Esa noche Susan Terry se sentó al lado de Moth en Redentor Uno. Cuando le tocó el turno, declinó hablar. Hizo un gesto a Moth, que también sacudió la cabeza, lo que pareció sorprender a todo el mundo, y quien tomó la palabra fue el ingeniero, que resumió su última lucha contra la oxicodona.
Cuando la sesión terminó, Susan puso una mano en el brazo de Moth para retenerlo un momento en el asiento.
—Hay alguien esperándome —dijo él.
—Solo será un minuto —respondió Susan.
Observó cómo los demás salían de la sala o se arremolinaban alrededor de la mesa del café y los refrescos.
—Has faltado a algunas reuniones —comentó la ayudante del fiscal.
—He estado ocupado.
—Yo también, pero he asistido. ¿Estabas demasiado ocupado para presentarte aquí y hablar sobre tu adicción? —Fue directa y al grano, como era su estilo.
—Estaba fuera.
—¿Dónde?
—Fui al norte.
—El norte es muy grande. ¿Hay bares en el norte?
Esperaba que un poco de sarcasmo lo incitara a abrirse un poco. El sarcasmo hace enfadar a la gente, y a la gente enfadada se le suele soltar la lengua. Lo había aprendido el primer día como fiscal y esperaba que funcionara con Moth.
—Supongo. No fui a ninguno.
—Ya —asintió Susan, haciendo que una sola sílaba sonara como un puñado de ellas. Cualquier interrogatorio, incluso el más improvisado, se basaba en hurgar en las debilidades. Y ella era muy versada en la mayor debilidad de Moth porque la compartía—. ¿Y qué hiciste exactamente en el amplio y ancho norte?
—Fui a ver a un hombre que conocía a mi tío cuando era joven.
—¿De quién se trataba?
—Un psiquiatra jubilado que fue profesor de mi tío.
—¿Por qué él?
Moth no respondió.
—Comprendo —dijo Susan—. Así que sigues convencido de que hay un misterioso genio criminal suelto. —Insistió con el sarcasmo para pinchar a Moth y hacerlo decir algo concreto. Se debatía entre dudas y certezas sobre la muerte del tío: las dudas eran suyas, recientes, y quería hacerlas desaparecer lo más rápidamente posible, y las certezas se hacían eco de la insistencia tenaz e irritante de Moth.
—Sí —soltó el joven con una risita fingida—. Pero no sabría describirlo. ¿Crees que hay alguien, una especie de profesor Moriarty, que rivaliza con Sherlock Holmes? ¿Crees que es eso lo que estoy haciendo? Menuda tontería. De todos modos, en este caso, lo de genio criminal parece algo aventurado.
Moth pensó que aquello era mentir diciendo verdades. Y le gustaba usar la palabra «aventurado».
—Timothy —insistió Susan, procurando suavizar su tono, lo que solía ser otra técnica efectiva, aunque estaba empezando a creer que Moth era inmune a la mayoría de los planteamientos rutinarios—. Estoy intentando ayudarte. Ya lo sabes. Te advertí que era peligroso iniciar a la ligera una búsqueda inútil. Dime, en tu viaje al norte, cuando visitaste a ese viejo conocido de tu tío, ¿descubriste algo?
Moth flaqueó y no pudo contenerse.
—Sí —susurró.
Estuvieron callados un instante. Susan sacudió la cabeza, nada convencida.
—¿Qué exactamente? —quiso saber con la insistencia nada sutil de una fiscal profesional.
—Que tengo razón —respondió Moth.
Después se levantó y se dirigió a la salida mientras Susan se quedaba mirándolo desde el sofá con una mezcla de enojo y curiosidad, un cóctel peligroso en su interior.
En el coche, mientras esperaba a que Moth saliera de Redentor Uno, Andy hizo más llamadas telefónicas.
Justo cuando pensaba que la reunión estaría finalizando, marcó el número de un psiquiatra en San Francisco. Era el tercer nombre de su lista de alumnos supervivientes que terminaron sus estudios en la Facultad de Medicina y que practicaban el psicoanálisis y la psicoterapia en una consulta privada en aquella ciudad. En las puntuaciones de particulares de la Angie’s List tenía una mezcla de respuestas: una mitad lo canonizaba y la otra creía que habría que condenarlo, encarcelarlo o, ya puestos, hacerlo arder en el fondo del infierno. Andy imaginó que seguramente esta variedad era un halago para la mayoría de los psiquiatras.
Le sorprendió que el médico contestara en persona al teléfono. Balbuceó brevemente la parte ya memorizada sobre el tío Ed y el fondo en su memoria.
—¿Un fondo en su memoria? —preguntó el psiquiatra.
—Sí —respondió Andy.
—Bueno —titubeó—, supongo que podría aportar una pequeña cantidad.
—Eso sería fantástico —aseguró Andy.
El médico titubeó de nuevo y su voz cambió:
—Es imposible que llame realmente para esto —dijo con decisión.
—Pues no. No exactamente —admitió Andy Candy mientras buscaba algún tipo de excusa o explicación.
—¿Cuál es entonces el motivo de su llamada?
—No creemos… Bueno, no creo que Ed se suicidara. Pensamos que hay algún incidente en su pasado que… —No sabía cómo continuar.
—¿Un incidente? ¿Qué clase de incidente?
—Algo que relacione su pasado con su presente —contestó Andy.
—Esa es una descripción de la psiquiatría lo más simple y exacta que puede hacerse —aseguró el médico con una breve risita. Prosiguió—: ¿Y qué pinto yo en ello?
—El tercer curso en la Facultad de Medicina —dijo Andy tras un instante.
El psiquiatra fue quien se quedó callado entonces unos segundos.
—El peor curso —comentó—. ¿Cómo se dice? Lo que no te mata, te fortalece. Está claro que el autor de semejante sandez jamás se pasó trescientos sesenta y cinco días como estudiante de tercer curso de Medicina y, desde luego, no sabía nada sobre enfermedades mentales.
—¿Recuerda a Ed?
—Sí. Puede. Un poco. Era un buen chico, listo e incisivo. Coincidíamos en una o dos clases, creo. No, seguro. Estábamos en la misma especialidad, de modo que íbamos básicamente en la misma dirección. Pero no se trata de eso, ¿verdad?
—No.
—No suelo hablar por teléfono sobre asuntos delicados —aclaró.
—Necesitamos ayuda —dijo Andy.
—¿Usted y quién más? —preguntó el psiquiatra, receloso.
—El sobrino de Ed. Es amigo mío.
—Bueno, no sé si puedo ayudarlos mucho.
Andy se quedó callada, imaginando que él seguiría hablando. Acertó.
—¿Qué saben del tercer curso de la Facultad de Medicina en la especialización de Psiquiatría? —dijo con brusquedad el psiquiatra.
—No mucho. Es decir, es cuando hay que decidir…
—Permita que la interrumpa. Es… —Se detuvo, pensando qué iba a decir—. Hay una película: El año que vivimos peligrosamente. Una bonita descripción. Así fue para todos nosotros.
—¿Podría ayudarme a entenderlo? —pidió Andy Candy, que creyó que esta sería una buena forma de lograr que un psiquiatra siguiera hablando.
—Dos cosas —dijo pasado un segundo—. La primera, el contexto. El tercer curso. Después, lo que pasó, aunque no estoy seguro de saber muy bien qué fue. Recuerdo que hubo rumores. Pero ninguno de nosotros tenía tiempo para prestar atención a los rumores. Estábamos muy ocupados con los estudios.
—Entiendo. —Estaba intentando animarlo a seguir.
—El tercer curso es muy estresante para cualquier estudiante de Medicina. Pero la psiquiatría proporciona otro tipo de estrés, porque de todas las disciplinas médicas, la nuestra es la más esquiva. No hay erupciones cutáneas, problemas de micción, respiraciones dificultosas o toses perrunas que nos echen una mano. Todo depende de la interpretación de conductas inusuales. En el tercer curso, todos estábamos exhaustos, medio psicóticos. Éramos vulnerables a muchas de las enfermedades que estábamos estudiando. Depresiones incapacitantes. Inseguridad. Falta de sueño y alucinaciones. Es una etapa muy difícil. Las exigencias son brutales y el miedo a fracasar, muy real.
—Así que…
—Aquel curso me pareció odioso y también me encantó. Visto ahora, es un curso que saca lo mejor y lo peor de ti. Un año definitorio.
—¿Asistió a las clases del profesor Jeremy Hogan?
El psiquiatra vaciló una vez más.
—Sí. A sus clases de Psiquiatría forense. Las llamábamos «interpretación de asesinos». Era fascinante, aunque no se incluyera en mis intereses profesionales.
—Ed Warner también asistió a estas clases, y algo relacionaba al doctor Hogan con Ed y varios alumnos más… —Leyó rápidamente los nombres de los psiquiatras muertos.
—Si no recuerdo mal —comentó el médico pasado un instante—, porque nos estamos remontando unas décadas, seguramente eran los miembros del grupo de estudio Alfa. No estoy seguro, ¿sabe? Ocurrió hace muchos años. En el tercer curso de Psiquiatría había tres grupos de estudio, Alfa, Beta y Zeta. Bromeábamos porque en latín significan primero, segundo y último. Cinco de nosotros fuimos asignados al azar a cada grupo. Surgieron rivalidades comprensibles: cada grupo quería el mejor promedio de notas, el mejor destino para su residencia. Pero hubo un problema en el grupo Alfa.
—¿Un problema?
—Al parecer un alumno sufría un brote psicótico. Por lo menos, esa fue la historia que circuló. Naturalmente, con el estrés, las decisiones, el trabajo inacabable del curso y el miedo a haber cometido un error de diagnóstico, en todos los grupos había miembros que estaban al límite. Las crisis nerviosas no eran extrañas.
El psiquiatra hizo una pausa.
—La suya lo fue.
Una conversación breve pero peligrosa que realmente tuvo lugar:
—Doctor Hogan, perdone que le moleste…
—¿Qué desea, señor, esto… Warner, verdad?
—Sí, señor. Vengo de parte de mis compañeros del grupo de estudio…
—¿Sí? Tengo una clase de aquí a poco rato. ¿Podría ir directamente al grano?
Ed Warner: Respirando hondo. Organizando rápidamente las ideas. Moviendo inquieto los pies. Teniendo sensación de duda.
—Cuatro miembros del grupo de estudio Alfa están preocupados por los hábitos de conducta del quinto miembro. Creemos que supone una auténtica amenaza, tanto para él como para nosotros.
Jeremy Hogan: Esperando un instante. Moviéndose en una silla. Dándose golpecitos con un lápiz en los labios. Aplazando mentalmente la clase prevista.
—¿Qué clase de amenaza?
—Violencia física.
—Es una acusación muy grave, señor Warner. Espero que pueda respaldarla.
—Sí, señor. Y todos consideramos que este era nuestro último recurso.
—¿Son conscientes de que una acusación como esta puede repercutir en las carreras de todos?
—Sí, lo hemos tenido en cuenta.
—¿Y por qué han acudido a mí?
—Por su experiencia en personalidades explosivas.
—Creen que su compañero de grupo está al límite y que ello podría traducirse en… ¿qué exactamente, señor Warner?
—Estas últimas semanas, la conducta de este alumno se ha vuelto cada vez más errática y…
—Se acercan los exámenes. Muchos alumnos tienen los nervios de punta.
Ed Warner: Inspirando hondo de nuevo. Echando un vistazo a los papeles de los demás miembros del grupo en que resumían sus impresiones.
—La semana pasada estranguló a una rata de laboratorio delante de todos nosotros. Sin motivo. Simplemente la cogió y la mató. Lo hizo sin emoción alguna, como si quisiera demostrar que podía matar sin cargo de conciencia alguno. Pasa casi todo el tiempo hablando solo, divagando de modo inconexo e incomprensible, pero a menudo airado, especialmente en lo que se refiere a las presiones familiares y a nosotros. Es solitario pero amenazador. Afirma tener armas de fuego. Ha rechazado todos nuestros intentos de integrarlo. Nosotros buscábamos distender la situación y lograr que pida ayuda. A veces sus expresiones faciales son lábiles y no guardan relación con ningún contexto reconocible; puede echarse a reír sin venir a cuento, y acto seguido llorar con desconsuelo. La semana pasada, cogió un bisturí de un quirófano y se hizo cortes hasta formar la palabra «matar» en su antebrazo delante de todos nosotros, mientras estábamos empollando a última hora para un examen. No estoy seguro de que sintiera el menor dolor, ni que fuera consciente de lo que estaba haciendo. Cuando alguien del grupo de estudio intenta corregirlo, expresarle una opinión distinta a la suya o incluso sugerirle otro tipo de respuesta a una cuestión académica, suele gritarle a la cara o quedarse mirándolo con odio. A veces anota nuestros nombres, la fecha y el motivo de la disputa en una libreta. Es como si no tomara apuntes de clase, sino de nosotros. Creo que está recabando información para justificar internamente un acto violento…
Jeremy Hogan: Asintiendo con la cabeza y con auténtica expresión de preocupación.
—Tiene que llevar este asunto inmediatamente al decano e informarle de todo lo que me ha contado. Hágalo sin demora. Tiene toda la razón. Da la impresión de que su compañero tiene problemas graves. Puede que haya que hospitalizarlo.
Y, después, el breve diálogo que lo originó todo:
—¿Puede usted ofrecer alguna ayuda?
—¿A él?
Ed Warner: Vacilando antes de ser sincero.
—No. A nosotros.
—Llamaré ahora mismo al decano y le diré que va de camino hacia allá. Querrá todos los detalles. Tiene razón, señor Warner. La sintomatología que usted describe presenta todos los elementos de una crisis peligrosa en ciernes. Es crucial actuar con rapidez.
—¿Deberíamos alertar a la seguridad del campus?
—Todavía no. De eso debería encargarse el decano.
Jeremy Hogan tendió la mano hacia el teléfono de su escritorio en un gesto muy parecido al que haría treinta años después en los preciados segundos anteriores a su muerte.
Andy Candy esperó a que el psiquiatra de California prosiguiera. Este lo hizo tras tomar aliento.
—En nuestro departamento había un médico; un investigador que estudiaba trastornos de desapego en la primera infancia y utilizaba monos rhesus para gran parte de su trabajo. Recuerdo que tenía una beca del Instituto Nacional de Salud, aunque eso no viene al caso.
—¿Monos?
—Sí. Son un sujeto estupendo para estudios psicológicos. Tienen una conducta social muy próxima a la humana, aunque la gente devota no quiera admitirlo.
—Pero ¿qué…?
—Fueron solo rumores. Insinuaciones. La universidad ocultó rápidamente lo que pasó, quizá porque no quería que afectara a su clasificación en el ránking U. S. News and World Report. Pero es la clase de historia que no se olvida, aunque no he pensado en ella en muchos años, la verdad. Nadie me ha preguntado jamás por esto. Y, por más terrible que resultó entonces, ninguno de nosotros tuvo tiempo para asimilarlo y valorarlo. Todos estábamos sumidos en la tensión de aquel tercer curso.
—Comprendo —respondió ella, aunque no era cierto.
—Una mañana el investigador llegó al laboratorio y encontró la puerta forzada. Cinco de sus preciados monos estaban dispuestos en un círculo en el suelo. Degollados.
Andy Candy soltó un gritito ahogado.
—Pero ¿qué…?
—Los habían asesinado. —El psiquiatra vaciló—. No obstante, ¿tuvo eso alguna relación con el grupo de estudio Alfa? Nunca se demostró, por lo menos que yo sepa. Y tampoco era que el investigador no tuviera enemigos. Era sabido lo despótico que era con sus ayudantes, y que tenía tendencia a gritarles, a despedirlos y a fastidiar su futuro. No es difícil imaginar que uno de ellos buscara vengarse un poco.
—¿Cree que fue eso?
—Nunca supe qué creer. De todos modos, tampoco tuve tiempo de pensar en ello —prosiguió el psiquiatra—. Eso no era lo que me inquietaba.
—¿Y qué era? —preguntó Andy con cierta aprensión.
—La cantidad. Cinco. Se encontraron cinco monos muertos. Y doce que permanecían ilesos. A veces, cuando se examinan actos, particularmente los violentos, hay que atar cabos. ¿Por qué no mataron a todos los monos? ¿O quizá solo a uno o dos?
Andy Candy balbuceó de nuevo, de modo que en lugar de una pregunta emitió una especie de gruñido. La única palabra que se le entendió fue: «Y…».
—Siempre pensé que el incidente del laboratorio había tenido algo que ver con aquel alumno psicótico. Por el momento en que se produjo, supongo. Tras una vista urgente, lo enviaron en ambulancia a un hospital psiquiátrico privado. Fue un visto y no visto. Y no volví a saber de él. Pero no había ninguna relación directa con el asunto de los monos, ese alumno no estudiaba con aquel profesor. Aunque, como todos nosotros, conocía la instalación y sabía cómo entrar y salir. Por lo que puede que el freudiano que hay en mí quiera ver una conexión donde un detective no vería ninguna.
—¿Por qué no?
—Cuatro personas declararon en aquella vista en el decanato. Los miembros del grupo Alfa. Y lo curioso es que fueron cinco los monos asesinados. Cinco y no cuatro… lo que no cuadraba.
—¿Qué me dice del doctor Hogan?
—No estuvo en la vista. Solo hizo lo que haría cualquier profesor: ponerse en contacto con el decanato. Lo demás fue cosa de los miembros del grupo Alfa. De modo que no veo qué relación pueda tener Hogan con todo esto.
—Entiendo —dijo Andy Candy, no muy convencida.
—Claro que podrían ser solo conjeturas. Recuerda demasiado a una película de Hollywood, si vamos a eso. Y como puede que fueran las suposiciones exageradas y acaloradas de una imaginación tensa y estresada, yo no le daría demasiado crédito. Hasta en la Facultad de Medicina los rumores se exageraban, se inflaban y se hacían circular como los cotilleos sobre citas en la secundaria. Pero los macacos muertos… eso sí fue muy real.
—¿Recuerda el nombre de aquel estudiante? —preguntó Andy Candy con la boca totalmente seca.
El psiquiatra titubeó.
—Es interesante —dijo pasado un instante—. Cabría pensar que si recuerdo un detalle como el asesinato sangriento de los macacos tendría que acordarme automáticamente también del nombre. Pues no. Lo tengo totalmente olvidado. Curioso, ¿verdad? A lo mejor si lo pienso un rato, me saldrá. Pero ahora mismo, no.
Andy Candy pensó que tendría que hacer mil preguntas más, pero no se le ocurrió ninguna. Miró por la ventanilla del coche y vio que empezaba a salir gente de Redentor Uno. De repente se dio cuenta de que tenía sudadísima la mano con la que sujetaba el móvil.
—Lo siento. No sé si le he ayudado o no —prosiguió el psiquiatra—. Eso es todo lo que recuerdo. O, posiblemente, todo lo que quiero recordar. Ya me dirá dónde tengo que enviar mi aportación al fondo en memoria de Ed Warner.
El psiquiatra colgó.