señalando el 357 Magnum y una caja de balas de punta hueca que había dejado en la encimera de la cocina—: Y tampoco hemos usado esto. Tendría que librarme de ello.

Andy Candy asintió. Las armas, la depresión, la soledad y el alcoholismo formaban una mezcla potente. Dejar que Moth tuviera el arma la asustaba.

—Tírala. En un contenedor o en uno de los canales cuando nadie te vea.

—Buena idea. Seguro que la mitad de los canales de Miami está abarrotada de armas desechadas por mafiosos. —Flexionó un par de veces las rodillas y sonrió—. No he hecho demasiado ejercicio. Estoy tieso como un palo.

Salieron del piso, vacilando como cuando se sumerge un pie en el agua fría.

Fuera, seguía haciendo calor y se había levantado brisa. Al oeste, sobre los Everglades, se estaban formando unos nubarrones grises, pero la amenaza de lluvia parecía a horas de distancia.

Caminaron deprisa para estirar las piernas. No hablaron demasiado, aunque Andy Candy preguntó:

—¿Iremos a Redentor Uno hoy?

—Sí.

—Si ves a Susan Terry…

—Le diré que quiero hablar con ella en su oficina. Supongo que le parecerá bien.

A lo lejos se oía cómo iba aumentando el tráfico de la hora punta de la tarde. Cruzaron una calle concurrida y se internaron en una sombreada zona residencial. La acera era irregular; las raíces de los árboles habían removido algunas baldosas. Siguieron su camino con cautela para no tropezar. La calle estaba cubierta de sombras. Era como andar entre distintas variaciones del negro.

—¿Crees que se ha acabado todo? —soltó Andy de repente.

—Casi —respondió Moth con una tristeza incomprensible.

La lógica habría sugerido que hablaran entonces sobre ellos, pero no lo hicieron. A ninguno de los dos le parecía un tema que pudieran abordar sin problemas.

Tampoco fueron conscientes de la persona que unos cincuenta metros por detrás seguía sus pasos.

«Increíble —pensó el estudiante 5 mientras seguía fácilmente su ritmo—. Se aprende muchísimo sobre la gente simplemente observándola de cerca».

Sabía que ese era un principio básico de la profesión que se le había impedido llegar a ejercer, pero se sentía muy ufano de no haber perdido las aptitudes que había mostrado años atrás. Se percató, feliz, de que en realidad las había afinado y agudizado hasta límites insospechados.