Antes de dirigirse al sur, el estudiante 5 fue en metro hasta el Lower East Side de Manhattan y dio un largo paseo. Terminó en el límite de Chinatown, cerca de donde la calle Mott limita con Little Italy y crea una confusa mezcolanza de culturas en calles abarrotadas de furgonetas de reparto, mercados al aire libre y mareas de personas. Hacía una mañana preciosa, soleada y suave; el cuello levantado del traje y un pañuelo de seda blanco le bastaban para no tener frío. Destacaba un poco; con su traje caro y la corbata parecía un gestor de fondos de inversión. Estaba rodeado de gente que iba en vaqueros, botas de trabajo y sudaderas con capucha con escudos de equipos deportivos, pero le gustaba distinguirse. «He llegado muy lejos». Fue un paseo nostálgico para el estudiante 5. Allí era donde se había trasladado hacía años cuando le dieron el alta del hospital y donde, en lugar de intentar regresar a la facultad, había hecho el truco de manos de las identidades de que disfrutaba ahora.
Sonó un claxon. Unas agudas voces asiáticas discutieron por el precio de los peces que nadaban en unos sucios acuarios. Una pareja de yuppies con dos niños en una sillita pasó a su lado.
«¡Cuánta vitalidad! —pensó. Se respiraba vida por todas partes—. Y sin embargo he venido aquí a morir».
Esta clase de sentimentalismo era rara en el estudiante 5, pero no inaudita. A veces, cuando miraba una trillada comedia romántica le entraban ganas de llorar. Algunas novelas lo lanzaban a las garras de la depresión, especialmente cuando mataban a sus personajes favoritos. La poesía solía dejarlo meditabundo de una forma incómoda, aunque seguía leyéndola y se había suscrito a la revista literaria Poets and Writers en su casa de Cayo Hueso. Había ideado técnicas para librarse de las emociones no deseadas cuando se presentaban, como cambiar Love Actually o Caballero sin espada en su cola de Netflicks por 300 o Grupo salvaje. Sustituía los ojos empañados por gore. En el caso de las novelas y la poesía, cuando notaba que empezaban a desbordarlo las emociones, dejaba el libro a un lado y hacía ejercicio frenéticamente. Cuando el sudor le caía sobre los ojos y los bíceps le dolían del esfuerzo, era menos probable que pensara en los problemas de Elizabeth Bennet con el señor Darcy en el siglo XIX y que se concentrara en sus designios mortales.
Se paró delante de un insípido edificio de ladrillo rojo de la calle Spring, uno de los, al parecer, miles de edificios similares que había en la ciudad. Una parte de él quería acercarse, tocar el timbre del número 307 y preguntar a quien viviera allí entonces qué había hecho con sus muebles, su ropa y todos los cachivaches, utensilios de cocina y recuerdos artísticos que había puesto en ese piso y que, después, había dejado atrás de golpe. Dudaba que los inquilinos fueran los mismos décadas después, pero la curiosidad amenazaba con consumirlo.
Dejar sus obras de arte lo había afligido un poco, pero había sido crucial. De niño era muy habilidoso con el lápiz o el pincel, y lo había recuperado en el hospital, donde le pedían que se expresara porque eso formaba parte de su mejoría.
También permitía ver quién era. Cada pincelada y cada línea trazada a lápiz afirma algo. Dibuja una flor y pueden pensar que estás mejorando. Dibuja un cuchillo goteando sangre y probablemente te encierren seis meses más. O hasta que seas lo bastante listo para empezar a dibujar flores.
Como era consciente de estas cosas, se aseguró de que en el hospital todo el mundo —los médicos, los psicoterapeutas, las enfermeras y el personal de seguridad del pabellón, así como todos sus familiares— supieran cuán importantes eran para él sus dibujos y cuadros. Así, cuando se marchara de repente, indicarían algo crucial a quienes fueran a buscarlo, ya fueran familiares, policías o, incluso, algún detective privado soso y tenaz: «Jamás dejaría atrás sus obras de arte».
«Sí que lo haría».
Recordó el día que había desaparecido para encarnar sus nuevas existencias. Lo había dejado todo, junto con un mapa dibujado meticulosamente mostrando las calles que recorrería e indicando tres sitios ideales para lanzarse a las aguas del East River. El puente. El muelle. El parque. En la parte superior del mapa había garabateado: «Ya no puedo más». Le gustaba aquella frase. Podía significar prácticamente cualquier cosa, pero sería interpretada de una única manera.
«La gente quiere creer en lo obvio, incluso cuando es un misterio. Quiere explicaciones racionales para conductas aberrantes, incluso cuando son inaprensibles y difíciles de definir».
De modo que había sido sencillo. Había que dejar un par de pistas que señalaran en la misma dirección y así, incluso sin cadáver, todos llegarían a la misma conclusión: «Dos más dos, cuatro. Se ha suicidado».
Especialmente cuando no es verdad. Y estaba orgulloso de su autocontrol: ni una sola vez desde que dejara el piso había tomado el pincel y las pinturas para dejarse llevar por su sentido artístico.
La puerta lo llamaba. Se dirigió hacia ella y se obligó a detenerse. Tuvo una idea curiosa: «Es como mirar el sitio donde nací y donde fallecí».
La calle no había cambiado demasiado con el paso de los años. Había un nuevo Starbucks en la esquina, y la antigua charcutería era ahora una tienda exclusiva de ropa de mujer. Pero la tintorería que estaba a mitad de la calle seguía allí, lo mismo que el restaurante italiano tres puertas más abajo.
El estudiante 5 se metió despacio la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó las fotografías de Andy Candy y Timothy Warner. «Eran unos niños cuando yo vivía aquí —pensó—. Siempre he conocido a la gente que asesino. La verdad es que no es justo matar sin que haya familiaridad. Eso me convertiría en poco más que un vil sociópata». Enumeró mentalmente algunos rasgos de una personalidad antisocial: inadaptación a las normas sociales; impulsividad; temeridad; irresponsabilidad; ausencia de remordimientos.
«No es mi caso», se tranquilizó, aunque tenía sus dudas acerca de la última categoría, lo que le hizo esbozar una sonrisa.